25. El bar Los Rechazados

Los sicarios llegaron armados con rifles de asalto disparando contra los guardias, los meseros, las bailarinas, las prostitutas, los pinches, los clientes y los vendedores de hot-dogs y tacos que estaban afuera. Nadie sabía a qué cártel pertenecían. No importaba, baleaban a todos por parejo.

Hacia las diez de la noche habían descendido de tres camionetas estacionadas a un costado del bar Los Rechazados, y al grito de «¡Hijos de la chingada, ya les llegó su hora!» irrumpieron en el antro tirando contra todo: vidrios, espejos, luces, sillas y sobre toda criatura que caminara, reptara o volara, hombre, víbora o loro. Y también sobre aquellos ocultos debajo de las mesas o refugiados en las oficinas o los retretes.

Concluida la masacre, y cuando nadie se movía, cogieron los maletines con droga y plata y abordaron dos camionetas negras. Y, como si nunca hubiesen sido, se perdieron en la noche sórdida de Juárez.

Minutos después, el policía de las jaquecas profirió con voz doliente:

—Reportan una matanza en el bar Los Rechazados. Nos piden que vayamos allá lo más pronto posible.

—¿En Los Rechazados? ¿En ese bar a toda madre tuvo lugar una masacre? ¡Qué poca madre! ¡Qué desmadre! Allí no hay cabida para armas AK 47 ni R 15, allí tocan música norteña y sirven los mejores tacos de teta de cabrita de la frontera —exclamó el policía de la cicatriz.

—En ese bar se pide la coca con apellido, porque si no te dan otra cosa.

—Léelo —rumbo a Avenida Malecón, el policía de las jaquecas le puso a José en las manos el «Perfil de Yolanda Jiménez»—. Lo escribió Lorenzo Lozano, su profesor y amante en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, antes de cambiar los pupitres y los cuadernos por los carros de lujo y las metralletas le daba por la literatura.

—¿Dónde está él ahora?

—Bajo tierra o en algún registro de desaparecidos. Lo habrá matado una pandilla rival, los Dirty-gray Dogs.

—¿Hablas inglés?

—Crecí en El Paso.

—¿Cómo murió Lozano?

—Murió de una enfermedad vulgar, a tiros —dijo el policía de las migrañas—. Se llevaron su mochila con drogas, pero le dejaron los calcetines negros de marca puestos.

—Aquí nos esperas, no te vayas a pelar, porque te encontraremos dondequiera que estés —el otro policía detuvo el auto. Ambos se dirigieron a Los Rechazados. Pasaron por la puerta desvencijada del bar tratando de no pisar el tapete de botellas y vidrios rotos, los charcos de sangre, los jirones de ropa, los pedazos de madera, las greñas de algunas mujeres. Se abrieron paso entre los policías ministeriales, estatales y federales y miembros del ejército. Algunos agentes judiciales hablaban con los heridos, tomaban notas y fotos de los muertos, registraban el lugar. Hasta que los policías sin nombre que lo habían levantado vieron al dueño del antro detrás de una barra baleada. Blanco como la harina, parecía que tenía los labios cosidos. Fueron directo con él. José se puso a leer:

PERFIL DE YOLANDA JIMÉNEZ

Yolanda Jiménez (se desconoce apellido materno) nació y creció en Ciudad Juárez en el seno de una familia con domicilio en Avenida del Malecón 14. Su padre era ingeniero; su madre maestra de escuela; sus dos hermanas menores estudiaban la preparatoria y ella en el Instituto de Ciencias Biomédicas de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez.

En el primer año de su carrera Yolanda fue mi alumna en el Departamento de Ciencias Sociales. A las pocas semanas de clases comenzamos a citarnos. Luego de asistir a una fiesta con gente pesada de Juárez —a la que yo la llevé, la emborraché y le hice el amor—, empecé a frecuentarla los fines de semana, y a celarla y hacérmele el aparecido en los pasillos de la Universidad, fuera de su casa y en centros comerciales, cafés y bares que ella frecuentaba con amigos. Cuando la veía a solas le preguntaba quiénes eran, si les había hablado de mí, a qué hora de la noche había llegado a casa. Hasta que un día que se fue de vacaciones con unos amigos, como una forma de apartarse de mí, le dejé mensajes amenazantes en la máquina contestadora de su teléfono; amenazas que yo, Lorenzo Lozano, desmentía que fueran mías. Hechas las paces, yo seguía engañándola con labia y con regalos. Finalmente, la metí en el narco.

Iniciada en el negocio de las drogas, a las pocas semanas Yolanda ya transportaba alijos de droga desde Nueva Italia a través de la Sierra Madre Occidental hasta Ciudad Juárez, Reynosa o Tijuana en camiones de carga y carros particulares protegida por sicarios y patrullas policíacas.

Morena, alta, con el pelo negro sobre la espalda, los pechos sueltos bajo la blusa y con pantalones de mezclilla abotonados debajo del ombligo, ella solía llevar los alijos de mota y coca para entregar en la costa, en ranchos y pueblos. Visitante frecuente del Triángulo Dorado, los estados de Chihuahua, Durango y Sinaloa, todo lo que llevaba encima era prestado: la pistola, el collar, los anillos de oro, el reloj, los celulares, los fajos de dinero, hasta que le tomó gusto a los pagos en efectivo y a la coca.

Embarazada por mí, todo parecía ir bien hasta que cuatro miembros de la banda fueron arrestados, torturados y ejecutados. Yo, Lorenzo Lozano, tuve que huir de la ciudad con rumbo desconocido, hasta el día que me apresaron no los policías judiciales sino los miembros de un cártel rival.

Una medianoche a casa de Yolanda llegaron sicarios disfrazados de policías que operaban en la frontera diciéndole que allí vendían cocaína. Sin más abatieron a sus padres y violaron a sus hermanas, mientras a ella la mantenían encerrada en un ropero. Yo, cautivo, me enteré que mi jefe había hecho alianzas con un capo enemigo y cambiaba de operadores, rutas y plazas, y a los empleados desechables se los entregaba.

Mantuvieron a Yolanda varios días en el ropero, alimentada con comida rancia y agua sucia, sabiendo ella que sus padres yacían tirados sobre pedazos de vidrio y sangre coagulada.

Una noche otros policías vinieron a informarle que la meterían a trabajar en un burdel de Tijuana, muy exclusivo, pero antes la mandarían de vacaciones con su ex jefe. Así que esa madrugada cuando ellos dormían, desnuda y sin zapatos, escapó en la oscuridad con un fusil AK 47 de los sicarios. Al mes, fugitiva de la ley y de la mafia, formó su propia banda.

El dueño de Los Rechazados acompañó a los policías a la puerta. Se despidieron de abrazo y partieron hacia la Avenida Lincoln.

—¿Qué te pareció el perfil? ¿Está bueno? —le preguntó el policía del bigote negro sin hacer referencia a la masacre en el bar.

—Bueno para un obituario.

—Guárdalo como recuerdo.