24. Una vuelta por la ciudad

—Amigo, acompáñanos —cuando salía del hotel, José fue interceptado por un policía con bigote negro. Era su primera noche en la calle desde su encierro y le resultaba frustrante esa detención.

—No te resistas, vamos a dar una vuelta por la ciudad —un policía con una cicatriz en la mejilla lo metió en una camioneta negra. Lo instaló en el asiento de atrás.

—¿De qué se trata?

—Te necesitamos para identificar a una persona.

—¿A quién?

—Ya lo sabrás —el primer policía puso en marcha el automóvil, fumando.

—¿Por qué yo?

—La persona que buscamos está involucrada con alguien de tu familia.

—¿Mi familia?

—Te ves maltrecho, bróder, ¿el hombre lobo te comió la lengua? —el policía con la cicatriz lo examinó por el espejo retrovisor.

—Me atacaron unos perros.

—¿Perras?

—Machos y hembras.

—En la cama son feroces.

—Fue por los médanos.

—¿Qué fuiste a hacer allá? Seguro algo indebido.

—Las mordeduras en las pantorrillas y las manos no fueron profundas. No tocaron órganos ni ojos. Nada de gravedad.

—A la chingada los perros, ¿pueden callarse? —el policía del bigote negro se apretó las sienes con las manos.

El vehículo arrancó. En su recorrido por las calles del centro, Mariscal, Mina, Globo, Grijalva y Noche Triste, los policías se fueron deteniendo para inspeccionar hoteles de paso, centros nocturnos, cantinas, casas de huéspedes y edificios abandonados donde se ejercía la prostitución y se usaban drogas. Sorpresivamente entraron al hotel El Refugio, en cuyas habitaciones hallaron a Clara y a otras menores forzadas a prostituirse. Arrestaron al hotelero y al recepcionista, a dos mujeres y dos hombres dedicados a la trata de personas, que después recogieron unas patrullas. Irrumpieron en viviendas habitadas por familias ancladas, llamadas así porque no podían marcharse de Juárez. En un bar pusieron contra una pared al dueño y sus empleados, a padrotes y madrotas para revisarles las ropas en busca de armas, pastillas o polvo blanco. Se metieron en tiendas cerradas, pero con las puertas y las ventanas quebradas. Se asomaron a zanjas. Exploraron fábricas, drenajes y terrenos baldíos. A punta de pistola levantaron truhanes y mendigos acostados en el suelo entre cuerpos muertos o gente drogada. Arrestaron a hombres y mujeres que por su indumentaria parecían sospechosos. Se detuvieron en el Salón Centro Nocturno, cuyo letrero rojo encendido daba la impresión que estaba ardiendo. Se introdujeron en casas de ladrillo, de tabicón o de vidrio y patearon retratos, sillas, paquetes y bolsos de mujer; descolgaron chaquetas y pantalones de tendederos para ver qué guardaban en los bolsillos. En la ciudad descerebrada hallaron un libro, Los miserables, clavado en una pica. Ingresaron en pocilgas pintarrajeadas, saqueadas, quemadas, convertidas en fumaderos de crack, en picaderos clandestinos con dibujos y grafitos obscenos firmados por pandillas: Los Two You, Los PaKatelas, El Áiteva, Las Cucarachas, Los Diabólicos. Los polis metían la nariz en todo. José observaba en tour por la ciudad del mal, esforzándose por aprender, aprehender algo. En su mundo de valores no había buenos ni malos, sino simplemente materia íntegra y materia corrompida, rostros inocentes y carne podrida. En ese mundo sin Dios, al final del día cada quien sería su propio juez y según sus actos merecería un infierno o un paraíso.

—Ven conmigo —el policía con la cicatriz en la mejilla hizo entrar a José en una casa con cilindros de gas y diablitos conectados a cables eléctricos—. Aunque aquí casi todos los delitos están relacionados con el narcotráfico, éste fue un crimen por celos.

La vivienda consistía de un solo cuarto. El asesino, con sombrero negro, camisa blanca y pantalones de mezclilla, tenía metidas las manos en los bolsillos, musitando: «Fue sin querer, fue sin querer». Moreno, lampiño, parado delante del camastro de su amante difunta, parecía el personaje del cuadro de Frida Kahlo Unos cuantos piquetitos, mientras la mujer, con la cabeza sobre una almohada, yacía acuchillada: no del todo desnuda, tenía puesto un zapato de tacón alto.

—Me impresiona la pobreza, la habitación parece encuerada, excepto por el camastro —el policía de las migrañas volvió a la camioneta, conmocionado, como si acabara de ver el cuerpo de su madre degollada.

—Hay mensajes —el policía de la cicatriz prendió el radio.

«La policía de homicidios viene en camino».

«Matan a dos, los tiran a la calle».

«Acribillan a joven en canchas de fútbol».

«A la fosa común, doce cuerpos sin identificar».

«A plomero extorsionador le destrozan la cabeza a pedradas».

«Llegó al Semefo el cadáver de un secuestrado el día de su boda».

«Se declaró emergencia por la fuga de El Sicario Rabioso. Esta noche se implemento un cerco de seguridad en la zona centro y elementos de la Policía Municipal recorren las calles y se han posicionado como francotiradores en las azoteas de los edificios. Soldados con tanquetas bloquearon el barrio y un helicóptero sobrevuela la ciudad».

Bajo ramalazos de viento, por las calles rajadas andaban mujeres y niños buscando a sus parientes perdidos. Con cara gris plomo y ojos hundidos, se paraban a la puerta de los antros para preguntar al guardia por el esposo, el hijo o la hermana. «No sabemos», contestaba el cancerbero. Pero ellos seguían indagando, temerosos de ir al Semefo o al basurero.

—Esto es Juárez —susurró el policía del bigote.

—¿Saben algo del secuestro de mi hermano Lucas? —preguntó José.

—¿Sabes cuántos secuestros hay en esta ciudad?

—No.

—Trescientos.

—¿Tienen idea de qué banda lo tiene?

—¿Sabes cuántas bandas de secuestradores operan aquí? Nada más piensa, bro, si vamos a saber cuál tiene a tu hermano.

—¿Cómo dijiste que se llama?

—Lucas Navaja.

—¿Lo buscaste en el cementerio?

—Sí.

—¿No lo encontraste?

—No.

—Búscalo en El Donki, por ái andará ligando gatas.

—Me dijeron que una banda lo trajo a Juárez.

—Si sabes más que nosotros, pa’ qué preguntas.