17. El cementerio
En las afueras de la ciudad estaba el cementerio San Rafael. Tanto las tumbas sencillas como las fosas colectivas eran habitadas por delincuentes, prostitutas, adictos, policías, sicarios e inocentes. En la explanada un músico con sombrero negro, camisa blanca y pantalones negros tocaba en un instrumento portátil música norteña para despedir a su hermano, un policía de 22 años asesinado en el Paseo El Triunfo. Desconocidos a bordo de una camioneta negra lo habían arrojado en un basurero. Una joven viuda, que se tapaba el sol con una mano y con la otra cogía un niño, lo escuchaba tocar. Un viento plomizo levantaba polvo como si de la mezcla del blanco y del negro se produjeran tonos grises.
José, acompañado de Ramón, notó que las tumbas rebasaban los límites del cementerio, pues cada día brotaban nuevas como hongos después de un aguacero. De cemento, piedra o tierra, algunas estaban marcadas con cruces blancas y azules. O con cruces de pobre hechas por gente temerosa de ser acribillada por los asesinos de algún familiar.
JABIER GONSALES BALENSIA, ESPESIERO
El nombre del muerto, escrito a mano con faltas de ortografía, no tenía fecha de nacimiento ni de muerte. Tan concisamente había sido trazado que daba la impresión de que el espacio para escribir una palabra o un número se había acabado en los palos cruzados. O, lo peor, que el pariente que lo componía se había dado a la fuga ante la llegada de sicarios.
Otros difuntos llevaban la fecha en que fueron encontrados en una calle o en un antro, o el del día en que llegaron al forense, no la de su nacimiento o muerte. Los túmulos denunciaban la prisa de los que entierran sin ceremonia alguna a parientes que deben ser enterrados con prisa y sin ceremonia alguna: casi clandestinamente, a riesgo de ser enterrados con ellos. Sobre los migrantes que llegaron a Juárez desconocidos se habían ido de Juárez desconocidos, sepultados en fosas comunes entre delincuentes no reclamados.
Había sepulturas de mujeres que guardaban más despojos que cuerpos, más alusiones que nombres, pues los funcionarios, gordos de carroña, a cuyo cargo estaba la investigación de su muerte, no sólo no investigaban nada, sino que pasaban el tiempo en clubes exclusivos codeándose con asesinos.
El viejo enterrador, quien disponía de los ataúdes con las manos desnudas, casi no tenía fuerzas para levantar la pala para excavar más, pues el trabajo de bajar los cajones de los adolescentes masacrados durante una fiesta estudiantil para celebrar el triunfo de su equipo de fútbol le resultaba pesado. Entre los ataúdes que había bajado durante sus años de sepulturero, éstos eran los más pesados, hechos de pesadumbre y de nada, los materiales más pesados del mundo.
—¿Por qué se dice que la matanza se cometió por error?
—Los sicarios de un cártel buscaban a los sicarios de otro cártel. El capo que ordenó que apretaran los gatillos fue un sujeto apodado El 12. Gritó: «Maten a todos parejo».
—Si Juárez es una ciudad sitiada por el ejército, ¿cómo pudo pasar esto?
—Porque algunos militares trabajan para los cárteles.
—¿Por qué trabaja aquí?
—Porque en esta ciudad llena de casas abandonadas, edificios incendiados, negocios cerrados y fantasmas vivos, el mejor negocio del mundo es trabajar en un cementerio.
—Y sobre la justicia, qué.
—México es un país mágico donde hay asesinados, pero no asesinos.
—O Ciudad Juárez es una Divina Comedia sin paraíso, un infierno sin Satanás. Quien la visita desciende a un círculo dantesco de ángeles caídos y Beatrices contaminadas —dijo José, aunque sabía que no iba a ser entendido.
—Discúlpeme, tengo tareas pendientes.
Alberto, presente. Te queremos. Te extrañamos.
Si-ki-ti-bum a la bim-bom-bam, a la bio, a la bao, a la bim, bom, bam…
Al borde de una tumba gritaban los amigos de un chico acribillado.
Vicente, Vicente, vivirás para siempre, ra-ra-rá.
Replicaron los niños a la orilla de otra tumba.
—No se acerquen al hoyo, se pueden caer —advirtió una mujer con voz quebrada, y la cabeza envuelta en un chal negro. En las mejillas se le habían quedado atoradas como costras lágrimas secas.
A unos metros, otro sepulturero, con un sombrero negro tapándole la cara y un cigarrillo en la boca, arrojaba a una fosa los cuerpos de dos niños en ataúdes de cartón. Hizo el hoyo como una trinchera. Echó los terrones lo mismo sobre los ataúdes y los zapatos de los deudos.
—Mire en esa cubeta con hielo esa cabeza, tiene la boca llena de arena, los ojos abiertos y las venas colgando. Qué asco —dijo Ramón.
—El artista de esa Medusa no es Caravaggio, es un obrero del horror, un talador de cuerpos experto en el uso de la motosierra, no del hacha ni de la espada —José sintió que los ojos del decapitado lo miraban con expresión de loco, como si antes de la decapitación lo hubieran torturado—. Decapitar a los enemigos para infundir terror a los vivos no es nuevo, recordemos a los mártires del cristianismo y a los guerreros regresando de una batalla con las cabezas de los vencidos cogidas de los cabellos; y a la diosa Kali danzando en las piras funerales con un collar de cabezas. Mucho menos debemos olvidar a la Coatlicue decapitada, esa diosa del terror telúrico.
—Acuérdese, señor, lo que pasó la madrugada del 6 de septiembre de 2006 en el bar Sol y Sombra de Uruapan —dijo el sepulturero—, que llegaron veinte sicarios encapuchados vestidos de negro y arrojaron en la pista de baile cinco cabezas en bolsas de plástico negro. Los verdugos antes de retirarse dejaron una cartulina que decía: «La familia no mata por paga, no mata mujeres, no mata inocentes, se muere quien debe morir, sépanlo toda la gente, esto es: Justicia divina».
—Don José, ¿ha visto a la mujer que viene entre las tumbas hablando por un celular? Avanza como si no quisiera llegar a la cita consigo misma.
—Veo a ese chamaco con shorts floreados, ¿se equivocó de parque?
—Aquí los parques son más peligrosos que los antros.
—¿Cómo se llama?
—Sin Nombre.
—¿Por qué?
—Mientras los sicarios ejecutaban a sus padres, a él lo encerraron en el baño de la casa. Perdió el habla.
—¿Dónde vive?
—En los cementerios, busca a su padre en una fosa común. A la mamá se le sepultó en otro cementerio, entre los muertos del día. Para comer mendiga y su cama es el suelo. Pasa los días calientes de Juárez en los campos de alfalfa o bajo los puentes. De noche roba casas reventadas. Ha tenido suerte, los sicarios que mataron a sus padres aún no lo encuentran.
—¿Vio a los asesinos?
—No sólo los vio, se halla con ellos cada noche.
—¿En la calle?
—En sus pesadillas.
—¿Hay muchos narco-huérfanos en la ciudad?
—Abundan como perros callejeros.
—¿Podría hablar con él?
—No habla.
—¿Por ser mudo?
—Por espanto.
—Sin Nombre —lo llamó José.
El chico no contestó.
—¿Qué estará pensando?
—El niño no piensa, siente; cuando oye un tiro ve a sus padres abatidos.
—Creo que dice algo —José trató de captar la frase breve, casi interior, que balbuceaba.
—El chico teme a los golpes como un perro apaleado.
—Los ojos le brillan detrás de un velo de sangre.
—Sin problemas, este caballerito vivirá de vender droga, objetos robados y de venderse a sí mismo —Ramón, restregándose los ojos como si le hubiese caído una basurilla, lo vio alejarse.
—Será monstruo o santo.
—O pobre diablo.
—Silencio, si me ve con usted me matará.
—¿Quién?
—El hombre con cola de caballo que está mirando hacia acá con los binoculares.