7. Retrato de la ciudad como un abismo horizontal

El taxi amarillo quería atropellarlos. Pasó delante de ellos quemando llanta. Pero los perros se dispersaron. Sólo por unos minutos, porque después se reunieron de nuevo en otras calles. El taxi regresó y se paró en una esquina. El chofer los observó con expresión maligna. José se preguntó el porqué de su conducta, tal vez se trataba de un intento de secuestro. En la ciudad había bandas que plagiaban perros. El taxista miraba a Pek extrañamente.

—Aire. Aire —dijo el taxi.

—¿Un taxi que habla? —se preguntó José. Mas como la voz no venía del automóvil, sino del cofre, y sonaba a secuestrado, pensó: Con que no sea Lucas.

—¿Lo llevo, señor?

—Caminaré.

—¿Por dónde va?

—No le voy a decir.

Cuando el taxista arrancó, José se quedó pensando en la persona que se asfixiaba en el cofre, si sería hombre o mujer, joven o vieja, de clase media o proletaria. Tantas caras, tantos cuerpos podían caber en esa persona.

—No acepto perros, se orinan en el asiento —el taxista estaba de vuelta—. Y si los acepto van atrás. El cofre es amplio, tiene capacidad para dos maletas grandes. Y para un plagiado, dependiendo de su tamaño —el conductor abrió el cofre. En el interior, entre las herramientas y una llanta, José alcanzó a ver una camisa ensangrentada.

—Tiene que notificar a la policía.

—La policía me robó el coche; la policía practica el secuestro exprés —el taxista se fue con tal velocidad que dio la impresión de que quería embestir los azules del charco.

—Mira eso, es de una talla tan grande que parece ser de la giganta de Baudelaire —José señaló un sostén colgado de la rama de un árbol.

—Cabrón —el taxista pasó a su lado.

—No sé si este individuo trabaja para el hampa o para la policía —explicó José a Pek—. Por precaución no nos iremos por esa calle, sino por aquella.

—Da igual.

—¿Quién eres tú para dudar de lo que digo?

—Pek.

—Hace cinco años que no te veía y hoy me topo contigo varias veces, ¿dónde estabas?

—Cerca de ti, invisible.

—¿A qué se debe tu presencia?

—Vengo a llevarte al inframundo.

—No estoy muerto.

—Lo estarás.

—No me vendas mi muerte. Prefiero ser un perro callejero hurgando en la basura que un dios en el Mictlán. Vamos al centro, a ver si por el camino veo a mi hermano, anda perdido, no sé nada de él.

—Vamos, el centro está lleno de tiendas viejas y gente rara —Pek jaló su mano con el hocico.

—Antes quiero ir a la peluquería.

—Tus cabellos son llamas blancas, no las cortes.

—Bueno, lo dejo para la semana próxima.

José y Pek echaron a andar. Un camión repartidor de refrescos había bloqueado la calle y lo rodearon. Un anuncio sobre un edificio mostraba a una mujer de grandes pechos con los brazos alzados aplicándose un desodorante en aerosol.

Los desodorantes Mictlán quitan los olores corporales

hasta del pestilente Señor de la Muerte.

En este mundo y en el otro, use desodorantes Mictlán.

—AAAAAAAAAAAAA. VVVVVRRRRRRR. MMMMMMMM —en una banca un ciego hacía vibrar sus labios creyendo que su cuerpo era una pista de la cual iba a despegar un avión. Pero como las ruedas del aparato se habían derrapado, se estrelló contra el pavimento: CRASH. Pronto todos nos estrellaremos en la pista de aterrizaje de la banqueta.

—En cada calle hay un loco —comentó José.

—Te llevo en mi lomo —se ofreció Pek.

—Te aplastaré, subí de peso.

—Me he entrenado para llevar pesos completos.

—Hace mucha noche, podrían asaltarnos en la colonia de los Doctores. La otra vez una enfermera me robó la pensión.

—Auscultaré las sombras, veré en la oscuridad, detectaré sospechosos, el tapetum lucidum detrás de la retina de nuestros ojos nos da la habilidad de ver en baja luz.

—¿Hace que tus ojos brillen en las tinieblas?

—Algo.

—Si me cargas, arrastraré los pies.

—Crecerán mis patas, no me verás ni el polvo.

—¿Y si me caigo?

—Nos vemos en el inframundo.

—Adelante, pues.

Pek salió disparado como si sus pies volaran sobre la banqueta.

—La ciudad ha sido invadida por una plaga de cucarachas mecánicas. Cada hijo de familia anda en coche provocando embotellamientos monstruosos. Como de fin del mundo.

En la siguiente calle se toparon con un autobús Ruta 100. Hacía paradas y abría las puertas sin motivo, pues nadie bajaba ni subía. Seis perras bermejas miraban por las ventanas paradas sobre los asientos. José creyó reconocer a Pek entre ellas. Pero no podía ser Pek, Pek estaba a su lado.

Un camión pasó cargado de verduras, flores y pescado. Tronando, echando humo. Pasajeros indígenas se agarraban de las redilas mientras sus ropas y sus cabellos eran soplados por el aire.

En un kiosco de periódicos sin vendedor, José leyó: «MURIÓ DE UNA EMBOLIA EL FUTBOLISTA HORACIO CASARÍN».

Aunque luego se sabría que el deceso fue causado por un problema renal que puso fin a un largo tormento que le causara al ídolo el Alzheimer.