5. Si todos los días se acaba el mundo,
¿cuántos mundos se acabarán conmigo?

En EL TELEGRAMA no había nadie. Pues si sus amigos no estaban, en el café no había nadie. Los desconocidos no contaban. Ese día José no tenía ganas de leer el periódico, porque si el periódico no traía información sobre la muerte de un conocido no traía nada. Y como las fotos de presidentes, empresarios, deportistas, cantantes y señoras de sociedad le aburrían, tiró a la basura el diario. Mejor ver a la gente con la cara cubierta por una máscara antigases para protegerse de las cenizas o fumando a través del tapabocas. O con gafas sobre la máscara. O tosiendo nubes grises. Eso le divertía, sobre todo porque él no llevaba tapabocas ni máscara antigases. No importa que los medios, por todas las vertientes del ruido, recomendaran a los ciudadanos cuidar sus vías respiratorias.

La mesera que solía atenderlo no estaba. Y aunque estaba una mesera de tersa piel morena, con ojos calmos y caderas anchas como su prima, concluyó que no había meseras. Pensando en aquella vez que se había encontrado con ella en un cine, y al verla levantarse de la butaca la había seguido con disimulo hasta el baño de mujeres, y ella lo había invitado a entrar, sintió ganas de verla en el mismo cine, la misma vez. Pero se dirigió al mostrador a pedir un café al patrón, cuya calvicie era casi obscena, pues al juntársele el cráneo con la cara parecía un pene. Lo miró con morbo, como las dientas solían mirarlo.

—Qué duro está el sol, que sus rayos hieren la vista a través de las gafas negras —José se sentó a la orilla de la terraza. Hasta que un radio prendido en el interior de un coche estacionado a unos metros de distancia lo hartó de anuncios y fue a apagarlo. En la pared de una clínica veterinaria estaba un perro pintado. Con la cabeza mosqueada, los ojos llorosos, las orejas caídas, la lengua de fuera, la panza como una bolsa con estrellas, las patas y las manos vendadas, el animal era una imagen de la desgracia.

SI TU PERRO SE SIENTE MAL

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SERVI-CAN

—Más de un cuerdo me creerá loco, porque en lugar de ocuparme de la elevación general de los precios y de la inflación de los diputados en la vida nacional, en cada persona veo a un fantasma. Más que los éxitos de los políticos, los deportistas y los empresarios me interesa su muerte —José retornó a la mesa, cogió el periódico de la silla—. Saber cómo muere la gente en un país es tan importante como saber cómo se casa o se hace rica.

«El sujeto apodado “El 12”, que ordenó la masacre de jóvenes en una fiesta en Ciudad Juárez, está muerto, reportaba un diario. El jefe del grupo criminal mandó a sus sicarios que dispararan “a todos parejo”».

Otro periódico informaba: «Hallan a un muerto dentro de un auto en el drenaje profundo. El chofer recibió doscientos disparos. Los homicidas que lo ultimaron querían pretender que murió ahogado».

Uno más decía: «El perro monstruoso llamado Xólotl, creado por Mictlantecuhtli el Señor de los Muertos, fue visto en Xibalbá a una profundidad de cien metros. Iba por una calzada rumbo a Chichén Itza. Al ser llamado por su nombre, la criatura con hocico de perro desapareció en el laberinto de cenotes que conforman el inframundo maya. En los últimos tiempos esta cueva ha sido utilizada por grupos delictivos como un cementerio clandestino».

—Los redactores de las necrológicas son tan parcos en proporcionar detalles personales que da la impresión de que los difuntos no tuvieron personalidad propia. Deberían hacer más uso de los verbos de la muerte. Hay maneras distintas de morir. Por ejemplo, no es lo mismo morirse en un hospital que caerse de una azotea o ser acribillado en un téibol o caer de cabeza al drenaje profundo. Hay diferencias entre decir «privar de la vida» y «arrancar la vida», «quedarse exánime» y «desangrarse en un accidente», «sufrir una muerte cruenta» y «ser sofocado con una bolsa de plástico en la cabeza». Durante los fines de semana y los periodos vacacionales, cuando la ciudad se vacía, qué gusto da entretenerse con la nomenclatura de la muerte, buscar en las letras diminutas de un diario un nombre —al oír pisadas, desde la mesa José exclamó: —¡Pek!

Perro y amo se miraron como si fuese la primera vez que se veían. O como si fuesen figuras extraterrestres reencontradas en un paisaje terrestre. El xolo, con su pelambre descolorido y sus patas engarruñadas, parecía haber pasado mucho tiempo en una tumba.

—Sin Alis en casa, no sé que voy a hacer contigo —murmuró José, como si no quisiera que los parroquianos lo oyeran.

El perro guardó silencio.

—Cuando Alis me preguntó si no quería casarme con ella, le dije que no tenía objeción. Y cuando propuso que fuera la semana siguiente, le dije por qué no. Nos casó un monje benedictino en una iglesia cerca de Cuernavaca, y como viaje de bodas nos fuimos caminando por las milpas, con paraguas para protegernos del sol.

Pek lo miró con ojos abajados.

—Alicia murió después de una visita a la roca blanca de San Blas. Según los huicholes, esa roca fue el primer objeto sólido del mundo.

—Soy un perro fiel de mantener.

—Pek, querrás decir fácil de mantener.

Fiel.

—Me acuerdo del día en que llegaste a casa, eras el cachorro más lúdico del mundo, y el más extraño, con esa cresta negra sobre la frente. Alis puso un tapete en el baño para que te echaras. Chillaste toda la noche.

—Desde ese momento fui tu sombra.

—La sombra de Alis.

—Ella fue una gran cocinera, cuando hacía burritos de papa y frijoles muy afable me decía: «Ora carnal, ¿no tienes hambre?». Cuando me veía jadeante, me llamaba: «A ver… carnal, ¿no quieres agua?». Hasta en los últimos días de su padecimiento, me consentía: «Mira Pek, dispénsame, me voy a dormir, vete a dar una vuelta a ver si agarras pareja».

—El día que Alis se durmió estaba feliz. «Uno, dos, tres, ¿Alis se va a morir?», preguntaba jugando. «Alis va a revivir», insistía yo, «en la roca blanca de San Blas» —motivado por los recuerdos, José se ablandó.

—Si Alis se fue, no seré un problema. Cuéntame, cómo va tu vida desde entonces, ¿vives tranquilo?

—No mal, sólo una cosa me molesta, la desaparición de mi hermano Lucas, me he propuesto encontrarlo.

—¿Y Alis?, ¿la has dejado atrás?

—Anoche soñé con ella. Estaba en el fondo de un pozo, con la cabeza alargada, las orejas tiesas y las patas debajo del cuerpo como un perro. Cuando bajé para ayudarla me dio ganchos verbales al ego, no sé por qué estaba enojada conmigo.

—Mira allí —Pek señaló con la pata un periódico tirado en el suelo.

«José Navaja, considerado uno de los mejores artistas del trapecio del siglo, falleció hoy a los 92 años de edad. Fue un gran acróbata hasta su jubilación hace dos décadas. En sus actuaciones no usaba red de seguridad porque creía que su nagual, un perro xolo, lo protegía».

—El diario miente. El que escribió esa nota está equivocado, nunca fui cirquero —José se indignó al leer su nombre en la necrológica—. Iré al periódico a quejarme, diré que no se trata de este José Navaja sino de un homónimo. Eso haremos, vamos a la redacción.

—No hay de qué afligirse, todos los días hay muertes verdaderas y muertes espurias, al final da lo mismo —José creyó que dijo Pek.

—Sátrapas, tiraron un chicle en la banqueta y se me pegó en el zapato. En otras ciudades del mundo los sátrapas están en el gobierno, pero aquí andan tirando chicles en las banquetas. Tengo que quitármelo, qué asco. Mira, Pek, ese árbol con chicles pegados en su tronco parece condecorado. En la parte inferior de la jardinera la delegación advierte:

TIRAR CHICLES EN LA VÍA PÚBLICA

ES MALA EDUCACIÓN.

RETIRAR CHICLES ES MÁS CARO QUE

COMPRAR NUEVOS.

—Protección, págame protección, si no te lleva el tren —un ladrón con piel vellosa y anillos negros en las manos le cerró el paso. Con cara alargada y puntiaguda, y pequeños dientes afilados, parecía un tlacuache.

—Protección de qué.

—Contra la muerte súbita.

—Toma —José sacó de un bolsillo un boleto de metro y se lo dio.

—¿Es todo lo que vales? —el asaltante tiró el cartoncillo a la banqueta.

—En vísperas de mis funerales, pagar protección es un chiste cruel.

—Puedes sufrir muerte exprés. A ti y a tu perro se los va a llevar el tren.

—La muerte exprés no está mal, no se sufre —Navaja echó a andar.

—Ya verás.

—Si todos los días se acaba el mundo, ¿cuántos mundos se acabarán conmigo? —José le dio la espalda y se fue hablando solo.