27. Yolanda Jiménez
—¡Atención, se ha detectado en Avenida Lincoln un coche que transita con las luces apagadas, pertenece a la banda de Los Asesinos del Mustang Azul! ¡Atención patrullas, diríjanse a La Sirena, parece que el vehículo sospechoso se dirige hacia allá! —reportó una voz por radio.
—A nosotros no nos toca, tenemos otra orden —el policía de las jaquecas se apretó la cabeza como si fuese a estallarle entre las manos.
—¡Atención, parejas, El Sicario Rabioso anda suelto! Esta mañana se escapó de la cárcel. Atacado en su celda por un murciélago que le infectó el virus rábico, es de alta peligrosidad, sufre de alucinaciones sonoras y visuales y se pone violento a la menor provocación. Hace unas horas destripó a dos batos que salían de la discoteca La Esfinge con dos gatas. Camino de un hotel los atacó —continuó la voz.
—Vamos al cine, exhiben La Red. La actriz Rossana Podestá lleva una blusa mojada que deja ver las chiches —el policía de las jaquecas se paró delante de un inmueble decrépito.
ANTIGUO CINE PASO DEL NORTE
—El local está cerrado por obras —observó José.
—Todo el aire que hay allí es tuyo.
—La marquesina se cayó.
—Un malora le aventó una granada.
—La sala está vacía.
—Aquí todos los cines están vacíos.
—En la taquilla no hay vendedora.
—Habrá ido al baño.
—La cortina es de cuero.
—Ya deja de hacer preguntas, ¿ves aquel letrero de Salida de Emergencia? Por allí entrará la secuestradora —dijo el policía de la cicatriz.
—¿Cuál secuestradora?
—Yolanda Jiménez, la líder de la banda. Ayudarás en el operativo.
—¿Yo?
—Fíjate bien, uno de los maniquíes sentados en las butacas tiene sobre las piernas una talega con dólares falsos para pagar el rescate de un secuestrado. Es el señuelo.
—Siéntate con ellas —el policía de la cicatriz indicó la hilera con los maniquíes. Eran tres mujeres desnudas. Una, con mejillas polveadas, boca pintada y lengua bífida, clavaba la vista ciega en la sábana que servía de pantalla. Los policías se acomodaron en los extremos de la última fila para controlar los pasillos. Empuñaron las armas.
—El Santo contra las Lobas es una película donde las mujeres lobas poseen poderes de invisibilidad licantrópica, y donde el luchador enmascarado se enfrenta a Licán, hombre lobo de Transilvania que llega a México en busca de su reina loca —explicó atrás de los maniquíes el policía de las migrañas.
—Dirás, loba.
—Loba y loca es lo mismo.
—Explíquenmelo más despacio, no entiendo nada —el policía activó un casete en el pecho de la maniquí rubia.
—Estás ciega, mana —el otro policía accionó el casete en la cabeza de la maniquí de pelo negro.
—Oh, mana, ¿has visto los ratones corriendo por los pasillos? —exclamó la maniquí de ojos almendrados—. Estoy verdaderamente asustada.
—Me dan asco esas pulgas que saltan de la butaca a mis piernas y de mis piernas a la butaca —dijo la maniquí rubia.
—Silencio, por favor, no dejan ver la película —dijo la de pelo negro.
—¿Qué hora es? —preguntó la de ojos almendrados.
—La que tú quieras, cariño —el hombre de las migrañas señaló en un reloj colgado de la pared a una teibolera girando alrededor de un tubo en la carátula blanca sin manecillas y sin números.
En eso se prendieron las luces. No sólo las de la sala, sino las del vestíbulo y de la Salida de Emergencia. Una mujer fue alumbrada. Como en un relámpago José vio su cintura de avispa y sus pechos puntiagudos, su pelo recogido hacia atrás, sus pantalones rosas, su chamarra negra, sus zapatos tenis. Con sendas pistolas encañonaba a los maniquíes creyendo que eran mujeres y que tenían el dinero. Había entrado no por la salida de emergencia sino por el baño de hombres. Al verla enfrente, exigiendo la talega, José comenzó a toser como si se le hubiese atorado un pedazo de carne en la garganta.
—¡Yolanda! —el policía que estaba en la última fila corrió hacia ella.
—¡Alto allí, hija de puta! —otro policía apareció en el pasillo.
—¡Te seguí de calle en calle, de antro en antro, de escondite en escondite, al fin nos vemos la cara! —vociferó el sicario con cola de caballo.
Los agentes judiciales controlaron las rutas de escape. A lo largo y ancho de la sala le apuntaron a Yolanda con fusiles de alto poder. Emboscada, se dirigió a la salida de emergencia. Giró la manija a derecha e izquierda, pero no pudo abrir la puerta. Quería romper el candado a cachazos cuando los reflectores la aluzaron, hicieron parecer su cuerpo blanco como encendido por descargas eléctricas. Todos le dispararon. Mientras ella, con la bolsa en las manos, saltaba como una pantera sobre las butacas de los maniquíes respondiendo al fuego, defendiéndose de los tiros. Hasta que el sicario con cola de caballo la rafagueó de los tobillos a las mandíbulas, y ella cayó con la cabeza debajo del asiento de José sin soltar la bolsa. Finalmente, el sicario con cola de caballo vino a darle el tiro de gracia.
—A ese no, es de los nuestros —gritó el policía de la cicatriz para que no disparara a José.
—¿Qué carajos hace este wuey entre las nalgas de la secuestradora?
—Hey, bróder, veo manchas sobre la cara de la muerta —el policía de las jaquecas se llevó las manos a la cabeza—. Pinche migraña.
—Después de este derrame de adrenalina necesitas vacaciones, wuey —peló los dientes el sicario con cola de caballo mientras afuera del cine se oían las sirenas de las ambulancias—. Bueno, aquí acabó la fiesta.
—Hasta la próxima, por poco mando a este wuey al San Rafael —dijo el sicario a José—. Ahora vamos a echarnos un taco de fémina al Tumbao, después de un baile apretadito las chicas andan precocinadas, ja-ja-já.
En la camioneta, José escuchó las noticias sobre el operativo:
«Una pandillera muerta y cuatro miembros de su banda heridos es el saldo del enfrentamiento en el Antiguo Cine Paso del Norte entre elementos de la Unidad de Atención al Secuestro y el grupo delictivo que operaba en la franja fronteriza. En una casa de seguridad de la calle Arco de Constantino se decomisaron armas, dinero y drogas, y se liberó a un comerciante que estaba en un colchón atado de pies y manos.
»Yolanda Jiménez, la curvilínea estudiante de veinte años que servía de anzuelo para atraer víctimas masculinas a las redes de su banda, combinaba sus actividades criminales con trabajos de modelo. La mujer, que también responde al nombre de Thelma, era usuaria de Facebook, sitio de internet adonde enviaba fotos suyas de cara y cuerpo. Reclutaba a sus secuaces entre adictos y narcomenudistas, pagándoles los plagios con enervantes y dinero. Realizado el secuestro, su modus operandi para obtener el rescate era comunicándose con los familiares de la víctima mediante el envío de una oreja o un dedo. El pago debía efectuarse en un cine».
—¿Por órdenes de quién la mataron? —preguntó José.
—Del Señor —dijo el policía de la cicatriz.
—¿Están ustedes al servicio de…?
—Tal vez.
—No te hagas bolas, bróder, tarde o temprano esa mujer caería muerta o presa —dijo el policía de las jaquecas, y chilló: —Veo manchas negras, me voy a acostar en el asiento de atrás.
—Aquí te dejamos —el otro policía le abrió la puerta del auto—. Adiós.
—¿Yolanda lideró la ejecución en el bar Los Rechazados?
—Who knows? Pudo ser otra, pero mañana aparecerá desnuda colgada de un puente con el letrero de Secuestradora.
—¿Quién lo pondrá?
—Who knows?