13. Los perros. Otro día

La recámara daba a una terraza. La terraza a una barda. Del otro lado de la barda había árboles grandes, un paisaje prestado. José bajó a la cocina y vació en una taza un buen puñado de café soluble. Con dificultad lo removió en agua caliente. Lo bebió de un trago como si se le atorara en la garganta. Regresó a la recámara. Durmió intermitentemente. En lo oscuro de la mañana creyó oír pisadas fuera de su cuarto, como si durante la noche se hubieran soltado los animales. Se levantó. Fue a abrir la puerta. Vio nada. Escuchó nada. Tal vez un jadeo. No estaba seguro. Volvió a la cama. De nuevo oyó pisadas, acompañadas de gruñidos. Más fuertes a cada momento. Se levantó de un salto. Abrió la puerta de golpe. Creyó ver a una persona. Al definirse la silueta le pareció que era un perro. No uno, sino siete perros. Todos negros. Venían de una pelea, porque dos no podían apoyar la pata en el suelo. Tenían los pelos mojados. Heridas en la piel. Gotas de sangre en la lengua. Bajo la incierta luz del alba, José miró a un pichón destrozado. Un perro tenía su cabeza en el hocico. Ya en la habitación, dos perros se le aventaron. Él, instintivamente, se tapó los ojos con las manos. Desde niño tenía miedo de que le lastimaran los ojos, porque por los ojos entra el mundo al hombre, y si se pierde la mirada se pierde el mundo. Por ese miedo, cuando en las riñas escolares un colegial trataba de pegarle en los ojos él se dejaba golpear el cuerpo, pero no los ojos. Ahora no sólo se trataba de un perro, sino de varios perros tratando de tirarlo al suelo. Caído en la oscuridad de sí mismo, más que en el piso, puso los brazos como un escudo. A puntapiés trató de rechazar a los canes. Con un tapete les pegó en la cara. Los puso contra un muro, los persiguió hasta la terraza. Aguerridos regresaron, como si quisieran meterle la trompa en el estómago. Él los ahuyentó. Corrió el cerrojo. Aseguró la ventana. Retornó a la cama. Se acostó boca arriba. Tenía la sensación de haberle pegado a un can en la cabeza. No recordaba a cuál, porque los perros cambiaban de lugar y se movían rápidamente. Y porque daba las patadas y los puñetazos al vacío. Así que sin saber si en las piernas tenía sangre o saliva, las mangas del pijama babeadas, o un pedazo de carne colgando de las manos, se miró en el espejo. Le dolían los nudillos, las orejas arañadas y lo que más recordaba era una pata desplazándose sobre su cuerpo, atacándolo con sus uñas. Nunca le habían parecido los colmillos de un perro tan largos, duros y negros, y tan elusivos, como en esa noche. Hasta que finalmente prendió la luz y vio que todos estaban del otro lado de la puerta. Parados de manos sobre ella, intentando mover la manija con el hocico. Lo mejor era que no ladraban. Lo peor, es que no sabía qué raza eran. Y cómo habían llegado hasta la terraza, si no había escalera exterior. Se preguntó si tendrían relación con Pek. Y si por no hallar comida en la ciudad habían venido a su casa. El caso es que ahora no estaban en la terraza. Como si se los hubiera tragado la tierra. Y aunque registró los cuartos no había rastro de ellos. Tal vez porque de un tiempo para acá le daba por soñar con gente desconocida que se encontraba en la calle y después veía en sueños, como si se hubiesen borrado las fronteras entre el mundo real y el onírico. Y esa noche había soñado con perros. Al salir el sol, no al ponerse, se había dormido. Al abrir los ojos, Pek estaba parado delante de su cama. Había pasado la noche mirándolo soñar.