18. El sepelio
José y Ramón buscaron la salida. Las tumbas seguían más allá del cementerio. Las fosas clandestinas continuaban en las calles, se metían en las casas, en las maquiladoras, en los comercios cerrados. La Flaca atravesaba puertas y paredes, llegaba al desierto, cruzaba la frontera.
Cuando se toparon con el sepulturero del sombrero negro, un sarape le cubría la espalda. En orden de entierro ponía a los difuntos. Primero a la dama, luego al anciano, al último el menor acribillado por un policía.
—Busco a mi hermano —dijo José Navaja.
—No sé nada.
—No le dicho su nombre y ya lo niega.
—Aquí los muertos llegan sin nombre.
—Sus características…
—Ni se moleste. Para mí las características de los occisos son las que trae el manual que me aprendí a huevo, ja-ja-já: «En los cadáveres recién enterrados los órganos internos se desintegran y fluidifican, se producen gases que al expandirse hinchan el cuerpo, y al escapar por la boca arrastran líquidos sanguinolentos que la tiñen de rojo, también vuelven protuberantes los glóbulos oculares y separan los párpados, de manera que parece que el difunto abre desmesuradamente los ojos».
—¿Me está hablando de vampiros?
—Ja-ja-já.
—Aquel, ¿quién es? —José señaló un bulto envuelto en una cobija.
—El Anciano, un delincuente de poca monta. Quiso extorsionar al Señor, ja-ja-já, y lo echaron al bote de la basura. Con un letrero colgado del cuello: «Con el Señor no te metas».
—Aquella chica cubierta con una bandera, ¿quién es?
—No está identificada —el hombre levantó el trapo que le cubría la cara.
—Tápenla, hacia acá vienen unos niños —pidió la mujer que entre las tumbas hablaba por el celular.
—Yo la conocí, se desnudaba en Los Encapuchados, donde los clientes bailan con capuchas negras. Tenía un culo que quitaba el sueño —dijo Ramón—. Una vez la llevé en mi taxi.
—Su cuerpo está rígido, pero sus ojos espantados reflejan el horror de su último minuto —dijo el enterrador.
—Oí que un tipo con máscara del diablo la mató, que le arrancó los pechos a dentelladas.
—Ja-ja-já —el sepulturero tosió las palabras como si fuesen tierra—. Vean, alguien le puso sobre la cara una máscara negra.
—Tuvo suerte, le practicaron la autopsia in extremis —observó Ramón—. En los últimos días, por la ola de ejecuciones que sacude a Juárez se colapso la capacidad del Servicio Médico Forense y los cuerpos no reclamados van a la fosa común. Sobre esta chica se dice que para escapar de sus perseguidores se metió en un cine para ocultarse, pero el cine estaba vacío, porque aquí la gente no va al cine.
—Los asesinos seriales de este cine de horror andan sueltos, sus víctimas no aparecen en los hipódromos ni a las puertas de los bancos, sino fuera de pantalla, cosidos a puñaladas —dijo José.
—Cuando ella quiso salir del cine, entró una pareja, también perseguida, y se sentó a su lado. Los sicarios los mataron a los tres. Fue pura coincidencia que la chica y la pareja aparecieran la misma madrugada. Los sicarios dejaron una pinta:
POR SOPLONES
—Cuidado —los interrumpió el enterrador.
—¿Qué?
—En aquella colina, un hombre con cola de caballo los está observando con unos binoculares. Es un asesino.
—Ya lo vimos.
En ese momento entre las tumbas se escuchó música. Una banda acompañaba el sepelio de un niño, como en los pueblos de Oaxaca. Los familiares, vestidos de blanco, con flores y cirios encendidos, entonaban cánticos fúnebres celebrando que el alma del niño sería recibida esa mañana en el cielo por San Pedro. Sobre la sencilla caja de madera habían colocado una cruz de palma bendita. Llevaban perros negros, porque de acuerdo al ritual mazateco a la hora de la muerte los muertos tenían que cruzar un río ancho y profundo y debían hacerlo agarrados a la cola de un perro negro. Pero tres camionetas negras rodearon el cortejo; hombres armados descendieron disparando a músicos y familiares. Las balas picotearon el pasto y todos se echaron a correr.