28. El agujero

—Brazo —exigió un invidente a José.

—Es un adicto —advirtió Ramón—. ¿Lo acompaño?

—Espéreme en el taxi.

—¿Bastón? —José se ofreció a ayudarle a cruzar la calle.

—Brazo —insistió el ciego.

—Comprendo, el bastón es frío, inanimado, el brazo tiene sangre caliente.

—Por allí —el ciego lo cogió con una mano que parecía garra.

—¿A la plaza?

—Al callejón. Supongo que el callejón aún está allí. A veces yo mismo me siento un callejón sin salida.

—¿Qué edad tiene?

—Cuando me preguntan los años que tengo, digo la edad de mi bastón. Cuando me preguntan cuánto mido, digo la distancia de mi bastón al suelo.

—¿Vive solo?

—Con el bastón.

—¿Desde hace tiempo?

—Desde que descuartizaron a mi tío, en el cuarto nos quedamos solos el bastón y yo, brazo.

—¿Ha buscado empleo?

—Los capos no reclutan ciegos, no están locos, brazo. En los momentos de arreglar cuentas los discapacitados visuales no saben leer las señales de los sicarios, brazo. Una vez ayudé a un capo deficiente visual a cruzar un puente, brazo. El bato creyó que yo tenía atrofiados los sentidos, pero lo que más me sobraban eran sentidos, brazo. El capo dijo: «Ciego, estás lleno de tics nerviosos, te rascas la cabeza, te comes las uñas, pelas los dientes, me pones nervioso», brazo. Le dije: «Jefe, no juzgue a la mercancía por la apariencia ni al hombre por sus deficiencias, júzguelo por lo que vale, o por lo que cree que vale, deme una oportunidad de escucha en antros y de descifrador de mensajes, soy bueno para el braille, le prometo controlar mis tics», brazo. El fulano me llevó a una esquina, bajo un semáforo, dijo: «Espérame, aquí, no te muevas, ahora vuelvo». No volvió. Al capo luego lo traicionó su hermano, lo arrestó la policía en Riberas del Bravo, brazo.

—¿Conoce a Lucas Navaja? Una banda lo trajo a Juárez.

—¿Cómo se llamaba el muerto?

—Lucas Navaja, espero que esté vivo.

—¿Desde cuándo no sabe de él?

—Desde hace unos días.

—Entonces, está muerto. Búsquelo en el cementerio.

—Lo he buscado.

—En los basureros. Si no está en uno, estará en otro. Hace uno año encontré a mi tía en una fosa común. Cuando me agaché para cogerle la mano no era su mano, era la garra de un sicario.

—¿Dónde quedó la bolita roja? Si quiere atinarle, apueste y gane —un timador instalado en la calle, con una mesa portátil, con movimientos más rápidos que la vista de los curiosos manipulaba una bolita escondida debajo de tres tapas negras—. Hagan su apuesta señores.

Un campesino sacó un billete y lo puso sobre la mesa. El timador escamoteó la bolita y cuando el hombre levantó una tapa halló nada.

—No hay bolita.

—Perdiste y se acabó —le dijo la mujer del timador, retadora.

—No hay bolita.

—Te tocó la muerte, por eso ves nada.

—Allí viene la policía —avisó un niño al timador y éste, con todo y mesa, desapareció en la calle como la bolita debajo de las tapas.

—Perro envenenado —un vendedor de flores señaló a un animal que se revolcaba vomitando sangre y espuma, carne negra y tortillas verdes.

—¿Quién lo envenenó?

—Un sicario.

—Esta ciudad es azotada por una plaga del mal —el ciego echó a andar, mientras de una cantina salía la voz de María Antonieta de la Sierra cantando La trova de Martha Juana:

Yo pisaré tus calles enlutadas,

y en una bella plaza ensangrentada

me detendré a llorar por los que se han ido,

en especial por Martha Juana,

una hermosa chica de diez años,

que apareció muerta una mañana.

En una calle sórdida y sin nombre,

yo recordaré sus ojos negros,

y su triste destino mexicano.

El ciego le hizo la parada a un camión de pasajeros casi paralizado por el tráfico. En principio la idea fue buena para ir más de prisa, pero resultó mala porque cuando el chofer arrancó el invidente cayó al piso. Y cuando José lo levantaba se dio cuenta de que un hombre con aspecto de policía federal, que llevaba pantalones de mezclilla y playera amarilla, comenzó a tomarle fotos con el celular. Y no obstante que le mostró su enfado con un movimiento de mano, el sujeto continuó tomándole fotos a corta distancia. En eso, pasó una camioneta negra y un altavoz anunció:

«¡Atención, atención! ¡Aviso al público! ¡A todas las personas que viajen en transporte público, si se encuentran en una zona donde estalle una balacera, tírense al piso. Si su autobús es asaltado, alcen las manos y entreguen sus pertenencias, no miren a nadie, no pregunten nada, porque corren el riesgo de ser liquidados!».

Al oírlo, José buscó los dos timbres para anunciar su descenso, pero descubrió que la unidad carecía de ellos. Detenido por unos camiones parados en doble fila, él y el ciego bajaron justo cuando el camión empezó a moverse.

—Aquí lo dejo.

—Me urge ir al retrete, espéreme, please. ¿Está aún allí el letrero que dice: «Inútil cagar de pie, chancros voladores»?

—Mejor no hablar de eso.

—Hey, ¿cuánto? —después de unos minutos, al salir del retrete se fue derecho hacia una mujer que llevaba un vestido negro muy entallado.

—Doscientos, cuarto incluido, ni siquiera ves, ciego asqueroso.

—No veo pero qué tal tiento, ochenta.

—Ni que fuera garra, vete a la plaza Trigal a buscar human trash.

—Te crees cotizada como si fueras del Noa-Noa.

—Ese antro hiede, se pucha droga, te ven como puta y hay puro sombrerudo feo. Esos cabrones no son de mi linaje. Eres un eunuco, ojos bellos —la mujer se alejó.

—Esa piruja trae los sentimientos revueltos en las greñas —el ciego salió al paso de Filippa La Plume—. ¿Cuánto?

—Trescientos por los dos, jota y joto.

—Ni que fueras la Monroe.

—No me insultes, huevón, porque te quiebro.

—La Biblia dice: «Que el ciego sea visto sin que él vea es una desgracia, pero que el ciego vaya por la calle como un perro cachondo, merece que lo madree su abuelo». ¿Qué ve, míster?

—Pirujas, brujas, picaderos, casas de masaje. Aquí lo dejo.

—Stop, le confiaré algo: Durante la Ley Seca a Ciudad Juárez la llamaron «La ciudad más perversa de América», y un cónsul la calificó como «La Meca de los degenerados de ambos lados de la frontera». Yo soy decente, frecuento sólo la calle Marisculo, sórdida y siniestra, ¿qué más hay?

—El Río Bravo, que nace en las montañas de Colorado y desagua en Juárez; una valla fronteriza de seis metros de alto con reflectores y postes con cámaras de vigilancia.

—Who else?

—Avanza, avanza —un soldado golpeó las gafas del ciego.

—Si no obedezco amaneceré colgado de un puente con el falo en la boca o me encontrarán violado como a fémina de Juárez. Aquí vivimos, en la barbarie del falo.

María Antonieta de la Sierra se oyó cantar en la otra calle:

Zapatos Rojos llaman a la muerta invisible

que recorre cada noche las calles de Juárez.

Sus bellos ojos ciegos vagan por la ciudad del mal

sin dejar huellas en la banqueta helada.

«Besos, besos», gritan mudamente sus labios,

y parece que mil muertos le responden nada.

—¿Qué letreros hay en la pared de los desaparecidos?

¿La ha visto? Se llama Cecilia Braccio. Edad: 42 años. Complexión: obesa. Estatura: 1.50 m. Tez: morena clara. Cabello: negro. Señas particulares: Un lunar en la nalga izquierda. El 31 de enero de 2010 desapareció. Llevaba chamarra amarilla, zapatos tenis blancos.

—Mister —un hombre con fotos de adolescentes desnudas estorbó su paso—. Doscientos dólares cash por virgen.

—Ese vende vírgenes de orfanatos.

—A cincuenta dólares las adolescentes —el hombre siguió a José.

—Se dedica a la trata de personas para la explotación sexual.

—No importa edad ni físico, satisfacción garantizada.

—Tiene secuestradas en hoteles de paso a jovencitas desaparecidas. La semana pasada en el penal donde estaba recluido, no por castigo, sino por protección, mató durante una visita conyugal a una de sus viejas, porque según él andaba con otro proxeneta.

—No mames —el hombre se fue detrás de un turista—. Mister, mister, fuck chica virgen, doscientos dólares.

—Where?

—In the kinder, pura vida.

—Un anuncio —José leyó:

Se solicitan bailarinas para centro nocturno en Hermosillo. Excelentes ofertas de empleo para mujeres guapas. Acompañar videos y fotos de cara y cuerpo. Contactar anunciante.

—Lástima que tengo las piernas flacas. ¿Qué más hay?

—Un antro, tubos de neón.

—Un día eran de colores, dicen.

—Una fonda.

—Antes era taquería, ahora es caquería. Lléveme al agujero.

—¿A esa pared donde hay gente con el brazo descubierto?

—Listos para meterlo en él agujero. El «doctor» del otro lado del muro da el picotazo —con las gafas negras sobre la cara parecía un dios sacrificador del México antiguo. Apeñuscó un billete. Esperó su turno.

—¿No le importa que la jeringa esté sucia? —le dijo José cuando lo vio salir como si le hubieran dado un picotazo en el alma.

—Meter el brazo en ese agujero es como jugar a la ruleta rusa.

—Antes de que nos separemos, dígame cómo se llama.

—Joel.

—¿Dónde vive?

—En la calle, el más grande hotel del mundo —Joel se fue con la cara ladeada a la manera de los loros.

—Wuey —pisado por el ciego, un chico con shorts floreados saltó pistola en mano.

—¿No ves que está ciego? —José salió a defenderlo.

—White trash.

—Te corto el cuello.

—¡Sin Nombre! —Ramón se plantó junto a José.

—No te metas, bato, porque te cargo.

—Nos vimos en el cementerio.

—Yo no ando entre los muertos.

—A tu madre visitarías.

—No tuve madre ni padre ni nada, soy hijo de la pinche miseria.

—Me equivoqué, ya párale —suplicó Joel.

—Así nomás, ¿te equivocaste?

—Te confundí con otro, wuey —el ciego se alejó.

—Señor, aquí nos despedimos. Esta noche es el cumpleaños de mi esposa y le prometí llevarla a cenar a un restaurante chino —dijo Ramón a José.

—Si regreso a Juárez lo busco.

—No creo, a partir del lunes cambio de trabajo. Abriré con mi cuñado un crematorio, es el mejor negocio en la ciudad. Soy bueno para restaurar decapitados y acribillados y hacerlos presentables ante sus familiares para las pompas fúnebres.

—Antes de dejar el taxi, ¿me llevará a Vergeles del Desierto?

—Como favor especial.

—La pasamos bien juntos, le deseo suerte.

—Tengo una duda: ¿Los cadáveres son orgánicos o tóxicos?

—Los de aquí, tóxicos.

Ramón Villa arrancó.

Una voz dijo desde una camioneta negra:

«¡Atención! ¡Aviso al público! ¡Se escapó de la cárcel el Sicario Rabioso. Es de alta peligrosidad. Lo atacó en su celda un murciélago infectado por el virus rábico. Si no tiene una jaula grande o una pistola a la mano, no trate de agarrarlo, pues cualquier tipo de estímulo sonoro, luminoso o aéreo lo pone violento. Tome las precauciones necesarias!».

Apareció en la calle el Sicario Rabioso con la boca babosa y trastrabillando de un lado para otro. Sin poder hablar, y sin ver a la gente, caminó hacia unos policías que lo estaban aguardando con armas largas en las manos.

Cuando José se fue, Joel abrió los ojos.