10. La rifa
Una chica en suéter amarillo salió corriendo de una casa pintada de azul. Dos chicas con pantaloncillos negros de plástico corrieron hacia su dirección. Una mujer hombruna tipo balcánico que parecía guardia de burdel o custodio de reclusorio femenil persiguió a las chicas.
La mujer hombruna dio alcance a la chica en suéter amarillo y la baleó. La chica, herida en la espalda, cayó entre las bombas de una estación de gasolina. Como salido de ninguna parte, un hombre tipo balcánico, de rasgos afilados, duros, recios, disparó a la mujer hombruna. De regreso a la casa el hombre le echó a José una mirada de pocos amigos. Primero, porque podría reconocerlo si se investigaba el caso de las mujeres baleadas. Segundo, porque José había visto adonde volvía.
—¿Con quién estabas en la casa de putas? —preguntó a José.
—¿Yo?
—Tú.
—Con nadie.
—Pendejo —le dijo con acento albanés.
Pek, oliendo peligro, jaló la manga de José con el hocico.
—¿Qué le dijo el hombre? —le preguntó el empleado de la gasolinera.
—Nada.
—Mejor váyase, ese mafioso es un hijo de la chingada.
Las chicas que habían salido detrás de la que llevaba suéter amarillo retornaron al burdel, el hombre y un ayudante arrastraron los cuerpos de las mujeres baleadas hasta la casa. Cerraron la puerta no con la mano, sino con el pie. La fachada quedó a oscuras, como si no hubiese nadie dentro. José y Pek se fueron caminando por una avenida que desembocó en un callejón sin salida con anuncios espectaculares y copuladeros:
GIRLS GIRLS
BOYS BOYS
TABLE DANCE
SHOWS
Las calles tenían nombres de ciudades: Liverpool, Londres, Génova, Hamburgo, Florencia, Amberes, Oxford, Praga, Varsovia, Toledo. Las chicas se presentaban con nombres extranjeros: Silvana, Nancy, Susy, Mathilda, Marcella, Bianchina, Katya. Algunas mostraban las piernas, los senos, el culo o se sentaban sobre su trasero como sobre un tesoro.
Como una sombra Pek siguió a José por la Zona Rosa, también llamada Zona del Amor Gay, Zona del Ombligo Tatuado, Zona de los Tacos de Ojo, Zona del Pezón Mojado y Zona de la Prosti Asesina. Había venido a buscar a su hermano menor Lucas Navaja, un saxofonista que amenizaba bares y antros desde la calle de Madrid hasta la calle de Río Mississippi. Necesitaba de él unos papeles de familia (actas de nacimiento y de matrimonio, comprobantes de domicilio y de no antecedentes penales) para un trámite oficial, y él no contestaba llamadas de teléfonos ni correos electrónicos. Quería también, si fuera posible, echar un vistazo a sus actividades, pues era propenso a meterse en líos de faldas y de dinero. Lo hacía por lealtad a su madre, pues le había encomendado mucho cuidarlo antes de morir.
Las luces de los antros se derramaban sobre las banquetas, alumbraban las puertas enrejadas, los aparadores en los que se exhibían mujeres semidesnudas de Europa del Este, Sudamérica y Asia. Pek se excitaba con el ir y venir de las sexoservidoras y los mirones y, sobre todo, con el ruido de la música electrónica y los alaridos de los concursantes de karaoke cantando canciones en un local arriba de un restaurante, el cual anunciaba sala privada equipada con luces audio rítmicas y pantalla gigante de plasma.
—Cálmate —José le pasó la mano sobre la frente para que no se echara a correr, pues una mujer de pelo negro, pechos enhiestos y gran trasero, con medias negras y zapatos de tacón alto dio un portazo casi en sus narices. Pero apenas lo apaciguaba cuando arribaron soldados mutilados durante la guerra contra los narcos en busca de favores gratuitos de las mujeres, y volvió a ponerse nervioso.
—Ahorita regreso, voy a buscar a Lucas, era cliente frecuente de este antro —José lo ató a un poste negro como si lo atara a la noche, y se fue andando por un callejón.
ACAPULCO GIRL
RIFA DE VIRGEN
BEER TEQUILA MEZCAL
—Lo estaba esperando, por aquí, sígame —una mujer con pantalones blancos y las chiches sueltas bajo el huipil como de alegradora de los tiempos prehispánicos lo introdujo en un pequeño salón que parecía vacío, pero estaba lleno. Dos mujeres a la entrada, una rubia y una morena, desnudas de la cintura para arriba, se pintaban las uñas.
—Lo que quieras, guapo —la morena lo invitó a sentarse, pero él siguió a la mujer con los pantalones blancos hasta que ella lo abandonó sin decir nada en un corredor que daba a un salón que tenía las puertas abiertas.
Cubrían las paredes libreros falsos. Los espejos reflejaban muros, mesas, prostitutas, parroquianos y sillas. El premio de la rifa de la noche era una virgen. ¿Una bailarina que hacían pasar por virgen o una ingenua atrapada por la trata de blancas? Los billetes traían escrito con tinta roja un número, pero escondían su nombre.
Parada delante del público estaba la «rifa» ligeramente maquillada. Con el pelo recogido hacia atrás y las orejas adornadas con perlas falsas estaba desnuda, excepto por las pantaletas blancas hasta el ombligo y el reloj de pulsera en la muñeca izquierda que proyectaba una breve sombra sobre sus pantaletas. De las rodillas para abajo no se veía nada, como si se parara en la oscuridad. Para animar a los indecisos a comprar billetes, ella parecía desafiarlos con los pechos desnudos, los pezones enhiestos, los brazos hacia abajo y las manos pegadas a los muslos.
Sentadas a una mesa, dos viejas goyescas hablaban en voz baja sobre la «rifa». Con ojos de costureras miopes escrutaban a los clientes congregados en el salón en penumbra. La más joven, con un vaso de tequila en la mano, miraba con fijeza al cuerpo rifado, examinaba sus senos y sus piernas como si se le antojara comprar también billete. La otra, de pie, desconfiada, se inclinaba hacia la otra, al parecer su hermana, para soplarle algo.
—Salvador, ¿qué andas haciendo aquí? —de repente preguntó un hombre con máscara de Agustín Lara, el compositor de Piensa en mí, a un hombre vestido de negro con el rostro comido por la penumbra.
—Y tú, ¿qué andas haciendo aquí, Agustín? —el interpelado, con máscara de Salvador Novo, le mostró un látigo.
—Lo mismo que tú, Salvador.
Embarazados por haber llamado la atención de los demás, ambos se ocultaron detrás de los otros clientes. Como en una plaza de toros, entonces comenzó la pasarela de prostitutas.
—Psss, ¿vienes?
—Psss, ¿vienes?
—¿Te avientas?
—¿Te avientas? —preguntaban ellas.
El animador que conducía el sorteo empezó a sacar los billetes de un sombrero mientras las viejas se secreteaban y se embolsaban el dinero.
Hasta que un fotógrafo saltó a la pista y le tomó una foto al premio. El flash en el burdel fue como un pistoletazo en un concierto. Dos cancerberos con los brazos tatuados de dragones se lanzaron sobre él para quitarle la cámara. Pero el fotógrafo, evitando el acoso, salió corriendo.
Camino de Pek, José se cruzó con una banda de músicos. Mujeres vestidas de hombre y hombres vestidos de mujer venían por la Calle de Génova. El Gran Travestí traía gafas azules, boca amarilla, zapatillas rosas, peluca de plumas de papagayo y una estola imitación piel. Lo que más atraía la atención de la gente era una vagina artificial que le bajaba del cuello hasta la entrepierna y se abría mediante un cierre.