20. Noticias de la tarde

—Malas noticias, el Señor conoce su nombre. Buenas también, telefonearon para darle una cita. Lo esperan esta tarde en la mansión del desierto —comunicó a José el recepcionista del hotel.

—¿Cómo supo el Señor que estoy aquí?

—Por una palomita.

—¿Dónde queda la mansión?

—Camino de Médanos de Samalayuca.

—¿Quién habló?

—No dio el nombre.

—¿Dejó número de teléfono?

—Sólo dijo que estuviera allá a las seis.

—¿Puede llevarme Ramón?

—Hoy no trabaja, le llamo un taxi.

—Bueno.

—Antes de llevarlo a Médanos de Samalayuca, ¿desea un tour por la ciudad? —preguntó el taxista, sin bajarse del auto.

—No.

—Ese lugar está a varios kilómetros de aquí.

—Lo sé.

—¿Lo espero?

—Si no le importa, ¿tiene mapa?

—Sí, pero no lo uso, llego al tanteo.

—¿Y si se pierde?

—Por allá preguntamos —el taxista arrancó. En su salida del centro, congestionado por las ruteras, los automóviles particulares y las cuarenta terminales de camiones de pasajeros con salidas continuas, José fue viendo por la ventanilla anuncios de farmacias y de gaseras y, sobre todo, prostitutas de ambos sexos de pie en las plazas y en las afueras de los hoteles cercanos al Consulado Americano. Abundaban las casas de pompas fúnebres: Capilla Renacimiento, Funeraria Persis, Funeraria Inhumaciones, Funerarias y Cementerios, Funerales Acosta. En un afiche se mostraba al Loco Valdés, el hijo predilecto de Ciudad Juárez, con las cejas rasuradas, los ojos pelones, la bocaza abierta y la lengua de fuera en su película Entre ficheras anda el diablo.

—En Ciudad Juárez nadie se puede perder, todas las rutas van al centro o al cementerio —le dijo el chofer, y prendió el radio. Un hombre dijo: «El Noticiero del Valle de Juárez llega hasta su hogar y hasta su coche con las noticias de la tarde: Durante un enfrentamiento entre bandas rivales, murieron siete personas, entre ellas dos niñas. Gladys Janeth Fierro, la chica de doce años que fue raptada y estrangulada en mayo de 1993, y cuyo cuerpo sin vida fue hallado en Lote Bravo, al sur del aeropuerto de Ciudad Juárez, sigue siendo el primer eslabón de la larga cadena de asesinatos de mujeres en la frontera con Estados Unidos aún sin esclarecer. Cinco delincuentes comandados por una mujer irrumpieron en el bar El Submarino la madrugada del domingo y dispararon contra los clientes. El saldo fue de siete muertos y ochos lesionados, según la policía. Al sur de la ciudad, el vicario de la diócesis salpicó con agua bendita los cuerpos de personas no reclamadas que se encuentran en las fosas comunes del cementerio de San Rafael. Los grupos delictivos han colocado en las escuelas secundarias cartulinas exigiendo cuotas de protección a los maestros. Como respuesta, los educadores y los padres de familia han levantado bardas y colocado controles electrónicos en los enrejados. Esta tarde el local de Funerales Providencia fue incendiado por la delincuencia organizada. Cuatro sujetos descendieron de un vehículo disparando contra la fachada y lanzaron bombas molotov al interior. Si bien personal del Departamento de Bomberos llegó para apagar las llamas, el negocio quedó lleno de humo y un cuerpo que iba a ser velado quedó totalmente calcinado por el fuego. Cuando reporteros de este noticiero acudieron para cubrir el evento, notaron que del interior dos individuos sacaban a una persona envuelta en bandas de la cabeza a los pies como si fuese herida o disfrazada de momia». «¡Atención, noticia de último momento! ¡Se escapó de la cárcel El Sicario Rabioso! Atacado en su celda por un murciélago infectado por el virus rábico, El Sicario Rabioso es un individuo violento que se exalta por cualquier tipo de estímulo sonoro o luminoso. Tome las precauciones necesarias».

—¿Nos siguen? —por el espejo retrovisor José divisó un camión monstruo que parecía salido de una película de Mad Max. No era el único, detrás de él venían otros vehículos tipo narco-rinoceronte y narco-camello con las llantas blindadas y gruesos escudos de acero. Debajo de un cielo fangoso, como guerreros de la carretera, docenas de sicarios armados se dirigían a pelear contra otros sicarios.

—Es gente de la zona —el chofer señaló una troca cargada de perros al final de la caravana.

—Me refiero a los camiones que van a la guerra.

En el radio, María Antonieta de la Sierra comenzó a cantar La trova de la niña que faltó a casa:

Tú que faltaste a casa

y nadie extraña,

tú que moriste al alba,

y nadie reclama,

porque en estas calles

sórdidas de Juárez

hasta Dios se muere

como si nada.

La monotonía de la carretera adormeció a José, y cuando se despertó vio de golpe junto a la carretera docenas de cabezas de caballos cautivas en una prisión de arena.

Algunos equinos, alazanes, bayos, colorados, prietos, tordillos, pardos, aunque tenían los ollares rellenos de tierra y las colas atenazadas bajo el suelo, movían en las cavidades los ojos desorbitados por el estrés. Otros, la mirada vacía y los belfos a nivel del suelo, parecían desplomados sobre sí mismos más que sobre la superficie amarilla. Dos o tres, con las orejas paradas y el hocico abierto, mostraban los dientes como si inmóviles corrieran, sus ojos brillando bajo el ojo podrido del sol.

—¿Qué hacen esas cabezas allí? —preguntó José.

—Son los caballos del capo de un cártel que los pistoleros de otro cártel sepultaron en la arena —dijo el taxista—. Los equinos son una advertencia, la próxima vez plantarán en las dunas las cabezas de sus jinetes.

—Habría que desenterrarlos —dijo él, impresionado por los caballos enterrados en ese inmenso lago amarillo. Y, como si apartara de su frente las crines de los animales, sintió miedo.

—Ni lo intente señor, chofer y pasajero no durarían vivos un minuto, serían sepultados como esos cuadrúpedos, ¿quiere que le explique?

—Entiendo —dijo José en voz baja.

—¿Se fijó en ese del lucero en la frente? Era el favorito de Miss Mazatlán.

Cuando trataba de levantar la cabeza sobre la arena oteó la muerte.

—Basta, sigamos —para apartar la vista de la pesadilla, José volvió la cara hacia el otro lado de la carretera, pero se encontró con que el horizonte estaba atravesado por una vena roja como si la sangre caliente de los caballos enterrados en la arena hubiese subido al cielo. Entonces, apretó los párpados, deseando que el horror no se le metiera dentro.

—Llegamos —minutos después el taxista se bajó del auto para abrirle la puerta.

—¿Me espera?

—Bueno.

Para su sorpresa, el chofer emprendió el retorno a Juárez, quizás tratando de evitar que la noche lo agarrara en despoblado. José lo vio perderse en el desierto. Luego, se dirigió a la puerta verde.

—El señor no está —como si lo hubiese estado esperando vino a decirle un hombre con cola de caballo y ojos lobunos.

—Me citaron a las seis.

—Cancelaron la cita.

—¿Quién la canceló?

—No tengo información.

—¿Dieron otra hora?

—No.

—¿Puedo hablar con el secretario particular del señor?

—No está.

—¿Cuándo podré hacerlo?

—No sé.

—¿Puedo hablar mañana?

—Como guste.

—¿Tiene el número de teléfono?

—No —el hombre con cola de caballo le dio la espalda. Pero no se fue, de repente regresó—. No es de mi incumbencia, soy inofensivo como un bebé, pero soy jefe de seguridad y quiero decirle que al señor le molesta que ande metiendo las narices donde no le importa.

Cuando se escurrió por un costado de la casa, José escudriñó el paisaje adormilado: el cementerio, los médanos, la guacamaya roja que pasó volando sobre las dunas como perdida en el desierto, las cabezas de los caballos enterradas en la arena. Todo eso, en el territorio del mal, le causaba una terrible melancolía.