Introducción
En febrero de 1992 el cardenal de Los Ángeles, Roger Mahoney, declaró ante la Coalición contra la Pornografía de Hollywood que la industria cinematográfica representaba una «agresión a los valores de la mayor parte de la sociedad norteamericana», la industria cinematográfica, sostuvo, no podía seguir «escondiéndose tras un grito erróneo que pide libertad de expresión». Para poner coto al exceso de sexo y violencia en las películas actuales, Mahoney pidió que se restituyera el Código de Producción de Hollywood, que había dominado la industria cinematográfica norteamericana desde su adopción en 1930 hasta que fue sustituido en 1966 por el actual sistema de clasificación. Los representantes de la industria expresaron su consternación ante una petición tendente al restablecimiento de la censura cinematográfica.
La llamada del cardenal Mahoney para emprender una cruzada moderna contra el cine no sorprendió a Hollywood. En 1930, otro sacerdote católico, el padre Daniel Lord, S.J., también creía que las películas corrompían los valores morales norteamericanos. Para contrarrestar la influencia de las películas inmorales, redactó un código cinematográfico que prohibía las películas que glorificaban a los criminales, a los gangsters, a los adúlteros y a las prostitutas. El Código de Lord, que pronto se convirtió en la Biblia de la producción cinematográfica, censuraba los desnudos, el exceso de violencia, la trata de blancas, las drogas ilegales, el mestizaje, los besos lujuriosos, las posturas provocativas y la blasfemia. Sin embargo, Lord consiguió algo más que prohibir escenas; su código también sostenía que las películas debían promocionar las instituciones del matrimonio y la familia, defender la integridad del Gobierno y tratar las instituciones religiosas con respeto.
Según una premisa básica del Código, las películas no gozaban de la misma libertad de expresión que la palabra impresa o las representaciones teatrales. El nuevo arte, tan democrático, debía ser regulado, afirmó Lord, porque el cine traspasaba todas las barreras sociales, económicas, políticas y educativas, y atraía a sus salas a millones de espectadores cada semana. Para protegerá la masa de la influencia malévola de las películas, éstas debían someterse a la censura.
Will Hays, presidente de la asociación cinematográfica, la Motion Picture Producers and Distributors of America (MPPDA) —popularmente conocida como la Oficina Hays—, pensaba lo mismo; fue él quien patrocinó el Código de Lord, adoptado por la industria en 1930. No obstante, la Iglesia católica y otras organizaciones religiosas no quedaron satisfechas con la manera en que la industria aplicaba el Código. En 1934, los católicos lanzaron una campaña de la Legión de la Decencia; millones de personas firmaron una declaración en la que se comprometían a boicotear las películas consideradas inmorales por las autoridades eclesiásticas.
Con el fin de pacificar a las organizaciones religiosas, sobre todo a la Iglesia católica, en 1934 Hays creó una nueva oficina de censura de la MPPDA en Hollywood —la Production Code Administration (PCA)— y le cedió el control absoluto del contenido de las películas. Para ello, nombró director a un católico seglar, Joseph I. Breen, y éste y su equipo analizaron cada guión en busca de inconveniencias, ya fueran sexuales o políticas, antes de aprobarlo estampándole el sello de la PCA A partir de 1934, en las salas norteamericanas más importantes no se pudo proyectar ni una sola película que no llevara el sello de la PCA.
La Legión Nacional Católica de la Decencia, con sede en la ciudad de Nueva York, presionaba a Breen para que no abandonara la vigilancia. La Legión estudió y clasificó todas las películas producidas por Hollywood y distribuyó su clasificación por todas las iglesias católicas de Estados Unidos, dispuesta a desaprobar cualquier película que considerara inmoral o peligrosa. Además, los católicos tenían prohibido asistir a la proyección de cualquier película condenada por la Iglesia.
Dicho sistema de «autorregulación» dominó a la industria cinematográfica durante la era dorada de los estudios en Hollywood. El impacto de esta censura en el contenido, sabor, ambiente y en la imagen de las películas de Hollywood no se ha entendido ni valorado en su justa medida. Este libro, basado en material de archivo de los estudios cinematográficos, de la Oficina Hays y la Iglesia católica, describe el modo en que las fuerzas conjuntas de dicha autorregulación —en manos de la Oficina Hays, con su brazo censor, la PCA, y la Legión Nacional Católica de la Decencia— lucharon contra los estudios de Hollywood para controlar el contenido de las películas durante los años treinta. Al final de la década, la guerra había terminado y la PCA se había convertido en una especie de tribunal supremo a la vez que la Legión Católica de la Decencia aterrorizaba a todos los productores de Hollywood. No se podía rodar ni proyectar película alguna que no tuviera la aprobación de la PCA, y Hollywood tampoco se atrevía a enfrentarse a las autoridades católicas.
Con su petición, el cardenal Mahoney intenta volver a esos días oscuros en que los prelados y censores, que pretendían hablar en nombre del pueblo norteamericano, controlaban lo que la gente veía y oía en las películas.