4. El cine y la literatura moderna

Dentro de este grupo se situarían [libros censurables como] «Ann Vickers», de Sinclair Lewis, y las obras de Hemingway, Faulkner y de otra gente de esa calaña. Estas novelas son profundamente viciosas…

Padre Francis Talbot: America

Las quejas por el contenido sexual de las películas no sólo se dirigían contra los pasionales «dramones» como No Man of Her Own o las comedias procaces de una Mae West, sino también contra obras de reconocido valor literario. Según una premisa básica del Código, Hollywood no gozaba de la misma libertad para producir obras artísticas que la atribuida a los novelistas y a los dramaturgos de Broadway. Los reformistas temían que la exhibición del «modernismo» que impregnaba la literatura contemporánea fuera mucho más nociva para el gran público cinematográfico que para los «lectores». Tal y como Lord le insistió a Hays, el cine debía prescindir de los best-sellers supuestamente cultos y dedicarse a los dramas religiosos edificantes y a homenajes patrióticos a líderes de los negocios y estrellas del deporte.

La tendencia de los escritores norteamericanos del siglo XX a analizar con ojo crítico la moral y las costumbres de su país indignó a los defensores de los valores culturales tradicionales. El decano de la literatura norteamericana de finales del siglo XIX, William Dean Howells, creía que los escritores debían «preocuparse por los aspectos más risueños de la vida, que son los más norteamericanos»; exactamente lo que había hecho hasta ese momento la mayoría de los escritores norteamericanos. Sin embargo, a lo largo de las primeras dos décadas de nuestro siglo había surgido una nueva generación de escritores, los llamados «naturalistas». Estos escritores parecían más del Medio Oeste que del Este, de clase obrera o media más que de clase alta, y desafiaban a las figuras consagradas del mundo literario al escribir sobre gente con vidas a menudo marcadas por sentimientos innobles, por la pobreza, la tragedia, la pasión y la desesperación.

Esta nueva generación de escritores (y de artistas e intelectuales) vieron una Norteamérica distinta de la de sus homólogos del siglo XIX. En su rechazo al puritanismo norteamericano y a la moralidad victoriana, y en su ataque al capitalismo, al que consideraban un enemigo del pueblo, cuestionaron principios y valores establecidos en todos los ámbitos de la vida norteamericana. Sister Carne (1900), de Theodore Dreiser, la historia de una joven que convive abierta y voluntariamente con hombres en su búsqueda de una vida mejor, escandalizó a una generación acostumbrada a la literatura pacata. La pobreza y la opresión de la Norteamérica industrial fue descrita con gran realismo por Upton Sinclair en The jungle (1906). Frank Norris escribió sobre las injusticias vividas por los granjeros en The Octopus (1901), y los autores que se dedicaron a la denuncia social como Lincoln Steffens e Ida Tarbell, indagaron en los problemas de una nación dominada por la corrupción política y la codicia industrial.

La experiencia de la Primera Guerra Mundial, con su absurda destrucción de vidas humanas y la caída del idealismo wilsoniano, incrementó la sensación de desencanto que artistas de todo tipo tenían respecto de la civilización moderna. John Dos Passos, en su trilogía U.S.A. —integrada por las novelas The 42th Parallel (1930), 1919 (1932) y The Big Money (1936)—, introdujo un tema muy popular en los años veinte y treinta: la cultura norteamericana —de hecho, el propio país— era banal e hipócrita. Escritores como F. Scott Fitzgerald, Ezra Pound, Ernest Hemingway, Eugene O’Neill y William Faulkner crearon retratos muy poco halagadores de su país.

Nadie representaba esta tendencia más o mejor que Sinclair Lewis, nacido y educado en Sauk Center (Minnesota). Su descripción de la mezquindad y monotonía de la vida en las pequeñas ciudades del país, empezando por Main Street, escrita en 1920, y siguiendo en la línea de su mordaz desenmascaramiento del oportunismo en el clásico Babbitt (1922), le creó la reputación de ser un importante observador del país. Poco después escribió Arrowsmith (1924), Elmer Gantry (1927) y Dodsworth (1929). El reconocimiento le llegó con el premio Pulitzer por Arrowsmith, que rechazó, y el premio Nobel de literatura en 1930, que decidió aceptar.

Cuando en una noche fría y oscura de diciembre de 1930, Lewis subió al estrado en Estocolmo para dirigirse al distinguido público, nadie sabía qué iba a decir. Tenía fama de tener una lengua tan afilada como su pluma, y no defraudó: pese a que la ocasión podía haber requerido más tacto, Lewis optó por arremeter contra la ultraconservadora Academia norteamericana, todavía anclada en la tradición de Howells, por su negativa a reconocer a una nueva generación de escritores; Lewis también reprendió a los lectores y a los escritores norteamericanos por negarse a apoyar y a crear una literatura realmente importante:

En Estados Unidos, la mayoría de nosotros […] seguimos temiendo cualquier literatura que no sea una glorificación […] de nuestras faltas así como de nuestras virtudes. Seguimos reverenciando al escritor de la revista popular que [presenta] un coro entusiasta y edificante que canta que el país con una población de 120 millones de habitantes sigue siendo igual de simple, igual de bucólico que cuando tenía sólo 40 millones; […] que […] Estados Unidos ha experimentado un cambio revolucionario al pasar de ser una colonia de campesinos a un imperio mundial, sin que la simplicidad bucólica y puritana del tío Sam se alterara en lo más mínimo[1].

En sus comentarios sobre las opiniones imperantes en la literatura contemporánea, Lewis también vilipendió la actitud ante el cine del lobby favorable a la censura y su función en la sociedad y se burló de la idea de una literatura concebida como mera «animadora» cultural, precisamente el papel que Lord y los guardianes de la moral pretendían adjudicarle al cine.

La Iglesia católica, para la que los libros, sobre todo las novelas, representaban una amenaza potencial para su enseñanza, publicaba desde hacía varios siglos el «Index Librorum Prohibitorum», una lista de textos prohibidos, conocida popularmente como el índice Católico. A los católicos, en un momento u otro, les habían prohibido leer, por ejemplo, La divina comedia (1320), de Dante; Don Juan (1665), de Molière; The History of Tom Jones (1748), de Henry Fielding; The Scarlet Letter (1850), de Nathaniel Hawthorne; Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert, y Les Misérables (1862), de Victor Hugo. La lista era muy variada y reunía a filósofos y políticos considerados peligrosos para la mentalidad católica: Confucio, Vladimir Lenin, John Locke, John Stuart Mill, Thomas Paine, Jean-Jacques Rousseau, León Trotsky y Voltaire. La lista de los volúmenes prohibidos era un compendio de las grandes ideas seminales en filosofía, economía y teoría social; por su parte, la de los novelistas contemporáneos incluía, entre otros, a John Dos Passos, Theodore Dreiser, William Faulkner, Ernest Hemingway y Sinclair Lewis[2].

A principios de los años treinta, la Iglesia empezó a intensificar sus ataques a la literatura peligrosa y «obscena». En la reunión anual de obispos católicos celebrada en Washington en 1932, justo un año antes de que se iniciara la campaña de la Legión de la Decencia contra el cine, la jerarquía aprobó una resolución que deploraba la ausencia de literatura «edificante» y pedía a los católicos que rehuyeran la lectura de los libros «inmorales»[3]. El padre Lord se unió a la polémica y, en un discurso ante el capítulo de Nueva York de la Federación Internacional de Antiguos Alumnos Católicos, se quejó de que hubiera tan pocos católicos entre los novelistas, poetas y dramaturgos más distinguidos, y condenó las obras de autores como Theodore Dreiser, James Joyce y Eugene O’Neill, porque estaban llenas de las «cosas sórdidas de la vida»[4]. Es poco probable que Lord o cualquier miembro del público viera una relación entre la actitud de los católicos hacia la literatura y la escasez de escritores católicos que apoyaban la política eclesiástica. Más típico fue el reverendo Francis X. Talbot, S.J., que por radio y en las páginas de America exigió la promulgación de una censura federal para las novelas con «pretensiones literarias» que, según él, se acogían a la Primera Enmienda. Talbot calificó a Sinclair Lewis, William Faulkner y Ernest Hemingway de «sabandijas rastreras»[5]. Más adelante Talbot desempeñaría un importante papel en la Legión de la Decencia.

No es de extrañar, pues, que Hollywood intentara llevar a la pantalla las obras de los escritores norteamericanos más populares. Si bien los best-sellers aportaban un nombre conocido y se sabía que atraían al público, filmarlos provocaba un choque cultural. Los guardianes de la moral creían que los libros eran obscenos o, en el mejor de los casos, vulgares, y estaban empeñados en alejarlos de la pantalla. Hollywood, por su lado, estaba igualmente decidido a producir versiones cinematográficas de las obras de Faulkner, Hemingway y Lewis.

El proceso de adaptación cinematográfica de las novelas y el intento de atenerse a las restricciones del Código ponen de manifiesto una vez más los problemas a los que se enfrentó Hollywood a principios de los años treinta. Will Hays, que no estaba a favor de las versiones cinematográficas de obras modernas que desafiaran los valores tradicionales, declaró en 1931 que el mayor de todos los censores, el público, había votado «en contra del realismo duro en la literatura». La Norteamérica de la postguerra, afirmó, había dado fin a su «preocupación por la morbosidad» y a la «orgía de autorrevelación» que marcaba a una «gran parte de los escritores modernos»[6]. Sin embargo, Hays se estaba haciendo ilusiones, ya que Hollywood y el público deseaban versiones cinematográficas de las obras de los escritores modernos. Como advirtió el Washington Post, era absurdo pensar que la versión cinematográfica de un libro podía ser más corruptora que el propio libro[7]. Hasta dónde se permitiría llegar a Hollywood en su adaptación de dichas obras era otro frente de la batalla por controlar el cine.

El problema de la adaptación se puso de manifiesto cuando la Paramount intentó filmar la gran novela antibélica de Hemingway A Farewell to Arms. El autor, que había servido en el frente italiano como conductor de ambulancias de la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial, se había sentido profundamente decepcionado, al igual que millones de norteamericanos durante esa década, por la participación de Estados Unidos en la guerra. En 1929 publicó la sencilla, aunque trágica, historia de una enfermera inglesa y un joven conductor de ambulancias norteamericano, y, a través de la vida de estos personajes, Hemingway transmitió el horror, la brutalidad y la absoluta estupidez de la guerra.

La historia se desarrolla en el norte de Italia, donde Catherine Barkley, una enfermera cuyo novio murió en Francia, y Frederic Henry, un voluntario norteamericano en la división médica, se enamoran y tienen un breve romance. Cuando Frederic resulta herido en un ataque de artillería, lo envían a Milán para recuperarse y a la señorita Barkley la trasladan al mismo hospital.

Los amantes son felices en Milán, y Catherine se ofrece a hacer los turnos de noche para poder hacer el amor con Frederic. Al descubrir que está embarazada, ni ella ni Frederic se desesperan. Seguros de su amor, sencillamente siguen con su vida buscando ser lo más felices posible y, cuando Frederic regresa al frente, ambos lo aceptan sin dramatismo, como algo propio de la guerra.

No obstante, tras el regreso de Frederic al frente, sus vidas empiezan a deshacerse. En lugar de la jovial camaradería que reinaba en el frente antes de caer herido, Frederic descubre que su unidad está sumida en el cinismo y la depresión. Su mejor amigo, el doctor Rinaldi, ha dejado de ser un hábil cirujano de día y un despreocupado oficial de noche: las interminables matanzas de la guerra lo han convertido en un alcohólico deprimido y aquejado de sífilis. Cuando el ejército austriaco atraviesa el frente italiano en Caporetto, la unidad del hospital se ve atrapada en una retirada masiva que se desmorona y se hunde en el caos. En un intento desesperado por recuperar el control, la policía militar italiana arresta y ejecuta no sólo a oficiales, sino también a cualquier sospechoso de ser un espía alemán.

Frederic es detenido, pero huye milagrosamente antes de la ejecución. A partir de entonces sólo piensa en encontrar a Catherine y, sin querer, deserta del ejército italiano, se reúne con Catherine, y ambos huyen a Suiza, donde encuentran la felicidad y planean casarse mientras esperan el nacimiento de su hijo.

Sin embargo, esa felicidad es una ilusión. Los dos amantes no pueden huir de la tragedia de la guerra como tampoco pueden hacerlo millones de víctimas inocentes. La huida a la idílica Suiza no es más que un remanso temporal. Catherine tiene un parto largo y doloroso, y el niño nace muerto. Frederic, que es el narrador de gran parte de la novela, se da cuenta de que:

Ahora Catherine se va a morir. Eso es lo que hiciste. Te moriste […] No sabías de qué se trataba. Nunca tuviste tiempo de aprender. Te metieron ahí y te dijeron las reglas, y la primera vez que te cogieron desprevenido te mataron […] O te contagiaron la sífilis como a Rinaldi. Pero al final te mataron. Podías contar con ello. Quédate por allí y te matarán[8].

En Estados Unidos la novela se vendió muy bien e incluso se adaptó al teatro, con gran éxito en Broadway; pero pese a la popularidad del libro, la producción de una versión cinematográfica fiel a la novela provocaría graves problemas de censura. Desde el punto de vísta moral, A Farewell to Arms describía un «amor ilícito», feliz y desvergonzado que acababa con un embarazo. Una enfermera se acuesta abiertamente con un paciente, y la mayoría de sus amigos aprueban la relación, mientras la deserción de Frederic queda como un acto justificado. Desde el punto de vista de la industria, la descripción del ejército italiano como un ejército ineficaz, inhumano y corrupto es todavía más delicada. ¿El Gobierno italiano iba a permitir que se exhibiera semejante película? ¿Se podía realizar una versión fiel de A Farewell to Arms que se atuviera a las restricciones del Código, teniendo a la vez en cuenta la exigencia de Hollywood de abarcar un mercado internacional?

Incluso antes de que los estudios mostraran su interés por el libro, Lamar Trotti, de la SRD, lo leyó y le advirtió a Joy que contenía «blasfemias, un amor ilícito, un nacimiento ilegítimo, una deserción del ejército y una imagen no muy halagadora de Italia durante la guerra». Cuando la Warner Bros, expresó su interés por la novela, la Oficina Hays advirtió que el libro era «antiitaliano» y que Nobile Giacomo de Martino, el embajador de Italia en Washington, ya «se había quejado» a Hays e insinuado que cualquier versión cinematográfica sería prohibida en el mercado italiano. La perspectiva de perder un mercado tan lucrativo, y quizá también el de otros países, obligó a la Warner Bros. a renunciar al proyecto[9].

La Paramount no se desanimó tan fácilmente. En el verano de 1932 se rodaban The Sign of the Cross, de DeMille y She Done Him Wrong de Mae West, en los platos de esta compañía. El estudio, empeñado en superar la Depresión, adquirió los derechos cinematográficos de la novela de Hemingway y se precipitó a producirla. Nombró a Frank Borzage como director, y asignó el papel de Catherine a Helen Hayes, el de Frederic a Gary Cooper y el del elegante y hasta libertino comandante Rinaldi a Adolphe Menjou. La Paramount no deseaba perder el mercado italiano e informó a Joy de que los guionistas, Benjamin Glazer y Oliver H.P. Garrett, iban a trabajar junto con el cónsul italiano en Los Ángeles para resolver cualquier problema de censura que la película pudiera ocasionar.

Borzage y los guionistas reconocieron que probablemente las organizaciones religiosas y los censores iban a protestar porque la relación amorosa entre Catherine y Frederic era demasiado explícita para un público masivo. También eran conscientes de que quizá debían atenuar el tono antibélico de la novela, tanto por los problemas que podía acarrear con la censura como porque no les constaba que ese rasgo fuera atractivo para el público. Asimismo, la historia acababa trágicamente con la muerte de Catherine y el público norteamericano prefería los «finales felices». Sin duda, a la Paramount le interesaba menos lanzar una película antibélica que una historia de amor entre Helen Hayes y Gary Cooper.

El estudio propuso una serie de compromisos. Para evitar, o al menos reducir el número de objeciones morales, intentaron hacer ver que Catherine y Frederic se casaban. En una escena creada para aplacar las protestas religiosas, un sacerdote (Jack La Rué) parece celebrar en el hospital una ceremonia de boda «informal» con Catherine y Frederic. Mientras los dos amantes se cogen de la mano, el sacerdote les da la espalda y susurra una oración. ¿Se habían casado? La Paramount esperaba que el público aceptara esa escena como señal de que Catherine y Frederic habían recibido la bendición de un sacerdote, si no la de la Iglesia.

En el guión también se modificó el papel de la mejor amiga de Catherine, la enfermera Ferguson. En la película, «Fergie» (Mary Phillips) condena continuamente la relación, es «la voz de la moralidad», una defensora de los valores tradicionales, que supuestamente se dirigía tanto al público como a los personajes de la película. En cuanto a la trágica muerte de Catherine, Borzage rodó dos finales: uno en el que Catherine sobrevivía, el otro con su muerte, y las salas podían escoger entre el «final feliz» (que era el recomendado por Variety) y el «final triste»[10]. Tras incorporar estas modificaciones a la novela de Hemingway, el estudio creyó que el desarrollo de la relación amorosa podía enseñarse con mayor franqueza.

Los problemas políticos más importantes giraban en torno a la deserción de Frederic y a la escenificación de la retirada italiana en Caporetto. La Embajada italiana había advertido al estudio que «si las escenas se rodaban tal y como aparecían descritas en el libro, muy probablemente» su país prohibiría la película[11]. Hemingway había narrado con todo lujo de detalles las circunstancias que provocaron la derrota en Caporetto y el posterior caos: no es que Frederic deserte al verse enfrentado al enemigo, sino que más bien huye de la estupidez, la brutalidad y el absurdo. En la película, todo eso cambia: Frederic no abandona su puesto a causa del colapso en el frente italiano y porque le ordenan batirse en retirada, sino porque sus cartas a Catherine no reciben respuesta y porque está tan desesperado por verla que huye para encontrarla. Se trata de una decisión estrictamente personal.

En su búsqueda de Catherine, Frederic se ve atrapado en una de las escenas más memorables de la historia del cine norteamericano. Filmada con un montaje surrealista por Charles Lang (que ganó un Oscar a la mejor fotografía por esta película), la búsqueda de Frederic está intercalada con tomas de movimientos de tropas, bombardeos aéreos, fuego de artillería, civiles que huyen y numerosas imágenes de cruces y crucifixiones. La escena, que refleja el horror de la guerra, no condena abiertamente al ejército italiano, y la película acaba, al contrario de la novela, anunciando una gran victoria italiana. El estudio presentó el guión y la película al cónsul para su aprobación, y también ofreció un pase privado al doctor A.H. Giannini, presidente del Bank of America y destacado norteamericano de ascendencia italiana[12]. Cuando todos aprobaron la película, la Paramount pensó que se habían acabado los problemas con la censura[13].

Sin embargo, a Joy y a Trotti les preocupaba que una versión cinematográfica de A Farewell to Arms fuera dinamita en potencia, ya que, según ellos, la película estaba plagada de cuestiones de índole moral. El romance entre Catherine y Frederic era demasiado explícito, al igual que las escenas del parto, que, además, estaban prohibidas específicamente por el Código. Los censores también dudaron sobre la oportunidad de la escena de la boda. «¿Qué opina —preguntó Trotti— sobre eso de que parezca que el sacerdote esté casando a la pareja? ¿Se supone que es una boda de verdad o se trata de un representante de la Iglesia que aprueba una relación?»[14].

Durante el verano y el otoño de 1932, el estudio siguió adelante con el rodaje. Cuando éste acabó, Joy ya trabajaba en la Fox y el doctor James Wingate lo había sustituido como principal censor cinematográfico. Tras ver la película en noviembre, Wingate se negó a aprobarla porque presentaba una relación «ilícita» con una luz favorable y contenía escenas de un parto. Como es lógico, la Paramount se enfureció; tras negarse en redondo a hacer más cortes, le comunicó a Hays que ya se habían realizado todos los cambios de índole política exigidos por el cónsul italiano y que, a fin de convertir la película en una historia moralmente aceptable, se había alterado el personaje de Ferguson para que desaprobara abiertamente la conducta de Catherine[15].

No obstante, Wingate se mantuvo firme en su convicción de que la película justificaba las relaciones sexuales entre una pareja soltera y disculpaba a una mujer que quedaba embarazada y a una pareja que convivía sin que nadie se opusiera a su conducta. El hecho de que Catherine muriera en el parto a Wingate le pareció irrelevante, ya que, para él, esa escena ni siquiera debía aparecer en la película. En consecuencia, le pidió a Hays que convocara un jurado de productores de Hollywood para decidir si A Farewell to Arms era o no una película moral.

Cuando el jurado, constituido por Joseph Schenck en representación de United Artists; Carl Laemmle, Jr., de la Universal (productora de All Quiet on the Western Front); y Sol Wurtzel de la Fox, se sentaron en la sala de proyección de la Paramount, eran conscientes de que el estudio atravesaba una grave crisis financiera y de que había invertido una importante suma en A Farewell to Arms. Helen Hayes, que acababa de recibir un Oscar por su actuación en The Sin of Madelon Claudet (1931), era una de las mejores actrices norteamericanas, y sin duda sería un gran señuelo en las taquillas; Adolphe Menjou era otra gran estrella de Hollywood, y Gary Cooper empezaba a serlo. Como era de suponer, el jurado falló a favor de la Paramount y, aunque admitieron que el Código prohibía las escenas de partos y que la relación «ilícita» se presentaba de un modo atractivo, sus miembros opinaron que el estudio no había pretendido filmar una historia de amor barata y escabrosa, sino dramatizar una novela[16].

En cambio, Ernest Hemingway no estaba tan convencido. Cuando la Paramount le invitó a una exhibición privada para que les diera su aprobación, el autor se negó a ir. Además de creer que la premisa para la deserción de Frederic era «absurda», Hemingway se molestó enormemente por los cambios realizados para contentar a Italia y a los censores, y además estaba «indignado» con el truco de los dos finales ideado por Borzage. En Chicago, el padre Fitz George Dinneen también se enfureció; él sí sabía cómo interpretar la escena del sacerdote en la sala del hospital. Dinneen le dijo al padre Wilfrid Parsons que la Paramount había efectuado todos los cambios exigidos por el Gobierno italiano por motivos de taquilla; sin embargo, habría que comparar su preocupación por el «poder laico» con la que mostraban hacia la Iglesia. «Cuando se trató de religión, metieron a un capellán para disimular la moral podrida y celebrar una boda falsa. Aquí en Chicago hemos suprimido esa escena. Pero la película ha recorrido el país con ella». Dinneen enseguida captó el mensaje: para influir en el contenido de las películas había que tener cierta influencia en las taquillas. Se trataba de una lección que los católicos empezaban a aprender y que no tardarían en aplicar con saña[17].

La historia de las dificultades surgidas durante la producción de A Farewell to Arms proporciona un claro ejemplo de los problemas que los productores hollywoodenses tuvieron que afrontar al adaptar novelas populares a la pantalla. La mayoría de los críticos coincidieron con Nation, que definió la novela como un «libro sorprendentemente hermoso»[18]. No obstante, a los censores y guardianes de la moral les daba igual si la película era una frivolidad, como Madam Satan, o una comedia escandalosa, como She Done Him Wrong, o una obra literaria seria, como A Farewell to Arms. El cine, insistían, no podía reflejar problemas morales, sociales o políticos, a menos que se enmarcaran de modo tal que reforzaran los valores morales tradicionales de los espectadores.

Desde el nombramiento de Wingate en octubre de 1932 hasta la primera mitad de 1933, el futuro de la industria se veía muy sombrío. El único barómetro utilizado por la industria —las taquillas— seguía bajando y no disminuían las críticas que señalaban que el colapso se debía a las películas cada vez más francas. La situación política era tan inestable como el clima económico: Will Hays había predicho con gran confianza que Herbert Hoover derrotaría fácilmente a Franklin D. Roosevelt; sin embargo, el país rechazó de un modo rotundo la continuación del liderazgo republicano. Los empresarios de la industria temieron que Hays no fuera eficaz con el nuevo Gobierno del Partido Demócrata.

En marzo de 1933, el país parecía estar al borde de la bancarrota, y cuando Roosevelt declaró el 5 de marzo día festivo para la banca, cundió aún más el pánico. A principios de marzo, las ventas de entradas descendieron hasta alcanzar los 28 millones de localidades por semana, menos de una cuarta parte de lo necesario para mantener la industria a flote[19].

Hays estaba arrinconado. A principios de marzo recibió un informe confidencial de Joe Breen desde Los Ángeles: Martin Quigley había dado una vuelta por Hollywood y se había marchado convencido de que el Código había «fracasado por completo […] debido a la predisposición de los productores a ignorarlo»[20]. Quigley, al parecer, estaba preparando una nueva invectiva contra la industria. Harrison’s Reports ya había declarado la guerra con su artículo editorial del 4 de marzo: «¿Acaso el sexo es el único tema para un buen espectáculo?»[21].

El 6 de marzo de 1933 —sólo dos días después de la investidura de Roosevelt y en medio de una crisis bancaria nacional— Hays convocó una reunión urgente de la junta de directivos de la MPPDA. La sesión —en la que participaron el presidente de la MGM, Nicholas Schenk; Carl Laemmle y R.H. Cochrane, de la Universal; Jack Cohn, de la Columbia; Albert y Harry Warner; Adolph Zukor, de la Paramount; el presidente de la RKO, M.H. Aylesworth, y el presidente de la Fox Film Corporation, S.R. Kent— duró toda la noche y, según Raymond Moley, fue «una de las reuniones más intensas de la historia de la Oficina Hays»[22].

Teniendo en cuenta la grave situación financiera, Hays hizo hincapié en lo que él consideraba la verdadera crisis a la que se enfrentaba la industria: la negativa de los estudios a atenerse al Código. Dicha negativa se veía exacerbada, según él, por el rechazo de la junta a apoyarlo tanto a él como a Wingate. Hays exigió ese apoyo y, tras citar determinadas películas que se estaban produciendo en aquel momento en Hollywood, predijo que perjudicarían a la industria a menos que se suavizaran algunas escenas. Baby Face era «desmoralizadora», dijo a los Warner; Red Dust, de la MGM, era «sórdida»; The Story of Temple Drake, recién acabada pero todavía sin estrenar, era «horrorosa»[23]. A Gabriel Over the White House, de la MGM (véase el capítulo 5), la calificó de peligrosa.

La junta decidió apoyar a Hays. En una declaración oficial hecha pública el 7 de marzo, la industria reafirmó su compromiso de atenerse al Código y prometió «elevar los valores morales, artísticos y educativos de la producción cinematográfica, a la vez que defender el principio norteamericano de la iniciativa, la creatividad y la realización individuales»[24].

En un intento de apremiarlos a colaborar, Hays envió a todos los estudios de Hollywood el documento en el que la junta declaraba su apoyo, junto con una carta en la que informaba a los directores de que Hays y Wingate iban a insistir en que se revisaran las «películas objetables». Hays les comunicó además que, si se negaban a cooperar, acudiría directamente a los «directivos de Nueva York». Si los estudios seguían negándose a cooperar, Hays les informó de que se podría en contacto directo con los banqueros que financiaban las producciones para advertirles que «las películas sucias hacían peligrar sus inversiones». Si las tres medidas fracasaban, Hays amenazó con acudir directamente al público para que no apoyara la película en cuestión[25].

En abril de 1933, Hays fue a Los Ángeles, donde entregó el mensaje personalmente. «Hays impone la ley», publicó el Motion Picture Herald, aunque señaló que los productores de la MGM acogieron el mensaje de Hays «en silencio y con cierta sorpresa». Hizo falta una enérgica intervención de Nicholas Schenk desde Nueva York para que los productores de la MGM accedieran a colaborar. Hays recibió una acogida similar en los demás estudios.

En Hollywood, los productores negaron que el descenso de la recaudación se debiera a las películas «inmorales». Mientras Hays instaba a los productores a que eliminaran las escenas de sexo, The Sign of the Cross llenaba las salas. Hays incluso aportó pruebas reales para hacer frente a la acusación de que las películas de Hollywood ofendían a la mayoría de los norteamericanos. A nivel nacional, de las 438 películas estrenadas en 1931, la friolera de un 77% fueron calificadas de «recomendadas» por una o más de las siguientes organizaciones: la Federación General de Clubes de Mujeres, la Federación Internacional de Antiguos Alumnos Católicos, las Hijas de la Revolución Norteamericana, el Club Universitario de Mujeres de Los Angeles y la Asociación de Jóvenes Cristianos. Se trataba de un público difícil y, desde luego, menos tolerante con el sexo que el público norteamericano en general. A nivel local, la industria también marchaba bien: un estudio realizado en veintiuna ciudades puso de manifiesto un número significativo de películas aprobadas. En Beilot (Wisconsin), los grupos comunitarios locales aprobaron el 98% de las películas exhibidas en 1931; Memphis (Tennessee), aprobó un 85%; Wichita (Kansas), un 77%; Lansing (Michigan), un 76%, y Richmond (Indiana), un 74%. Sólo Saint Louis, en Missouri, la tierra del padre Lord, consideró que la mayoría de las películas era inaceptable y sólo aprobó un 40% en 1931.

En Hackensack (Nueva Jersey), el periódico local alabó a la Oficina Hays por la «enorme» mejora de las películas estrenadas en 1932 y se mofó de los «autodenominados guardianes» que las condenaban: «El principal problema de los críticos es que se empeñan en ver el cine como una importante fuerza social y nada más. La verdad de la cuestión es que el cine es un espectáculo» y «el público está recibiendo el tipo de cine que desea»[26]. El Philadelphia Inquirer coincidió cuando publicó que en 1932 varios críticos habían seleccionado 150 producciones hollywoodenses al confeccionar diversas listas de «las diez mejores películas» en todo el país[27].

Los productores conocían muy bien el nivel de apoyo que el país prestaba al cine y afirmaban que era la Depresión, y no el contenido de las películas, lo que hacía que la gente se quedara en casa.

Tampoco era evidente que Hays pudiera o quisiera cumplir su amenaza. Aunque tenía poder para exigir que algunas de las películas más atrevidas fueran devueltas a los estudios, no había ningún indicio en el anterior comportamiento de Hays que señalara su disposición a actuar al margen de la industria. Mientras Hays buscaba una fórmula que aumentara su poder sobre los estudios, Hollywood siguió produciendo películas provocadoras tanto para él como para los guardianes de la moral. Dos de los films que Hays citó como peligrosos —The Story of Temple Drake, basado en Sanctuary, de William Faulkner, y Ann Vickers, basada en la novela homónima de Sinclair Lewis— desafiaron su habilidad para controlar la producción cinematográfica. Pese al compromiso de la junta de apoyar a Hays y Wingate, los directivos de Nueva York no interfirieron en las decisiones tomadas en Los Ángeles, y Hays tampoco cumplió su amenaza de poner a los banqueros y a la opinión pública de su lado.

En 1929, William Faulkner, arruinado como siempre, decidió escribir «el cuento más horrible» que podía imaginar para ganar dinero. Al cabo de tres semanas había escrito Sanctuary, una morbosa historia sobre una violación, asesinatos, impotencia sexual y perversión que acaba con dos hombres acusados de unos asesinatos que no cometieron. El libro fue un best-seller en 1931. Los Boy Scouts de Estados Unidos consideraron que la novela era tan sórdida que destituyeron a Faulkner como líder local. La Paramount vio la novela desde un punto de vista diferente: pagó a Faulkner seis mil dólares por los derechos cinematográficos[28].

Ambientada en los años veinte, la novela narra el derrumbe moral de Temple Drake, la hermosa hija de un juez de la comunidad. Sanctuary empieza cuando Temple Drake y su novio, Gowan Stevens, un borracho inútil pese a su elevada posición social, se dirigen a presenciar un partido de fútbol universitario. Gowan, empeñado en conseguir alcohol ilegal, se desvía por el campo para ir a una destilería camuflada en una granja, pero durante el trayecto el coche sufre una avería y él y Temple se ven obligados a seguir a pie. El dueño, Lee Goodwin, que vive con su concubina Ruby y un bebé, es un hombre desconfiado, pero no peligroso. Por desgracia para Temple, Popeye, un matón de Memphis, también está allí.

Cuando a Gowan se le pasa la borrachera, se marcha sin Temple, obligándola a pasar la noche en la granja. Ruby, temiendo que alguno de los hombres intente violar a Temple, la esconde en el granero y le ordena a su ayudante Tommy, un disminuido psíquico, que la vigile; pero Popeye descubre el escondite de Temple, mata a Tommy cuando éste intenta intervenir y viola a aquélla con una mazorca de maíz, porque es impotente.

Temple se queda atónita al ver lo que ocurre, pero, en lugar de resistirse a Popeye, le fascina su maldad y lo acompaña a Memphis, donde se alojan en un prostíbulo. La perversión continúa cuando Temple accede a hacer el amor delante de Popeye con «Red», otro matón del lugar, pero el ménage á trois se viene abajo cuando Popeye descubre que «Red» y Temple se ven a solas; se enfurece tanto ante semejante acto de deslealtad que asesina a «Red».

Mientras tanto, la policía detiene a Lee Goodwin por el asesinato de Tommy. El abogado de Goodwin, Horace Benbow, localiza a Temple e intenta convencerla de que cuente la verdad para salvar a Goodwin, pero Temple se niega y en cambio testifica que Goodwin fue quien asesinó a Tommy y la violó. De un típico modo sureño, una multitud enfurecida, decidida a proteger el honor de las mujeres, irrumpe en la cárcel y mata al inocente Goodwin. El padre de Temple la envía a Europa para que olvide todo lo ocurrido, y Popeye, tras librarse de una acusación de asesinato, decide marcharse a Florida; de camino lo detienen por error, lo condenan y lo ejecutan por un crimen que no cometió.

La idea de llevar a la pantalla Sanctuary, de William Faulkner, horrorizó a un amplio público. Harrison’s Reports dijo que la decisión de la Paramount de adaptar la novela era una prueba más de que la industria requería un control federal. El propietario y director de la publicación, P.S. Harrison, le dijo a Adolph Zukor que el libro era «sucio y vil» y que si la Paramount seguía adelante con el proyecto, «le hará a la industria cinematográfica el mayor daño de toda su historia»[29]. Maurice Kann, al escribir en el Motion Picture Daily, definió la novela como «uno de los relatos más repugnantes de la literatura moderna». Lamar Trotti estaba de acuerdo, y dijo a los directivos de la MPPDA que Sanctuary era la «novela más asquerosa jamás escrita en este país […]. Es impensable hacer una película con ella». Hays ordenó su prohibición.

En otoño de 1932, mientras los ejecutivos de la Paramount negociaban con Hays para llevar Diamond Lil, de Mae West, a la pantalla, adquirieron sigilosamente los derechos de Sanctuary y anunciaron que la producirían con el título de The Story of Temple Drake. Hays se enfureció y le ordenó a Wingate que le mantuviera informado sobre el progreso del guión, del cual exigió que debía desarrollarse bajo «la supervisión más estricta». En general, Hays no intervenía directamente en las actividades de censura, pero estaba tan preocupado por este proyecto que ordenó a Wingate que no autorizara nada en la película que implicara la más mínima violación del Código. «Sencillamente no debemos autorizar una película que ofenderá a todas las personas bienpensantes que la vean». Hays deseaba que Joe Breen, que supervisaba para él la publicidad de los estudios, colaborara con Wingate en este proyecto y que vigilara de cerca la campaña publicitaria de la película, pues le preocupaba que la Paramount intentara promocionarla basándose en el tema de la violación y de la perversión. Hays le instó a Wingate a que exigiera el fallo de un jurado si el estudio no colaboraba y, si el jurado fallaba en su contra, Hays tenía previsto acudir a la junta de directivos de la MPPDA de Nueva York, que anularía su veredicto[30].

Wingate rogó a la Paramount que convirtiera The Story of Temple Drake en «un cuento de escuela dominical». Al ver el guión, experimentó un gran alivio y le dijo a Hays que se había eliminado la mayor parte del contenido ofensivo[31]. La versión de Hollywood iba a centrarse en Temple y el abogado, Benbow. Cuando Benbow, un hombre atractivo pero bastante aburrido, le pide a la joven y hermosa Temple que se case con él, a ella le sobreviene un «ataque de locura». También en la película la violan en un granero, pero esta vez Popeye (Trigger en la pantalla) no necesita ningún artefacto para consumar el malvado acto. Tras la violación, Temple sigue alegremente a Trigger, y los dos montan un nido de amor en el prostíbulo de Memphis. En la adaptación no aparecen ni la impotencia de Popeye ni «Red», ni el ménage á trois. En cambio, sí se describe el desmoronamiento de Temple, aunque se evitan los aspectos más sórdidos de su progresiva degradación[32]. En la película, Benbow encuentra a Temple viviendo con Trigger en el prostíbulo, y cuando le pide que testifique para salvar a un hombre inocente, ella se niega porque el testimonio arruinaría su reputación, y porque en realidad quiere a Benbow y teme que Trigger lo mate si ella sube al estrado. Cuando el abogado se marcha, Temple y Trigger se pelean y ella lo mata.

Ya se han sentado las bases para el juicio. En el estrado, el dramático y exaltado testimonio pone de manifiesto la inocencia de Goodwin (y demuestra claramente la complicidad de Temple con Trigger y el posterior asesinato). Tras la crisis emocional, Temple se desmaya; su novio la coge en brazos mientras le dice a todo el mundo que está muy orgulloso de ella por su valentía. Desde luego, este hombre sí que es comprensivo, dispuesto a volver con una muchacha que había huido y convivido con un criminal, que había presenciado un asesinato y cometido otro. El final hace suponer que la pareja reconciliada seguirá su vida como si no hubiera pasado nada.

En marzo de 1933, Joseph Breen y James Wingate fueron invitados por la Paramount a ver la película; Breen, un irlandés católico mojigato, se horrorizó cuando vio lo que Wingate más o menos había aprobado. Sus comentarios merecen especial interés porque, en poco menos de un año, sustituiría a Wingate como censor de Hollywood. Breen reconoció que la película era un «cuento de escuela dominical» en comparación con la novela; sin embargo, le pareció «sórdida, vil y muy desagradable». Breen le dijo a Wingate que ya era bastante malo presenciar la «conducta alocada» de Temple que la conduce a su violación; pero ver «la satisfacción con la que convive con Trigger y con la que después lo asesina […) es altamente ofensivo». Lo que a Breen más le preocupó fue la ausencia de «cualquier remordimiento» por parte de Temple. Más tarde Breen insistiría en que el cine desarrollara una conciencia moral, pero en aquel momento carecía de poder para imponer este objetivo con carácter de exigencia. Consideró la película «altamente desagradable» y advirtió a Hays que The Story of Temple Drake era exactamente el tipo de película que haría recaer sobre la industria «la enfurecida condena de todas las personas decentes». Hays conocía la relación íntima que Breen tenía con Martin Quigley y con la Iglesia católica, y se mostró decidido a retar a la Paramount[33].

4. Jack La Rué, William Gargan y Miriam Hopkins en The Story of Temple Drake. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas.

En Los Ángeles, Wingate, obedeciendo órdenes de Hays, se negó a aprobar la película y le comunicó al estudio que la escena de la violación era demasiado explícita y que las mazorcas de maíz desparramadas por el suelo debían retirarse porque el público conocía el contexto de la novela; además, la Oficina Hays consideraba que la película mejoraría mucho si Trigger se llevaba a Temple por la fuerza. Desde Nueva York, Hays acosó a Adolph Zukor para que presionara al estudio y revisara la película. La combinación funcionó cuando Emanuel Cohen, jerarca del estudio, aseguró a Hays que la Paramount realizaría todos los cortes necesarios para su aprobación, pero pidió que Temple no tuviera que decir que era «prisionera» de Trigger, argumentando que si ella seguía a Trigger voluntariamente, «no se violaba el Código»; alterar ese aspecto de la película «destruiría el valor dramático de su confesión y […] haría que la película perdiese toda la fuerza moral que le otorga la redención de la muchacha»[34].

Pese a las garantías de Cohen, no se hizo nada para incorporar los cambios sugeridos por Wingate. El estudio siguió adelante con los planes de estrenar la película en Nueva York y la presentó a los censores del Estado. Irwin Esmond, director del Consejo de Censura, sorprendió al estudio cuando la rechazó de plano[35]. La Paramount y Hays se enfrentaron a un grave problema: el estudio había invertido una importante suma en el proyecto y en la primavera de 1933 todavía no había superado la crisis financiera. A pesar de que a Hays no le gustaba la película, no deseaba que la Paramount se hundiera en mayores dificultades financieras si se prohibía su exhibición en las lucrativas salas neoyorquinas. También era posible, debido a los aspectos sensacionalistas de la novela, que una prohibición en Nueva York desencadenara fallos similares en los demás Consejos de Censura. Para evitar semejante desastre, la Paramount, Hays y el Consejo de Nueva York se reunieron para decidir los cortes con los cuales depurarían The Story of Temple Drake. Esta vez, Hays ya no actuó como censor, sino como defensor de la película. Al fin y al cabo, su función, como presidente de la asociación de la industria, era ampliar el mercado cinematográfico incluso cuando las películas no le gustaban, un papel que desempeñaría cada vez con mayor frecuencia a lo largo de los siguientes años.

Al verse enfrentado a la pérdida del mercado nacional más importante, Cohen accedió a realizar todos los cambios necesarios para recibir la aprobación de Nueva York. Hays le rogó a Esmond que comprendiera los problemas financieros a los que se enfrentaba la industria, y le señaló que a esas alturas la Paramount no podía permitirse el lujo de perder el mercado neoyorquino. Esmond por fin accedió a que se exhibiera en el Estado de Nueva York si todas las escenas de sexo y violencia se reducían al mínimo. Justo cuando Nueva York se mostró satisfecha, Ohio también amenazó con prohibirla. Hays intervino para aplacar a los censores de Ohio, pero éstos le respondieron que el Consejo estaba «harto» de tener que exigir grandes cortes en películas que ni siquiera se tenían que haber filmado. El Consejo insistió en que se eliminara de la versión exhibida en su Estado la escena en la que una «lavandera negra plancha la ropa interior de Temple», mientras dice que si el padre de ésta le lavara la ropa interior a su hija, estaría mucho más al corriente de su vida sexual[36].

La crítica arremetió contra la película por considerarla «inmoral», mientras que, por otro lado, alabó a Hollywood por llevar a la pantalla un drama adulto. Según Time, Miriam Hopkins hizo «una actuación brillante en el papel de Temple», y la misma revista calificó el film de «sombrío y violento» y «más explícito sobre el aspecto macabro del sexo que cualquier otro» producto hollywoodense[37]. George Raft, que en un principio fue elegido para el papel de Trigger, se negó a aceptarlo porque consideró que perjudicaría su carrera; finalmente el papel lo obtuvo Jack La Rue, un «joven italiano de gruesas pestañas», «eficazmente siniestro»[38]. El director Stephen Roberts recibió grandes alabanzas por «haber exprimido hasta la última gota de horror» al magnífico guión escrito por Oliver H.P. Garrett[39].

El Times, de Washington, dijo que era «impetuosa». La crítica del Tribune, de Chicago, escribió que al ver la película se sintió como si estuviera «investigando en una cloaca». El American, de Nueva York, la calificó de «chapuza absolutamente desagradable, […] una obra barata, plagada de sexo»[40]. En el Syracuse, el crítico de cine rebautizó la película «The Shame (la vergüenza) of Temple Drake»[41]. Harrison’s Reports advirtió a los propietarios de las salas que «jamás se había descrito el sexo de un modo tan atrevido y escabroso. Ningún exhibidor puede proyectar esta película a personas decentes»[42].

No obstante, al igual que con tantas otras, la opinión estaba dividida. William Troy, en su reseña para Nation, la calificó de «verdaderamente extraordinaria», porque supo captar la «cualidad esencial» de la novela de Faulkner, a saber, el «poder destructivo del mal», y advirtió a sus lectores que quizá no les «agradara esa cualidad» cuya existencia, empero, nadie podía negar. Sin embargo, precisamente eso era lo que deseaban los censores y los reformistas morales[43]. Richard Watts, Jr., del New York Herald Tribune, declaró que era «fascinante» y que, pese a la polémica, era «un defensor de la película». En Filadelfia, el Inquirer recomendó a sus lectores: «no se la pierdan». Desde el Medio Oeste, el Star, de Kansas City, dijo que The Story of Temple Drake era «mejor que el promedio»[44]. No obstante, no hay duda de que el impacto global de la película fue negativo para la industria: los que la vieron y no se escandalizaron, no lo dijeron en voz muy alta; los que la consideraron «vil», como P.S. Harrison, arreciaron en sus exigencias de reformar al cine.

Muy parecida fue la reacción ante la versión cinematográfica de la novela de Sinclair Lewis, Ann Vickers. Cuando Daniel Lord le insistió a Will Hays para que hiciera películas sobre héroes norteamericanos, ni Lord ni ninguno de los demás censores y reformistas tenían en mente películas sobre una heroína moderna como la Vickers de Lewis. Publicada en 1933, Ann Vickers fue una novela muy popular, ocupando el primer puesto en las listas de los libros más vendidos (más de cien mil ejemplares).

Ann Vickers es la historia de una joven típica de clase media. Su formación intelectual se inicia cuando asiste a una importante facultad de humanidades; después, se deja arrastrar por el movimiento sufragista. Pero su verdadera educación empieza cuando descubre que el movimiento está atestado de incompetencia y prejuicios y lo abandona, aunque está decidida a seguir luchando por las causas justas. Se traslada a Nueva York, donde consigue un empleo de asistenta social. La víspera de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial conoce a un atractivo oficial del ejército con el que tiene una aventura y se queda embarazada. Al descubrir que él no la ama, aborta.

En pleno choque emocional por la decepción amorosa y el aborto, Ann se casa con un hombre amable, aunque aburrido. Su matrimonio se viene abajo debido a la fama que adquiere Ann como reformista y a la atracción que siente por un distinguido juez de Nueva York. Como asistenta social, está a favor del control de la natalidad, la mejora de la vivienda y un mayor bienestar social; su fama aumenta cuando escribe un best-seller sobre las prisiones norteamericanas, en el que refleja la corrupción del sistema penitenciario: las cárceles son brutales y los carceleros, matones inhumanos; proliferan la droga y el sexo y no existe la ética. Ann intenta hacer frente a esta situación convirtiéndose en directora de una cárcel modelo.

A nivel público, Ann es un paradigma de virtud y respetabilidad; en privado, sigue desafiando las normas convencionales. Se enamora de Barney Dolphin, un juez de Tammany, con el que tiene una apasionada aventura amorosa mientras sigue viviendo con su marido. Cuando la junta de la cárcel se entera, intenta echarla, pero Ann lucha por sus derechos como profesional y gana; sin embargo, la tragedia se desencadena cuando Dolphin es enviado a la cárcel por corrupción y Ann se queda embarazada otra vez. Decide abandonar a su marido y tener el hijo de Dolphin. Cuando éste sale de la cárcel, los amantes vuelven a encontrarse y, ante la rabiosa condena moral de la sociedad, siguen adelante con sus vidas. La idea central de la novela, dijo Lewis, era que «las mujeres casi han alcanzado a los hombres» en cuanto seres humanos que tienen «ideas, razones, ambiciones […] que tienen virtudes y defectos»[45].

Las críticas de la novela fueron muy dispares. «Hermosa […] compasiva y auténtica», escribió Books[46]. El Boston Transcript la recibió como el «triunfo de la mujer sobre las costumbres de un mundo más anticuado»[47]. «Encantadora», dijo el Saturday Review of Literature[48]. «Escrita con brillantez», coincidió el Spectator, de Londres[49]. William Soskin, en un artículo publicado en el New York Evening Post, calificó el libro de «excelente acusación al sistema penitenciario del país y una hiriente sátira de los diversos movimientos reformistas» de la década anterior[50]. El New York Times la encontró aburrida[51]. El Catholic World acusó a Lewis de deleitarse en examinar «los desechos, la basura, los vertederos, los pozos negros de la vida», y aconsejó a los lectores que se mantuvieran «alejados del libro»[52]. La publicación jesuíta America calificó Ann Vickers de obscena[53]. Un lector de Michigan coincidió y llamó a Lewis «gusano asqueroso y obsceno», y a Ann Vickers, una historia «apestosa y sucia»[54]. Como era de esperar, la Iglesia prohibió que los católicos norteamericanos leyeran Ann Vickers.

La novela era potencialmente idónea para ser adaptada a la pantalla, pese a los evidentes conflictos con el Código. Mostraba a una heroína fuerte y, en el fondo, se trataba de una historia de amor. Dado su enorme éxito, cabían pocas dudas de que Hollywood se adueñaría de la señorita Vickers y, en mayo de 1933, la RKO compró los derechos cinematográficos e inició el rodaje. La historia de la producción de Ann Vickers aporta un nuevo ejemplo del enorme abismo existente entre los estudios y la Oficina Hays en lo relativo a lo que era y no era permisible según el Código.

Tras luchar con los productores por A Farewell to Arms y The Story of Temple Drake, Wingate y su asistente Joe Breen no estaban de humor para transigir. En Hollywood, Breen estaba adquiriendo un papel cada vez más importante en la evaluación de los guiones y, cuando la RKO presentó Ann Vickers a la Comisión de Relaciones con los Estudios en mayo de 1933, Wingate le pidió su opinión. «Este guión sencillamente no podrá ser», exclamó Breen, y le dijo a Wingate que hacía años que no «leía nada tan vulgar y tan ofensivo». Pese a la conducta inmoral de Ann Vickers, el guión era un «claro intento de inspirar simpatía hacia el personaje principal» e infringía la cláusula sobre la «inviolabilidad del matrimonio», institución que Breen consideraba la «verdadera base de la sociedad». Aun reconociendo que el libro era un éxito de ventas, Breen reiteró las ideas católicas imperantes cuando le dijo a Wingate que se trataba de una novela «conocida por su vileza e irreverencia». Si no se rechazaba el guión de inmediato, predijo Breen, la industria iba a tener «graves problemas»[55].

Wingate se mostró totalmente de acuerdo con Breen e informó a la RKO de que el guión era inaceptable porque la heroína mostraba una «indiferencia absoluta hacia las convenciones sociales». El censor sostuvo que el guión violaba el Código al presentar a Ann Vickers como una asistenta social inteligente, atractiva y culta, que no se arrepiente en ningún momento de sus acciones sin que exista «un personaje principal que se lo señale». ¿Dónde está la «lección moral»?, preguntó Wingate. ¿Por qué ella no sufre un «conflicto moral»? Sin una «condena a semejante violación de las normas convencionales», era inevitable que la simpatía del público recayera sobre Ann Vickers; por tanto, la «opinión unánime de la Comisión es que el planteamiento actual viola el espíritu y la letra del Código»[56].

La valoración que hizo Wingate del guión enfureció a la RKO. Merian C. Cooper, vicepresidente encargado de producción, que venía de reproducir y codirigir King Kong, replicó con gran irritación que el guión estaba basado en una novela de éxito escrita por un premio Nobel y que la RKO había presentado una historia clara, franca y digna sobre una joven que desea algo más de la vida que sólo casarse y tener hijos. Pese a que reconocía que el contenido de la historia era polémico, la película «no se complace con el sexo barato ni con emociones gratuitas y vulgares»[57]. El estudio pretendía que la película fuera una gran producción, y Cooper aseguró a Wingate que la historia de Ann Vickers daría prestigio a la industria cinematográfica[58].

Wingate se negó a ceder, y la RKO se opuso rotundamente a tener en cuenta la mayoría de sus exigencias, a pesar de que accedió a atenuar la «aprobación del adulterio». Aunque no se resolvió la disputa, el estudio siguió adelante con la producción. Irene Dunne fue elegida para encarnar el papel de Ann Vickers, y Walter Huston el del juez Barney Dolphin, con Bruce Cabot y Conrad Nagel en los papeles secundarios; Jane Murfin adaptó el ofensivo guión y la dirección corrió a cargo de John Cromwell.

Las batallas continuaron entre bastidores. Wingate se quejó de que los estudios no lo tomaban en serio. El jerarca B.B. Kahane se dirigió a Hays para protestar, porque la actitud de Wingate hacia el proyecto le resultaba «muy desalentadora y molesta». La RKO reconocía, según escribió Kahane, que no se podía presentar el adulterio de un modo atractivo; de hecho, el estudio había modificado enormemente la historia original, pues reconocía que una versión cinematográfica fiel podía ofender a mucha gente. Vickers, le dijo a Hays, no estaría casada cuando tuviera la aventura, y sufriría las consecuencias al ser despedida de su trabajo debido al escándalo. Para resaltar esa idea, Ann Vickers se hundiría en la pobreza y sería rechazada por su amigos. A Kahane eso le parecía suficiente castigo, pero ahora Wingate insistía en que en todas las películas que trataran del adulterio tenía que incluirse una «denuncia clara y afirmativa», pronunciada por un «portavoz de la moralidad convencional». (Lo más probable es que fuera Breen el que reinvindicara este cambio, ya que la cuestión de la «voz de la moralidad» se convirtió en un elemento clave durante su administración). Kahane dijo a Hays que para ellos eso no era lo que decía el Código[59].

Asimismo, la RKO repetía una historia muy manida: el estudio ya había invertido más de 300.000 dólares en el proyecto y contratado a actores importantes como Dunne, Huston, Nagel y Cabot. Por otro lado, contaba con que la película recaudara mucho dinero, y «teniendo en cuenta la situación económica no podemos arriesgar tanto dinero si cabe la posibilidad de que, al acabar la producción, el doctor Wingate reanude sus objeciones o se le ocurran otras nuevas». Kahane estaba dispuesto a cooperar y dijo que el estudio se había pasado tres semanas intentando redactar un nuevo guión que fuera del agrado de Wingate, pero «francamente dudaba de que [Wingate] tuviera una visión lo suficientemente amplia del Código de Producción». Por último, de un modo totalmente inverso al habitual, Kahane le pidió a Hays que convocara un jurado para que juzgara el guión[60].

Hays se quedó atónito al leer la carta de Kahane, ya que ésta desafiaba su autoridad. A pesar de que Hays había retado a los estudios en marzo y le había ordenado a Wingate que convocara un jurado, en mayo había dado marcha atrás para evitar un enfrentamiento directo con la RKO. En esta ocasión, le repuso a Kahane que no veía ningún motivo para recurrir a un jurado si el estudio iba a modificar la historia original como había sugerido. El problema más importante era que la película no debía inspirar sentimientos de simpatía hacia Ann Vickers. El Código lo expresaba muy claramente: «es necesario […] dejar bien claro en la mente del público que el adulterio está mal, que es injustificable e indefendible», escribió Hays[61].

Si Hays pensó que una carta apaciguadora iba a aplacar a la RKO, se equivocó. Kahane repuso enfadado, diciéndole a Hays que estaba yendo más allá del Código al exigir que en las películas «se establezca claramente […] que el adulterio está mal y es injustificable», y al insinuar que el estudio tenía que realizar todos los cambios «sugeridos» por el doctor Wingate. La RKO, dijo, no interpretaba el Código de ese modo, ni tampoco la autoridad de la Comisión de Relaciones con los Estudios. El estudio estaba dispuesto a tener en cuenta las ideas de Hays y de Wingate, pero Kahane no se consideraba obligado a realizar los cambios que no le parecían oportunos[62].

La RKO se había rebelado abiertamente y Hays se vio arrinconado. Lo único que pudo hacer fue escribir otra carta a los estudios en la que repitió las acusaciones que ya había hecho antes: las películas que tratan de «relaciones sexuales ilícitas» nunca «se justifican», por muy bien que se presenten. Hays le dijo a la RKO que consideraba que Of Human Bondage y Ann Vickers suponían un «peligro muy grande» para la industria; la MGM fue reprendida por Bombshell, de Jean Harlow, y Dancing Lady, de Joan Crawford; la Paramount recibió una advertencia por Design for Living, de Noël Coward, y por la sátira política de los hermanos Marx, Duck Soup. Hays volvió a amenazar con que si estas películas no se atenían al Código, se vería obligado a intervenir personalmente[63].

La RKO aceptó suprimir unas cuantas escenas en Ann Vickers, lo cual apaciguó a Wingate, que le dijo a Hays que «el tema se ha manejado de la manera más segura posible»[64]. De ese modo, la inversión de la RKO quedó a salvo y la película se estrenó en otoño, poco después de que los católicos iniciaran la cruzada de la Legión de la Decencia. Pese a los alaridos de los reformistas, la versión aséptica de Ann Vickers sufrió pocos cortes en los Consejos de Censura estatales y municipales; no obstante, sería incluida en la lista de películas condenadas por la Legión Católica de la Decencia, junto con She Done Him Wrong l’m No Angel, A Farewell to Arms, Of Human Bondage y The Story of Temple Drake. En julio de 1934, Breen exigiría que todas estas películas fueran retiradas de la circulación.

Es evidente que entre los años 1930 y 1933, Joy, Wingate y Hays trabajaron duro para que las películas se atuvieran a las directrices del Código. También es evidente que había un desacuerdo general sobre el verdadero significado de éste. Mientras ocupó el cargo de censor de la industria, Jason Joy intentó aplicar el Código de un modo constructivo y evitar los riesgos de una censura «estrecha de miras» (Dicha actitud se abordará con mayor detalle en el capítulo 5, en el que se describe el rechazo de Joy a censurar las películas de gangsters). Cuando Wingate se trasladó de Nueva York a Hollywood, intentó imponer el Código de un modo parecido, y la primera prueba que tuvo que superar fue con Mae West. Pese a que él, al igual que los grupos de censura, detectó unos cuantos problemas, también entendió que West era la actriz por antonomasia de comedias y sátiras. No fue una casualidad que las mejores películas de West, She Done Him Wrong y I’m No Angel, se produjeran durante ese periodo. Cuando en la primera mitad de 1933 se incrementó la presión para que el cine se sometiera a las restricciones de un modo más estricto, Wingate se vio atrapado entre los estudios, que exigían una mayor libertad, y el coro de quejas cada vez más fuertes procedentes de los grupos religiosos, las organizaciones femeninas y la prensa especializada, como Harrison’s Reports o el Motion Picture Herald de Quigley. En Nueva York, los directivos de las productoras se mostraban reacios a intervenir, y pese a que se habían comprometido a apoyar a Hays, no obligaban a los productores de Hollywood a aceptar la asesoría de Wingate o de Hays. Fue durante este periodo que la Iglesia católica empezó a manifestar su descontento, y los artículos, editoriales y sermones empezaron a denunciar el cine.

En Los Angeles, los estudios siguieron negándose a reconocer una premisa importante del Código: el cine tenía la obligación de defender la moral tradicional. En su opinión, las adaptaciones cinematográficas de novelas populares escritas por los autores más destacados del país no eran inmorales. Cuando se adoptó el Código en 1930, los productores habían desafiado esa premisa, afirmando que el sonido les brindaba la oportunidad de llevar nuevos temas a la pantalla; y eso fue lo que hicieron. Los productores veían el movimiento a favor de la censura como el esfuerzo de una minoría, no como el de la mayoría de los aficionados al cine. Los estudios consideraban que la SRD tenía la función de asesorarlos, y que los Consejos de Censura estatales y los seudo-censores eran poco representativos de la corriente imperante en el país. Desde su punto de vista, las películas capaces de agradar al canónigo Chase, a la WCTU o al padre Lord arruinarían a la industria.

En muchos aspectos, tenían razón. Los aficionados al cine no se escandalizaron con A Farewell to Arms y disfrutaron con Ann Vickers. En junio de 1933, el frente de batalla estaba bien definido: los estudios estaban decididos a seguir adelante y Hays buscaba una fórmula que le permitiera conservar el poder sobre la industria mediante la «autorregulación». Quigley y Lord, que ya no deseaban cooperar con Hays, buscaron su propia fórmula.

Sin embargo, la sexualidad en el cine era sólo uno de los motivos de queja cuando se afirmaba que las películas estaban alterando la conducta de los norteamericanos. Los líderes de los grupos de ciudadanos, los jueces y la policía, los guardianes de la moral y los censores cinematográficos acusaban a los gangsters que salían en las películas de crear una nueva clase de criminales norteamericanos. Según esta coalición de preocupados ciudadanos, había que purificar el cine, no sólo eliminando a las prostitutas y el sexo ilícito, sino también a los criminales y a los políticos corruptos.