8. Política en el cine y política de la industria
En cuanto una película logra que la gente tome conciencia de su malestar y le sugiere una salida, en cuanto una película presenta un problema moral, económico o político, se le aconseja que no oigan nada, que no digan nada, que no hagan nada.
Katharine Hepburn, 28 de octubre de 1938
Hollywood ha sido descrito tradicionalmente como un lugar que prefiere el entretenimiento intrascendente a las películas serias. El viejo dicho, atribuido a Louis B. Mayer, de la MGM —«Si quiere trasmitir un mensaje, envíe un telegrama»—, parecía resumir la actitud de Hollywood hacia las películas de tema social o político. No obstante, filmar películas que abordaban cuestiones políticas y sociales fue bastante común, si no un lugar común. Los estudios lanzaban periódicamente films como Little Caesar, I Am a Fugitive from a Chain Gang, Scarface o Gabriel Over the White House, que combinaban el entretenimiento con el comentario social. Esas películas consiguieron poner nerviosos a Will Hays y a Joe Breen.
Los años treinta ofrecían casi infinitos temas a la pantalla. Los periódicos contaban los catastróficos efectos de la Depresión: el hundimiento de Wall Street, los millones de norteamericanos sin empleo, las ollas populares y las colas para comprar el pan. Las chabolas, burlonamente llamadas «hoovervilles», salpicaban el paisaje norteamericano. Los estadounidenses seguían con fascinación, o aprensión, a figuras tan polémicas como el gobernador de Louisiana, Huey Long, y su programa «Share our Wealth» [Compartid nuestra riqueza][1]; el «cura de la radio», padre Charles E. Coughlin, cuyas emisiones semanales —mezcla de teología, política, antisemitismo y economía— eran religiosamente seguidas por millones de oyentes[2]; Francis E, Townsend, de California, que prometía una prosperidad inmediata con su discurso precursor del bienestar social[3]; Upton Sinclair y su campaña para gobernador con el programa EPIC (End Poverty in California)[4], y William Dudley Pelley y Gerald Winrod, fascistas nativos de Carolina del Norte y Kansas, respectivamente, que remedaban el nazismo con rabiosas proclamas antisemitas y de afirmación de la primacía blanca[5]. Entre tanto, en Washington, D.C., el «New Deal» del presidente Franklin D. Roosevelt reajustaba a pequeña escala la economía mediante una combinación de empresa privada e intervención gubernamental, desconocida por la generación anterior, en busca de una fórmula que sacara al país del bache económico.
En cuanto a la escena internacional, un sorprendente número de norteamericanos se declaraban admiradores de Benito Mussolini, toleraban la Alemania nazi de Adolf Hitler, y se sentían atraídos por el comunismo ruso o lo atacaban. La Guerra Civil española, el ascenso de Hitler en Alemania, la dominación del Este asiático por Japón y los dramáticos sucesos en el frente local serían los temas que atraerían a millones de norteamericanos a los cines de su barrio.
Sin embargo, cada vez que una productora sometía un guión con implicaciones sociales o políticas, se invocaba el Código para atenuar el proselitismo hecho desde la pantalla. Las películas sobre trabajos forzados inquietaron a Jason Joy. Gabriel Over the White House enfureció a Will Hays. Los censores estatales y municipales no tardaron en sentirse ofendidos y pusieron la etiqueta de «propaganda» a cualquier película que contuviera una idea. Los Consejos de Censura extranjeros eran especialmente sensibles a los comentarios políticos y, o bien los eliminaban, o bien prohibían la película en cuestión. Por consiguiente, las películas con mensaje social salían amputadas de los estudios, y los críticos reprendían a la industria por su timidez a la hora de llevar a la pantalla dramas impactantes.
La limitación impuesta por la censura pesó sobre los estudios a lo largo de toda la década, pues era especialmente difícil tratar temas políticos y sociales con Hays y Breen empeñados en sanear la política en el cine. A partir de julio de 1934, los estudios que intentaban hacer películas con contenido tenían que pasar por el tubo de la envalentonada Production Code Administration, cuya opinión sobre los films con «mensaje» era cada vez menos favorable.
Cuando Breen tuvo pleno control de la PCA, se fijó dos objetivos. El primero, como ya hemos visto, era obligar a los estudios a incluir una «voz de la moral» en las películas que trataban asuntos de esa índole; la finalidad de dicha voz era predicar el comportamiento correcto y dar una lección moral al público; así, todas las películas dejarían bien claro que el mal no es el camino a seguir y que lo correcto es el bien. El segundo objetivo era valerse del Código para forzar a los estudios a limitar los comentarios sociales y políticos. Aunque los reformistas se preocupaban menos por este tipo de producciones, salvo en el caso de las películas de gangsters, a Breen y Hays les preocupaba que los films con tema polémico condujeran a una mayor presión de la censura y a una pérdida de mercados.
Como un paralelo a los «valores morales compensatorios», Breen acuñó la expresión «política de la industria [cinematográfica]» para hacer frente a las películas que, aunque desde un punto de vista técnico se ajustaran a las disposiciones del Código relativas a la moral (por ejemplo, I Am a Fugitive from a Chain Gang o Gabriel Over the White House), Hays y él las juzgaban «peligrosas» para el bienestar de la industria porque abordaban temas políticos delicados[6].
Poco después de asumir el poder, Breen envió un memorándum a su personal comunicándole que la PCA interpretaría el Código como «un mandato absoluto para imponer en el cine el respeto de toda ley y de toda autoridad legítima». Breen reiteró la opinión de Lord en el sentido de no fomentar la simpatía hacia los criminales, añadiendo que ninguna película podía contener nada «subversivo a la ley fundamental de esta tierra». En esa disposición se incluía la prohibición de retratar a funcionarios gubernamentales como «infieles a la confianza depositada en ellos sin sufrir las merecidas consecuencias», o a presentar el sistema judicial o las fuerzas policiales de modo tal que pudiera «socavarse la fe en la justicia». Todo lo que pudiera interpretarse como una abierta crítica al Gobierno, al sistema de libre comercio, a la policía o al sistema judicial, era, en palabras de Breen, «propaganda comunista» y, por tanto, era «desterrado de la pantalla»[7].
Las películas no eran un vehículo para la crítica social y política; antes bien, Breen opinaba que eran una oportunidad para promover el «espíritu social del patriotismo».
Aunque concebía el cine como entretenimiento, reconocía claramente su potencial educativo. Al fomentar un programa político conservador, Breen sentía que tenía que proteger al público del «cínico desprecio por las convenciones» de que hacía gala Hollywood. Breen pensaba que el cine no debía presentar situaciones de la vida real de un modo excesivamente realista[8]. Por el contrario, el cine debía adherirse a las tradicionales normas morales conservadoras y no desafiar, atacar ni molestar al Gobierno; el cine, de hecho, debía apoyar al Gobierno. Todo esto implicaba que, además de cribar cada nuevo guión en busca de transgresiones morales, Breen y su personal no perdían de vista las connotaciones políticas de los textos e invocaban la citada «política de la industria» para aquellos guiones que, en su opinión, cuestionaban la autoridad constituida, presentaban con demasiada crudeza los conflictos laborales o abordaban directamente cuestiones como el racismo, la pobreza o el desempleo. Los films bélicos y patrióticos vehementes se toleraban; en cambio, se postergaban las películas antibélicas de carácter introspectivo. Colocando la etiqueta de «propaganda» a las películas con mensaje, Breen instaba a los estudios a renunciar a los guiones que caían dentro de dicha categoría, o bien trabajaba para reconvertirlos de tal modo que resultaran inofensivos. Sin embargo, aprender a ser censor no era tarea fácil: aunque Breen parecía determinado a eliminar de las películas el contenido político, durante su primer año tropezó con las mismas dificultades para censurar tanto las alusiones políticas como las morales. Para quienes lo criticaban, Breen era demasiado liberal.
Más o menos una década después de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, millones de norteamericanos estaban convencidos de que la participación de su país en «la guerra que pondría fin a todas las guerras» había sido un trágico error. Historiadores revisionistas, periodistas y políticos afirmaban que Estados Unidos había ido a la guerra no «para hacer del mundo un lugar seguro para la democracia»[9], sino para asegurarles el reembolso de los créditos de guerra a los banqueros norteamericanos y para aumentar los beneficios de los fabricantes de armas. En marzo de 1934, Fortune publicó «Arms and Men», una reveladora lista de fabricantes de armas en la que, una vez más, se los acusaba de iniciar y prolongar las guerras con la finalidad de maximizar las ganancias.
La opinión pública estaba tan convencida de la verdad de esa teoría —bautizada «teoría diabólica de la guerra» por el historiador Charles Beard— que el Senado autorizó al senador republicano Gerald Nye, de Dakota del Norte, a dirigir una investigación sobre los «mercaderes de la muerte» norteamericanos. La Comisión Nye, como se la conoció popularmente, comenzó sus audiencias en septiembre de 1934. Un desfile de grandes empresarios y concesionarios de armamento compareció en Washington para testificar. La audiencia adquirió cierta atmósfera circense cuando los tres hermanos du Pont (Irenee, Lamont y Pierre) y sus siete abogados; encabezados por el coronel William J. (Wild Bill) Donovan, llegaron a la capital para responder por sus implicaciones en el comercio internacional de armamento. Los du Pont trataron de minimizar su papel de «mercaderes», pero pasaron un mal momento cuando se reveló que la compañía tenía acuerdos con empresas europeas para proporcionar armas a determinadas zonas del mundo; que tenía, además, grupos de presión en Washington y Ginebra para desbaratar los movimientos de desarme; que había sobornado al Gobierno nacionalista chino para que apoyara un contrato con du Pont, y que había firmado un contrato secreto (posteriormente rescindido) para suministrar armamento a la Alemania nazi[10]. Aunque las audiencias proporcionaron más titulares sensacíonalistas que pruebas concretas de una conspiración internacional, fueron pocos los norteamericanos que no estuvieron de acuerdo con el senador Nye cuando concluyó que las compañías fabricantes de armamento eran «una vergüenza para el comercio norteamericano» y propuso nacionalizar el sector en Estados Unidos[11].
Los codiciosos y potentados capitalistas conspirando en torno a una guerra eran un blanco natural para el cine. En 1934, el productor Walter Wanger, que había tratado el desarme como una fórmula para la paz mundial en Gabriel Over the White House, creó su propia productora y firmó un contrato con la Paramount para producir seis películas por año. Wanger, que valoraba su independencia de los estudios, era, en cuanto productor independiente, libre de elegir sus propios guiones y de disponer su desarrollo y producción. Remozado tras su batalla con Hays por Gabriel Over the White House, y convencido de que los fabricantes de armas eran los responsables de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, Wanger escogió el tema de la conspiración de los fabricantes de armamentos para que Estados Unidos interviniera en la guerra como una secuela de Gabriel Over tbe White House. En palabras de un crítico, The President Vanishes era «un duro ataque a […] los perversos fabricantes de armamento dispuestos a sacrificar miles de vidas con tal de aumentar sus beneficios»[12]. La película enfureció a Hays, y para el moralista Joe Breen, la producción fue una severa lección sobre la importancia de la censura ideológica.
Breen leyó el guión de The President Vanishes, escrito por Lynn Starling, Carey Wilson y Cedric Worth en septiembre de 1934, mientras tenían lugar las audiencias de la Comisión Nye. Es posible que a Breen el guión le haya parecido una verdad basada en hechos históricos. El escenario de la película es la Norteamérica contemporánea. En la primera escena, el presidente Stanley, interpretado por Arthur Byron, recibe la noticia de que en Europa ha estallado la guerra, No obstante, el presidente está resuelto a evitar que su país repita el error cometido en 1917 y aboga por una Norteamérica neutral. Sin embargo, recurriendo al tema del poder de los «mercaderes de la muerte», el presidente Stanley no puede competir con un grupo de industriales empeñados en llevar al país a otra guerra sangrienta para beneficiarse.
El guión describía a los retoños de la economía estadounidense conspirando en secreto contra el presidente: Andrew Cullen (DeWitt Jennings), dueño de Federal Steel of America, un hombre tan frío «como el acero que fabrica»; Martin Drew (Walter Kingsford), el banquero más poderoso del país; Roger Grant (Douglas Wood), un magnate de la prensa que utiliza sus periódicos para difundir una retórica bélica triunfalista; y Richard Norton (Charles Grapewin), un magnate del petróleo admirado por construir bibliotecas públicas y que secretamente planea derrocar el Gobierno mediante la fundación de una organización fascista —los «Camisas Grises»— formada por matones callejeros. Junto a estos hombres trabaja Corcoran (Charles Richman), un juez federal retirado, que amparándose en su reputación de máximo cabildero de Washington, vende al mejor postor su habilidad para sobornar a congresistas y senadores. Más tarde, Newsweek no dejó de señalar lo que era obvio: «El público se dio cuenta de que algunos personajes se parecían a Andrew Mellon[13], John D. Rockefeller y William Randolph Hearst»[14].
En las primeras escenas del film, los industriales se reúnen en la habitación de un hotel de Washington para planificar su estrategia. Cullen inicia la reunión:
Las municiones son mi negocio. De nosotros depende que sean también el negocio de América. ¿Para qué sirven el acero y los proyectiles y la metralla si no hay contra qué dispararlos? ¡Cuánta cháchara sentimentalista sobre la última guerra! ¡Ja! ¿Qué nos costó realmente? Cuatrocientas mil vidas. ¡Nada! Nos dio, en cambio, el periodo más próspero que ningún país haya tenido jamás […]. Ahora hay otra guerra en Europa y cada minuto que tardamos en entrar en esa guerra nos cuesta millones.
El banquero está de acuerdo; ha prestado millones a los gobiernos extranjeros: «Si no entramos en guerra, nunca recuperaremos nuestro dinero». El juez Cormorán asegura a los industriales que el Congreso votará a favor de la intervención pese a la oposición del presidente. Grant, el director del periódico, reflexiona. Lo que en realidad necesitamos, dice, es un slogan con gancho como «Recordemos el Maine»[15] o «Hagamos que el mundo sea un lugar seguro para la democracia», un slogan que atrape el espíritu de la nación y que no permita que el presidente impida que nuestro país entre en guerra. Al final deciden que el slogan perfecto es «SALVEMOS EL HONOR DE ESTADOS UNIDOS». Por si alguien del público no comprendía lo que Wanger intentaba comunicar, la escena termina con una imagen de los hombres apagando sus grandes puros en un cenicero, seguida de un rápido corte a una imagen de buitres despedazando a sus víctimas. Está claro que a esos hombres no les remuerde la conciencia pensar que están utilizando a la gente como carne de cañón si eso aumenta sus beneficios. Bajo el disfraz del patriotismo, ambicionan otro derramamiento de sangre.
A esta escena sigue un montaje de titulares de periódicos y de programas radiofónicos que se hacen eco del llamamiento patriótico. La crédula opinión pública es una presa fácil y exige que Estados Unidos entre en guerra. La única oposición no procede de republicanos o demócratas, sino del Partido Comunista norteamericano. En una de las escenas más sorprendentes de la historia de Hollywood, puede verse a un joven dirigiéndose a una multitud en la calle:
Compañeros: lo que quieren es vuestra sangre —mi sangre—, la sangre de los trabajadores. Para que así los capitalistas «chupasangre» [el guión señala un «¡Buuu!» de la multitud], sí, sí, para que así los capitalistas «chupasangre» se hagan más ricos. Mañana… el Congreso dirá que hemos de ir a la guerra para salvar nuestro honor. Y sólo una cosa podrá detenerlo: afiliaos al Partido Comunista.
El público es atrapado por el sincero discurso y comienza a vitorear. En ese momento, los «Camisas Grises», guiados por Lincoln Lee (Edward Ellis), irrumpen entre la multitud y golpean al público y al orador. La policía brilla por su ausencia.
La cámara sigue entonces a Lincoln Lee que pronuncia varios discursos histéricos de corte hitleriano en los que pide que se envíe a prisión o se ejecute a quienes se opongan a la guerra. El Gobierno legítimo es impotente para detener a las tropas de asalto de Lee, que disuelven todas las manifestaciones pacifistas. Mientras la gente exige intervenir en la guerra, la primera víctima es la libertad de expresión. Sólo el Partido Comunista norteamericano insta a los trabajadores a no dejarse llevar a la muerte para engrosar las arcas capitalistas.
Según el presidente, esta histérica exigencia de entrar en guerra es un puro disparate, pero él tampoco puede hacer nada para detener esa manía nacional. Cuando el Congreso se dispone a aprobar una declaración de guerra, el presidente, desesperado por encontrar una manera de impedirlo, organiza su propio secuestro. Repentina e inexplicablemente, la atención nacional deja la guerra a un lado y se concentra en la búsqueda del presidente. Durante este interludio, los conspiradores comienzan a pelear entre sí. Tras un tiempo prudencial, en el que la opinión pública recapacita y cambia de parecer, el presidente sale de su escondite y promete: «Ni un solo muchacho norteamericano será enviado a dejar su sangre en suelo extranjero para garantizar el cobro de los préstamos». Descubierta la trama, los conspiradores son arrestados y se restablece la democracia.
Wanger quería hacer una película antibélica que se beneficiara claramente de la publicidad generada por las audiencias de la Comisión Nye y la sensación generalizada de que los banqueros y los fabricantes de armas habían engañado a los norteamericanos para entrar en la Primera Guerra Mundial. En cuanto film antibélico, The President Vanishes no puede ni compararse con All Quiet on the Western Front (1930). Breen se inquietó por algunos puntos del guión, pero, sorprendentemente, a pesar del mensaje «anti-grandes negocios», del tema de la corrupción en el Gobierno y del homenaje al Partido Comunista, estaba convencido de que, con algunos cambios menores, el film se ajustaría al Código[16].
En una serie de reuniones y cartas advirtió al productor que no caracterizara al vicepresidente como un «borrachín» o como un instrumento de «un codicioso grupo de capitalistas». También le preocupaba la descripción que hacía Wanger de los conspiradores. Desde el punto de vista de la «política de la industria», Breen escribió: «Cuestiono la oportunidad de que usted designe a los villanos como representativos de la industria norteamericana». «Es probable que esta caracterización», aconsejó Breen, «ocasione a la industria infinitos problemas, porque el resentimiento sin duda será muy fuerte». Asimismo sugirió que Wanger resolviera el problema presentando a los villanos como miembros de «una combinación que representa a figuras mundiales de la industria armamentística con un punto de vista internacional». En su opinión, eso «reduciría las críticas».
Sin embargo, Breen le dio a Wanger una alternativa: «Si quiere conservar a los personajes tal cual están, indique entonces que no son representativos de sus respectivas profesiones. Debe quedar perfectamente claro que la gente del acero de este país no tomaría parte en negocios tan nefastos»[17].
Quizá Breen creyera en la teoría de la conspiración relativa a la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial que se exponía en esos momentos en Washington. No es nada extraño que en alguna medida actuara influido por las audiencias de la Comisión Nye. En cualquier caso, Breen aprobó el guión de Wanger con muy pocos cambios y, pese a su aversión al comunismo, toleró el discurso sobre los «chupasangre». No obstante, Breen le pidió a Hays que viera la película, pues, aunque creía que no violaba el Código, aceptaba que podía ser «cuestionable» desde la perspectiva de la «política de la industria». Por su propia cuenta y riesgo, Breen estampó el sello aprobatorio de The President Vanishes en noviembre de 1934 [18].
Cuando Hays vio el film en Nueva York, varias semanas después de que Breen aprobara la copia final, se enfureció. Wanger precipitaría una crisis con The President Vanishes de la misma manera que con Gabriel Over the White House. Una vez más se encendieron los proyectores en las oficinas centrales de la MPPDA. Después de que Hays y su Junta de Directivos vieron el film, se le ordenó a Breen que retirara el sello aprobatorio de la PCA. En opinión de Hays, la película era «propaganda comunista; un retrato subversivo del Gobierno norteamericano, contrario a los principios generalmente aceptados de la ley y el orden establecidos y, quizá, sospechosa de traición a la patria». Hays quería concretamente que se eliminara el apasionado discurso del joven comunista; ordenó a Breen que reiniciara negociaciones con Wanger y organizó una reunión de emergencia con el consejo de administración y el presidente de la Paramount, Adolph Zukor, en Nueva York[19].
Hays dejó clara su posición. En primer lugar, le aclaró a Breen quién mandaba y le dijo que actuara según «lo programado», esto es, que le dijera a Wanger qué hacer con la película. No debía negociar con el productor, sino especificarle con exactitud los cambios necesarios. Si se efectuaban esas modificaciones, Breen debía decirle a Wanger que consideraría la posibilidad de otorgarle un nuevo sello de la PCA, pero que eso no debía darse por sentado, incluso una vez eliminado todo el material ofensivo. Hays quería que Wanger sudara la gota gorda, y también enviar otro mensaje a Hollywood, a saber: que eran él y Breen quienes tenían autoridad para aprobar una copia final en Hollywood, no los directores, los productores o los propietarios de los grandes estudios. Para reforzar ese mensaje, Hays le ordenó a Adolph Zukor que retirara el film hasta que se hicieran los cambios solicitados[20]. Zukor obedeció dócilmente.
The President Vanishes no abordaba cuestiones morales, pero Hays creía que era competencia del Código impedir la exhibición de películas «peligrosas»:
El cine, en cuanto medio de entretenimiento popular que no sólo debe reflejar correctamente nuestras instituciones ante nuestro pueblo, sino también ante los pueblos de todo el mundo, no tiene derecho a presentar una imagen distorsionada que condene a la banca, a la industria petrolífera, a la industria siderúrgica y a la prensa per se como mercaderes de la guerra, ni presentar al Partido Comunista como principal protagonista […] y que señale tan alto grado de banalidad y corrupción en nuestro Gobierno y nuestra maquinaria política que ni siquiera se puede confiar en que el servicio secreto de la nación protegerá al presidente de Estados Unidos[21].
Hays, a quien a menudo se acusaba de no ir nunca al cine, vio The President Vanishes varias veces en su despacho. El film no le gustó en lo más mínimo, e insistió en que no había montaje capaz de eliminar todas sus objeciones. Sin embargo, se encontraba en una posición difícil: Breen había aprobado la película de Wanger, y el productor amenazaba con una acción legal si se le obligaba a retirarla. Si de algo tenía miedo Hays, era de una sentencia que pudiera hacer peligrar el sistema de control aplicado por la MPPDA. Aunque Hays y Breen citaban la «moral» como la fuerza que impulsaba la censura cinematográfica, Wanger podía probar que los censores estaban empeñados en controlar algo más que eso. En el momento en que se celebraban las audiencias, habría sido más que embarazoso obligar a la industria a explicar por qué razón se oponía a aprobar una película de ficción que presentaba a empresarios corruptos y faltos de toda ética que pretendían que el país se embarcara en una guerra extranjera. En consecuencia, Hays aceptó que el film se exhibiera si se eliminaba el discurso comunista sobre los «chupasangre» y si se hacían algunos otros cortes para suavizar el tono general de la película. Cuando Wanger se mostró de acuerdo, Hays autorizó el estreno.
No obstante, Wanger estaba dispuesto a desafiar la autoridad de Breen, Hays y el Código. En una entrevista concedida durante la polémica, dijo a los periodistas que, en su opinión, «Hays debía hacerse cargo de la censura de las tiras cómicas». El productor planeó en secreto poner en apuros al zar del cine. En lugar de hacer los cambios que se le exigieron, Wanger envió una copia de la película a Pennsylvania, que tenía fama de poseer uno de los Consejos estatales más conservadores, con el discurso de los «chupasangre» intacto, esperando que ese Estado lo aprobara. Si se aprobaba en Pennsylvania, Hays quedaría como un tonto. El plan de Wanger fracasó cuando las sensibles antenas políticas de los censores de Pennsylvania captaron el alegato procomunista. Cuando exigieron que se eliminara la escena que consideraban ofensiva, la Oficina Hays descubrió el subterfugio. Hays se puso furioso cuando el estudio admitió que el film se había estrenado con conocimiento» de los directivos de la Paramount en Hollywood. Zukor, sometido a otro sermón de Hays, garantizó personalmente que sólo se distribuirían las copias «aprobadas»[22].
La crítica no fue unánime. The President Vanishes «es bastante aterradora si se piensa en lo impotentes que somos frente a la fuerza y la brutalidad de los ricos», dijo Harrisotns Reports[23]. El North American Review señaló que el mensaje según el cual las grandes empresas podían manipular el país para llevarlo a la guerra era «un punto de partida claramente nuevo» para Hollywood, pero se burló de que la industria solventara la crisis mediante una huida del presidente[24]. El New York Times dijo a sus lectores que el film era «un agudo melodrama que se ceba en los fabricantes de la guerra con una violencia pintoresca»[25].
Hays respiró cuando el público hizo caso omiso del film. The President Vanishes, con su propuesta antibélica y anti-grandes negocios, representaba el tipo de película que Hays no quería que se rodara. Hays estaba empeñado en ser tan restrictivo con los films que abordaran temas sociales y políticos como con aquellos que parecían desafiar los valores morales tradicionales. Y se lo dejó bien claro a Breen, que aprendió una lección que tardaría en olvidar: era mejor ser demasiado restrictivo que demasiado permisivo. Asimismo, la experiencia sirvió para comunicar a los estudios que calar demasiado hondo en ese tipo de asuntos era una tentadora invitación a la Oficina Hays, con sus costosas modificaciones de la copia final. Si eran las ganancias lo que movía a Hollywood, cada vez era más evidente que lo más provechoso era evitar los temas políticos.
El mensaje de evitar los temas sociopolíticos lo recibió, incluso más enérgicamente, la Warner Bros, cuando sometió el guión de Black Fury, centrado en los problemas laborales de la industria del carbón, un sector que ofrecía amplias oportunidades de presentar ejemplos dramáticos. Los United Mine Workers, encabezados por el polémico John L. Lewis, luchaban por los derechos fundamentales de la dignidad humana en uno de los sectores más conservadores de la industria norteamericana. Violencia, pobreza y desesperación eran el común denominador de las ciudades carboneras de Estados Unidos.
Aunque todo el mundo admitía que los mineros trabajaban en condiciones prácticamente intolerables, cualquier película sobre la industria del carbón sería indefectiblemente objeto de las estrictas limitaciones impuestas por la PCA.
El guión se basaba en un incidente real: el asesinato de un minero por la policía privada de la empresa en Imperial (Pennsylvania), en 1929. Tras jubilarse, el juez M.A. Musmanno escribió un libro sobre dicho incidente, y Harry R. Irving concibió una pieza teatral centrada en las miserables condiciones de vida de los mineros y en el asesinato. La Warner Bros, adquirió los derechos de ambas obras y asignó la adaptación a los guionistas Abem Finkel y Carl Erickson. El estudio seleccionó a Paul Muni para el papel de Joe Radek, un minero trabajador, líder de los huelguistas. Muni, después de haber protagonizado I Am a Fugitive from a Chain Gang y Scarface, se preparó para esta interpretación yendo a las minas de carbón de Pennsylvania, donde vivió y trabajó con los mineros durante varias semanas. La presencia de Muni en Pennsylvania dio lugar a rumores según los cuales la película intentaba ser una impactante descripción de la vida en la minas. La National Coal Association no tardó en responder; su portavoz, J.D. Battle, protestó ante Will Hays porque el film de la Warner le había sido descrito como «muy poco favorable» al sector, y «pensado para hacer mucho daño en caso de que se exhiba». Como era de prever, Hays le aseguró a Battle que la industria no produciría una película de esas características y le prometió transmitir sus preocupaciones a Jack Warner. Hays alertó a Breen para que estuviera preparado cuando recibiera el guión[26].
Breen no necesitaba que lo pincharan demasiado para ser sensible a la industria del carbón. Antes de comenzar a trabajar como censor, había sido director de relaciones públicas de la Illinois Peabody Coal Corporation. En 1929, las minas de Peabody habían sido escenario de violentos conflictos laborales que Breen definió de «iniciativa comunista»[27]. «Podéis estar seguros de que mantuve los ojos bien abiertos ante la magnitud de sus acciones [comunistas]», le dijo Breen al padre Wilfrid Parsons, de America, para quien escribía una serie de artículos sobre el carácter subversivo del comunismo en Estados Unidos[28].
Cuando el guión llegó a la PCA en septiembre de 1934, a Breen y a su personal les pareció inquietante. Black Fury no contenía ninguna violación del Código desde el punto de vista moral, pero planteaba, no obstante, algunas cuestiones polémicas. Como había temido el jefe de la National Coal Association, el guión responsabilizaba a los propietarios por las inhumanas condiciones de trabajo en las minas y por mantener a los trabajadores en una especie de moderna servidumbre industrial. Los mineros acaban rebelándose con una larga y enconada huelga. El guión introducía después una típica reacción de la patronal: la contratación de «esquiroles». Los trabajadores son intimidados por una fuerza de policía privada cuya ley es el terror, mediante las palizas a los mineros, y todo con el visto bueno de los propietarios. Todo esto puso a Joe Breen muy nervioso.
En una larga y minuciosa evaluación del guión, Breen advirtió a Jack Warner de los peligros potenciales de Black Fury. Le recordó al productor que ya había suficiente «inquietud industrial» en el país y le instó a que modificara el guión de tal modo que no se acusara a «los legítimos líderes de los trabajadores» ni a los empleadores y que se hiciera recaer la culpa en la policía privada, que son «los deshonestos provocadores». Según Breen, esa estrategia libraría al guión de cualquier crítica razonable[29].
Más que simplemente censurar una película, Breen trabajaba a menudo junto con los estudios para eliminar de los guiones el material conflictivo sin destrozar las líneas generales del argumento. Esa colaboración impedía que los estudios perdieran dinero en sus inversiones y permitía a Hays y Breen controlar de cerca el contenido de las películas. Black Fury fue un claro ejemplo. Breen le dijo a Warner que el film se podría realizar si el estudio modificaba el guión de tal modo que dejara de ser una seria crítica de las condiciones laborales de la industria del carbón y un retrato de la lucha de clases, para convertirse en un film que presentara a un comprometido y humano propietario de una mina que colabora con un legítimo sindicato de trabajadores correctamente tratados, todos los cuales son llevados mediante un engaño, obra de agitadores externos, a una huelga no deseada e innecesaria. Era un golpe de genio creativo. Warner, que había tenido sus propios conflictos laborales, era receptivo a la imagen del empresario amable liado en una costosa huelga[30].
Amparándose en la «política de la industria», Breen le dijo a Warner que aunque el guión no violaba específicamente el Código, lo consideraba peligroso para el bienestar general de la industria cinematográfica. Breen solicitó que se efectuaran unas modificaciones que harían de la película un tributo tanto a la patronal como a los trabajadores. En primer lugar pidió que se añadieran algunos diálogos que indicasen al público que las condiciones de trabajo, aunque no perfectas, eran objeto de continuas mejoras. «Se trata —escribió Breen— de introducir un diálogo que deje claro que los mineros tienen muy poco de qué quejarse, que [los agitadores] no tienen razón cuando critican a la compañía». Breen también le pidió a Warner que el dirigente del sindicato legítimo se dirigiera a los miembros del sindicato [y al público] recalcando que las recientes mejoras de las condiciones de trabajo eran «razonables […] y aceptables para los trabajadores organizados». Para ser claro, Breen le dijo a Warner que «si los mineros […] iban a la huelga, la compañía tendría derecho a rescindir [el contrato] y a emplear a otros trabajadores»[31]. En ese caso, Breen esperaba que el público entendiera que el propietario se preocupaba por las condiciones de trabajo y que se comprometía a colaborar con el sindicato legítimo para lograr una relación armónica entre ambas partes.
Breen le subrayó a Warner la importancia de no presentar al presidente de la compañía como un enemigo de los trabajadores. Debería parecer, le dijo al productor, que el presidente se ve obligado a contratar rompehuelgas «contra su voluntad». Para Breen, lo importante era que el propietario no contratara esquiroles para desarticular el sindicato, sino porque los trabajadores no han cumplido un contrato legítimo y vinculante, es decir, porque no tiene otra opción.
La reestructuración de la fuerza de policía privada fue un poco más difícil; era necesaria por motivos dramáticos. En Black Fury, ellos eran «los villanos». Breen quería que el film no dejara lugar a dudas de que el patrón contrataba a policías privados para proteger su propiedad, no para aterrorizar a sus trabajadores. Como dijo Breen, «desde el punto de vista de política general, cometeríamos en nuestra opinión un grave error si presentamos a la compañía como tolerante [con la policía] o aprobando el trato brutal» a los trabajadores. «Debe quedar claro —le dijo a Warner— que ese trato es responsabilidad de Jenkins y de McGee [los policías de la empresa], y no de la compañía»[32]. La idea de Breen era directamente opuesta al guión original, pero podía realizarse con el simple añadido de algunos diálogos sugeridos por el propio Breen, que dejaran claro al público que, si bien los propietarios contrataban fuerzas especiales, la violencia policial contra los trabajadores era instigada y no contaba con la aprobación de aquéllos.
La Warner estaba más que dispuesta a cooperar con Breen. La experiencia con Madame du Barry había convencido al estudio de que la colaboración era un buen negocio. Breen estuvo en condiciones de informar a Hays de que el productor Hal Wallis, que anteriormente había discutido con él cada uno de los cortes, seguiría «exactamente nuestras recomendaciones». Breen le aseguró a Hays que ni él ni la industria del carbón tenían «el menor motivo de preocupación». En el guión revisado, «las compañías contratantes y el sector […] no están del lado de los duros. Al contrario, son víctimas, igual que los hombres [los trabajadores], de la sucia intriga de los mañosos». A Hays le encantó la noticia y felicitó a Breen por la nueva versión del guión de Black Fury, realizada «exactamente como debía hacerse». Hays también había estado en contacto con Jack Warner, y le aseguró a Breen que el jefe del estudio «simpatizaba completamente con su propósito»[33]. Breen concedió a la película el sello no 579 de la PCA.
¿Qué vieron los norteamericanos cuando fueron al cine aquel invierno de 1935 para ver la explosiva Black Fury, protagonizada por Paul Muni en el papel del temperamental Joe Radek; Karen Morley en el papel de Anna, su novia; Barton MacLane como el malvado policía McGee, y John Qualen interpretando a Mike Shemanski, el amigo de Joe? El pueblo minero en el que se desarrolla la historia es una comunidad formada por agradables casitas con cercas, bonitos porches y cocinas bien surtidas. Los trabajadores y sus familias, aunque obviamente pobres, van bien vestidos y están bien alimentados. Su estilo de vida parece duro, pero bastante agradable: todos los días van a trabajar sonrientes, haciendo bromas y cantando.
La mina en la que trabajan no es un pozo oscuro, frío, húmedo y cargado de polvo de carbón, no. Es un lugar bien iluminado, limpio y en apariencia seguro, con galerías de tres metros de altura como mínimo. Cuando al comenzar la película los hombres interrumpen el trabajo para almorzar, todo parece tranquilo. Los mineros forman un grupo alegre y despreocupado, en el que destaca Radek, que, presumiendo, dice: «Joe Radek quiere a todos y todos quieren a Joe Radek». Su ética de trabajo es bien simple: «Trabaja como una mula» y no te quejes. En este momento de la película Radek no se interesa en absoluto por el sindicato y no es consciente de los problemas que los trabajadores puedan tener; ha ahorrado bastante dinero para pagar la entrada de una granja y está a punto de pedirle a su novia que se case con él, de lo cual se deduce que cualquier minero esforzado y ahorrador podría hacer lo mismo.
Mientras los trabajadores almuerzan sin prisas, un minero llamado Cronin (J. Carroll Naish) comienza a rezongar por las condiciones de trabajo. «Aquí las condiciones son peores que en cualquier otra parte», grita. Sin embargo, sus compañeros no están de acuerdo. El enlace del sindicato, Mike (John Qualen), defiende las condiciones en la mina: «Bonitas palabras, Cronin, pero las cosas ya no son tan malas como antes, y además mejoran cada día». Cuando los dos hombres se enzarzan en una pelea, Radek interviene: «Trabajad y no os preocupéis por nada», les aconseja. El público pronto se entera de que Cronin no es en realidad un minero, sino un espía de la Industrial Detective Agency, una turbia organización que fomenta los conflictos laborales. Su trabajo consiste en provocar líos. Desde las primeras escenas queda perfectamente claro que en este pueblo minero no hay quejas legítimas.
Joe Radek es el que se convierte en el increíble títere de Cronin. Durante un baile, el sábado por la noche, Radek le pide a Anna que se case con él; pero Anna, sin que Joe lo sepa, odia Coaltown y anhela escapar de su monotonía. Aterrorizada por la perspectiva de una vida igual a la de su madre, escapa a Pittsburgh con Slim, un policía de la compañía. Cuando Joe descubre que lo ha dejado plantado, se emborracha como una cuba.
Entre tanto, Cronin ha armado bastantes líos como para atraer a Coaltown al sindicato oficial, el Federated Mine Workers. Se celebra una gran asamblea de mineros para decidir si irán o no a la huelga pese a estar trabajando con un contrato en toda regla. El jefe del sindicato, Johnny Farrell (Joe Crehan), hace un llamamiento: el sindicato tiene problemas, dice, porque algunos listillos están armando follón. Es cierto, admite, tenemos muchas razones para el patalear, pero «recordad que es mejor pájaro en mano que cien volando. Nosotros creemos que las condiciones están mejorando». Farrell hace un resumen de las luchas del sindicato para conseguir esos contratos (el acuerdo Shalerville), y les recuerda a los trabajadores que han dado su palabra a la compañía de que no habrá huelgas durante el periodo de validez del contrato. Si vamos a la huelga, «nos echarán, y tendrán razón, porque no habremos cumplido nuestra palabra» (Breen debe de haber sonreído satisfecho cuando el jefe del sindicato admitía que cualquier huelga sería ilegal).
La asamblea se convierte en un caos absoluto; los hombres discuten y pelean. Cronin consigue hacer callar a Farrell y afirma que los dirigentes sindicales son unos corruptos. La mitad de los mineros parece estar a favor de la huelga, la otra mitad quiere seguir trabajando. De repente Radek aparece completamente borracho. Cronin se las ingenia para que nombren a Radek líder de los huelguistas, y debido a la popularidad de éste entre los mineros, los votos a favor de la huelga son mayoría. Cronin se escabulle, informa a su jefe de que ha conseguido dividir al sindicato y se larga del pueblo.
Cuando Radek vuelve a estar sobrio, se encuentra a sí mismo a cargo de una huelga sobre la que no sabe nada. Los mineros son expulsados de la mina y pronto se quedan sin sus casas. El presidente de la compañía, John Hendricks (Henry O’Neill) dice que los trabajadores no le han dejado otra opción: debe contratar sustitutos para hacer frente a sus obligaciones con los accionistas y, además, debe proteger su propiedad. De mala gana, contrata una fuerza de policía privada (este paso logra el objetivo de Breen: culpa a dicha fuerza de la violencia que está a punto de desencadenarse). Cuando un policía le señala que los «fortachones» respetan a la policía montada, Hendricks reacciona bruscamente: «Un momento. Los he contratado para que protejan mi propiedad. Les haré responsables de cualquier daño». Hendricks añade que no quiere que se recurra a la fuerza para reprimir a los trabajadores.
Pese a todo, los policías siembran el terror en el pueblo y hacen uso de la fuerza a la primera oportunidad. Joe es totalmente impotente y comienza a beber sin parar. Los hombres le pierden el respeto y todo indica que la huelga va a fracasar. Mike, el mejor amigo de Joe, ya no se habla con él. La situación llega a su punto álgido cuando Mike muere en una pelea con los policías. Joe intenta defenderlo, pero lo golpean hasta dejarlo inconsciente y termina en el hospital. Aparentemente, la película se encuentra en un callejón sin salida, pero, de repente, una alicaída Anna regresa al pueblo y convence a Joe de que haga un último intento por vencer. Lo único que se le ocurre a Joe es una movilización de un solo hombre. Roba explosivos y entra a hurtadillas en la mina; cablea todos los pozos y amenaza con hacerlos volar si la compañía se niega a llegar a un acuerdo. Cuando los policías tratan de entrar, Joe hace explotar uno de los pozos. La prensa de todo el país invade Coaltown y en ese momento se le dice al público que Washington está investigando el asunto. Rápido corte a Washington: el Gobierno ha descubierto el hecho de que unos «parásitos criminales» están detrás de la huelga. Joe sale de la mina convertido en héroe nacional, la compañía de policías es denunciada como culpable y el agente que mató a Mike es arrestado por asesinato. La huelga termina, y la vida en Coaltown regresa, es de suponer, a la normalidad. Joe ha ganado, la compañía minera ha ganado, el sindicato ha ganado y, sobre todo, la PCA ha ganado.
Sin embargo, incluso esta esterilizada versión de la vida en las minas de carbón era demasiado vivida para los censores estatales de Ohio, Nueva York y Pennsylvania, los cuales prohibieron el film. En los estudios de la Warner, Hal Wallis no podía creérselo: había cooperado a conciencia con Breen, y el resultado era una prohibición por parte de tres de los Estados más importantes del mercado nacional. La decisión sorprendió también a Hays y a Breen. Una vez más, las medidas de un Consejo estatal amenazaban con socavar sus respectivas relaciones con los estudios. La Oficina Hays entró en acción para inducir a los Consejos estatales a que revisaran su decisión.
Lo que a los Estados les pareció objetable fue el personaje de Joe Radek, ya que entendían que en la película Joe hacía la justicia por su mano entrando por la fuerza en el almacén de la compañía para robar explosivos que luego utilizaba para volar la propiedad. Cuando Joe sale de la mina, en lugar de ser arrestado es recibido como un héroe. Aunque parezca increíble, los tres Consejos de Censura afirmaron que se trataba de una clara violación del Código porque lograba que el público simpatizara con un criminal. Breen tuvo que aprender una nueva lección sobre cómo funcionaba por dentro la mente de un censor.
Breen asignó al Dr. Wingate la tarea de convencer a los Consejos de que Black Fury era, tras la reelaboración del guión, una película que apoyaba tanto a la patronal como a los trabajadores. La posición de Breen era la siguiente: si bien desde un punto de vista meramente técnico Joe comete un acto criminal, no se trataba del «acto de un criminal». Antes bien, el personaje de Joe debía interpretarse como el de «un pobre diablo que se vuelve temporalmente loco debido al fuerte componente emocional de su carácter». Breen estaba convencido de que el público entendería que Joe no era un criminal dedicado a robar y destruir propiedades; simpatizarían con él, pero no con el crimen[34].
No obstante, Breen no era ningún tonto. Conocía, tal vez mejor que nadie en todo Hollywood, la realidad de la vida en las minas. Para impresionar a los Consejos de Censura, le dijo a Wingate que en el film no había nada «inmoral, obsceno o vulgar», y que la película aún estaba bastante lejos de retratar la realidad de una huelga en las minas de carbón. Breen le subrayó además que «aunque los mineros son expulsados de sus casas, golpeados y aporreados por la policía especial», no responden a la violencia con más violencia.
«En la vida real, habría mil mineros imitando a Joe para protegerse de la brutalidad de la policía»[35]. A Breen le enfureció que los censores pusieran objeciones a una versión tan suavizada de una huelga minera, y le dijo a Wingate que resaltara ante los Consejos locales el trabajo que la PCA estaba realizando mediante la reestructuración de películas para suavizar las críticas de las condiciones sociales y económicas en un momento de crisis.
Wingate se puso en marcha con el mensaje de Breen y consiguió que los Estados citados aceptaran la película. Ohio siguió exigiendo que se cortaran varias escenas, pero Nueva York y Pennsylvania la aprobaron sin nuevos cortes. En las minas de carbón de esos estados no se registraron revueltas que pudieran haberse inspirado en las travesuras de Paul Muni/Joe Radek. De hecho, Black Fury fue un fiasco comercial.
La mayoría de los críticos atacó a la película por no tratar honestamente la realidad de la industria minera. El Literary Digest acusó a la Warner de «exceso de simplificación». El New York Times calificó el film de «elegante defensa del statu quo». El Nation tituló su crítica «Medias tintas», y se preguntó por qué razón el estudio tenía que dar «tantas vueltas» para contar esa historia. Theater Arts Monthly dijo que la película era «bastante ingenua, independientemente de que uno piense que los mineros son maltratados en este mundo injusto»[36]. El historiador del cine Lewis Jacobs criticó la película porque «presentaba [la huelga] como una vergonzosa revuelta de mineros instigada por gangsters ajenos al sector. Poco se decía de las privaciones de los trabajadores durante la huelga, y los problemas de los mineros eran presentados por hombres de los que obviamente se daba a entender que eran villanos»[37].
Otis Ferguson, que escribía para el New Republic, fue más tolerante. Reconoció los puntos débiles de la película —que pasaba por alto los problemas reales de los mineros-pero la consideró la «película más enérgica sobre una huelga» hecha en Hollywood. Para Ferguson el film era «extraordinario» porque su ambientación ilustraba la humillación de los trabajadores, una vida llena de privaciones y malos tratos que creaban una atmósfera de violencia «que destruye los nervios de un hombre y se le aloja en el estómago»[38]. Ferguson creía que el director Michael Curtiz describía visualmente la miseria, la suciedad y la desesperación de los mineros sin detallar lo que les ocurría cuando eran echados de sus casas o del trabajo. Tal vez Ferguson vio lo mismo que el presidente de la UAW, John L. Lewis, cuando elogió la película por su «importante contribución» a la lucha de los mineros.
Para Lewis el verdadero mensaje de Black Fury era la imagen de una gente digna, trabajadora y honesta, que cree en el sueño americano. En el fondo, Radek sólo quería una esposa y una granja. En la película, los mineros de Coaltown eran tan conservadores como los miembros de la National Coal Association. Sin embargo, es imposible —incluso hoy— ver Black Fury sin percibir la pobreza y la desesperación de los mineros. Aunque el film no ahonde en ese punto, deja bien claro que la gente vivía en una ciudad que era propiedad de la compañía y en casas que también eran de la empresa. Cuando comienzan la huelga, se quedan sin nada. En 1935, el público no necesitaba que los personajes hicieran largos discursos para comprender lo que eso significaba para una familia. Es cierto que el film glorificaba al patrón —algo que probablemente no se merecía— pero también presentaba a los mineros como gente honrada, temerosa de Dios y trabajadora que no pedía nada más que un salario justo, y no eran —como muchos pensaban de los sindicalistas— unos radicales histéricos y terroristas que querían derrocar el sistema. Cuando John L. Lewis vio a los mineros retratados como honestos y trabajadores, apoyó al film, y cuando los miembros de la National Coal Association vieron al empresario retratado como un hombre sincero y honesto que se preocupa por sus trabajadores, también respaldaron Black Fury.
13. Paul Muni amenaza con volar la mina en Black Fury. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas.
Cuando Joe Breen vio la película, sabía que la realidad de las minas de carbón era mucho peor que la presentada en la pantalla; para él, Black Fury señalaba los problemas pero dejaba bien claro que las soluciones y el progreso sólo se podrían alcanzar dentro del statu quo:
La moraleja de la historia apunta a subrayar la locura de la huelga, la conveniencia de la paz, la interdependencia del capital y la fuerza de trabajo, y la necesidad de una ley y de un orden. La dirección capitalista y el sindicato están presentados correctamente; la agitación comunista no es tolerada, y el Gobierno mismo tiende una mano para solucionar el problema[39].
Black Fury sería el modelo de las películas que abordaran cuestiones conflictivas: el mundo empresarial, los trabajadores y el Gobierno siempre trabajaban juntos para el pueblo.
Una reelaboración creativa del guión había convertido a Black Fury en una reafirmación del statu quo. No obstante, cuando la MGM propuso la versión de la novela de Sinclair Lewis It Can’t Happen Here, que narraba la ascensión de una dictadura fascista controlada por el Gobierno y unos empresarios que trataban brutalmente al pueblo, Hays y Breen supieron que convertir la película en un testimonio progubernamental iba a exigir más que unos simples cambios del diálogo.
Lewis comenzó a escribir It Can’t Happen Here en mayo de 1935. En diciembre ya estaba en las librerías y era un best-seller. El ímpetu para escribir el libro procedió, al parecer, de unas largas discusiones políticas con su esposa, Dorothy Thompson —periodista y activista política cuyos poco elogiosos comentarios sobre Hitler le habían valido la expulsión de Alemania—, y, además, de la desilusión del propio Lewis por el clima político reinante en Estados Unidos. Lewis se consideraba, al menos en 1935, un liberal del «New Deal», y estaba horrorizado por la popularidad de que disfrutaban a nivel nacional demagogos como Huey Long, el padre Coughlin, Gerald L.K Smith[40] y el inequívoco fascismo defendido por grupos como el Ku Klux Klan. Convencido de que Estados Unidos estaba maduro para el fascismo, Lewis escribió It Can’t Happen Here [No puede ocurrir aquí], con la advertencia implícita de que en su opinión eso podía ocurrir muy fácilmente.
El argumento era de lo más sencillo: el héroe es Doremus Jessup, el director de un periódico liberal de un pueblo de Vermont, que observa cómo Estados Unidos degenera en un país fascista. El «malo» es el senador Berzelius Windrip, un político demagogo que gana las elecciones a la presidencia apelando a los miedos del populacho. Ya en el cargo, Windrup declara la ley marcial. Su ejército privado, los «Minute Men»[41], aplican su ley de hierro sembrando el terror. El presidente se alia con los grandes empresarios —Corpo State—, y entre ambos llevan a intelectuales y radicales a los campos de concentración. El antisemitismo se adopta como política oficial, y los afronorteamericanos son obligados a regresar a un estado de esclavitud. En este clima de represión, los grandes negocios florecen. Al final del libro, el fascismo ha arraigado en Estados Unidos. Jessup se instala en Minnesota, donde se está organizando un movimiento contrarrevolucionario, pero Lewis no ofrece un final feliz a la manera de Hollywood; Corpo State sigue en el poder y se invita a los lectores a que saquen sus propias conclusiones sobre el futuro de la democracia norteamericana.
La reacción de la opinión pública fue sorprendente. El libro vendió más de 300.000 ejemplares y, aunque algunos críticos lo pusieron por los suelos, la mayoría de las reseñas fue favorable. Adaptada para el teatro en octubre de 1936 por Hallie Flanagan, directora del Federal Theater Project, la novela de Lewis llegó a un público aún más amplio. En sus esfuerzos por crear un teatro nacional, Flanagan coordinó un estreno simultáneo de It Can’t Happen Here en trece ciudades del país. La obra fue un éxito arrollador. Compañías en gira dieron cientos de funciones por todo el país y, al finalizar la temporada, más de 275.000 personas, muchas de las cuales asistían por primera vez a una función teatral, habían visto la adaptación escénica de la novela de Lewis[42]. Hacia finales de la década, Charles y Mary Beard escribieron: «En todos los años de depresión y confusión, ninguna novela escrita en Estados Unidos retrató con mayor dinamismo los ideales de democracia enfrentados a la tiranía de un dictador demagogo»[43].
Cualquier película razonablemente fiel basada en el libro de Lewis condenaría sin duda el autoritarismo y con toda seguridad sería prohibida en Alemania, Italia y España[44]. El retrato de una Norteamérica dominada por la codicia de los empresarios, gobernada por políticos corruptos, víctima de engaños religiosos, doblegada por odios mezquinos y por fanáticos partidarios de un superpatriota, seguramente sería condenada por los Consejos de Censura municipales y estatales. La película sería etiquetada como «propaganda» y fuertemente censurada, si no prohibida. Breen y Hays, conscientes de ello, se dispusieron a evitar que It Can’t Happen Here fuera llevada a la pantalla, o bien a pulir tanto el mensaje que acabara fracasando en las taquillas.
Si Louis B. Mayer hubiera leído el libro, cosa que no había hecho, seguramente le habría parecido ofensivo. Pero los negocios son los negocios: It Can’t Happen Here era uno de los grandes éxitos del momento, y la MGM, que había pagado a Lewis 50.000 dólares por los derechos cinematográficos de la novela, anunció con cierto bombo que Lionel Barrymore encarnaría a Doremus Jessup y asignó a Sidney Howard la tarea de escribir el guión. Hays y Breen se estremecieron sólo con pensar en ello.
Al escribir el borrador del guión, Howard se esforzó por suprimir el material que claramente indignaría a Breen; eliminó las referencias a la homosexualidad de los «Minute Men» y suavizó «la relación sexual ilícita» entre Jessup y una partidaria de la emancipación de la mujer, Torinda Pike, que ocupaba una parte no despreciable de la novela. Sin embargo, mantuvo intacta la imagen central del libro: una dictadura que se mantenía en el poder recurriendo a la violencia.
Cuando en diciembre de 1935 Breen leyó un borrador incompleto del guión de Howard, informó de inmediato a Hays de que, aunque el guión no contenía violaciones directas del Código, le «preocupaban seriamente las posibles reacciones» de algunos gobiernos extranjeros. ¿Debía la industria producir un film —le preguntó a Hays— que era «poco más que […] la hitlerización» de Estados Unidos? Basándose en el guión y también en su propia lectura de la novela, Breen le dijo a Hays que la película, si se rodaba, sería prohibida en el Reino Unido y Francia[45], mientras que Alemania e Italia probablemente prohibirían todas las producciones de la MGM[46]. Breen le comunicó más tarde a Mayer los potenciales problemas del guión y planteó la cuestión de si era o no conveniente para los intereses de la industria «patrocinar una película de esta naturaleza»[47].
En enero Howard ya había acabado el borrador y lo envió a los censores. Breen se quedó estupefacto, y respondió con una carta de nueve páginas a Mayer en la que hacía una lista de todas sus objeciones al guión. Admitía que se habían eliminado todos los problemas de carácter moral, pero a su entender el guión seguía siendo «tan inflamatorio, tan lleno de material peligroso, que sólo con el mayor de los cuidados se podría evitar que lo rechacen en todas partes». Si la MGM pensaba rodar esa película, el saludo fascista de los «Minute Men» no debía parecerse bajo ningún aspecto al de los «Camisas Pardas» alemanes[48]. Tampoco debía el film sugerir que el Gobierno estadounidense había abolido el Tribunal Supremo o que mataba a ciudadanos indefensos. Había que cortar o reducir al mínimo todas las escenas de violencia y de disturbios. Hacer esta película, le advirtió Breen a Mayer, le ocasionará «enormes dificultades»[49].
Mayer se sorprendió por la vehemencia de la reacción de Breen. La MGM había eliminado el sexo de la novela, y ahora Breen la estaba destripando. Con sigilo, el estudio pidió a sus representantes en el extranjero su opinión respecto a la posibilidad de que el film pudiera o no exhibirse fuera de Estados Unidos. Era de esperar que Alemania e Italia lo prohibieran; el tiro de gracia llegó cuando el representante de la MGM en Londres informó al estudio de que «le resultaría sumamente difícil» conseguir que la censura británica aprobara cualquier versión de It Can’t Happen Here[50]. El 16 de febrero de 1936, Mayer comunicó a Lewis que el estudio iba a retirar su novela del programa de rodaje.
El anuncio desencadenó la furia. En Nueva York, Lewis dijo que el país asistía a una «fantástica exhibición de insensatez y cobardía», y le echó la culpa a Hays. «¿Acaso el público norteamericano —preguntó— ha de entregarse a una industria cinematográfica cada uno de cuyos pasos debe regirse por la posibilidad de que una película guste o no a algunos gobiernos extranjeros? Escribí It Can’t Happen Here, pero ahora estoy seguro de que sí que puede ocurrir»[51].
La MGM guardó silencio, y Hays repuso que «la Asociación no había tomado ninguna medida encaminada a prohibir la película»[52]. El Motion Picture Herald, de Quigley, recibió alborozado la noticia de que se iba a detener la producción. El New Republic dijo a sus lectores que «aquí no puede ocurrir, pero puede ocurrir en Hollywood»[53]. Sorprendentemente, el Queen’s Work del padre Lord, de Saint Louis, se puso del lado de Lewis: «Se tiene menos la impresión de estar leyendo una profecía de ficción que una historia espeluznante sobre cosas que han ocurrido en Estados Unidos»[54]. El Queen’s Work elogió el libro e instó a los católicos a que lo leyeran. El padre Lord no se habría ofendido por su adaptación cinematográfica, pero como la película sí habría molestado a Hitler y Mussolini, y como los británicos la consideraban «peligrosa», los norteamericanos nunca verían una versión filmada de It Can’t Happen Here. A lo largo del resto de la década, el estudio hizo varias tentativas de rescatar el proyecto. Sidney Howard escribió tres guiones diferentes, pero, según una nota conservada en los Archivos de la MGM, «no debía intentarse retomar el proyecto sin antes consultar con el señor Mayei»[55].
Irónicamente, veinte años más tarde Will Hays utilizó en sus memorias el ejemplo de It Can’t Happen Here para ilustrar la libertad que imperaba en el cine norteamericano. «Mientras los alemanes se cargaban [la novela] It Can’t Happen Here y los franceses reclamaban el derecho a prohibir cualquier película por motivos políticos […] nuestro pueblo ejercitaba su humor y su sentido común acogiendo de buen grado todo tipo de películas por su valor intrínseco». El pueblo, sí; pero lamentablemente Will Hays, no[56].
La historia de It Can’t Happen Here constituye la excepción. A Breen no le pagaban para impedir que se filmaran películas, sino para asegurarse de que los films llegarían a las salas en condiciones morales e ideológicas dentro de los acogedores límites del Código. Cada vez era más evidente que en Hollywood el proceso de llevar una obra a la pantalla incluía la aprobación del guión por parte de Breen y Hays antes de que las cámaras se pusieran en marcha.
El estricto control de ideas en Hollywood se aplicó una y otra vez. En los años treinta, Estados Unidos atrajo a decenas de artistas e intelectuales europeos que huían de la represión de la Alemania nazi. Entre ellos estaba el director alemán Fritz Lang, cuya reputación era ampliamente reconocida por la futurista Metrópolis (1926) y la escalofriante M (1931), la historia de un psicópata asesino de niños interpretado por Peter Lorre. Como a Lang le gustaba decir, él era «el director más famoso de Europa»[57]. Lang incorporó de forma atrevida algunos elementos antinazis en Das testament des Dr. Mabuse, rápidamente prohibida por Hitler. El ministro de Propaganda, Josef Goebbels, citó a Lang en su despacho para comentar la película y, en lugar de amonestar al director, le ofreció el puesto de director general de la industria cinematográfica alemana. Lang fue cortés, pero huyó a París esa misma noche.
Finalmente Lang llegó a Hollywood con un contrato personal con David O. Selznick, productor ejecutivo de la MGM. Era irónico que Lang ingresara en la MGM, porque Irving Thalberg, aunque se confesaba admirador de M, reconocía que no habría permitido que esa película se rodara en sus estudios[58]. No podemos evitar preguntarnos cuál habría sido la reacción de Breen.
En un típico despliegue de la eficiencia de los estudios, la paga correspondiente al primer año de Lang en la MGM se gastó en la búsqueda de un proyecto. Tras estudiar el paisaje norteamericano y, quizá, como reacción a actos de violencia masiva y de prejuicios raciales similares a los que había intentado dejar atrás en Europa, Lang escogió la tradición norteamericana del linchamiento como tema de su primera película estadounidense.
Se trataba de un tema muy frecuente en las noticias de los años treinta: se produjeron noventa y dos linchamientos en Estados Unidos durante la primera mitad de la década; sólo diez de las víctimas eran de raza blanca. Los linchamientos eran siempre obra de una multitud blanca —muy pocos de cuyos miembros eran juzgados— y las víctimas eran, por lo general, negros. La mayoría de los linchamientos tenían lugar en el Sur y en el Oeste, pero no eran exclusivos de esas regiones. La NAACP presionaba en el Congreso para que declarara el linchamiento crimen federal[59], pero, aunque en la segunda mitad de la década los legisladores presentaron cerca de un centenar de proyectos de ley, no consiguieron aprobar ninguno. Cualquier film que abordara el tema del linchamiento iba a suscitar necesariamente la polémica. ¿Podría una película describir honestamente las relaciones interraciales en Estados Unidos? ¿Encontraría esa película un público en una nación empeñada en mantener la segregación racial? ¿Podría un film reflejar honestamente una escena de una multitud sureña ahorcando a un hombre de raza negra acusado de violar a una mujer blanca? ¿Encontraría ese film un público en algún lugar de Estados Unidos?
En una entrevista concedida unos treinta años después del estreno de Fury, Lang dijo: «Si alguien quiere hacer una película sobre linchamientos, que ponga una mujer blanca violada por un negro y, con esa base, que intente probar que el linchamiento es injusto»[60]. No obstante, la MGM, y en concreto Louis B. Mayer, no querían tener nada que ver con una película así. Lang aprendió que a los cineastas norteamericanos no los arrestaban ni los metían en campos de concentración por hacer películas políticamente incorrectas; en cambio, el material objetable era eliminado del guión o de la película antes de que ésta llegara a las salas.
Al igual que muchos otros films sociales de la década, Fury se basaba libremente en hechos reales. En 1933, dos hombres (Thomas Harold Thurmond y John Maurice Holmes) secuestraron y asesinaron a Brooke Hart, hijo de una prominente familia de San José. Los dos hombres fueron detenidos y encarcelados. El sheriff del lugar pidió refuerzos al gobernador James Rolfe para vigilar la prisión, porque temía la acción de la multitud, pero éste se negó a enviarlos. Días más tarde, la cárcel fue, efectivamente, asaltada, y los dos presos linchados en un parque público. La multitud estaba orgullosa de su trabajo: para que los curiosos pudieran disfrutar de una mejor vista de los cadáveres, algunos de los linchadores alumbraron los cuerpos con los faros de sus coches. Al llegar, la policía del Estado se encontró con la horripilante visión de los dos cadáveres iluminados colgando de sendos árboles, y una chusma hostil e irritada. Para llegar hasta los cuerpos, tuvieron que luchar para abrirse camino entre «decenas de mujeres, niños y hombres que les escupían y que golpearon los cadáveres cuando fueron retirados por la policía»[61]. Al conocer los hechos, el gobernador Rolfe se limitó a comentar que «perdonaría» a cualquiera de los buenos ciudadanos de San José acusado de asesinato. Nadie fue jamás acusado ni llevado a juicio.
Basándose en estos sucesos, el guionista Norman Krasna escribió un breve esbozo de guión de unas diez páginas titulado Mob Rule, que Barlett Cormack y el mismo Lang convirtieron luego en el guión de Fury (1936). La película abordaba el tema del linchamiento tangencialmente. La víctima es un hombre blanco, un ciudadano de a pie norteamericano honrado y trabajador, falsamente acusado de secuestro. Cuando una multitud histérica toma por asalto la cárcel para lincharlo, un incendio destruye la prisión; el prisionero escapa y se le da por muerto. Cuando se detiene a los verdaderos culpables, algunos miembros de la multitud son juzgados por asesinato. La película se convierte a partir de ese momento en un estudio de la personalidad de la masa y de la venganza de la víctima contra sus agresores. Louis B. Mayer le dijo al productor debutante Joseph L. Mankiewicz que la idea «apestaba»; sin embargo, permitió que Lang y Mankiewicz sometieran el guión a la PCA[62].
Tras leer el guión, Breen estuvo de acuerdo con Mayer y advirtió al estudio que la película no debía tratar la cuestión de los prejuicios raciales, criticar a los funcionarios encargados de aplicar la ley o ser una «parodia de la justicia». Breen no quería otro film como I Am a Fugitive from a Chain Gang y estaba especialmente preocupado porque el guión original identificaba al instigador de la masa como un corrupto senador norteamericano. En lugar de un senador, «¿por qué no escoger —sugirió— un dirigente político o alguna clase de funcionario?». Asimismo alentó al estudio a reducir al mínimo las escenas de violencia y a asegurarse de que los verdaderos culpables serían arrestados y castigados. Breen prometió a la MGM que si esos elementos se incorporaban en el guión, no tendría problemas en aprobar la película[63].
La MGM aceptó las sugerencias de Breen y eligió a Spencer Tracy para el papel de Joe, y a Sylvia Sidney para el de Katherine, su novia. Lang inició la producción pero pronto se dio cuenta de que en Hollywood el director no tenía el control final sobre la película. No solamente Breen, sino también la MGM, se la censuraron. «Tenía varias escenas con negros», recordaría años más tarde. «Recuerdo que en una Sylvia Sidney aparecía mirando por una ventana; de pronto ve a una muchacha negra tendiendo la ropa en el patio y cantando una canción, aquella que dice “cuando todos los negros seamos libres”». La MGM eliminó la escena por considerarla «innecesaria»; también se cortaron varias escenas en las que visualmente se asociaba a los negros con las víctimas de los linchamientos. Lang recordó que en una de ellas, el fiscal del distrito pronunciaba un alegato contra los linchamientos y citaba estadísticas sobre las personas así ejecutadas; la cámara pasaba entonces a un grupo de negros que parecen estar asintiendo con la cabeza, como si estuvieran en la sala del juicio. El propósito de la escena era obvio, y terminó en el suelo de la sala de montaje[64]. Lang acusó al jefe de la MGM, Louis B. Mayer, de ordenar los cortes porque quería que en las películas de su productora los negros se limitaran a los papeles de niños limpiabotas, maleteros o niñeras[65]. Al margen de cuál fuera el motivo, la secuencia se suprimió de la copia final.
Los recuerdos de Joseph Mankiewicz son algo distintos. En el preestreno de Fury, dijo Mankiewicz, el público se rió a carcajadas: el director alemán había incluido una escena en la que Spencer Tracy comienza a sentirse culpable por permitir que continúe su juicio por asesinato. Tracy va andando por una calle seguido por fantasmas dignos de Walt Disney; cada vez que se da vuelta, los fantasmas se esconden detrás de los árboles. El protagonista se está volviendo loco, dijo Mankiewicz, y la audiencia se monda de risa. Lang no hizo caso de la reacción de los norteamericanos por considerarla infantil, y se negó a cortar esa escena. El estudio, siempre haciendo uso de su autoridad, lo hizo por él[66].
Fury se estrenó en 1936, con Spencer Tracy en el papel de Joe Wilson, un muchacho americano que atraviesa el país para recoger a su novia, Katherine Grant (Sylvia Sidney). Cuando está por llegar a Strand, un pequeño pueblo del sur, lo arrestan injustamente por secuestro. El público sabe que es inocente, pero en cuanto lo encarcelan, se desata en el pueblo un frenesí de odio. El sheriff pide ayuda al gobernador, pero éste, temiendo una interferencia que le costará votos, se niega a enviar tropas. Entre tanto, los ciudadanos comienzan a actuar. En la barbería y en una ferretería, los hombres hablan de tomarse la justicia por su mano. No tarda en formarse una multitud que toma por asalto la cárcel, resuelta a linchar al secuestrador y satisfacer así su ansia de «justicia»: gente corriente, generalmente temerosa de Dios y respetuosa de la ley, transformada, sin motivo aparente, en fanáticos sedientos de sangre.
Lang construye la atmósfera con maestría. No necesita diálogos que Breen pueda después censurar. La cámara enfoca a una madre que alza a su hijo para que pueda ver mejor el ataque a la cárcel; otra mujer reza; un muchachito es todo ojos mientras devora un perrito caliente. Por último, cuando la multitud asalta la cárcel, Joe y Katherine se ven. Los dos saben que es inocente y que está a punto de morir a manos de la muchedumbre.
Respetando las exigencias de Breen, el sheriff del lugar se enfrenta heroicamente al gentío, que rápidamente lo supera. En medio de ese caos, unos descontrolados incendian la cárcel y Joe escapa. Aunque su cuerpo nunca aparece, todos dan por sentado que murió en el incendio, tomando como una única prueba un anillo calcinado que ha perdido al escapar.
En este punto, el film cambia para mejor. El fiscal del distrito encuentra al verdadero culpable (otra exigencia de Breen satisfecha) y anuncia que Joe Wilson ha sido asesinado por la multitud. Si en un principio la película se construía como un estudio de la injusticia, ahora se centra en la naturaleza destructiva de la venganza y en la hipocresía de los habitantes de Strand. Poco a poco, Joe se va convirtiendo en un asesino por derecho propio en su intento de que se condene a la multitud. Pese a los ruegos de su familia y su novia, Joe se niega a presentarse. Las ruedas de la justicia norteamericana chirrían. Los ciudadanos de Strand, incluido el sheriff, se niegan a testificar uno contra otro y levantan un muro de silencio. Creen, arrogantes, que quedarán impunes. De repente, el fiscal del distrito trae a la sala de juicio una filmación del intento de linchamiento. Se proyecta la película y se identifica así a algunos miembros de la multitud. La película condena a los acusados de asesinato. Finalmente, cuando el juez se dispone a dictar sentencia, Joe aparece en el tribunal para gran alivio de los acusados. Joe y Katherine se besan (así lo exigió la MGM; a Lang en cambio no le gustó nada) y todo se olvida. Joe y Katherine sonríen exultantes, el juez sonríe, la multitud sonríe, y Breen y Hays también. Como señaló el Nation, «todos ilesos: Joe y su chica están listos para casarse y empezar una nueva vida, y los linchadores sólo se han llevado un buen susto»[67].
Aun con el beso y con el inevitable final feliz, a la MGM la película le molestó un poco. Mayer estaba furioso porque «no parecía una película de la Metro», y las maneras dictatoriales de Lang en el plato casi provocan un motín del equipo, dispuesto a linchar al director[68]. A Lang lo que le molestó fue la interferencia en el plato del personal de la MGM, y acusó al estudio de tratar de archivar el film. La MGM no se decidió a estrenar Fury hasta conocer las favorables críticas recibidas tras un pase para la prensa. Los críticos no se equivocaron: Fury fue un éxito para Lang y la MGM, y reportó unos beneficios de 250.000 dólares.
Frank Nugent, del New York Times, saludó Fury como «el mejor drama original que el cine ha producido este año»[69]. Graham Greene dijo que era «asombroso» y elogió a Lang por transmitir «mediante el sonido y la imagen» el horror de la multitud. Aunque Greene admitió que el final era «forzado», dedicó a la obra de Lang el calificativo de «la mejor»[70]. Algunos críticos señalaron que el film evitaba algunos puntos conflictivos. El Nation llamó a la película «un admirable panfleto contra el linchamiento», pero le pareció «que podría haber sido un documento social más contundente» porque la censura previa a la producción fue «totalmente efectiva»[71]. Otis Ferguson, del New Republic, fue más crítico; de hecho, le enfureció lo que podría haber sido y no fue. Aunque la primera mitad del film le pareció «convincente», dijo que la segunda mitad era «un intento desesperado por conseguir un empate entre el amor, el linchamiento y la Oficina Hays». El Código de censura estaba funcionando, señaló Ferguson, cuando en la película el sheriff aparecía «como Jesucristo con un rifle», delante de la cárcel y apedreado por la chusma[72].
Quizá todos tuvieran razón. Fury destaca entre la producción habitual de Hollywood. Lang consiguió transmitir los sentimientos de odio y la histeria de la multitud con pocas palabras: las hordas tomadas del brazo, cantando alegremente mientras avanzan hacia la cárcel, los horribles insultos y mofas de las mujeres, el joven que se apoya en una barra y grita «¡Venga, a divertirse!», elementos todos que presentan la situación con una inmediatez escalofriante. Sin embargo, Lang, como él mismo reconoció, habría hecho —y en realidad había hecho— otra película. La censura —no tanto en este caso la ejercida por Breen, sino por la MGM— había conseguido que el film «se anduviera con chiquitas».
Lang se habría sentido cómodo en Warner Bros., un estudio al que le gustaba hacer películas con un toque de realidad descamada. A la vista del éxito de Fury, la Warner replicó con su propio estudio del odio y la violencia de masas, They Won’t Forget (1937), que Otis Ferguson definió como «justo la película de sangre y tripas que estábamos pidiendo a gritos»[73].
El film se basaba en un hecho real: el sensacional juicio por violación y asesinato celebrado en 1915 contra Leo Frank, un judío de Nueva York. Frank, que dirigía una fábrica de lápices en Atlanta (Georgia), fue acusado del asesinato de una muchacha de 14 años, Mary Phagan. Incitado por Tom Watson, un racista orgulloso y feroz («A un negraco lo podemos juzgar cuando nos dé la gana, pero ¿cuándo tenemos la oportunidad de linchar a un judío yanki?»), el fiscal condena a Frank pese a abundantes pruebas que demuestran su inocencia. El caso es una violación tan flagrante de la justicia que el gobernador de Georgia, John M. Slaton, conmutó la sentencia de muerte; pero Frank ya estaba condenado. Una multitud, exaltada por la medida tomada por el gobernador, sacó a Frank de la cárcel de Middleville (donde un preso ya le había cortado el cuello en un intento de asesinato), se lo llevó en coche a unos cientos de kilómetros del pueblo y lo ahorcó cerca del lugar donde había nacido Mary Phagan. Slaton y su familia fueron acosados y echados de Georgia. Ward Greene, un reportero del Journal, de Atlanta, escribió una vivida relación de los hechos —Death in the Deep South—, y la Warner compró sus derechos; Robert Rossen y Abem Kandel convirtieron la historia en un guión cinematográfico[74].
Aunque el caso de Leo Frank fue una cause célebre entre los progresistas norteamericanos, y si bien muchos reconocieron que Frank era inocente pero que había sido condenado y luego asesinado por ser judío, Breen insistió en que cualquier película basada en esos hechos no fuera una historia sobre un caso de «perversión de la justicia».
Tras leer el primer guión que le remitió el estudio, replicó con una larga lista de objeciones. «Totalmente imposible», le dijo a Jack Warner. A Breen le escandalizó que la película retratara a la policía como brutal, al fiscal como deshonesto, al jurado como corrupto, a los testigos como perjuros y que la violencia de la masa terminara en linchamiento. Todo eso le parecía mal, pero lo que le dejó atónito fue que nadie recibía su merecido. «Todo lo contrario —escribió—, el deshonesto fiscal triunfe y consigue ganar las elecciones al Senado de Estados Unidos, mientras que el honesto y concienzudo gobernador es derrotado». Breen no iba a tolerar una película en la que todos los que engañan obtienen una recompensa y en la que se castiga a los inocentes y los honrados. «Antes de seguir adelante —concluyó Breen—, todo el que cometa un crimen debe ser castigado con arreglo a la ley»[75].
Al igual que Mayer, Warner se quedó de una pieza. Apenas un año antes Breen había comunicado al estudio que Black Legion, un relato novelado del asesinato ritual de Charles Poole a manos de norteamericanos encapuchados era «inaceptable» porque planteaba el «provocador y candente tema de los prejuicios raciales y religiosos»[76]. Breen había insistido en que esos temas eran verboten (prohibidos). Tras modificar el guión y convertirlo en una historia de abierto odio a los extranjeros, Breen había aprobado la película. Pese a la censura, Black Legión fue un film convincente, elogiado como «cine de opinión de la mejor calidad»[77].
El estudio esperaba conseguir lo mismo con They Won’t Forget. Se había extirpado cuidadosamente del guión toda alusión al judaismo. El acusado es Robert Hale, un hombre del norte, WASP[78] hasta la médula. Era el odio entre facciones, no religioso o racial, lo que motivaba a los fanáticos locales. No obstante, Breen no se quedó satisfecho con estas concesiones. El guión seguía pareciéndole ofensivo porque afirmaba con toda claridad que la justicia norteamericana era corruptible. Armados con su Código, Breen y su asistente Geoffrey Shurlock fueron a Burbank, a intentar llegar a un acuerdo.
Los censores se reunieron con el director, Mervyn Le Roy, y los guionistas. Breen se mantuvo en sus trece, pero concedió que la historia podría contarse si se reestructuraba en torno a un hombre debidamente condenado sobre la base de pruebas circunstanciales. Como apuntó en sus archivos, «en lugar de indicar que se ha producido un caso de perversión de la justicia, una connivencia entre el fiscal del distrito, el abogado y el jurado, con el resultado de condena por asesinato de un hombre inocente, la nueva versión eliminará por completo estos elementos. Eso es lo importante»[79]. Efectivamente, era importante para Breen. Si bien es imposible ver They Won’t Forget y no marcharse convencido de que Hale fue la víctima inocente de un fiscal ambicioso y sin escrúpulos, no hay en la película ningún diálogo directo que establezca clara y explícitamente que ha habido un pacto, que ha corrido dinero y que se han amañado las elecciones. De hecho, todo el film apunta a un sistema judicial que intenta ser justo, pero que se ve desbordado por la tradición sureña del «ojo por ojo». Para Breen, eso era suficiente: They Won’t Forget podía empezar a rodarse.
La película está ambientada en Flodden, un pueblo del Sur. Hace calor, mucho calor, y el pueblo se prepara para celebrar el Southern Memorial Day con un desfile de veteranos de la Confederación y de policías locales y estatales. Han dado medio día de fiesta en la Escuela de Comercio Buxton, donde enseña el joven y atractivo profesor Robert Hale (Edward Norris). Las chicas de la clase están locas por Hale y, más que ninguna otra, Mary Clay, interpretada por la hermosa Lana Turner, que en aquel entonces tenía sólo 17 años. Hale, que desconoce las costumbres sureñas, continúa su clase hasta que el viejo señor Buxton le pide que deje salir a las alumnas. Este incidente crea el marco para el papel que la oposición Norte-Sur desempeñará durante el resto de la película. Buxton se enfurece porque Hale no respeta los valores locales, y Hale es humillado ante sus alumnas.
Mary y sus amigas se marchan a toda prisa del colegio a disfrutar del día festivo, pero ella ha olvidado su bolso y regresa. Vemos a Mary en el aula, la puerta se abre; vemos otra vez a Mary, que se muestra perpleja al reconocer a la persona que ha entrado. Mary es asesinada (fuera de cuadro). El asesinato parece despertar a la somnolienta Flodden. El fiscal del lugar, Andy Griffin, genialmente interpretado por Claude Rains, es un hombre ambicioso. Desea marcharse de Flodden, pero necesita algo espectacular para ganarse una reputación en el Estado. No tarda en darse cuenta de que el asesinato de una hermosa muchacha blanca podría ser el billete que le permitiría salir de la oscuridad. Cuando los policías le dicen que no tendrían problemas en hacer que el portero negro confesara, Griffin vacila. «Cualquier imbécil podría condenar a un negro por asesinato», le dice al policía. «No», afirma Griffin. «No acusaré a nadie hasta que esté convencido de que es culpable.» Ambicioso, sí; corrupto, no.
Griffin pone en marcha una auténtica investigación profesional para encontrar al culpable. Interroga a todo el mundo, y con especial energía a Redwine, el portero (Clinton Roseman), al señor Buxton (E. Alyn Warren) y a Joe, el novio de Mary (Elisha Cook, Jr.). No obstante, tropieza con un muro: ninguno de ellos parece ser el culpable o, al menos, no hay ninguna prueba que los delate. Más tarde, el reportero de la sección de crímenes del periódico local descubre una pista y se la comunica a Griffin: al parecer, Mary Clay estaba embobada con Robert Hale, que fue visto en la escuela después de clase. Hale está condenado.
La policía encuentra un traje manchado de sangre en el piso de Hale, y lo arresta por asesinato. Él afirma ser inocente: el traje se manchó mientras se afeitaba y se cortaba el pelo en la barbería del pueblo. El barbero lo niega. Los periodistas conversan con la señora Hale (Gloria Dickson), que dice que ni ella ni su marido han estado a gusto desde que llegaron al Sur. Después se descubre que Hale estaba tratando de conseguir un empleo en Chicago y preparándose para marcharse de Flodden. Los hermanos de Mary, claramente una pandilla de patanes sureños, juran vengarse.
La prensa, tanto la del Norte como la del Sur, comienza a explotar el filón de los prejuicios. El Sur odia a todos los del Norte y a Hale lo están condenado injustamente, claman los periódicos del Norte. La prensa sureña replica que Hale es culpable y que eso no tiene nada que ver con el hecho de que sea un «extraño» en Flodden. La gente del pueblo está convencida de que Hale es culpable y le dice a Griffin que le conviene presentar un veredicto. Cuando Griffin se asegura de que la opinión pública está totalmente de su lado, anuncia que Hale será juzgado por asesinato. Se desata una actividad frenética. Con la atención nacional centrada en Flodden, Griffin y el pueblo están en primer plano, y mucho más cuando un periódico del Norte envía a un famoso detective privado para que investigue las acusaciones que pesan sobre Hale. El detective es golpeado y echado del pueblo. El periódico contrata entonces al renombrado abogado Gleason (Otto Kruger) para que defienda a Hale.
A fin de dejarle claro al público que no hay una conspiración para condenar a Hale, se inserta una escena justo antes de que se inicie el juicio. Algunos dirigentes del comercio local están preocupados porque creen que en el pueblo se va a desatar una escalada de violencia y que, además, se está ridiculizando a Flodden por todo el país. Los hombres advierten a Griffin que no convierta el juicio en un espectáculo que redunde en su provecho. «Asegúrese de que tiene al culpable», le exigen. Griffin se ríe en su cara y acusa al propietario del periódico de inflamar la opinión pública local en contra de Hale, le recuerda al banquero que ha aparecido en el periódico diciendo que Hale es culpable y a otro le dice que ha amenazado reemplazarle en el cargo de fiscal en caso de que el veredicto sea de inocencia. Lo que se quería hacer ver era que la opinión pública ya había juzgado y condenado a Hale, no dejándole a Griffin otra opción.
Comienza el juicio. Hace calor, mucho calor. Las aspas de los ventiladores del techo giran y giran, mientras los espectadores se abanican para refrescarse y mantener la calma. Andy Griffin se acerca al jurado. Está sudando, abatido, el traje barato convertido en una masa de arrugas. «Queremos un juicio justo», dice. «Recuerden que Robert Hale es inocente hasta que no se demuestre lo contrario, pero Hale es culpable y el Estado se lo demostrará sin dejar lugar a ninguna duda».
Gleason, inmune al calor, se acerca al jurado. Lleva una americana azul cruzada, sin una sola arruga, cuello duro y corbata. Este abogado del Norte, tranquilo y muy hábil, intentará probar que Hale es inocente del crimen del cual se le acusa, y víctima del odio y de los prejuicios.
El juicio se centra en dos testigos. El barbero del pueblo admite haber cortado el pelo y afeitado a Hale el día del asesinato pero, con evidente nerviosismo y vacilando, niega haberle herido. Por increíble que parezca, Gleason no pone en tela de juicio su testimonio. A continuación, el segundo testigo (Redwine, el portero) sube al estrado.
Redwine está terriblemente nervioso. Los negros no suelen actuar de testigos en los juicios por asesinato que se celebran en el Sur; el público sabe que Redwine va a cometer perjurio: lo han amenazado con lincharle a menos que declare que vio a Hale en la escuela después de clase, y que Hale se comportaba de un modo muy extraño. Así lo afirma Redwine, respondiendo al enérgico interrogatorio de Griffin. Gleason reacciona de inmediato. Tras un careo, Redwine admite que ha mentido, que había estado durmiendo toda la tarde y que no vio a Hale. Redwine lloriquea: «Yo no lo hice, yo no lo hice».
Pese a la falta de pruebas contundentes, el jurado condena a Hale, que es sentenciado a la pena capital. Corte a la mansión del gobernador, donde una enorme multitud está esperando saber si conmutará la pena y le ofrecerá a Hale un nuevo juicio. La gente está enfadada; el gobernador conversa en voz baja con su esposa. «Si intervengo», le dice, «será el fin de mi carrera política». Ella le sonríe. «¿Tú crees que Hale es culpable?». Él le dice que ha recibido cientos de cartas a favor de Hale, en las que le piden un nuevo juicio. Sin embargo, nada permite suponer que el juicio haya sido «injusto»; ni siquiera el Tribunal Supremo encontraría una razón para anular el veredicto, dice el gobernador. Su esposa sonríe. «¿Tú crees que es culpable?», le pregunta otra vez. Ahora el gobernador habla más apasionadamente. Las pruebas usadas contra Hale no bastan para condenarlo a muerte, dice. «Si alguna vez un hombre se mereció un nuevo juicio, ese hombre es Robert Hale». Su mujer vuelve a sonreír. «Me estoy cansando de la vida pública». El gobernador anuncia que va a conmutar la pena de muerte.
Los hermanos Clay se hallan entre el gentío. «Vamos», dice uno de ellos. La escena siguiente nos muestra a la policía cuando se dispone a llevar a Hale en tren a una prisión estatal. De repente, la multitud detiene el tren y Hale es arrojado a los Clay. La cámara enfoca una saca de correos que cuelga de un poste. El tren arrebata la saca. Robert Hale ha muerto.
Hay otra escena antes del final. En el despacho de Griffin, el periodista que contribuyó a enardecer los ánimos de la población contra Hale tiene en la mano un póster de la campaña electoral: «GRIFFIN SENADOR». Los dos hombres conversan sobre sus posibilidades en las próximas elecciones; será duro, pero confían en una victoria. Entra la señora Hale. «¡Han asesinado a mi marido!». Griffin golpea el escritorio: «¡Me encargaré de que se haga justicia!». Ella lo mira, incrédula. «¡Ustedes, ustedes dos son los culpables de la muerte de mi marido!», grita. «La gente por lo menos quería venganza, pero lo único que ustedes querían era la atención de la gente. Quisiera matarlos igual que han matado a Robert Hale, pero prefiero que sigan viviendo con el peso de este asesinato sobre la conciencia». La señora Hale se marcha. Los dos hombres están impresionados. El periodista se vuelve hacia Griffin: «Ahora que ha terminado, Andy, me pregunto si Hale realmente era culpable». Griffin observa a la señora Hale desde la ventana. «Yo también». Fundido y fin.
14. Claude Rains protagoniza They Won’t Forget, cuya acción gira alrededor de un juicio. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas.
La película subyugó a la crítica. El film de Le Roy era «una valerosa y enérgica prédica contra los prejuicios», dijo el Literary Digest, que se deshizo en elogios[80]. Time añadió: «el más devastador estudio sobre la violencia de masas y el odio entre facciones que el cine se haya atrevido a presentar»[81]. Nugent, del New York Times, dijo que la película era «un brillante drama sociológico y un incisivo film de opinión contra el odio y la intolerancia»[82]. A Otis Ferguson, del New Republic, le pareció «intransigente»[83]. Tal vez la crítica más reveladora fue la del Consejo de Censura de Atlanta: el Estado de Georgia prohibió They Won’t Forget. La señora de Alonzo Richardson (la misma que se había escandalizado por Possessed; véase el capítulo 2) le dijo a Breen: «Esta película no se proyectará en nuestro Estado. ¡Nadie quiere verla, ni siquiera los curiosos más morbosos!»[84].
Breen no había impedido que Le Roy y la Warner Bros, hicieran la película, pero había insistido en evitar que la crítica de la sociedad norteamericana se centrara en el sistema judicial. Varias voces a lo largo del film se esforzaban por aclararle al público que el sistema intentaba ser justo: Griffin promete que no va a actuar hasta dar con el culpable, y no permite que la policía saque por la fuerza una confesión del portero negro; se realiza una verdadera investigación; los padres de la ciudad manifiestan su preocupación por la histeria que está generando el juicio; Griffin le dice al jurado que Hale es inocente hasta que se demuestre lo contrario, y el gobernador afirma enérgicamente que cree que las pruebas empleadas para condenar a Hale son escasas. No obstante, el sistema no puede imponerse al odio y a los prejuicios. El odio y la opinión pública linchan a Hale, no el Estado. El mismo título de la película refuerza el mensaje.
El film fue un enérgico comentario social para los años treinta. Si bien eludía la cuestión racial, dejaba claro que el racismo, el odio y los prejuicios enturbiaban la atmósfera de Flodden. Los extraños eran sospechosos, y a Redwine le aterrorizaba la posibilidad de que lo lincharan porque era negro. Le Roy llevó todos esos elementos a la pantalla sin que los personajes dijeran una palabra al respecto. Breen no puso objeciones, pues la película sólo hacía responsables a individuos concretos. Los Clay eran odiosos y destructivos. Los tribunales podían equivocarse, pero no actuaban en función de prejuicios.
Sin embargo, a Breen y Hays les habría gustado que películas como Fury, Black Legion y They Won’t Forget desaparecieran de las pantallas. «Parecen salidas de los titulares de los periódicos», le dijo Breen a Hays, si bien le aseguró a su jefe que los estudios estaban dejando a un lado las películas que abordaban «cuestiones sociales o sociológicas». Incluso Shakespeare, añadió Breen orgulloso, «parece muerto en su propio umbral»[85]. Pero, por lo visto, ésas no eran más que ilusiones de Breen, que hizo todo lo posible por desalentar a los estudios que intentaban producir películas polémicas. No cabe duda de que la campaña de Breen fue eficaz: los estudios se cansaron de tener que reescribir una y otra vez los guiones para satisfacer sus exigencias, reconociendo, no obstante, que esos temas —salidos directamente de los titulares, como había dicho Breen— eran atractivos para llevarlos al cine. Aunque no puede decirse que Breen se viera desbordado por películas de contenido social, tales guiones continuaron llegando a las oficinas de la PCA y, en algunos casos, de fuentes inesperadas.
En marzo de 1936, Samuel Goldwyn, su esposa Frances y el director William Wyler fueron al teatro Belasco, de Nueva York, a ver el gran éxito de Sidney Kingsley Dead End, Ese «callejón sin salida» es una calle de Nueva York que termina en el East River. A un lado del callejón se halla la entrada trasera del edificio de apartamentos East River Terrace, donde viven los ricos y poderosos de la ciudad. Un muelle sobresale del edificio; allí están amarradas las barcas y los yates de los habitantes del edificio. Para ellos, la Depresión es sólo un estado psíquico de la mente. Un sólido muro de hormigón, rematado con alambre de espino, separa a los acaudalados residentes de East River Terrace de las escuálidas casas de vecindad que se alinean al otro lado de la calle. Durante un día —el tiempo de la pieza—, la clase privilegiada de Estados Unidos se ve obligada a utilizar la entrada trasera debido a unas obras en la fachada del edificio.
Al salir por la puerta de servicio, se ven de golpe forzados a encontrarse con los pobres de Estados Unidos, para quienes la Depresión es un estado de ser: emocional, social y económico. Para los pobres, el objetivo es sobrevivir. La calle está llena de basura, la ropa cuelga de las ventanas y salidas de incendio, el ruido es ensordecedor y hace un calor infernal. El East River sirve de muy poco, pues está cubierto de «remolinos de espuma» formados por las aguas que vomitan sin cesar las cloacas de la ciudad.
A este ambiente son arrojados los personajes cuyas vidas serán, o han sido, determinadas según el lado del muro en que viven. El héroe de la obra es Gimpty, así llamado porque de pequeño padeció raquitismo en esas mismas calles. Gimpty es un producto de las pandillas locales, pero se las ingenió para terminar el instituto y estudiar en la universidad, donde se graduó de arquitecto: su sueño es construir casas para los pobres. Sin embargo, el sueño americano lo ha ignorado a él. Traicionado por la Depresión, que lo ha forzado a volver a la pobreza, pasa sus días buscando trabajo o perdido en ensoñaciones en las que derriba las casas de la vecindad y levanta en su lugar buenas y decentes viviendas públicas. «Cuando iba a la escuela, me enseñaron que la evolución convierte a los animales en hombres. Se olvidaron de decirme que también puede convertir a los hombres en animales»[86].
Las dos protagonistas femeninas son Drina y Kay. Drina vive en una de las casas y sueña con escapar. Sus padres han muerto y ella lucha para sacar adelante a su hermano menor, Tommy. Es una lucha casi desesperada, y Tommy, con nadie que lo vigile, se vuelve cada día más salvaje. Drina, una muchacha trabajadora, participa en una huelga, ansiosa por conseguir esos pocos dólares más por semana que le permitan irse de ese barrio. Ella y sus compañeros son golpeados por la policía cuando ésta interviene para disolver los piquetes.
La contrapartida de Drina es Kay, hija de una familia de clase obrera, pero que ahora vive con su novio rico en East River Terrace. Aparece elegantemente vestida y a punto de partir en un largo viaje en el yate de su amante. Pero Kay y el aspirante a arquitecto Gimpty se enamoran, aunque saben que nunca podrán ser felices juntos: la irremediable pobreza [de Gimpty], el miedo de ella a regresar a sus orígenes, son factores que les impiden desarrollar su relación.
El centro de atención de la pieza es una pandilla de chicos de la calle formándose para delincuentes: Tommy, el cabecilla; «T.B.», apodado así por padecer tuberculosis, y Dippy, Angel, Spit y Milty pasan los días haciendo novillos, nadando en las inmundas aguas del río, robando todo lo que pueden, jugando a las cartas y peleándose entre ellos o con bandas rivales. Son chavales sucios, groseros, malhablados, y la violencia es parte natural de su existencia. Aunque en este momento son «inofensivos», varios de ellos ya han probado el reformatorio y está claro que, a menos que ocurra algo sensacional, están condenados a la pobreza o al crimen.
Del otro lado de la calle, en uno de los pisos del nuevo edificio, vive Phillip Griswald. Separado de los chicos de la calle por el muro, Griswald tiene todo lo que Norteamérica puede ofrecer a su clase privilegiada: un padre rico, una institutriz francesa, chófer, piscina y hasta un portero que le protege de los golfillos del vecindario.
El verdadero «malo» de la obra es el medio, pero su personificación es «Baby Face» Martin, un asesino buscado por la policía que ha vuelto a su viejo barrio a visitar a su madre y a su chica. Martin, compinche de Gimpty cuando eran niños, se ha hecho la cirugía estética para ocultar su identidad, pero Gimpty lo reconoce. Los dos habían sido unos niños prometedores: Gimpty había estudiado, Martin había optado por la delincuencia. Martin se burla de la situación de Gimpty: seis años de universidad y mira lo que tienes. «Debes coger lo que deseas si es que quieres ser alguien en este mundo», le dice a Gimpty. Sin embargo, la presión que significa vivir en el «callejón sin salida» está a punto de convertir la visita de Martin en una pesadilla. Su madre, al verlo, lo llama asesino, carnicero. «Me tendrían que abrir en canal por haberte parido», le grita, y se niega a coger el «dinero sangriento» que él le ofrece. La pesadilla de Martin continúa cuando descubre que Francey, la chica de sus sueños, se ha convertido en una prostituta barata infectada de sífilis. La vida en el callejón se ha cobrado otra víctima.
Dos hechos ilustran la desesperación de la vida en esas calles. Gimpty, que físicamente no puede competir con Martin y que no ve otro modo de escapar de su propio callejón sin salida, lo delata al FBI para obtener la recompensa. En un espectacular tiroteo, Martin mata a un agente del FBI antes de ser abatido por un disparo. Entre tanto, la pandilla se entretiene dándole una paliza a Phillip Griswald. Cuando el padre de Phillip se entera, se lanza a la calle y coge a Tommy, que le clava un cuchillo en la mano. Tommy es arrestado, y Drina y Gimpty le suplican a Griswald que tenga compasión. Gimpty le dice:
Martin era un asesino, era malo, merecía morir, es verdad. Pero yo lo conocía desde que éramos pequeños. Martin era valiente, era un líder nato. Y hasta tenía conciencia del juego limpio. Fue vivir en estas calles lo que lo estropeó… Después lo metieron en el reformatorio. ¡Vaya si lo reformaron! Le enseñaron el abecé. Salió de allí más duro y mezquino, sabiéndose todos los trucos del oficio.
Griswald no se conmueve. La obra termina cuando la policía se lleva a Tommy a la cárcel y Gimpty le promete a Drina que usará el dinero de la recompensa para pagarle un abogado a Tommy. El resto de la pandilla se comporta estoicamente. Como «T.B.» les dice: «Se aprende un montón en el reformatorio». El público tendrá que sacar sus propias conclusiones; Tommy podría salir en libertad, y Gimpty y Drina casarse y vivir felices para siempre con el dinero de la recompensa; o el sistema podría destrozar otra vida, enviando a Tommy al reformatorio para convertirlo en el próximo «Baby Face» Martin.
A Goldwyn la obra le encantó e inmediatamente decidió llevarla a la pantalla. Le ordenó a su agente que comprara los derechos a cualquier precio (y al parecer le pagó a Kingsley 165.000 dólares). Con los derechos en la mano, se embarcó para Europa.
Desde el principio parecía un extraño proyecto para Goldwyn, uno de los productores independientes más exitosos de Hollywood. Éste, al igual que los principales estudios, siempre había preferido el «entretenimiento» al «mensaje» en sus producciones; rechazaba el estilo «realista» adoptado por la Warner Bros., e incluso se había negado a producir películas de gangsters a principios de los años treinta, cuando hacían furor en el cine, porque pensaba que eran una mala influencia para los niños. En cambio, había intentado infundir a sus films el «toque Goldwyn», una combinación de producción espectacular, entretenimiento elegante y talentos caros. Goldwyn era «el Ziegfeld[87] del Pacífico», bromeó el crítico Frank Nugent, del New York Times[88]. ¿Acaso ese proyecto ambientado en los barrios pobres y con un claro mensaje social se impondría sobre el convencional entretenimiento hollywoodense? Dadas las restricciones impuestas por la Oficina Hays, ¿podría Hollywood siquiera producir una película sobre «la mugre, el lenguaje grosero, la crueldad, el crimen, la prostitución, la sífilis y la desesperación que se cultiva en la casas de vecindad» y que caracterizaban la obra de Kingsley?[89].
Goldwyn reunió un impresionante equipo de producción y un elenco no menos estelar: contrató a William Wyler para la dirección, a Lillian Hellman para la adaptación de la obra, al escenógrafo Richard Day —un Oscar por Dodsworth— y a Gregg Toland para la fotografía. La Warner Bros, «prestó» a Humphrey Bogart para el papel de «Baby Face», y Walter Wanger a Sylvia Sidney para el papel de Drina. Joel McCrea, un actor de la MGM, fue contratado para el papel protagonista (ahora con el nombre de Dave), y de Nueva York Goldwyn trajo a los «chicos de Dead End»: Leo Gorcey, Huntz Hall, Gabriel Dell, Bernard Punsley, Bobby Jordan y Billy Halop.
Goldwyn sabía muy bien que tendría problemas de censura. Junto con Lillian Hellman había logrado con éxito eliminar las referencias lésbicas de la obra —de la misma Hellman— The Children’s Hour, y llevado a la pantalla una versión «pasteurizada» (These Three). ¿Permitirían la PCA y la Oficina Hays que el film abordase el tema de la miseria en Estados Unidos? El verdadero mensaje de la pieza era que había dos clases, los privilegiados y los oprimidos. Lo determinante era la cuna, no cuánto se trabajaba, y ése no era precisamente un mensaje favorecido por Hollywood. Previendo un enfrentamiento con los censores, Goldwyn anunció con el bombo típico de las productoras que «ya es hora de que Hollywood haga algo importante para el bienestar general además de las trivialidades habituales. Esta obra […] es uno de los mayores documentos sociales que se han escrito»[90]. En privado, le encargó a Hellman que la «limpiara». Más tarde, la dramaturga recordó, algo más gráficamente, que lo que Goldwyn quiso decirle era «que la castrara»[91].
A nadie se le escapaba que muchos de los detalles de la obra —la prostituta enferma, la amante de un hombre casado, el brutal asesinato de un policía, el lenguaje vulgar y las actividades criminales de los niños— tendrían que desaparecer de la película. Wyler no tardó en descubrir que a Goldwyn tanto realismo le asustaba. El director quería filmar en los barrios pobres de Nueva York para imprimir al film la crudeza visual contenida en la obra. Goldwyn insistió en que debía rodarse en el estudio con un elaborado decorado construido por Day. La construcción del set costó casi 100.000 dólares, y fue elogiado unánimente por la crítica, aunque Wyler dijo que era «una horterada»[92]. Mientras el equipo de producción se esforzaba por ensuciar el plato con basura, Goldwyn lo limpiaba. Cuando Wyler le dijo que los barrios pobres eran sucios, el productor repuso: «Bueno, este barrio pobre me ha costado muchísimo dinero. Debería tener mejor aspecto que un barrio pobre común y corriente»[93].
Goldwyn, además de ser un protestón, preveía la reacción de Breen y la PCA. Cuando el primer guión llegó a su despacho, el censor replicó con siete páginas de «sugerencias». No muestre, le dijo a Goldwyn, ni enfatice, la «presencia de suciedad o de contenedores de basura malolientes, ni tampoco basura flotando en el río». A la auténtica manera de Hollywood, Goldwyn hizo traer todos los días al plato camiones cargados de fruta fresca para «ensuciar». Asimismo le advirtió «que no hiciera mucho hincapié en el contraste entre las condiciones de vida de los pobres y las de los ricos del edificio de apartamentos». Insistió también en que se puliera el lenguaje de los niños, que se eliminara la referencia a una enfermedad venérea, que se suavizaran las escenas de violencia y que «Baby Face» no matara al policía. No obstante, incluso algunos funcionarios de la PCA se quedaron atrapados por el guión, del que dijeron que era «extraordinariamente vivo», «un documento sincero e implacable». Nadie se empeñó, como había ocurrido con They Won’t Forget, de Sinclair Lewis, en que Dead End no llegara a la pantalla[94].
15. Joel McCrea, Huntz Hall y Humphrey Bogart en Dead End, de Samuel Goldwyn. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas.
Por ese motivo la película destaca incluso cincuenta años después de su estreno. Lo que sorprende no es la cantidad de material dramático eliminada de la versión cinematográfica, sino que un alto porcentaje del comentario social haya sobrevivido a Samuel Goldwyn y Joseph Breen. Es cierto que se suavizaron algunos puntos —la basura es fruta fresca suministrada por una frutería de Beverly Hills, y el decorado no es tan realista como quería Wyler—, pero el film sigue transmitiendo una sensación de total desesperación. No se menciona para nada la enfermedad venérea de Francey, pero sólo los muy jóvenes o los más ingenuos no se darían cuenta de qué sufre Francey y qué repele a «Baby Face». Los chicos no sueltan tacos ni parecen tan malos como en la obra, pero queda claro que no han tenido una buena educación y que están condenados a seguir viviendo en los barrios pobres; sólo un milagro podría salvarlos de una vida de delincuencia. En la película, Drina aparece como un personaje más fuerte: no abatida por la pobreza, es una mujer dispuesta a luchar por una vida mejor, pero, pese a sus esfuerzos, no consigue evitar que Tommy se meta en líos, y su única esperanza es el dinero de la recompensa que cobra Dave (Gimpty en la pieza teatral). Dave —despojado de toda referencia al raquitismo— es en la película el típico héroe del cine norteamericano; alto y guapo, no se deja intimidar por «Baby Face», desafía cada una de sus tácticas y, al final, lo mata en un clásico tiroteo «a lo Hollywood». Si bien esta concesión a las convenciones resulta un poco forzada, no cambia para nada el hecho de que Dave sea un desocupado pese a haber ido a la universidad. Sus sueños de un mundo mejor siguen siendo sueños. Tampoco cae el film en la tentación de un final edulcorado, con Griswald y los jueces perdonando a Tommy, por ejemplo, o con Drina y Dave casados y felices en un barrio residencial de Nueva York.
A pesar de la enérgica acusación, Breen y la PCA apoyaron y alentaron a Goldwyn durante todo el rodaje. Censor y productor se reunieron varias veces en privado para llegar a un acuerdo sobre hasta dónde podía llegar Dead End en su mensaje sobre la pobreza y la desesperación en las barriadas de las grandes urbes norteamericanas. A cambio de suavizar la violencia, adecentar a los chicos y a Francey y cortar algunas de las arengas de Dave sobre injusticia social, Breen acordó presionar a grupos de mujeres de todo el país para que apoyaran la película, y también al censor británico a fin de que permitiera la entrada de Dead End en el mercado del Reino Unido. Breen acordó con Goldwyn hacer una presentación personal ante la Junta de Censura de Nueva York y, en una carta remitida a la Junta, el censor de Hollywood subrayó que Dead End era, en su opinión, «un enérgico alegato a favor de la erradicación de la miseria urbana y de la mejora de la vivienda, entendidas ambas como medidas de prevención de la criminalidad»[95].
Confirmado el acuerdo, Breen concedió a Dead End el sello no 3596 y le dijo a Will Hays que creía que el film era «un logro artístico» con «un importante mensaje social y sociológico». El Consejo de Nueva York aprobó la película, al igual que los Consejos de todos los demás Estados. El Reino Unido la aceptó sin cortes, lo cual, como señaló un historiador, era «una actitud muy distinta de las adoptadas anteriormente respecto del cine norteamericano de gangsters»[96]. Cuando Austria prohibió la película, Breen escribió al censor de ese país, Dr. Paul Korets, y le dijo que era un «importante documento social, unánimente aclamado en Estados Unidos»; Austria levantó la prohibición. Sólo en Italia no tuvo éxito Breen: el Gobierno de Mussolini prohibió la película por «procomunista»[97].
Resulta extraño entonces que cuando la Paramount quiso llevar a la pantalla One Third of a Nation —el vigoroso retrato escénico del chabolismo norteamericano realizado por el Federal Theater Project—, Breen reaccionara de un modo totalmente distinto. Le preocupaba tanto el argumento que se dirigió personalmente a las oficinas de la productora en Nueva York para subrayarles la necesidad de actuar con cautela. Breen creía que la pieza era «anticapitalista» porque «respaldaba la acción gubernamental» para la erradicación de las viviendas insalubres; por eso pidió que se eliminaran todos los diálogos en los que se indicaba que «no era necesario obtener beneficios». Los funcionarios de la Paramount prometieron cooperar. Breen se quedó encantado con el guión revisado: One Third of a Nation era ahora una «historia de amor» y las «referencias a la erradicación del chabolismo eran meramente incidentales»[98].
La pregunta obvia era la siguiente: ¿Por qué Breen y la PCA apoyaron Dead End cuando a tantos otros films con mensaje social —como Black Legion, Black Fury y Fury, por nombrar sólo algunos— se los sometió a una purga mucho más enérgica? Quizá la razón sea que la Iglesia católica, con su base urbana, simpatizara con los problemas presentados en la obra teatral y en la película. Gracias a su trabajo con niños de familias deprimidas, la Iglesia católica había visto miles de Tommys convertidos en duros criminales, y a las Drinas de este mundo luchar para conservar la dignidad en un ambiente marcado por la pobreza. En 1936 el Catholic World, aun defendiendo la censura teatral, elogió Dead End como una pieza llena de «significación económica y social» que debería duplicar «este invierno las suscripciones al Boys’ Club y a los Boy Scouts». Posteriormente, la Legión Católica de la Decencia recomendó encarecidamente la versión filmada a todos los católicos. Breen, consciente del apoyo brindado a la pieza, eliminó algunos detalles pero dejó el mensaje intacto[99].
No obstante, el mensaje de Dead End ilustra cuán profundamente la PCA se había introducido en el sistema de Hollywood. El proceso de adaptación era estrictamente vigilado por la productora y la PCA, que establecían los apretados límites dentro de los cuales debía moverse la película. Presionando a las organizaciones de mujeres y abriendo mercados extranjeros, la PCA ofrecía jugosas recompensas financieras por la cooperación. Para los estudios era menos costoso acordar con la PCA, antes de iniciar la producción, qué podía conservarse en la película y qué no. Asimismo, era claramente mucho más beneficioso tener a la PCA de su parte, peleando a favor del estudio con los censores estatales y extranjeros, que tenerla en contra.
El caso de Idiot’s Delight, de Robert Sherwood, film que a entender de Breen y Hays contenía peligrosas ideas políticas, muestra la forma en que la PCA utilizaba el Código para sofocar los criterios políticos que se desviaban del pensamiento habitual de la época. Cuando la MGM purgó el tema antibélico, Breen se esforzó por abrir mercados.
Al igual que miles de jóvenes de su generación, Robert Sherwood se había contagiado del fervor patriótico de 1917. Estudiante en Harvard, había dejado la universidad para unirse a la Fuerza de Expedicionarios del Canadá tras haber sido rechazado por el ejército norteamericano. Herido en Francia, había regresado a Estados Unidos desencantado y dispuesto a oponerse a futuras guerras. Sherwood trabajó de periodista e iba y venía a Hollywood a finales de los años veinte y principios de los treinta. En 1935 atrajo la atención del país con su obra teatral The Petrified Forest (El bosque petrificado), y en 1936 recibió por primera vez el premio Pulitzer por su drama antibélico Idiot’s Delight.
La obra está ambientada en un pequeño hotel italiano cerca de la frontera suiza. El apacible entorno se ve súbitamente alterado cuando los italianos cierran la frontera y lanzan un ataque aéreo sorpresa sobre París: la Segunda Guerra Mundial ha comenzado. El hotel se llena en unos segundos de gente que busca desesperada una manera de pasar a Suiza; un joven artista inglés en luna de miel, un pacifista francés, un científico alemán, un presentador norteamericano que acompaña a «Les Girls» (un grupo de seis coristas) en su gira europea y un fabricante de armas norteamericano que viaja con su amante «rusa».
La guerra altera la vida de todos estos personajes, menos la del fabricante de armas. El artista inglés decide volver a su país sin más demora y alistarse en el ejército. El pacifista francés insulta a algunos soldados italianos que se alojan en el hotel; lo arrestan y es ejecutado por un pelotón de fusilamiento, convirtiéndose así en la primera víctima absurda de una guerra absurda. El científico alemán, que se dirigía a Suiza a trabajar en un proyecto sobre el cáncer, se ve obligado a regresar a Alemania para poner sus conocimientos al servicio de la guerra. Al fabricante de armas norteamericano, en cambio, nada parece afectarle: no sólo esperaba la guerra, sino que ha conspirado para que estallara, y no dudará en sacar una jugosa tajada. Su traición se confirma cuando obliga a los italianos a negarle un visado de salida a su amante «rusa», Irene, porque ésta sabe mucho de su papel en el estallido de la guerra.
El cómico norteamericano Harry Van no se siente perturbado por la guerra, porque es apolítico. Van no tiene un céntimo y su única preocupación es cómo cumplir su próximo compromiso y ganar el dinero suficiente para regresar con las chicas a Estados Unidos. No obstante, Van está fascinado por la hermosa «rusa», que le recuerda a alguien del pasado, aunque no acierta a saber quién. Irene, abandonada por su amante, admite finalmente ante Van que ambos habían tenido una breve, aunque apasionada, relación amorosa en Omaha muchos años antes. Cuando los italianos abren la frontera, todos dejan el hotel menos Van e Irene. Mientras beben champagne y hacen planes para el futuro, los franceses contraatacan. La obra termina cuando una bomba cae sobre el hotel matando a los dos enamorados. La guerra sirve para hacer las delicias de los tontos.
La pieza de Sherwood era antibélica y antiitaliana, pues está salpicada de constantes y numerosas referencias a la incompetencia de la Italia contemporánea. El hotel había sido un sanatorio, pero a «los fascistas, ya se sabe, no les gusta admitir que hay gente enferma», dice un personaje. Cuando la fuerza aérea italiana parte para lanzar su ataque sorpresa sobre París, el fabricante de armas se pregunta si el ataque fallará. Al ver que regresan siete de cada diez, apunta sardónicamente: «No está mal para ser italianos». Por si alguien se quedaba in albis, Sherwood añadía:
El megalomaniaco, para vivir, necesita inspirar excitación, miedo y respeto. En cambio, si es saludado con calma y coraje, se conviene en una figura del todo insignificante […]. Negándonos a imitar a los fascistas en su política de aislamiento y fortificación, en su auto-adoración histérica y el odio psicópata a los demás, podremos disfrutar de una vida en paz en lugar de una muerte indigna en el sótano[100].
Idiot’s Delight se estrenó en el National Theater, de Washington, D.C., el 9 de mano de 1936. Su tema, polémico e intemporal, le garantizaba un interés considerable. La investigación (1934-35) dirigida por el senador republicano Gerald Nye, de Dakota del Norte, sobre el papel de la industria armamentística en la Primera Guerra Mundial (tratado anteriormente en este capítulo) estaba fresca en el ánimo de la mayoría de los norteamericanos. Pese al desfile de fabricantes de armas y banqueros, incluidos J.P. Morgan y los hermanos du Pont, la Comisión no había conseguido presentar pruebas irrefutables de una conspiración, pero sí develar que la guerra había sido un gran negocio para algunos. Millones de norteamericanos apoyaron a Nye cuando éste declaró que los norteamericanos habían luchado «para salvarles la piel a los banqueros que habían apostado con demasiada audacia en la guerra y que habían arriesgado préstamos a los aliados por dos mil millones de dólares». Sherwood, por lo pronto, le creyó[101].
Los resultados de la investigación del Senado, la popularidad de la obra y el ascenso del fascismo en Europa hicieron de Idiot’s Delight un blanco natural para Hollywood. Cuando Warner Bros, y la Pioneer Pictures[102] manifestaron su interés por adquirir los derechos y le solicitaron a Breen una evaluación, el censor de la PCA les dijo que dudaba de que Idiot’s Delight pudiera filmarse, que «sería prohibida en el extranjero y podría provocar represalias contra la compañía norteamericana distribuidora. Esta obra es básicamente propaganda antibélica y contiene numerosas diatribas contra el militarismo, el fascismo y la red de comercio de armas»[103].
Breen consideraba que las películas antimilitaristas, antisfascistas y antibélicas eran «peligrosas». En abril alertó a la Oficina Hays sobre el renovado interés por Idiot’s Delight, pero le aseguró al vicepresidente de la MPPDA, Frederick Herron, que estaba «bastante seguro» de que ningún estudio se animaría a hacer una versión cinematográfica. «Hasta hoy la he discutido con cuatro de ellos […] y todos parecen sentir que es demasiado peligroso en este momento». El interés en Sherwood se desvaneció hasta que, en diciembre de 1936, la MGM preguntó por la viabilidad de llevar la pieza a la pantalla. El censor advirtió a la MGM que en su opinión la obra era «peligrosa» y aludió a la «política de la industria» como una razón para no realizar esa película en concreto[104].
Pese a las advertencias de Breen, la MGM decidió seguir adelante con el proyecto; el papel de Breen sería, a partir de entonces, el de asegurar la corrección política del film. Desde Nueva York comunicaron que la embajada italiana estaba presionando con fuerza para que Will Hays detuviera el proyecto. A Breen se le pidió que comunicara al estudio que si el film se parecía a la obra, la MGM vería «todas sus películas prohibidas en Italia y Francia, y tendrá problemas en el resto del mundo». Aunque seguro de que la MGM «la limpiaría», la Oficina Hays le encargó a Breen que «vigile la producción en caso de que se realice, porque está cargada de dinamita»[105].
El debate sobre el futuro de Idiot’s Delight se prolongó en ambas costas de Estados Unidos durante todo el verano de 1937. El embajador italiano siguió amenazando a Hays con prohibir en su país la película y todos los otros productos de la MGM. El diplomático calificó a Robert Sherwood de «anatema» para el Gobierno italiano; cualquier proyecto relacionado con Sherwood sería «desterrado de los cines» en Italia. Hays, que quería conservar el mercado italiano abierto a las producciones norteamericanas, le ordenó a Breen que recurriera al señor R. Caracciolo, cónsul de Italia en Los Ángeles, en calidad de asesor «técnico». Una vez aprobado el guión final, el Gobierno italiano aceptó cooperar en la producción de Idiot’s Delight.
Cuando Breen informó a los directivos del papel que desempeñaría Caracciolo, éstos no plantearon objeciones, y prometieron que no «harían la película […] si hubiera alguna posibilidad de […] que se les cerrara el mercado italiano». En este punto, nadie, y mucho menos la MGM, planteaba nada parecido a la libertad de expresión o manifestaba alguna preocupación por el hecho de modificar la obra de Sherwood a fin de satisfacer los gustos del Duce[106].
Breen inició las negociaciones con el cónsul italiano. Neófito en las artimañas de la diplomacia internacional, Breen no se dio cuenta de que se estaba embarcando en un trabajo de quince meses para asegurarse la aprobación por parte italiana. La primera ronda de conversaciones discurrió sin problemas: los italianos pedían y Breen otorgaba. Caracciolo pronunció varios ultimátums; el primero fue que el guión no debía transparentar relación alguna con la obra original y no contener nada ofensivo para Italia. Por razones obvias, los italianos eran sensibles al título, y el diplomático pidió que se le quitara toda reminiscencia italiana. Además, el nombre de Sherwood no debía aparecer en los créditos en ninguna de las copias distribuidas en Italia[107].
Breen, ansioso por tranquilizar a los italianos, no vio nada excesivo en las exigencias de Caracciolo y comunicó las condiciones a la MGM, seguro de que se encontraría una solución. Sin embargo, el estudio consideró que su habilidad como negociador dejaba bastante que desear. Hunt Stromberg, el productor del film, protestó enérgicamente ante Breen diciendo que ya había aceptado cortar tanto material de la pieza original para satisfacer «a todos en el extranjero» que no podía permitirse también cambiar el título. Se habían pagado 125.000 dólares por los derechos, y el título, al parecer, era lo único que quedaba para promocionarlo y comercializarlo. ¡Y ahora Breen lo había eliminado! El productor tampoco consentiría cambiar el guión tan radicalmente que no quedara relación alguna con la obra original. Stromberg insistió en que la película conservara un cierto toque antibélico, si bien prometió que ningún personaje italiano aparecería bajo una perspectiva no favorable, y le aseguró a Breen que la película sería una historia de amor y no una declaración política contra el fascismo italiano. Para subrayar este nuevo enfoque, la MGM escogió al ídolo Clark Gable para el papel del irresistible Harry Van y a Norma Shearer como la hermosa y coqueta «rusa». Stromberg le escribió al censor que la película «no dirá, como la pieza teatral, que Italia es la causante de una nueva guerra, ni tampoco responsabilizará al Gobierno de intrigas hostiles o secretas, de violar los tratados internacionales o de actos por el estilo». Stromberg aseguró al jefe de la PCA que la MGM sentía «un gran respeto» por Italia y que no haría nada que pudiera ofender a esa nación[108].
Breen, ahora en el papel de intermediario, transmitió la contrapropuesta de Stromberg al diplomático italiano, que aceptó gentilmente las condiciones de la MGM. Establecidas estas premisas, el estudio llevó a Robert Sherwood a Hollywood para que convirtiera su apasionado panfleto político en una tórrida historia de amor a la manera de Hollywood. Stromberg le explicó con todo detalle las condiciones puestas por los italianos y aceptadas por el estudio. No era económicamente viable, le dijo Stromberg al escritor, hacer el film sin pensar en el mercado extranjero. Si Italia se negaba a aceptarlo, era más que probable que Alemania, España y Argentina también lo prohibieran. Además, Francia, Suiza y Australia tenían leyes nacionales de censura que restringían severamente el contenido político de las películas. Stromberg le dijo a Eddie Mannix, de la MGM, que Sherwood había adoptado «una actitud comprensiva» y que estaba «muy entusiasmado con el tratamiento que deseamos darle a su obra»[109].
Tal vez lo que más le entusiasmara fueran los 135.000 dólares adicionales que le ofreció el estudio por darle la vuelta a Idiot’s Delight. Sherwood fue a la vez filosófico y práctico a la hora de censurar su propia obra. Como muchos otros escritores, incluido Hecht, Sherwood no se tomaba Hollywood en seno, y conocía perfectamente el sistema de censura que dominaba la industria. En su opinión, la pieza teatral era el vehículo para la declaración política; el film, en cambio, «un agradable interludio de fantasía». En mayo de 1938, la nueva versión de Idiot’s Delight estaba lista para ser examinada por Breen y los italianos[110].
Cuando Stromberg le envió el guión a Breen, hizo hincapié en que Sherwood había «dramatizado el alegato contra la guerra sin destacar ni acusar en ningún momento a un país determinado». La localización ya no era Italia, sino algún lugar sin nombre en el centro de Europa, con el acento puesto en la edificante historia de amor entre Van e Irene. El «idioma extranjero» del nuevo guión no era el italiano, sino el esperanto, todos los uniformes se habían diseñado específicamente para ser «no identificables» y la MGM se había encargado de que «no se ridiculizara ni se criticara a ningún país»[111].
Breen leyó el guión con «enorme placer»; a Louis B. Mayer le dijo que todo el argumento estaba «espléndida […] y astutamente tratado» y, aunque era posible que la película no cayera bien en algunas naciones centroeuropeas, la reacción de éstas «no ocasionará serios problemas». La Europa Central no era un mercado importante para la industria cinematográfica norteamericana[112].
El único obstáculo que aún quedaba por salvar era Caracciolo, que debía aprobar el guión para que la MGM pudiera comenzar el rodaje. La aprobación final iba a resultar más difícil de conseguir que lo imaginado. El cónsul Caracciolo había regresado a Italia a pasar el verano, y el cónsul italiano en San Francisco, con el que Breen se puso en contacto, se negó a intervenir. La MGM se enfureció: los retrasos en la producción ya le habían costado miles de dólares y el proyecto seguía sin estar aprobado. Cuando Breen se ofreció para llevar personalmente el guión a Italia, los directivos de la MGM aceptaron encantados.
A principios de junio de 1938, Breen le entregó a Caracciolo la historia de amor de Sherwood en los salones del Grand Hotel, de Nápoles, un decorado apropiado para una película de Hollywood. Entre aperitivo y aperitivo, los dos comentaron el nuevo guión, y acordaron encontrarse nuevamente en el Hotel Excelsior, de Roma, al cabo de una semana.
Caracciolo le aseguró que no habría problemas, pero estaba a punto de experimentar algo que millones de sus compatriotas ya conocían: la burocracia italiana, desesperadamente ineficaz. La oportunidad de censurar un guión de Hollywood merecía algunas peleas internas del Gobierno, y varios órganos se disputaron la competencia última para la aprobación. Tras constantes retrasos, un avergonzado Caracciolo tuvo que admitir ante Breen que el guión se había perdido en el laberinto de la burocracia italiana; hasta el 20 de junio el atribulado diplomático no pudo localizarlo. Por último, Breen recibió en el lago de Como la noticia de que Idiot’s Delight había sido considerada aceptable para el Duce[113].
El film llegó finalmente a las salas norteamericanas en febrero de 1939, veintiséis meses después de que Stromberg se pusiera por primera vez en contacto con Breen. Junto a Norma Shearer y Clark Gable actuaron Edward Arnold, como el malvado fabricante de armas, y Charles Coburn en el papel del científico alemán. Incluso un elenco tan sólido como éste fue incapaz de transformar una tonta historia de amor ambientada en Europa Central. Si bien en el primer rollo aún podía hallarse un poco del sabor antibélico de la pieza de Sherwood, el núcleo del film no era lo absurdo de la guerra, sino la cuestión de si Irene era la misma mujer con la que Harry Van había tenido un breve romance en Omaha. Una vez establecido que así era, la atención se centraba en los dos amantes y en su decisión de continuar lo que habían comenzado años atrás. Lo hacen y, en el grandioso final, las bombas destruyen el pintoresco hotelito —como en la obra—, pero, por supuesto, los enamorados se salvan milagrosamente. La censura y los italianos no sólo consiguieron quitarle a Idiot’s Delight su fuerza política, sino también ofrecerle al público un final feliz.
Los críticos hicieron su agosto con la película. Newsweek se preguntó por qué razón Hollywood «se echaba atrás» para dejar a Italia contenta. «La Italia de la obra teatral se convierte en el film en el país alpino de Nunca Jamás, en el que el pueblo habla el idioma universal, el esperanto». En el New Republic, Otis Ferguson escribió que la versión cinematográfica de Idiot’s Delight ya «no era más antibélica que unas cuantas cuadrillas de ciudadanos bien intencionados y ofendidos, disparando contra un viejo carro de combate con éclairs de chocolate». North American Review acusó a la Oficina Hays de hipocresía por convertir una pieza antibélica en «una aventura oscurantista». ¿Por qué motivo, preguntó la revista a sus lectores, era imposible tener en el cine norteamericano «entretenimiento, información o cualquier combinación de ambos que sea clara, sincera y esté bien narrada»? La respuesta, escribió la misma publicación, era «la Oficina Hays». Hasta Sherwood se mostró decepcionado; según él, Shearer compuso una «hermosa» Irene y Gable un Harry Van «muy divertido», pero, después de ver la película, el escritor lamentó que «tantos cortes de la obra original dieran como resultado un film confuso»[114].
Harry Martin, crítico de cine del Commercial Appeal, de Memphis, había predicho en 1938 que la MGM «cortaría todo el material [de Idiot’s Delight] que pudiera ofender al Duce». Martin pensaba que el film sería al final una tibia historia de amor ambientada en un escenario bélico:
Cuánto mejor sería para todos nosotros que Hollywood hiciera una versión de Idiot’s Delight que mostrara a los hombres y las mujeres del público los peligros del fascismo, algo que pudiera hacer reflexionar a todos los espectadores sobre la manera en que un día esos peligros podrían afectamos si no nos mantenemos constantemente a la defensiva […] Hollywood debería desenterrar la cabeza de las arenas del amor adolescente y enseñamos el mundo en que vivimos[115].
Pero Hollywood no desenterró la cabeza. Con una guerra que sólo tardaría siete meses en estallar y unos mercados europeos en rápido declive, Idiot’s Delight no recogió muchos frutos en Europa. Pese a los esfuerzos de Breen, el film fue rechazado por Italia, y también por España, Francia, Suiza y Estonia. Aunque la película fue popular en Estados Unidos, en conjunto fue un fracaso en las taquillas[116].
A finales de la década, Breen había, efectivamente, silenciado el contenido social y político en el cine. Era algo de lo que él se sentía orgulloso, y se tomó considerables molestias para explicarle a Hays el grado en el cual había conseguido mantener las películas libres de comentarios sobre los problemas sociales y políticos del momento. Los informes de la PCA correspondientes al periodo 1935-1940 son reveladores. En 1935, Breen le dijo a Hays que 122 películas —el 23,5% de la producción total de Hollywood— pertenecían a la denominada «categoría social». El año siguiente la cifra se había reducido a 104 —el 19,4%— y, mientras Breen seguía invocando la «política de la industria», las cifras continuaban bajando. En 1938, informó con orgullo de que sólo el 12,4% de la producción abordaba cuestiones sociales, y en 1939, un mero 9,2% —54 películas— se consideró portador de algún mensaje social[117]. En 1941, Hays, ante una comisión de investigación del Senado, afirmó que menos del 5% de las películas de Hollywood trataban temas sociales o políticos[118].
Tras cinco años de censura, el poder de Breen estaba tan afianzado que The Grapes of Wrath, la Vigorosa crítica de John Steinbeck al sistema económico norteamericano, pudo llevarse a la pantalla casi sin un solo problema. A Breen le encantó que la hiriente crítica social de Steinbeck se hubiera eliminado del guión mucho antes de que se lo enviaran.
El censor le dijo a Hays que una versión cinematográfica sería polémica, pero que podría «defenderse como un legítimo drama». En la pantalla, The Grapes of Wrath era, para Breen, «una historia de amor materno». La historia se había reducido a la lucha de una familia enfrentada a «acontecimientos excepcionales», una versión moderna de las epopeyas de las caravanas del Oeste en el siglo anterior. Breen veía a los Joad emigrando al Oeste en busca de una nueva vida, como los pioneros; y aunque las condiciones retratadas en la película fueran «chocantes», tenían como contrapeso unas «buenas imágenes» y, lo que era más importante, un «final edificante»[119].
Breen no realizó solo esa purga. No hay duda de que tanto a los jefes de las empresas en Nueva York como a Will Hays y los directivos de Los Ángeles les molestaban las películas que abordaban temas conflictivos. Con o sin Breen, Hollywood no habría sido nunca un medio capaz de instrumentar un cambio: lo primero que buscaba era, sobre todo, entretenimiento. No obstante, es evidente que los estudios intentaron —si bien débilmente en algunos casos— airear importantes temas sociales y políticos. Cuando lo hicieron, Breen fue inamovible. Era aceptable hacer una película como Black Fury siempre que no abogara por un cambio radical del statu quo. Era permisible rodar Fury siempre que la película no mostrara unos Estados Unidos trastornados por el racismo. El cine podía señalar los problemas siempre y cuando las soluciones ofrecidas cayeran dentro de los límites del espectro político. Aunque Breen y Hays habrían preferido que los estudios no los molestasen con películas que combinaban el entretenimiento con las cuestiones sociales, los dos eran conscientes de que ése era un deseo imposible. En la medida en que los estudios se adaptaran a las normas y puntos de vista de la PCA, Breen lucharía por abrirles mercados. Su objetivo, en una palabra, no era impedir que se realizaran películas con contenido político, sino impedir que se aventuraran en aguas turbulentas, explorando soluciones alternativas a los problemas sociales, políticos y económicos. En la medida en que el público siguiera comprando el producto, los magnates estaban dispuestos a aceptar las trabas de la censura para bien de sus ganancias.
El pequeño mundo de Breen pronto recibiría una sacudida que él no podría censurar de la conciencia norteamericana. La Segunda Guerra Mundial no estaba limitada por códigos morales Victorianos. El mundo pronto iba a dividirse en una orgía de violencia hasta entonces desconocida. Si bien es cierto que Breen trató de impedir que los estudios realizaran películas que definieran a las dictaduras totalitarias como una amenaza a la democracia norteamericana, no pudo impedir que los acontecimientos hicieran que el Código, y sus intentos por aplicarlo en un mundo en guerra, parecieran definitivamente obsoletos.