5. Cerveza, sangre y política

Muchos presidiarios me han dicho que las películas de crímenes inspiraron sus acciones.

Lewis E. Lawes, director de la cárcel de Sing Sing

Los reformadores se indignaron cuando la MGM anunció que en 1930 planeaba rodar una película sobre Billy el Niño, un pistolero adolescente y psicópata que había adquirido la categoría de personaje folklórico en las populares películas del Oeste. Elmer T. Peterson, director de Better Homes and Gardens, le dijo a Will Hays que sería una equivocación hacer una película sobre la violenta vida del asesino si lo presentaban como un «héroe», ya que incitaría a los niños a infringir la ley y provocaría un aumento de la delincuencia juvenil. Hays remitió la carta de Peterson a Joy, y éste se puso a colaborar de inmediato con los guionistas de la MGM para reformar al pistolero y convertirlo en un «escocés religioso», «perseguido y acosado por un rufián». Joy le aseguró a Peterson que en la película el joven Billy «actúa inspirado por el amor de una buena muchacha» y que está «del lado de la ley y del orden mientras lucha por sanear el territorio». Según Joy, lo único que quedó de la «verdadera historia de Billy el Niño es el nombre»[1].

Pese a que Joy consiguió domesticar al psicópata adolescente del Oeste, las versiones cinematográficas de los modernos asesinos psicópatas que hacia 1925 merodeaban por el sur de Chicago, en la frontera con el Oeste, levantarían polémicas bastante más serias. La Prohibición, el «experimento noble», generó un desagradable efecto secundario que pocos habían sabido predecir. Con los millones de dólares procedentes de la venta ilegal de alcohol, las bandas urbanas se convirtieron en las principales suministradoras de cerveza y whisky de contrabando. Las guerras entre las bandas invadieron las calles de las ciudades, y en Chicago, en un periodo de cinco años, murieron 480 gangsters asesinados bien por sus colegas, bien por la policía. Mientras volaban las balas y corría la cerveza, la prensa trataba a los gangsters con artículos sensacionalistas, presentándolos como asesinos salvajes o como modernos Robin Hoods. Personajes pintorescos como «Cara Cortada» Al Capone, o sus rivales de Chicago —Dion O’Bannion y Bugs Moran— y muchísimos más criminales, ocupaban día tras día las primeras planas de los periódicos. Las sangrientas guerras entre las bandas y su ostentoso y deslumbrante estilo de vida escandalizaron y fascinaron a la nación. No obstante, pese a que casi todo el mundo estaba familiarizado con las hazañas de los gangsters, los guardianes de la moral sostenían que las películas que trataran de sus vidas serían nocivas para los niños norteamericanos y, según ellos, había que prohibirlas.

El Código cinematográfico especificaba: «No se ridiculizará la ley, natural o humana, ni su violación despertará la simpatía del público». Asimismo, exigía que las películas no inspiraran un sentimiento de «simpatía hacia los criminales». ¿Acaso estas disposiciones prohibían a los cineastas filmar historias sobre jueces corruptos o sobre un sistema judicial ineficaz? ¿Acaso la industria no podía producir ningún drama sobre la injusticia en la sociedad? ¿También se proscribían las comedias y las sátiras políticas porque podían burlarse de la policía o los políticos? ¿Significaba el Código que todas las películas de crímenes debían presentar a los criminales como personas desviadas, carentes de cualidades humanas? ¿No podía aparecer en la pantalla un Robin Hood moderno, o criminales de buen corazón? ¿Podía Hollywood, por ejemplo, hacer una película que presentara a criminales que se beneficiaban de la incompetencia de la policía y que se libraban de una condena gracias a un juez corrupto?

¿Significaba el Código, al disponer que el Gobierno debía ser presentado bajo una luz favorable, que Hollywood no podía hacer una película sobre la corrupción política? ¿Acaso el Código le prohibía a la industria abordar problemas sociales, políticos y económicos? ¿Acaso Lord, Quigley y el movimiento reformador se habrían opuesto a películas que no eran «inmorales» en el sentido tradicional de la palabra, pero que abordaban importantes problemas políticos y sociales de un modo que podía considerarse polémico? ¿Acaso esas películas habrían violado el Código?

En Hollywood nadie creía que la intención del Código de 1930 fuera impedir que se hicieran películas sobre temas contemporáneos. Pese a que la industria nunca destacó por su compromiso con el realismo, algunos productores deseaban rodar películas que combinaran un buen espectáculo con un comentario social y político. Para Hays, las películas de gangsters, los retratos realistas de la vida en las cárceles norteamericanas y los films que reflejaban la cruda realidad de la Depresión eran peligrosos, y la autocensura alejaría a los productores de este tipo de película.

Naturalmente, la industria cinematográfica quiso llevar a la pantalla a los gangsters, unos hombres pintorescos y violentos, cuyas actividades cotidianas eran seguidas por millones de norteamericanos. Sin embargo, las películas de gangsters ocasionaron a Hays, Joy y Wingate más problemas que cualquier otro género a la hora de reconciliar el Código con el cine, puesto que llegaban hasta la misma esencia de lo que se consideraba aceptable.

Basándose en que las películas sobre las actividades de los criminales provocaban un incremento del crimen y de la delincuencia juvenil, los reformadores acusaban a la industria de incitar a la influenciable juventud a una vida criminal. El canónigo William Chase, en una de sus típicas hipérboles, afirmó que «durante los últimos veinticinco años el cine ha sido una escuela del crimen»[2]. El doctor Fred Eastman, otro crítico acérrimo, escribió en Christian Century que «el cine estaba tan ocupado con el crimen y el sexo, y saturando tanto la mente de los niños de todo el mundo con inmundicias sociales, que se ha convertido en una amenaza para la vida mental y moral de la próxima generación»[3]. Como dijo un moderno Huck Finn[4] a Alice Miller Mitchell en un estudio que ésta realizó en 1929 sobre el efecto del cine en los niños de Chicago:

El cine como que te seduce. ¿Sabes?, ves que en las películas hacen cosas, y parece tan fácil. En el cine consiguen la pasta como si nada, atracando, robando, y si se equivocan los cogen. Piensas que si lo intentas no te equivocarás. Yo creí que podría conseguir la pasta, dejarla en un banco durante mucho tiempo y después pulírmela[5].

Al parecer, este inversor bancario en ciernes confirmó lo que creía mucha gente: las películas de crímenes incitaban al crimen.

En este caso, a los tradicionales denunciantes del cine se sumaron policías, jueces, abogados, alcaldes, periódicos y organizaciones de ciudadanos en su condena de los efectos nocivos del género. Incluso la Oficina Hays reconoció que las protestas por las películas de gangsters procedían de «un sector de la opinión pública cada vez mayor» y ajeno al lobby contrario al cine. El muy respetado director de la cárcel de Sing Sing, el reformador social Lewis E. Lawes[6], alarmó a la nación cuando afirmó que «muchos presidiarios me han dicho que las películas de crímenes inspiraron sus acciones». El director de seguridad ciudadana de Filadelfia atribuyó una oleada de crímenes en la ciudad al «meticuloso cuidado que tienen los cineastas en instruir con exactitud a la juventud de la nación sobre cómo cometer crímenes». Su homologo de Newark coincidió con él: «La causa directa de la delincuencia juvenil es el cine»[7].

Muchos periódicos y revistas de gran tirada se unieron al coro de quejas. El habitualmente conservador Christian Science Monitor deploró el empeño de Hollywood en despertar «admiración por el criminal como personaje dramático», y en Houston el Chronicle arremetió contra la industria por infectar al público con una plaga de «historias de alcoba, alcohol, gangsters y criminales». El Ledger, de Newark (Nueva Jersey), coincidió al afirmar que las películas de gangsters estaban «envenando las mentes de la juventud del país», y en la vecina ciudad de Summit, el Herald se declaró asqueado de los «sinvergüenzas y las mujeres mancilladas que sacan sus trapos sucios» en el cine. Commonweal definió el cine como «un medio social que actúa como un buen parvulario del crimen». El Kansas City Times observó con menos histeria que, aunque las películas no perjudicaban a los adultos, resultaban «engañosas, contaminadoras y a menudo desalentadoras para los niños y los jóvenes»[8].

Mientras se multiplicaban las películas de crímenes, los Consejos de Censura estatales y locales se dedicaron a cortar con saña escenas, con el fin de poner freno a la violencia y a la desobediencia a la ley y el orden. En Chicago, una ciudad que, hay que reconocerlo, era especialmente sensible a este género, casi la mitad de las escenas suprimidas entre 1930 y 1931 glorificaban a los criminales o presentaban a una policía ineficaz. Como dijo tan acertadamente Variety: «Los censores de Chicago anteponen las pistolas al sexo en su lista de tabús»[9]. En Nueva York, los censores suprimieron más de 2.200 escenas de crímenes entre 1930 y 1932. El Estado de Virginia envió una carta oficial de protesta a Hays por el aumento de la violencia en el cine. El Christian Century lamentó con sarcasmo que en 1931, otro año de películas «depuradas por Hays», se hubieran exhibido 260 asesinatos en la pantalla[10]. Pese a que esta cifra podría parecer baja si se compara con la violencia en los medios de difusión actuales, los denunciantes del cine y muchos miembros de la policía y del sistema judicial la consideraron excesiva.

La avalancha de protestas a principios de los años treinta se debió a una oleada de películas sobre ostentosos gangsters. Los peligrosos pero también fascinantes bajos fondos urbanos representaban una vida al límite: en el cine, los gangsters utilizaban un argot pintoresco, las pistolas imponían su ley y los coches chirriaban por las esquinas a una velocidad vertiginosa. En plena Depresión, sus recompensas eran el dinero, los coches veloces, las admiradoras, la ropa elegante y las mujeres todavía más elegantes. Estos matones del hampa desacataban abiertamente tradiciones como el trabajo, el sacrificio y el respeto por la autoridad; según los críticos, el hecho de que al final de la película perdieran todo lo ganado, ya fuera con la muerte o con la cárcel, no reparaba el daño causado a los influenciares espectadores.

A principios de los años treinta, las películas de gangsters invadieron las pantallas. The Doorway to Hell (1930), según Variety, era una «fantástica […] ópera del gatillo» que «liquida a montones de muchachos», con James Cagney en el papel de duro[11]. Pocos meses después, ya en 1931, se estrenaron The Finger Points, City Streets, The Secret Six, The Vice Squad, Quick Millions y Star Witness, películas que presentaban a hombres duros y excitantes dispuestos a matar, a policías aburridos e incompetentes y a mujeres hermosas y sensuales. Star Witness se basó en una matanza entre bandas ocurrida en Harlem y en la que murieron varios niños. Variety reconoció que el tema era «horrendo», pero calificó la película de «propaganda en contra de las bandas»[12]. The Secret Six, basada en un escuadrón parapolicial de vigilancia de Chicago, trataba de la violencia criminal y la corrupción política. Blondie Johnson (1933) presentaba una variante del tema en la que Joan Blondell sustituye el negligé por un traje más conservador de jefa de la mafia; arrastrada a una vida criminal por problemas económicos, Blondie enseña a los hombres a ganar grandes sumas de dinero mediante el crimen organizado. En 1930 se estrenaron nueve películas de gangsters; en 1931, veintiséis; en 1932, veintiocho y en 1933, quince[13].

Estas últimas películas fueron posteriores al enorme éxito de otras tres estrenadas en 1931 y 1932, que cautivaron al público norteamericano a la vez que enfurecieron a los representantes de la ley, a los reformadores y a los censores: Little Caesar, en la que Edward G. Robinson encarna a Rico Bandello; Public Enemy, con James Cagney en el papel de Tom Powers, y Scarface, protagonizada por Paul Muni. Robinson, Cagney y Muni se adueñaron de sus respectivas películas y, pese a que al final todos mueren, los reformadores consideraron que las tres violaban el Código porque inspiraban «simpatía» hacia el criminal y enseñaban a la influenciable juventud a cometer un crimen perfecto.

Cuando se estrenó Little Caesar en enero de 1931, en el Strand Theater, de la Warner Bros., situado en la esquina de Broadway con la calle 47, en la ciudad de Nueva York, la policía se vio obligada a intervenir, no porque hubiera protestas, sino porque una multitud de unas 3.000 personas «se precipitó hacia las dos taquillas» y destrozó dos puertas de cristal cuando intentó entrar en manada a la sala para ver la increíble actuación de Edward G. Robinson en su encarnación de Al Capone, presentado como un asesino sádico, amoral y de sangre fría. Little Caesar atrajo la atención del país hacia las películas de gangsters y suscitó la pregunta: ¿en qué consistía un entretenimiento apropiado?

En junio de 1929, Dial Press había publicado una novela sensacional, Little Caesar, de W.R. Burnett. A mediados de los años veinte, Burnett se había trasladado de Columbus (Ohio), a Chicago, donde entabló amistad con unos matones de la ciudad. Burnett, que representaba todos los valores de la clase media de las pequeñas ciudades norteamericanas, se había horrorizado al conocer Chicago y a los matones que controlaban la ciudad[14]. Pronto descubrió que para sus amigos, unos criminales sin escrúpulos ni remordimientos, los valores que él representaba eran una «gran bobada». Tras presenciar el periodo posterior a la Matanza de San Valentín —«Fue un matadero; las paredes estaban cubiertas de sangre y había tripas por el suelo»—, escribió Little Caesar. Burnett, que no tenía ninguna formación literaria, sustituyó el estilo por el argot callejero característico del gangster, lo que escandalizó a los críticos y deleitó a los lectores. Pero quizá más que el estilo lo que destacó en Little Caesar fue el punto de vista, ya que Burnett había escrito desde la perspectiva del gangster: «Los traté como a seres humanos»[15].

Little Caesar era ideal para la Warner Bros. El estudio había cosechado grandes éxitos con películas de bajo presupuesto y mucho ritmo, cuyos héroes eran las víctimas y los perdedores de la sociedad norteamericana contemporánea. El director de producción de la Warner, Darryl F. Zanuck, había llegado al estudio en 1924 como guionista, y en 1929 lo habían ascendido a jefe de producción. Bajo la dirección de Zanuck, el estudio «hizo hincapié en las películas de acción masculinas» y en la cruda y dura realidad[16]. El género de los gangsters era idóneo, y la historia de Burnett sobre un asesino patológico fascinó al jefe del estudio, Jack Warner, que tras pagar 15.000 dólares por los derechos cinematográficos, inició enseguida la producción. Dirigida por Mervyn Le Roy, Little Caesar presentaba a Robinson en el papel de Cesare Enrico Bandello, el «pequeño César»; a Douglas Fairbanks, Jr., en el de Joe Massara, el compañero de Rico, y a Thomas Jackson en el del teniente Flaherty, el resuelto «poli» que vence a Rico en su propio campo.

La película empieza con un primer plano de la portada de la novela de Burnett que se funde con una cita bíblica: «Todos los que empuñen la espada, a espada perecerán». En el siguiente plano, un coche entra en una gasolinera a medianoche; del coche desciende una figura oscura que recorre la gasolinera en silencio. Se apagan las luces. Suenan dos disparos. Un hombre camina lentamente hacia el coche, se sube y el automóvil se aleja por la carretera. Cesare Enrico Bandello acaba de dar un golpe.

Más tarde, en un humilde restaurante de carretera, Rico y su amigo Joe reflexionan acerca del último crimen, y Rico coge un periódico olvidado con un titular: «Los bajos fondos presentan sus respetos a Diamond Pete Montana». Rico se siente mal porque es un matón de segunda fila; anhela el estrellato, así como el respeto y la admiración que eso suele conllevar. Rehuye la parafernalia del poder —no bebe ni tiene una chica—, pero ansia el poder en sí, y se da cuenta de que su pistola es la garantía de que lo respeten. Al igual que los gangsters amigos de Burnett, cuando Rico mata no siente remordimientos: «Si me encuentro en un apuro, lo resuelvo a base de disparos. Como esta noche […] Claro, primero disparas, después discutes. Si no lo haces, el otro te pilla a ti. Éste no es un juego para blandengues». Rico está en camino del estrellato[17].

En la gran ciudad, el jefe de una banda, Sam Vettori (Stanley Fields), acoge a Rico y le advierte que los tiroteos están prohibidos. En la ciudad hay un nuevo comisario del crimen, McClure, que los matones saben que es incorruptible: ni siquiera puede sobornarlo «Big Boy», un respetable miembro de la sociedad que manda en secreto a todas las bandas, un comentario que insinúa que las bandas actúan con toda libertad gracias a la protección de miembros «respetables» de la sociedad. Rico reacciona ante la advertencia de Sam con cierta repugnancia y se da cuenta de que la banda y sus jefes se han ablandado: están a punto de caramelo.

Mientras Rico escala los peldaños del éxito en los bajos fondos, su amigo Joe abandona la vida criminal y se pone a trabajar de bailarín en el Bronze Peacock, el cuartel general del jefe de una banda rival, Little Arnie Lorch (Stanley Black). Cuando se enamora de su hermosa compañera de baile, Olga (Glenda Farrell), decide huir de las garras de Rico y de su pasado de criminal.

Mientras tanto, Rico, a espaldas de su jefe, ha planeado un audaz robo en el Bronze Peacock la noche del 31 de diciembre, y obliga a Joe a participar en el golpe. El plan de Rico es perfecto, salvo por un imprevisto: el comisario McClure celebra el fin de año en el club nocturno. Cuando se entera de que el propietario del Bronze Peacock es un gangster, McClure abandona la sala en señal de protesta justo en medio del robo. Tontamente, hace ademán de coger la pistola y Rico lo acribilla a balazos. La ciudad se indigna ante esta flagrante exhibición de violencia criminal.

La cosa está que arde. Las bandas reciben orden de no actuar. Pese a que el teniente Flaherty sabe que Rico mató al comisario, carece de pruebas y observa impotente la ascensión de Rico, que se deshace del pusilánime Sam con facilidad y se convierte en el jefe de la banda. En una ocasión, cuando a un miembro de la banda le remuerde la conciencia su participación en un asesinato y acude a un sacerdote para confesarse, Rico se lo carga en la escalinata de la iglesia y después explica a sus hombres: «Soy tan religioso como vosotros. Pero un tío que habla con un cura hablará con más gente». Cuando un rival, Arnie Loach, intenta en vano asesinarlo, Rico lo expulsa de la ciudad.

5. Edward G. Robinson en Little Caesar. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas.

Rico se ha convertido en el jefe de las bandas y su ascensión se ve confirmada cuando «Big Boy» lo invita a cenar y le pregunta si le gustaría hacerse cargo de todas las operaciones. ¡Cómo no! En cuanto Rico asume el mando, se da cuenta de que necesita a alguien en quien confiar, pero en su escalada ha apuñalado a tanta gente por la espalda que decide acudir a la única persona de la que se fía: su antiguo amigo Joe Massara. Sin embargo, Joe le tiene pavor y, cuando intenta disuadirlo, Rico se enfurece y amenaza con matar a Olga, la novia de Joe, si éste no regresa a la banda. Joe le ruega a Olga que huya con él, pero ella se niega y le explica —se supone que se dirige al público— que la única manera de estar a salvo de las personas como Rico es acudiendo al detective Flaherty. La solución está en acogerse a la protección de la policía, le dice a su asustado amante. Dicho y hecho: Olga llama a la policía y le dice a Flaherty que Joe está dispuesto a testificar.

De pronto, Rico y otro pistolero irrumpen en la habitación con la intención de matar a Olga y a Joe, pero incluso Rico tiene un punto débil: su afecto por Joe es más fuerte que su afán de poder. Cuando el otro pistolero apunta, Rico le golpea el brazo y Joe resulta herido. En cuanto empiezan a oírse las sirenas de la policía, Rico huye mientras murmura: «Esto es lo que recibo por querer demasiado a un tío». Finalmente, Joe y Olga cuentan todo lo que saben sobre la banda, y de súbito la policía —que hasta ese momento no había podido actuar— entra en acción: tras una redada mete a toda la banda en la cárcel, pero Rico consigue escapar.

La siguiente escena transcurre en un albergue para vagabundos, varios meses más tarde; tres vagabundos están leyendo un artículo de un periódico, publicado por mediación de Flaherty, en el que se acusa a Rico de cobarde. «Por muy meteórica que haya sido su ascensión desde las cloacas, era inevitable que regresara a ellas». La cámara enfoca otra cama, y, efectivamente, Rico se halla en las cloacas: está sin afeitar y sucio, bebiendo de una botella de alcohol barato, envuelta en una bolsa de papel marrón. Mientras escucha a los hombres que leen el relato sobre su ascensión y caída, su arrogancia y orgullo vuelven a aflorar, tal y como esperaba Flaherty. Furioso al verse acusado de cobarde, se marcha del albergue y desafía a Flaherty a que lo mate. En la última escena, la policía lo acribilla a balazos y él murmura: «Virgen Santa, ¿éste es el final de Rico?». El Pequeño César ha muerto, la oleada de crímenes se ha acabado.

Según como se mire la película, puede tratarse de una condena sensacionalista del criminal o de una descripción peligrosamente atractiva de lo fulgurante que puede ser la vida de un delincuente. Los que vieron la película desde el primer punto de vista señalaron el empeño de la policía en disolver la banda, las lecciones que aprende Joe Massara y la voluntad de Olga de ayudar a la sociedad aportando pruebas a la policía. Pese a que es evidente que a corto plazo Rico se benefició, los defensores de la película señalaron su rápida caída y su ignominiosa muerte. El New York Times calificó a Rico de ser un «asesino frío, ignorante e implacable» al que nadie querría imitar[18].

Los reformadores no estaban tan seguros, pues creían que el público, sobre todo el masculino, veía a Rico como un héroe: era desenvuelto, listo y atrevido, mientras que la policía era aburrida, tonta y lenta. Edward G. Robinson, no la policía, dominaba la película por entero. Al final, su caída se debió a su propia debilidad, no a la astucia de la policía. El punto de vista de los reformadores se vio confirmado cuando el crítico de cine Creighton Peet escribió: «Y permitidme que diga que cuando al final la ametralladora del teniente Flaherty lo tumba, el público se marcha a su casa en silencio y deprimido». Según los reformadores, el nombramiento del comisario insobornable sugería que las bandas tenían éxito porque el sistema estaba corrupto. Mientras los espectadores de todo el país acudían a ver Little Caesar, las protestas invadieron la Oficina Hays. El congresista por Nueva York, Fiorello La Guardia, vio la película y le «armó un cirio» a Hays, amenazándolo con presentar una ley de censura federal[19]. Maurice McKenzie, el asistente ejecutivo de Hays, hizo caso omiso de la queja de La Guardia y dijo: «Creo que La Guardia está irritado porque el Pequeño César [Edward G. Robinson] se parece a él»[20].

Las críticas desconcertaron a Jason Joy. Como la presentación de los guiones era voluntaria, él no había visto el guión ni la película. Para satisfacer su curiosidad, Joy fue a ver Little Caesar en una sala de Los Ángeles e informó a la oficina de Nueva York de que tanto a él como al público les «encantó». Que alguien se oponga de una manera u otra «es algo que me supera», le dijo a McKenzie[21].

No obstante, el Consejo de Censura de Nueva York se disgustó por el éxito de la película y por las quejas presentadas por la policía, los clubes de mujeres, las organizaciones eclesiásticas y los padres. El doctor James Wingate, director del Consejo de Censura del Estado y más tarde sucesor de Joy, le dijo a Hays que había recibido un aluvión de quejas por Little Caesar procedentes de personas indignadas porque los niños en la sala «aplaudían al jefe de la banda como si fuera un héroe». Wingate se oponía, en general, a las películas que presentaban a los criminales «paseándose en “Rolls-Royce” y viviendo lujosamente», con suficiente dinero para pagarse los mejores abogados y evitar la cárcel, porque, en su opinión, «hacen que se pierda el respeto por la ley». Incluso si el gangster moría al final, Wingate estaba convencido de que «subconscientemente el niño piensa que él será más listo y que se saldrá con la suya»[22]. Wingate quería que se censurara Little Caesar.

En Los Ángeles, semejante lógica aturdió a Joy y, al alegar que Little Caesar era una severa «lección moral» que enseñaba que el crimen no compensaba, Joy argumentó que la censura no implicaba, en su opinión, eliminar toda la realidad de la pantalla. Los criminales y los funcionarios corruptos existían, y no se podían presentar lecciones morales si el cine no recurría a la vida real para reflejar la moral. «El drama siempre ha sido capaz de describir lo anticonvencional, lo ilegal, el lado inmoral de la vida para mostrar el contraste inmediato […] los beneficios derivados de una conducta sana, limpia y obediente», y Joy creía que Little Caesar era un ejemplo excelente de dicho contraste. Para reprender a Wingate, añadió que, en su opinión, los censores no debían ser individuos «cerrados, estrechos y superficiales», dispuestos a eliminar pequeños detalles de una película e incapaces de ver el mensaje general. «Estamos seguros —escribió— de que nunca se pretendió que la censura fuera destructiva […] su función es la de ser constructiva porque de ese modo podrá influir en la calidad de la última impresión que queda grabada en la mente del público». Si se aplicaban esos criterios, el Código funcionaría; de lo contrario, si la censura se volvía «estrecha y superficial», los productores prescindirían del Código porque sería imposible hacer dramas serios[23]. El comentario de Joy fue directo al meollo de la discusión sobre el papel de la censura: ¿debían los censores eliminar todo lo desagradable o tan sólo alejar a los cineastas del exceso y de la explotación del sexo y de la violencia? Esta cuestión dominaría el debate sobre la censura cinematográfica y la autorregulación durante los siguientes tres años hasta que, finalmente, acabarían venciendo las restricciones «estrechas y superficiales» impuestas por Joe Breen y la Legión Católica de la Decencia.

Pese a la petición de Joy, los censores de Nueva York y los de Pennsylvania suprimieron escenas de la película. Little Caesar se prohibió en las provincias canadienses de Columbia Británica, Alberta y Nueva Escocia, así como en Australia. Parent’s Magazine declaró la película no apta para niños. No obstante, Little Caesar se exhibió sin cortes, y aparentemente sin desatar nuevas oleadas de crímenes, en el resto del país. Según Joy, los censores sólo consiguieron convertir una película «que no habría hecho daño a nadie, que todos habrían disfrutado y que contiene más valores morales y éticos que la mayoría de las historias» en una insignificante película de gangsters[24].

Pese a las acusaciones de los reformadores de que Hays y Joy no aplicaban el Código, la opinión de Joy pone de manifiesto claras divergencias sobre lo que era y lo que no era censurable. Aunque Joy no había visto el guión de Little Caesar, de haberlo hecho tampoco lo habría censurado porque, a su entender, la película era un buen espectáculo con una buena dosis de «el crimen no compensa». Se produjo una reacción similar cuando sólo tres meses más tarde la Warner Bros, estrenó otro feroz drama de gangsters.

Public Enemy (1931) llevó a la pantalla a otro matón embaucador y pendenciero que cautivó al público. Basada en acontecimientos reales sobre un gangster de Chicago, Charles Dion «Deanie» O’Bannion, el mayor rival de Al Capone, Public Enemy hizo por los gangsters irlandeses lo que Little Caesar por los italianos. Basada en un relato de Kubec Glasman y John Bright, adaptada por Harry Thew y protagonizada por James Cagney, la película contó con la dirección de William Wellman, quien prometió al productor Darry Zanuck «la película más dura, más violenta y más realista» jamás realizada. Wellman la rodó en un tiempo record de veintiséis días y con un coste de sólo 150.000 dólares. Sería una de las mejores inversiones realizadas por la Warner Bros.

El cantante y bailarín de Broadway James Cagney había llegado a Hollywood en 1930 y, tras participar en Sinner’s Holiday con Joan Blondell, había conseguido un papel secundario en la película de gangsters The Doorway to Hell, protagonizada por el juvenil Lew Ayres en el papel del jefe de la banda. La imagen de Cagney de «tío duro» y desenvuelto había dominado la película y captado la atención de Wellman, que lo eligió para el papel principal de Public Enemy, film en el que encarna a Tom Powers, un asesino de sangre fría que dispara a su antojo y sin ningún remordimiento. Cagney, al igual que Robinson, fascinó al público, que se puso del lado de un asesino. Al contrario de Rico, Powers no desdeña el alcohol ni las mujeres: aparece rodeado de un trío de chicas sensuales y vestidas en ropa interior, interpretadas por Mae Clarke, Joan Blondell y Jean Harlow. El film lanzó a Cagney al estrellato y lo encasilló para siempre en el papel de «duro».

La película empieza con un montaje rápido que muestra a Tom Powers como un típico muchacho de las barriadas urbanas. Pese a que a primera vista su familia parece estable, su padre, un policía, es un hombre frío y brutal para el que la disciplina consiste en propinar una buena paliza con el cinturón. La madre de Tom, encarnada por Beryl Mercer, es una mujer afectuosa, pero está totalmente ciega y no se da cuenta de que su hijo es un delincuente juvenil ni de que se ha convertido en un auténtico criminal. Mike, el hermano mayor de Tom (Donald Cook), pese a crecer en el mismo ambiente, se convierte en un veterano de guerra trabajador y equilibrado, reflejando la filosofía de «uno tiene que salir adelante por sus propios medios». Mike intenta convencer a su hermano menor de que lleve una vida honrada, pero Tom se niega.

El barrio en el que viven proporciona toda clase de tentaciones para llevar una vida fácil. Pese al trabajo de su padre, o quizá debido a él, Tom se deja arrastrar hacia el crimen. Se burla de su hermano que, según él, está «aprendiendo a ser pobre». A través de pequeños hurtos ocasionales, Tom conoce a un sórdido matón de medio pelo, Putty Nose (Murray Kinnell), que dirige su propia versión de un club juvenil y recluta a pilluelos del barrio para que roben para él y después comercien con los objetos robados. Tom y su amigo Matt (Edward Woods) aprenden los trucos de la vida criminal; Putty Nose les proporciona pistolas y les ordena dar su primer golpe en un almacén de pieles. Durante el robo, Tom aparta un perchero con pieles y se asusta tanto al ver un enorme oso disecado que dispara varios tiros. El ruido atrae a la policía, y uno de los agentes muere asesinado por Tom. Cuando Putty Nose se niega a ocultarlos, Tom jura vengarse, en una escena en la que Tom aparece como un criminal dispuesto a matar sin sentir remordimiento alguno. Para los detractores de Hollywood, el asesinato de un policía era motivo suficiente para censurar la película.

Tras ser abandonados por Putty Nose, Tom y Matt recurren a otro gangster del barrio, el propietario de un club, Paddy Ryan (Robert E. O’Conner), que introduce a los muchachos en el negocio de la venta ilegal de alcohol. De día trabajan de honrados repartidores para una empresa local de camiones; de noche roban. La Ley Seca había prohibido el alcohol, y cuando la empresa de Tom recibe el encargo de entregar alcohol a un centro gubernamental, él aprovecha la oportunidad y junto con Matt roba las botellas pertenecientes al Gobierno. Las ganancias son enormes, y la primera lección que aprende Tom es que el crimen sí compensa.

El dinero fácil enseguida le ofrece todas las trampas del éxito: un buen coche, ropa elegante y mucho, mucho dinero. Los maîtres de los restaurantes y de los clubes nocturnos más elegantes de Chicago adulan a Tom cada vez que lo ven. Una noche, él y Matt entran en un club nocturno y ven a dos atractivas mujeres, Kitty (Mae Clarke) y Mamie (Joan Blondell), sentadas a una mesa con unos borrachos. Las dos chicas están aburridas con sus «citas» y Tom ordena al camarero que «se deshaga de esos dos pelmas». Kitty y Mamie chillan de placer y, al cabo de unos minutos de película, los cuatro —Tom con Kitty y Matt con Mamie— conviven en un gran piso. Matt y Mamie están enamorados y piensan casarse, pero la relación entre Tom y Kitty enseguida se enturbia. Una mañana, Tom se sienta a desayunar, al parecer con una fuerte resaca; fuera de la pantalla el público oye las risas juguetonas de Matt y Mamie procedentes de su habitación. Tom no está en absoluto del mismo humor y le ruge a Kitty:

TOM: ¿No hay nada para beber en esta casa?

KITTY: No antes de desayunar, Tom.

TOM: No te he pedido insolencias; te he pedido una copa.

KITTY: Ay, ojalá…

TOM: (estalla) Ya estás otra vez con tus ojalás. Ojalá me dieras un motivo para atarte un cubo al cuello y hundirte.

KITTY: (con la cabeza gacha y hablando en voz baja) A lo mejor has encontrado a alguien que te gusta más.

Tom no dice nada; mira a Kitty con cara de asco, coge el pomelo que ella ha preparado para el desayuno y se lo arroja en la cara. Pese a la violencia de la escena —incluso se oye el impacto de la fruta al golpear el rostro de Kitty—, el público no simpatizó con Clarke: es una rezongona llorica que ha enfadado a su hombre; más bien se rió y vitoreó al ver esta escena ante la consternación de los reformadores, que arremetieron contra ella por tratarse de un nuevo ejemplo de un desviado social convertido en héroe.

En la siguiente escena, Tom encuentra a una mujer que consigue divertirle. Cuando él y Matt se dirigen en coche al centro, de pronto ven a una espectacular rubia caminando por la calle. Gwen Allen (Jean Harlow) sencillamente emana sexo. La invitan a llevarla en coche, ella acepta y, antes de bajarse, ¡le pide a Tom su número de teléfono! Las mujeres modernas no se sentían ligadas a la tradición. En otra escena que hizo estremecer a los pastores y a los clubes de mujeres, Tom y Gwen aparecen charlando en la habitación de un hotel; ella viste un sensual negligé y está repantigada en un sofá; él se sienta en una silla y se pone a juguetear con su sombrero, mientras los dos hablan de su relación sexual. Tom se queja a Gwen de que «todos mis amigos piensan que las cosas son diferentes», y se siente frustrado porque ella le hace ir «de bólido». Mientras se oye «I Surrender, Dear», Gwen entra a matar: se sienta en el regazo de Tom, acerca la cabeza a su pecho y susurra: «Eres un chico mimado, Tommy», tras lo cual le confiesa su confusión al descubrir que se sentía atraída por un gangster:

Los hombres que he conocido, y he conocido a muchos, son tan amables, tan refinados, tan considerados. A casi todas las mujeres les gusta ese tipo de hombre. Supongo que los otros les dan miedo… Yo creí que a mí también me daban miedo, pero es que tú eres tan FUERTE. Tú no das… ¡tú coges! ¡Ay, Tommy! Podría amarte hasta la muerte.

Enseguida se ve que Gwen no busca la respetabilidad de la clase media ni el matrimonio: desea a Tom porque es un hombre violento, poderoso y, sobre todo, emocionante. No interesada ya en la seguridad, se da cuenta de que desea a un hombre que coja lo que quiera, incluida a ella, cuando quiera. Gwen está más que dispuesta a prescindir de la aprobación social y a vivir con un «vulgar delincuente». Por otro lado, Harlow es claramente la agresora; incluso Cagney se muestra algo incómodo. Desde luego, no era el tipo de mensaje que los reformadores esperaban que el cine transmitiera a la juventud norteamericana.

Mientras Cagney y Harlow hablan de sus sentimientos, prosigue la guerra entre las bandas por el territorio de la «cerveza». Tom ahora trabaja para Nails Nathan (Leslie Fenton), que muere tras caerse de un caballo, y a Tom no se le ocurre otra cosa que comprar el caballo y matarlo para vengar la muerte de su jefe[25]. La muerte de Nails desata una nueva oleada de violencia cuando las bandas se enfrentan para asegurarse el control del territorio. Paddy Ryan ordena a sus muchachos que se escondan en un piso lleno de chicas, alcohol y cartas, a esperar que las cosas se calmen. Una noche, tras varios días de encierro, Tom se emborracha como una cuba y, a la mañana siguiente, descubre, muy a su pesar, que una de las chicas lo ha seducido. Abofetea a la chica y abandona el escondite junto a Matt para recibir una lluvia de balas disparadas por sus rivales; Matt muere y Tom resulta herido.

Como un toro embravecido, Tom decide vengarse de la muerte de su amigo de la infancia y, empuñando dos pistolas, ataca el cuartel general de la banda rival y mata a varios de sus miembros. No fue una matanza inútil: la banda sonora está llena de aullidos de dolor, de gemidos de agonía y de gritos de miedo mientras Tom dispara sin tregua a sus enemigos y los mata. Durante el tiroteo, Tom resulta herido; sale a la calle tambaleándose, con la sangre chorreándole por la cara, y murmura: «No soy tan duro». Pero el público sabe que no es verdad.

La siguiente escena transcurre en la habitación de Tom en el hospital, donde se recupera de las heridas. Aparece rodeado de su familia, y el hermano de Tom, inexplicablemente, está dispuesto a perdonarle, mientras que a su madre ni siquiera se le ha ocurrido la posibilidad de no hacerlo. Conmovido por esta demostración de amor por parte de los suyos, Tom decide abandonar la vida criminal y regresar al redil familiar.

En casa, todos están muy emocionados por el regreso del hijo pródigo. A medianoche llaman a la puerta y aparece Paddy Ryan, que le dice a Mike que la banda rival ha secuestrado a Tom. Ryan, por amor a su compañero, ha propuesto abandonar la ciudad y renunciar a su banda si le perdonan la vida a Tom. Suena el teléfono, y Mike le dice a la familia que Tom está de camino a casa; la madre corre a prepararle la habitación, feliz de que su niñito por fin vuelva al nido. Llaman nuevamente a la puerta; Mike abre, es Tom. Su cuerpo lleno de vendas y acribillado a balazos cae al suelo. Tommy ha vuelto a casa. Los criminales han hecho justicia aplicando su propio código.

Public Enemy fue, como había prometido Wellman, un retrato violento y sangriento de la Norteamérica contemporánea. El film supuso un intento por parte de Hollywood, por débil que fuera, de presentar las purulentas barriadas urbanas como un problema social, el caldo de cultivo de una clase criminal, así como una condena a una Ley Seca que generaba criminales que tenían la posibilidad adquirir cierta respetabilidad. Al contrario de Little Caesar, la película estaba cargada de tensión sexual: Cagney vivía abiertamente con Kitty y Gwen lo perseguía; abofeteaba a las mujeres, y a ellas les gustaba o se marchaban. No cabía la menor duda de que era un hombre muy violento.

No obstante, Cagney, al igual que Robinson, era el «héroe» de la película. Su hermano, que luchó por su país e iba a la escuela nocturna porque quería «portarse bien», resultó ser un pobre diablo y un santurrón; el público no podía simpatizar con él. Los padres tampoco se salvaban: el padre de Tom era un «bruto» poco afectuoso, y su madre, una mujer bastante corta, incapaz de darse cuenta de que su hijo era un salvaje asesino[26].

En lugar de escandalizarse por esta historia de caos y sexo, Joy juzgó Public Enemy «enteramente satisfactoria», y alabó al estudio por su «maravillosa labor» al presentar la «lección moral» de que el crimen no compensaba. A Joy le costaba creer que alguien pudiera desear llevar una vida criminal tras ver la película, y Lamar Trotti pensó lo mismo: le dijo a Hays que, aunque era «potencialmente peligrosa», en general era defendible como «una obra realista sobre la situación actual»[27].

Variety, para deleite de Wellman, definió la película como «el film de gangsters más duro y más potente, y el mejor hasta la fecha»[28]. La National Board of Review Magazine la alabó no sólo por el realismo con el que presentaba a los gangsters, sino también por el trato que dispensaba a las mujeres: «Ninguna muchacha, por muy caprichosa y romántica que sea, se hará ilusiones sobre la emoción que supone ser la chica de un gangster tras ver cómo les va a las mujeres de la película». La revista estaba un poco preocupada porque no se podía pasar por alto que la «impresión más fuerte» que transmitía la película era que «al fin y al cabo, la rata [Cagney] tenía algo de atractivo y valiente». Pero incluso así, la reseña dudaba de que cualquier muchacho pensara que la carrera de gangster fuera «divertida»[29].

Time contó que el público estuvo «encantado» durante toda la película[30]. Cuando Cagney le tiraba el pomelo a Clarke, la audiencia soltó alaridos de placer. En Hollywood se rumoreaba que el ex-marido de Clarke, Monte Brice, vio la película varias veces y se rió con placer histérico cada vez que el pomelo golpeaba el rostro de su ex-mujer. La cuestión es que en todas partes el público adoró la interpretación de Cagney en el papel de chulo fanfarrón y arrogante, convertido en asesino, y también lamentó su muerte, al igual que la de Rico. Debido a esta reacción, Parent’s Magazine, que siempre había estado en contra de las películas de gangsters, advirtió a los padres que ésta era «demasiado violenta» y «demasiado emocionante» para los niños[31]. La revista advirtió a los preocupados padres que City Streets era «una glorificación intensa y emocionante del gangsterismo»; Quick Millions, «estúpida», y The Secret Six, pese a ser una de las mejores del género, enseñaba a los niños «los hábitos y métodos de las bandas».

Los censores estatales y los grupos femeninos coincidieron con las críticas. La película, incluso después de que los censores la cortaran, desató un aluvión de protestas dirigidas a la Oficina Hays. Los censores de Nueva York suprimieron la escena en la que Putty Nose entrega una pistola a Tom y a Matt, así como las del robo en el almacén, las escenas en las que los muchachos reciben su paga tras robar el alcohol del Gobierno, casi toda la escena en la que Tom mata a Putty Nose y aquéllas en las que una de las «chicas» seduce a Tom y éste la abofetea. Nueva York también censuró otras películas de gangsters, suprimiendo todas las escenas en las que salían armados con pistolas y, por tanto, haciendo que los films perdieran todo sentido[32].

A mediados de 1931, la presión ejercida por los pastores, los clubes de mujeres y las organizaciones de ciudadanos llevó a la prohibición de las películas de gangsters en Worcester (Massachusetts), en Syracuse (Nueva York), en Evanston (Illinois) y en West Orange (Nueva Jersey). El alcalde de Chicago, Anton Cermak, amenazó con prohibir todas las películas de crímenes si Hollywood no cesaba de utilizar su ciudad como telón de fondo para exponer las ametralladoras, los asesinatos, los chanchullos y la inmoralidad.

Pese a las protestas, el público cinematográfico estaba fascinado por esta nueva casta de ostentosos gangsters creada por el cine, y acudía a las salas en masa porque las películas eran emocionantes, entretenidas y llamativas; desafiaban los valores tradicionales y, sobre todo, eran muy reales. La National Board of Review Magazine publicó que las películas de gangsters eran «más vitales» que las de cualquier otro género. Otro comentarista señaló que «las guerras entre bandas pertenecen al aquí y ahora, es algo que podría estar ocurriendo en este mismo momento dos calles más allá. No es de extrañar que las películas nos fascinen, y que a veces incluso nos arrastren hasta el borde del terror y la rabia»[33]. Creighton Peet resumió la postura de Hollywood cuando escribió que «por mucho que los clubes de mujeres, los pastores y los jueces sacudan la cabeza ante estas “películas de crímenes” tan terribles», éstas «están demasiado vivas, son demasiado emocionantes y son una parte demasiado importante de la vida económica y política de la comunidad norteamericana como para prohibirlas»[34].

La opinión de Peet se vio confirmada en un debate sobre el cine de gangsters celebrado en White Plains (Nueva York), en el que participaron Clarence Darrow, el mayor defensor de los derechos civiles del país, y John Summer, director de la Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York. En una época anterior a la televisión, los debates públicos sobre problemas contemporáneos constituían un medio de entretenimiento y de información muy popular. En una sala abarrotada de público, Summer repitió los habituales argumentos de los reformadores: el cine «glorifica y convierte a los sinvergüenzas en héroes, a la vez que incita a los jóvenes al crimen»; exigió una censura gubernamental para luchar contra ese mal moderno y le rogó al público que apoyara su postura. «Estupideces», bramó Darrow. «Jamás en mi vida —argumentó— he visto una película, y creo que nunca se ha hecho, en la que no cojan al malo y no lo castiguen como es debido. En el cine el bien siempre triunfa sobre el mal, cosa que no se puede decir que ocurra en la vida real»[35]. En uno de los pocos ejemplos, con excepción de las taquillas, de una auténtica expresión pública sobre este emocionante tema, el público votó por mayoría a favor de Darrow, demostrando que no deseaba que le censuraran las películas.

Pese a la victoria de Darrow y al irrefutable indicador de las taquillas en cuanto al género, Hays sufría al ver que seguían afluyendo a su despacho las protestas enviadas por grupos tan poderosos como las Hijas de la Revolución Norteamericana, los Veteranos de las Guerras Extranjeras, la Iglesia Presbiteriana Unida, los Caballeros Católicos de Colón, la Federación Nacional Masculina de Clases Bíblicas y varias organizaciones locales. Como reacción a las presiones, en marzo de 1931 Hays anunció en su informe anual a la MPPDA que el cine de gangsters estaba muerto. «Durante los últimos meses el cine —declaró Hays—, ha hecho una gran labor por desacreditar al gangster norteamericano». El tema «no te puedes salir con la tuya» ha sido recurrente en esta clase de films:

Pero el hecho es que hay demasiadas películas que, por muy bien que aborden el tema, tienden a resaltarlo demasiado. Además, es cada vez más evidente que el público norteamericano se está cansando no sólo del poder de los gangsters, sino también de los gangsters que aparecen en la literatura, en el escenario y en la pantalla.

Hays comunicó a los jefes de la industria que la «realidad cruda y dura» y la «preocupación surgida en la postguerra por la morbosidad y el crimen en la literatura y en las obras dramáticas» se habían acabado: el público, «el mayor de todos los censores», exigía un «espectáculo sano y con propósitos elevados». Sin embargo, eso no era más que una vana ilusión por parte de Hays, pues su opinión halló escaso eco entre los productores de Hollywood.

Unas semanas después de este discurso, quizá para contrarrestar las constantes críticas tras el estreno de películas de crímenes en la última mitad de 1931 y en 1932, Hays contrató a August Vollmer, uno de los agentes de policía más respetados del país, para que analizara los films. Vollmer, considerado por muchos «el padre de la policía moderna», había sido un jefe de policía reformador de Berkeley (California), antes de trasladarse a la Universidad de Chicago como profesor de Dirección de la Policía; en 1931 era responsable de una comisión federal encargada de analizar la eficacia de los departamentos de policía. La opinión de Vollmer era muy respetada en todo el país; era un experto en crimen urbano, sobornos y corrupción, y un defensor acérrimo de una policía mejor formada y menos violenta. Hays le pidió que viera seis películas estrenadas en 1931 para valorar su impacto en los niños: City Streets, The Finger Points, The Last Parade, Public Enemy, Quick Millions y The Secret Six. Deseaba que le dijera si estas películas incitaban al crimen, ridiculizaban la ley, despertaban simpatía hacia los criminales o violaban el Código de Producción, y le pidió que las analizara desde el punto de vista de las críticas de los reformadores y los grupos encargados del cumplimiento de la ley. «¿Deben prohibirse?», preguntó Hays[36].

Durante cuatro días, Vollmer estudió minuciosamente las películas de gangsters desde la perspectiva de un experto criminalista. Para ello acudió a los platos de los estudios, donde habló de ellas con los directivos. Hays le entregó todo el material procedente de la oficina de Joy, las reacciones de los Consejos de Censura estatales y las cartas de protesta que le habían enviado. La respuesta de Vollmer fue muy similar a la de Jason Joy o a la de Clarence Darrow: no vio nada malo en Public Enemy, a la que calificó de «una descripción más o menos correcta de hechos ocurridos recientemente en Chicago». En su opinión, la película iba a «hacer dudar al gangster potencial», porque la moraleja que se desprende de ella es que al final la policía o los demás gangsters siempre lo acaban cogiendo. Vollmer alabó en concreto el final de la película, que, según él, resaltaba claramente que «el problema de los gangsters no se podrá resolver del todo hasta que no se eliminen los factores que crean a esos individuos». Asimismo, Quick Millions, basada en la vida de Bugs Moran y situada en Chicago, era «una buena película». Vollmer dudaba de que fuera capaz de incitar a los niños a llevar una vida criminal y le dijo a Hays que «sólo un retrasado mental muy influenciable» querría lanzarse a una vida de delincuente tras ver la película. The Finger Points, basada en una historia real sobre un periodista corrupto de Chicago, no era en absoluto «dañina»; de hecho, Vollmer afirmó que, pese a presentar aspectos desagradables de la vida norteamericana, «ya va bien que se muestre la verdad descarnada». A su entender, los argumentos esgrimidos en contra del cine eran los mismos que los utilizados en contra de las novelas baratas. Si bien comprendía que los adultos prefirieran que los niños leyeran «literatura seria», nadie ha podido «señalar sin equivocarse y con certeza los daños causados por la lectura de semejante basura literaria». Las películas de gangsters, aseguró Vollmer a Hays, entraban en la misma categoría: puede que fueran malas y vulgares, pero no había ninguna prueba de que crearan criminales[37].

El padre Daniel Lord no estaba en absoluto de acuerdo. Según él, las películas de gangsters eran sórdidas y debían prohibirse. Lord citó un ejemplo concreto: The Vice Squad. Aunque admitía que la trama general de la película estaba basada en hechos reales, Lord se opuso tajantemente a que el cine enseñara a «agentes de la ley tendiendo trampas, condenado injustamente» y zarandeando a ciudadanos inocentes. En líneas generales, Lord consideró que la película era «un catecismo de chantajes, trampas, seducción, prostitución en los hoteles, casas de mala reputación, policía malvada, etc.». The Vice Squad, según Lord, violaba su Código de un modo flagrante, porque enseñaba a la juventud a cometer crímenes[38].

Lord y Vollmer representaban dos puntos de vista opuestos en el debate sobre la influencia del cine de crímenes. Vollmer, desde el punto de vista de un agente de policía, sabía perfectamente que muchos de los acontecimientos narrados en el cine eran reales. Los criminales gozaban de la protección de los políticos corruptos y la prensa los convertía en figuras románticas. No creía que los niños adaptados se abandonaran a una vida criminal tras ver la ascensión de Tom Powers, sobre todo cuando veían su cuerpo acribillado en el salón. El mensaje que le llegó a Vollmer, y que dominaba estas películas, era que el crimen no compensaba; si acaso, Vollmer le reprochaba a Hollywood que resaltara demasiado la eficacia de la policía para acorralar a los criminales. No obstante, para Lord, y para todos los que afirmaban que el cine corrompía a la juventud, el simple hecho de que esos criminales aparecieran en la pantalla suponía un atentado al «buen gusto». Daba igual si los criminales morían o iban a la cárcel; las películas violaban el Código porque los héroes eran los gangsters, no la policía.

El debate volvió a aflorar en 1932, cuando por fin llegó a la pantalla la más escandalosa de todas las películas de gangsters, la producción de Howard Hughes Scarface. Hughes, el director Howard Hawks y el guionista Ben Hecht se reunieron para que la violencia cinematográfica alcanzara nuevas cotas. Según Harrison’s Reports, se trataba de «la película de gangsters más desmoralizadora y feroz» jamás producida[39]. Según el New York Times, Scarface hacía que, a su lado, «todas las demás películas casi parezcan afeminadas»[40].

En 1930, Hughes le había comprado a Armitage Trail los derechos cinematográficos de Scarface, un relato bastante convencional sobre las guerras entre las bandas de Chicago. En un principio le había pedido a W.R. Burnett, el escritor de Little Caesar, que adaptara el libro a la pantalla, pero Burnett escribió un guión que Hughes consideró demasiado insulso. Hughes entonces acudió al talentoso pero ligeramente excéntrico Ben Hecht, un hombre idóneo para el proyecto. Hecht ya había colaborado con Hughes en The Front Page, y su reputación como periodista de Chicago que había conocido a varios jefes de gangsters de la ciudad había crecido enormemente en Hollywood tras recibir el Oscar por Underworld. No obstante, Hecht recelaba de volver a trabajar para Hughes y le exigió un sueldo de mil dólares al día, que debía recibir en efectivo a las seis en punto de la tarde. «De ese modo —escribió Hecht—, sólo me arriesgaba a perder un día de trabajo si el señor Hughes demostraba ser insolvente»[41]. Pese a que incluso el propio Hughes debió de pensar que la exigencia era un poco extraña, la aceptó.

Hughes contrató a Howard Hawks para dirigir la película. Hecht y Hawks se llevaron maravillosamente; durante once días estuvieron trabajando y bebiendo día y noche, hasta que por fin acabaron el guión. Más tarde Hawks escribiría que «Ben estuvo brillante […] British Por supuesto, ya sabía muchas cosas sobre Chicago así que no tuvo que investigar nada»[42]. Basada en acontecimientos y personas reales de esa ciudad, Scarface llevó a la pantalla a Al Capone, a Deanie O’Bannion, a Johnny Torrio y a «Big Jim» Colosimo. Al igual que en la vida real, se vapuleaban entre sí, y a cualquiera que se interpusiera en su camino, con una eficacia mortal. Hecht le prometió a Hughes veinticinco asesinatos; algunos críticos afirmaron haber perdido la cuenta al llegar a los cuarenta. En la última mitad de la película hay tantos crímenes que es casi imposible contarlos: salvo el inspector de policía Guarino, al final todos los personajes masculinos importantes mueren.

El reparto escogido por Hawks era excelente. Paul Muni encarnó a Tony «Scarface» Camonte, en su primer papel protagónico; George Raft, un aspirante a matón convertido en actor, interpretó al fiel compañero de Tony, Guido Rinaldo; Cesca Camonte, la coqueta y hermosa hermana de Tony por la que éste sufre unos celos patológicos, fue interpretada por Ann Dvorak; Karen Morley interpretó a la perfección el papel de Poppy, la rubia glacial que se acuesta con el jefe de la banda; y Boris Karloff, con un acento inglés intacto, interpretó a Gaffney, el jefe de una banda rival.

Si la película escandalizó al público —y lo hizo—, el guión original era aun más impactante que la versión censurada que llegó a las pantallas norteamericanas en 1932. El guión original de Hecht condenaba a la sociedad estadounidense no porque fomentara una clase criminal mediante la pobreza, sino por su tolerancia a la existencia de los gangsters. Los ciudadanos respetables se divierten con los mañosos, y el fiscal del Estado, Benson —un personaje que al final se eliminó de la película—, se codea con los gangsters en privado, a la vez que los denuncia ante un público crédulo y, además, acepta sobornos[43]. Asimismo, la señora Camonte, madre de Tony, era un personaje único y bastante diferente del que sale en la película: en un principio, sabía perfectamente que su hijo era un criminal y no le importaba en absoluto; de hecho, estaba más que contenta de recibir su dinero y sus regalos. Sufría por él y lo adulaba igual que haría cualquier madre con su querido hijo. Al final, la película mostraba a un «Scarface» que no se arrepentía de nada. Acorralado en su piso, la policía lo acribilla en vano con gas lacrimógeno y con balas; Tony no sale hasta que todo el edificio está en llamas, pero lo hace disparando con sus pistolas, sin arrastrarse ni pedir piedad. Aunque las balas de la policía lo alcanzan, consigue acercarse al agente que lo ha estado persiguiendo durante toda la película, le apunta y aprieta el gatillo, pero sólo se oye un «click»: la pistola está descargada. El policía apunta a Tony y dispara una ráfaga mortal. Al caer por última vez, el guión exigía que el público oyera «click click click» mientras Tony intentaba disparar con su pistola[44]. En la versión original, Tony muere, si no cubierto de gloria, al menos luchando a su manera.

Para la Oficina Hays, la versión de Scarface de Hughes-Hecht-Hawks era demasiado brutal, demasiado verídica, un retrato demasiado impenitente de la vida de los mañosos norteamericanos[45]. «Esta película no se hará bajo ningún pretexto —le dijo Hays a Hughes—. Si usted es lo suficientemente insensato como para rodar Scarface, esta Comisión se encargará de que nunca se estrene». Hughes no se inmutó: «Que se joda la Oficina Hays», y le ordenó a Hawks que hiciera una película «lo más realista, lo más emocionante, lo más espeluznante posible»[46]. No obstante, debido a las protestas recibidas por este tipo de películas, Hays se había empeñado en modificar esa imagen del gangsterismo en el país, y, pese a su grandilocuencia, el productor accedió a hacer algunas concesiones. La primera exigencia de Hays tenía que ver con el título: quería que se añadiera la coletilla «Shame of the Nation» [La vergüenza de la nación], para indicar que la industria no pretendía glorificar a otro gangster. Al final, se incorporó el subtítulo, pese a que la mayoría de la gente llamaba la película simplemente Scarface.

A pesar de que los sobornos y la corrupción en Norteamérica eran tan habituales como las ametralladoras, se suprimió el papel del político corrupto por ser demasiado delicado. Otro tabú era la madre que aceptaba la vida de delincuente de su hijo. En la nueva versión, la madre de Tony desaprueba claramente de su comportamiento y advierte a su hija que Tony «hace daño» a todo el mundo. Es un inútil, repite hasta la saciedad. Al final, se eliminó la heroica muerte del gangster: en la nueva versión, una sola bomba de gas lacrimógeno lanzada a su escondite hace que Tony salga, baje la escalera corriendo y suplique perdón; cuando intenta huir de la policía, lo derriban a balazos. Según Hecht, un final así suavizaba el tono y demostraba al público que, en el fondo, los criminales eran unos cobardes[47]. Como escribió el historiador de cine Gerald Mast, Scarface «es una sombra de lo que pudo haber sido»[48].

Un prólogo inicial advierte al público que la película es una «acusación al poder de las bandas y a la cruel falta de interés del Gobierno» por acabar con ellas. «¿Y usted qué piensa hacer al respecto?». Apenas han salido los créditos cuando se produce el primer asesinato. De madrugada, un camarero recoge los restos de lo que parece haber sido una gran fiesta; el suelo y las mesas están cubiertos de confeti, el camarero se agacha y recoge un sostén olvidado; al parecer, los chicos se han divertido. «Big Louie» (Harry J. Vejar), jefe del barrio sur, había organizado la fiesta y, cuando ya se ha ido todo el mundo, se queda para hacer una llamada telefónica. La cámara se aleja de él para enfocar la sombra de un hombre que se acerca y que empieza a silbar. «Big Louie» lo saluda; es evidente que se conocen. De pronto, se ve que la sombra tiene una pistola y dispara. «Big Louie» ha muerto: se ha iniciado la guerra entre las bandas.

La policía enseguida se entera de quién mató al gangster Tony «Scarface» Camonte, el antiguo guardaespaldas de «Big Louie» que acaba de unirse al rival de éste, Johnny Lovo (Osgood Perkins). Arrestado de inmediato, lo rescata un abogado mediante un recurso judicial de habeas corpus. Estos elementos marcan el tono del resto de la película: la policía sabe lo que ocurre, pero es incapaz de probar nada. Tony, que habla con un fuerte acento italiano, se refiere a la maniobra legal como un «truco». Es un ignorante, pero lo protege un sistema legal que le permite matar.

Cuando la policía lo suelta, Tony acude al piso de Johnny Lovo, donde recibe su paga por el asesinato. Lovo advierte a Tony que se mantenga alejado del barrio norte, pues no quiere provocar una guerra entre las bandas y le basta con ser el jefe del barrio sur. Tony no está tan convencido; hay mucho dinero en el norte, le comenta a Johnny. Durante esta discusión bastante franca sobre asesinatos y la expansión territorial, pronto se ve que los dos hombres no están solos; la chica de Johnny, Poppy (Karen Morley), se está arreglando en la habitación de al lado. Mientras se depila las cejas, viste, como todas las chicas de gangsters, una combinación muy corta y atrevida. Como la puerta está abierta, Tony la mira con lascivia, y Poppy, consciente de que la observan, está encantada y no intenta taparse. Cuando Tony abandona el apartamento, saluda a Poppy con la cabeza y murmura con aprobación a Johnny: «Es una chica cara». Tony no se parece en nada a Rico; le gustan las mujeres y decide arrebatarle a Poppy al pelele de Johnny.

Esta clase de escena —la entrega de la paga a Tony por un asesinato, la conversación abierta sobre la violencia, y la mujer que convive con un hombre mientras coquetea descaradamente con otro, vestida en fina ropa interior— sacó de quicio a los guardianes de la moral, cuya indignación fue en aumento a medida que la película desarrollaba su historia de sexo, perversión y violencia.

Las demás mujeres en la vida de Tony son su hermana Cesca (Ann Dvorak) y su madre (Inez Palange). Tony protege de un modo obsesivo a su joven y hermosa hermana, que anhela vivir las emociones de la ciudad. La película insinúa, sin decirlo claramente, que la actitud de Tony es algo más que protectora, que quizá la relación entre los dos sea incestuosa. Cada vez que descubre a su hermana con un hombre, Tony estalla de ira y, cuando ella lleva a un joven a su casa, él lo echa y le exige a Cesca que deje de verse con hombres; después, abrumado por la culpa, le ofrece a su hermana una importante suma de dinero. Ella está dispuesta a aceptarlo, pero su madre le dice que es «dinero manchado de sangre» y le advierte que Tony es un «inútil». Ahora es la madre la que intenta proteger a Cesca para que no acabe como su hijo: una visión totalmente diferente del guión original, si bien los que vieron la película no advirtieron esta concesión.

Una vez establecidas las relaciones entre los personajes, Tony y su compañero Rinaldo (Raft) libran una guerra entre bandas. Apalean e intimidan a los propietarios de los bares para obligarles a comprar su cerveza y, al cabo de poco tiempo, Tony, al igual que Rico y Tom Powers, nada en la abundancia: se compra ropa nueva y se muda a un piso enorme dotado de puertas y persianas de acero y de una salida secreta, una versión moderna de una fortaleza inexpugnable.

Cuando ya se ha apoderado del barrio sur, Tony decide avanzar hacia el norte y le ordena a Rinaldo que asesine a O’Hara. Ahora la ciudad está que arde. La banda del barrio norte, dirigida por Gaffney (Karloff), compra ametralladoras para liquidar a Tony y a su banda y, en pleno día, atacan un restaurante en el que almuerzan Tony y Poppy. Mientras una ráfaga de balas destroza el local, Tony se muestra encantado con semejante demostración de destrucción asesina, y enseguida se da cuenta de que con unas cuantas armas como ésas pueden eliminar a sus enemigos. Cuando Rinaldo se precipita para cogerle una ametralladora a un matón derribado, Tony parece un niño con un juguete nuevo que apenas puede contener su júbilo.

Sigue una orgía de asesinatos. Las ruedas de los coches chirrían mientras Tony y los suyos tiran los cadáveres de sus rivales por las esquinas. Todos han muerto asesinados, excepto Gaffney, que ha tenido que ocultarse. Cuando Tony se entera de que lo han visto en una bolera del barrio norte, lo mata delante de centenares de espectadores horrorizados. Johnny Lovo quiere acabar con todos esos asesinatos; temeroso de Tony, y furioso porque Poppy se siente atraída por su rival, ordena que lo asesinen; pero Tony logra escapar y no tarda en vengarse cuando él y Rinaldo matan a Lovo.

Tony se ha convertido en el jefe indiscutible de la banda. En una escena que puso a los guardianes de la moral todavía más nerviosos que con los asesinatos, tras la muerte de Johnny, Tony acude al apartamento de Poppy, muy tarde por la noche, y la encuentra dormida. La despierta para decirle que Johnny ha muerto; Poppy se levanta, vestida con un camisón de volantes (a las chicas de los gangsters no les gusta la franela), y se alegra de la noticia. Tony le dice que haga las maletas y ella le responde con una gran sonrisa. Sin remordimientos ni tristeza, Poppy se marcha con su nuevo amante, el mismo que acaba de matar al anterior.

La oleada de violencia obliga a Tony a esperar a que las cosas se calmen y decide irse de vacaciones a Florida. Aprovechando que Tony está fuera, Cesca, que ha estado coqueteando con Rinaldo durante toda la película, aprovecha la oportunidad y ambos se casan en secreto. Cuando Tony vuelve a casa, su madre, desesperada, sólo le cuenta que Cesca se ha marchado y que vive sola en un piso. Le da la dirección, y Tony, temiéndose lo peor, se marcha furioso. Llama a la puerta y le abre Rinaldo, vestido con una bata de seda; su hermana está detrás. En un rapto de furia, le dispara a su amigo de toda la vida; Cesca le grita que están casados y Tony, mientras se aleja tambaleándose, murmura: «No lo sabía, no lo sabía».

Este asesinato, a diferencia de todos los demás, es el detonante para que la policía se ponga en acción (el motivo no se explica) y organice un ataque a la fortaleza de Tony.

Mientras tanto, Cesca prepara su propia venganza: pistola en mano, se introduce a hurtadillas en el apartamento de Tony por la entrada secreta, decidida a matar a su hermano, pero cuando se encuentra delante de él, no puede apretar el gatillo y, en cambio, se une a Tony en su última batalla contra la policía. Mientras Cesca carga las armas para su hermano, la alcanza una bala perdida y muere. En ese momento la policía lanza una bomba lacrimógena al apartamento y Tony decide entregarse. Gimiendo, casi arrastrándose por la escalera, Tony suplica que le perdonen la vida, pero intenta escapar y lo derriban. Un nuevo cadáver acribillado acaba en las cloacas.

¿Era la lección moral de Scarface que el crimen no compensaba, o que la policía era inútil? ¿Acaso Scarface glorificaba al criminal presentándolo forrado de dinero, vestido a la última moda, sentado a las mejores mesas de los clubes nocturnos y de los restaurantes, conduciendo coches nuevos y siempre, siempre, rodeado de mujeres hermosas? ¿Acaso estas imágenes ejercían una atracción más poderosa entre los jóvenes espectadores que el crudo hecho de que Tony, al igual que Rico y Tom, acabe en las cloacas?

La película se terminó de rodar en 1931, pero Hays se mostró reacio a aprobarla e insistió en que se incluyeran escenas que pusieran de manifiesto que la opinión pública, y no la policía, era culpable de la existencia de las bandas. Hays también exigió nuevas escenas que mostraran la eficacia del sistema judicial para combatir el crimen. Mientras Hays y Hughes discutían sobre los cambios en Scarface, un lamentable incidente tuvo lugar en Nueva Jersey. Dos muchachos, tras ver una película de gangsters, se pusieron a jugar a «policías y ladrones» y uno de ellos mató al otro con una pistola que creía descargada. Las protestas no se hicieron esperar. Parent’s Magazine exigió un boicot nacional a las películas de gangsters; el New York Times publicó un editorial sobre los efectos perniciosos de la violencia en el cine y recordó a Hays y a los lectores que el Código limitaba específicamente el uso de armas en las películas y prohibía los «asesinatos brutales»[49]. Los Caballeros de Colón, de Nueva York, acusaron a estas películas de «desarrollar un instinto criminal» y exigieron que Hays pusiera fin a su producción[50]. Muy poca gente culpó a los padres que tenían una pistola cargada en casa. Fue el cine —en concreto, The Secret Six— lo que mató al muchacho, afirmaron unánimamente.

Es posible que este telón de fondo fuera la causa de que Hughes suavizara su posición inicial. Pese a que ni Hawks ni Muni estaban disponibles para rodar nuevas tomas, el productor accedió a incluir dos escenas con el fin de que su epopeya de gangsters recibiera la aprobación de la MPPDA. La primera, insertada en la mitad de la película, transcurre en la redacción de un periódico, a la que acude un grupo de preocupados ciudadanos para pedirle al director que deje de glorificar y de hacer públicas las proezas de los criminales. Cuando los ciudadanos manifiestan su descontento con la ineficacia del periódico y de la policía, el director estalla:

Pretenden que mantenga alejados a los gangsters de la primera página del periódico; eso es absurdo. Tenemos que ponerlos en evidencia y expulsarlos del país No culpen a la policía, ella no puede impedir que las ametralladoras entren y salgan del Estado. No puede aplicar unas leyes inexistentes. Ustedes son el Gobierno. Hagan las leyes y vigilen que se cumplan, incluso si eso supone instaurar una ley marcial (…) Hagan que las leyes de deportación sean efectivas. La mayoría de estos criminales ni siquiera son ciudadanos norteamericanos. El Ejército colaborará, al igual que la Legión Norteamericana. Estamos luchando contra el crimen organizado.

Se esperaba que la escena mitigara las críticas que acusaban a las películas de gangsters de presentar siempre a una policía ineficaz. El poder del criminal no se debía a que los periódicos (léase «el cine») hicieran públicas sus actividades, sino a que la policía no disponía de suficientes medios para actuar. Si la gente le procuraba nuevos medios, entonces la clase criminal desaparecería, según la nueva versión de Scarface.

En el nuevo final de la película, la policía detiene a Scarface, que ya no muere. Utilizando un doble, dado que Muni estaba trabajando en Broadway, Camonte comparece en un juicio en el que lo condenan a la horca por sus crímenes contra la sociedad. (Este final ha desaparecido de la mayoría de las copias que en la actualidad están en circulación). En la primavera de 1932, la Oficina Hays aprobó Scarface con el nuevo subtítulo «La vergüenza de la nación»[51].

No obstante, los censores estatales y municipales se negaron a aceptar Scarface incluso con los añadidos impuestos por Hays. Nueva York, donde Hughes planeaba un gran estreno, rechazó la película de plano, al igual que los Consejos de Censura estatales de Ohio, Virginia, Maryland y Kansas, así como los Consejos municipales de Detroit, Seattle, Portland, Boston y, por supuesto, Chicago. Hughes se enfureció y amenazó con poner un pleito a todo el mundo, desde Hays hasta los censores locales, por impedir que el público viera Scarface, e hizo una declaración pública en la que condenó la censura:

La libertad de una expresión honrada en Estados Unidos se ve seriamente amenazada cuando unos denominados guardianes del bienestar público, personificados por nuestros Consejos de Censura, prestan su ayuda y su influencia a los intentos frustrantes motivados por intereses egoístas y maliciosos, de suprimir una película sólo porque refleja la verdad sobre lo que ocurre en Estados Unidos, una situación que viene saliendo en la primera plana de los periódicos desde la instauración de la Prohibición. Scarface es una acusación franca y enérgica al poder de las bandas de este país y, como tal, será un elemento importante para obligar a nuestros Gobiernos estatal y federal a tomar medidas drásticas y acabar con el gangsterismo en este país.

El New York Herald lo elogió por ser «el único productor que ha tenido el valor de dar la cara y de luchar abiertamente contra la amenaza de la censura. Le deseamos mucho éxito»[52]. Hughes amenazó con imponer al público la versión original sin cortes, e incluso estrenó esta versión en las zonas en las que no había censura.

No obstante, no fue Hughes el que consiguió que los censores aprobaran Scarface, sino Will Hays y Jason Joy. El papel que éstos desempeñaron pone de manifiesto el que tuvo la MPPDA para proteger las inversiones de los productores. Pese a que Hughes era un excéntrico y a que le ocasionaría problemas a Hays durante las siguientes dos décadas, en este caso ya había hecho varias concesiones. A petición de Hays, Joy visitó cada uno de los Consejos de Censura que habían rechazado Scarface y les explicó que la Oficina Hays se oponía a la glorificación de los criminales, alegó que las películas de gangsters eran documentos contra el crimen y es muy probable que citara el estudio realizado por Vollmer, donde se afirmaba que ese género no era responsable del incremento de crímenes en aquella época. Joy aseguró a los censores estatales que Scarface representaba el final, y no el principio, de un ciclo. Su misión tuvo mucho éxito. Uno por uno, los Consejos de Censura de Nueva York, Pennsylvania, Ohio, Maryland y Virginia, así como los consejos municipales, incluido el de Chicago, fueron aprobando la película. Como dijo Joy a Hays, aceptaron «no la versión original [enviada por Hughes], que desafiando a la industria, no se cortó ni censuró, sino la tercera versión de esta gran película»[53].

La habilidad de Joy para convencer a los Consejos de Censura de que la versión revisada de Scarface era una película moralmente aceptable sólo fue un acicate para que los guardianes de la moral prosiguieran con su lucha contra la Oficina Hays. El Christian Century escribió que el viaje de Joy y su «espectacular» éxito demostró «la triste determinación de la industria de derrotar a los organismos creados por un público cuyo objetivo es defender a sus hijos de las películas perniciosas»[54]. Era imposible cooperar con la Oficina Hays. Harrison’s Reports sacó una conclusión similar: el ejemplo de Scarface demostraba que la «censura […] es incapaz de curar los males de la industria cinematográfica»[55].

Pese a las diatribas de la prensa religiosa y de Harrison’s Reports, millones de personas vieron y disfrutaron con Scarface. Las voces más razonables advirtieron que «se puede exagerar enormemente la influencia perniciosa del cine, incluso para la juventud». Incluso Martin Quigley, que no era precisamente amigo de Hughes, escribió que «no existe ninguna prueba concluyente de que una película de gangsters sea capaz de hacer daño al público, joven o adulto»[56]. Además, millones de norteamericanos deseaban ver un cine exento de la hipocresía de la censura. En Pennsylvania, el Philadelphia Public Ledger alabó la batalla de Hughes contra la censura estatal como una victoria «de la libertad en la pantalla». «La prohibición de Scarface —escribió el periódico— no sólo revela apatía hacia la época que describe, sino que es una medida casi tan decente como bajar las persianas para ocultar los cristales sucios. Claro que no los veríamos, pero seguirían allí, igual de sucios que antes»[57].

La película fue un éxito de taquilla y obtuvo críticas muy favorables. La National Board of Review Magazine la calificó de «tan buena como las mejores películas de gangsters. Es más brutal, más cruel y (…) mucho más fiel a la realidad»[58]. Time indicó a los lectores que ésta era «una película horripilante, llena de emoción»[59]. En 1932 obtuvo el décimo puesto en la lista de las diez mejores películas publicada por el Film Daily. De un modo sorprendente, el Motion Picture Herald, de Quigley animó a los exhibidores a que reservaran Scarface, que aun siendo cruel y deprimente, «tiene “gancho” en las taquillas»[60].

A principios de los años treinta, una variación del cine de gangsters invadió las pantallas norteamericanas. Las películas de ambiente carcelario, como The Big House, Ladies of the Big House, The Criminal Code y The Last Mile, exploraron un tema conocido: el injusto e incompetente sistema penitenciario. Así como las películas de gangsters mostraban a una policía incapaz de detener a los criminales, éstas sugerían que los presidios norteamericanos alojaban a demasiadas víctimas inocentes. El público fue bombardeado con retratos de cárceles dominadas por funcionarios corruptos y guardias sádicos, y explotadas para el beneficio de avariciosos hombres de negocios. El sistema penitenciario se presentaba tan corrupto y tan brutal que se justificaba que los presos, culpables o inocentes, reaccionaran con violencia para recuperar un mínimo de dignidad humana. Desde luego, esa descripción no se ajustaba a la visión de la sociedad norteamericana que el Código de Lord había previsto para la pantalla.

El tema de la corrupción y de la justificación de la rebeldía aparece en dos destacadas películas de 1932 sobre presos condenados a trabajos forzados: Hell’s Highway, de la RKO, y I Am a Fugitive from a Chain Gang, de la Warner Bros. En la vida real, el horror suscitado por los condenados a trabajos forzados en las cárceles del Sur se había convertido en un escándalo nacional cuando en 1929 la policía de Chicago capturó al fugitivo Robert Elliot Burns. Su verdadera historia era incluso más extraña que la ficción[61]. De joven, en 1917, Burns había respondido a la llamada de Woodrow Wilson a «proteger la democracia mundial» y, a su regreso de la guerra en 1919, Burns se había enfrentado a problemas de adaptación y al desempleo. Junto con miles de hombres, erró por el país en busca de trabajo, hasta que en 1922 llegó a Atlanta (Georgia). Sin dinero, se vio envuelto en un atraco a una pequeña tienda de ultramarinos del que se obtuvieron 5,80 dólares; la policía lo atrapó y el juez dictó una sentencia de entre seis y diez años en una cuadrilla de trabajos forzados[62].

Burns no pudo soportarlo. Con la ayuda de otros prisioneros, escapó y llegó a Chicago. Una vez allí, con un nombre falso, pasó rápidamente de «los harapos a la riqueza» y en 1929 se había convertido en el destacado director de una revista. Sin embargo, su pasado lo perseguiría: tras confiarle a la dueña de la casa de huéspedes en la que se alojaba que había huido de una condena de trabajos forzados, ella lo obligó a contraer un matrimonio no deseado y, cuando Burns intentó divorciarse, lo delató a la policía.

Su historia causó sensación en 1929 en todo el país. Los escabrosos detalles sobre los abusos cometidos con los presidiarios condenados a trabajos forzados habían escandalizado al país y abochornado al Estado de Georgia. Pese a que los dirigentes de Illinois y de Chicago se pusieron del lado de Burns y le aconsejaron que permaneciera en el Estado, Burns aceptó una oferta de Georgia de cumplir una pena reducida a cambio de una amnistía. Pero cuando regresó, los gobernantes del Estado incumplieron su promesa, volvieron a enviarlo a los trabajos forzados e hicieron oídos sordos a las peticiones de clemencia.

Increíblemente, Burns volvió a escapar, esta vez a Nueva Jersey y, en febrero de 1932, publicó un relato sensacional sobre los trabajos forzados, I Am a Fugitive from a Georgia Chain Gang!, cuyos derechos vendió a la Warner Bros, por 12.500 dólares. El estudio se precipitó a rodar la película mientras Burns permanecía oculto y sólo salía de su escondite para conceder entrevistas a la prensa[63]. No obstante, la traducción de la realidad a la pantalla planteó graves problemas a la industria: los trabajos forzados, pese a que horrorizaban a la mayoría del país, eran legales en los Estados del Sur; el Código exigía que el cine defendiera la ley y que no la ridiculizara. ¿Acaso esa exigencia también se aplicaba a los trabajos forzados?

En 1932, dos estudios, deseosos de sacarle provecho a la publicidad creada por el caso Burns, se pusieron a escribir frenéticamente sendos guiones sobre los trabajos forzados. En la RKO, David O. Selznick había empezado a producir Hell’s Highway, de Rowland Brown, y en los platos de la Warner, Darryl Zanuck y el director Mervyn Le Roy preparaban la producción de I Am a Fugitive from a Chain Gang. Joy se dio cuenta de que las dos películas iban a crear problemas. ¿Cómo podía Hollywood rodar una película que abordara los trabajos forzados de un modo realista y sin criticar un castigo legal? Como le dijo a Hays, reconocía que los «sistemas están mal», pero dudaba de que fuera «nuestra obligación, como medio de entretenimiento, denunciarlos». Hays coincidió con él[64].

Decidida a sacar el máximo provecho a la publicidad creada por el caso Burns en todo el país, la RKO se apresuró a acabar Hell’s Highway antes de que la Warner estrenara I Am a Fugitive from a Chain Gang. Cuando Joy y su asistente, Lamar Trotti, leyeron el guión de la RKO, descubrieron consternados que el Sur norteamericano quedaba como una región atrasada, donde reinaban la corrupción y la injusticia. El guión estaba plagado de azotes, linchamientos, tiroteos, puñaladas y castigos bárbaros en celdas de castigo, casi todos llevados a cabo por los guardianes de los presidios con el consentimiento de sus superiores. Los presidiarios llevaban en los uniformes un gran ojo de buey dibujado en la espalda, que servía de blanco para que los guardianes pudieran dispararles en caso de que huyeran. El protagonista era otro hombre inocente encarcelado por un consejo de prisiones corrupto; cuando huye junto con otros presos, los habitantes de la zona se suman a la persecución para «divertirse matando a presidiarios». Joy instó a la RKO a que abandonara el proyecto y advirtió a Selznick que iba a tener «más problemas que todos los que ha tenido hasta ahora» si presentaba la película tal y como aparecía en el guión. «Así, tal cual —escribió Joy—, la historia es una condena al sistema y, por tanto, al Estado o a la zona en el que el sistema prevalece». El Código no lo permitía, y por eso le pidió a Selznick que pensara «[…] detenidamente si debería arriesgarse a invertir dinero en una historia como ésa»[65].

Cuando el estudio se negó a abandonar el proyecto, el objetivo de la Oficina Hays pasó a ser asegurarse de que la película no «ofendiera al Sur». Joy y Trotti celebraron una serie de reuniones en los platos de la RKO «para corregir el contexto político» de Hell’s Highway. Según la Oficina Hays, la película debía presentar un «caso particular» de corrupción «en lugar de una condena a todo un sistema penal»; de ese modo, se le quitaría bastante hierro. Para ello, Joy y Trotti «sugirieron» varios cambios: pidieron que no se detuviera al protagonista con acusaciones «falsas», sino por causas justificadas basadas en pruebas circunstanciales de peso; por consiguiente, la película ya no sugeriría que el sistema judicial estaba corrupto y, en cambio, sólo insinuaría que se había cometido un error. Los censores también insistieron en que se presentara un consejo penitenciario formado por «hombres rectos» que intentaban hacer las cosas lo mejor que podían[66].

Una vez eliminadas las implicaciones a la corrupción, los censores empezaron a presionar al estudio para que suavizara la imagen de los trabajos forzados. ¿Por qué, sugirió Joy, no mostrar que los «presos obedientes reciben un trato mejor»? Si algunos presidiarios se presentaban como miembros de «un grupo feliz, obediente y bien atendido», entonces el caso particular de la película quedaría como «la excepción que confirma la regla». De ese modo, el director de la cárcel dejaría de ser el «malo» para convertirse en el «bueno», y Joy prometió que el Consejo de Censura aprobaría la película[67].

Selznick y la RKO accedieron a interrumpir la producción de la película hasta que se incorporaran en el guión los cambios que satisfarían a Joy. El público vio una versión de Hell’s Highway diferente de la planeada en un principio. Richard Dix, el protagonista, era un delincuente común —un atracador de bancos—, no un hombre inocente condenado a trabajos forzados en Liberty Road, una cárcel encargada de construir una autopista estatal, la autopista del infierno a la que se refiere el título. Las condiciones eran brutales: los guardias azotaban y pegaban a los hombres y los incitaban a la violencia. Pero el malo de la película era un contratista particular que, mediante sobornos, hacía que los guardias recurrieran a prácticas inhumanas para que los hombres trabajaran para su provecho. Cuando uno de los presidiarios muere en una celda de castigo, el gobernador del Estado envía a un investigador para que averigüe lo que ocurre en la cárcel. Los cambios relativos al contexto político requirieron varias escenas muy breves que indicaran claramente que el Estado había aprobado leyes que prohibían maltratar a los presos. Al final, el gobernador acude a la cárcel y ordena la detención del contratista por asesinato. La película no denunciaba un sistema brutal, corrupto y sádico, sino la avaricia individual. En su reseña dirigida a los propietarios de las salas, Harrison’s Reports advirtió, con cierta satisfacción, que «la culpa es del contratista particular» y no del Estado. Jason Joy se sintió aliviado; pero también estaba preocupado, y aseguró a Hays que vigilaba a los estudios de cerca porque la industria nunca iba a estar del todo a salvo «con todas esas historias sobre los trabajos forzados»[68].

Sin duda, I Am a Fugitive from a Chain Gang distaba mucho de estar a salvo. La MGM había sido la primera interesada en rodar la tragedia de Robert Burns. Cuando el productor Irving Thalberg se informó sobre el proyecto, Joy había intentado disuadirlo, diciéndole que los aspectos más importantes de la historia —la «crueldad de los trabajos forzados y los detallados métodos de huida»—, no podían salir en la pantalla. La película tampoco podía tener un enfoque antisureño si el estudio pretendía hacer negocios en el Sur. Recordó al productor que los sureños seguían sosteniendo que los trabajos forzados eran necesarios para controlar a la enorme población negra y reconoció que «nosotros podemos pensar que estos métodos son reliquias bárbaras de la Edad Media, pero desde el punto de vista económico, debemos plantearnos detenidamente si estamos dispuestos a enfadar a cualquier sector importante». La MGM abandonó el proyecto con sigilo[69].

Aunque la MGM se desanimó con facilidad Jack Warner estaba decidido a rodar I Am a Fugitive from a Chain Gang, pese a la advertencia que recibió de su propio departamento de guiones en el sentido de que desataría la hostilidad del Sur. Podría ser una buena película, le dijeron, «si no hubiera censura, pero seguro que el actual sistema de censura eliminará todos los aspectos impactantes y realistas de la historia». Cuando Joy recibió la noticia de que la Warner pretendía llevar I Am a Fugitive from a Chain Gang a la pantalla, le pidió al jefe de producción, Darryl Zanuck, que pensara seriamente en la reacción de los sureños y le instó a que tuviera mucho cuidado al presentar un Estado que «ha incumplido su promesa» y recurrido a una «venganza mezquina»[70].

Pese a las advertencias, Zanuck siguió adelante. Eligió a Paul Muni, que acababa de rodar Scarface, para el papel de Burns, y contrató a Mervyn Le Roy como director. En abril de 1932 le encargó a un guionista del estudio, Brown Holmes, que adaptara el libro, e incluso llevó a Robert Burns a Hollywood. Con el nombre de «señor Cañe», Burns se paseó por el estudio durante varias semanas antes de volver a la clandestinidad. Se hicieron varios borradores del guión, y Zanuck le encargó a Howard J. Green que le diera un pulido final. Como recordó Green, Zanuck insistió —seguramente debido a la presión a la que le sometió Joy— en que no debía reconocerse el Estado de Georgia y en que el guión debía «minimizar la polémica sobre los trabajos forzados». De haber podido hacerlo a su manera, escribió Green, «el guión habría sido una despiadada diatriba contra todo el sistema. El señor Zanuck lo adivinó e […] insistió en que incorporara en mi guión argumentos sinceros a favor de los trabajos forzados»[71].

Una vez iniciada la producción de I Am a Fugitive from a Chain Gang, el estudio mantuvo pocos contactos con el Consejo de Censura, pues hasta la creación de la Production Code Administration en julio de 1934, el sistema seguía siendo voluntario. Joy vio I Am a Fugitive from a Chain Gang por primera vez en octubre de 1932, en un pase realizado en el estudio y, pese a que al principio de la película sintió cierta aprensión, cuando los últimos créditos salieron en la pantalla estaba encantado. Aunque no había ningún «argumento sincero a favor» de los trabajos forzados, para Joy:

[I Am a Fugitive from a Chain Gang] no es una denuncia contra los trabajos forzados en general, sino una historia muy individualizada sobre la experiencia personal de un hombre debida a un fallo injusto, que comporta unas circunstancias tan poco habituales que no puede considerarse en modo alguno una acusación general a este tipo de castigo legal[72].

I Am a Fugitive from a Chain Gang se estrenó en noviembre de 1932 en el Strand Theater, de Broadway, una sala propiedad de la Warner con un aforo de 3.500 personas. La injusticia, el sudor, la suciedad, la brutalidad sádica, las espectaculares fugas y la traición del Estado hacían acto de presencia en la película. En la última escena, Robert Allen, convertido en criminal, aparece como un animal al acecho en un callejón. Asustado, derrotado por el sistema, se arriesga a que lo cojan con tal de ver a su novia. «¿De qué vives?», le pregunta ella. «Robo», responde él, amparándose en la oscuridad.

«I Am a Fugitive from a Chain Gang. LA MAYOR SENSACIÓN DE BROADWAY EN LOS ÚLTIMOS TRES AÑOS», telegrafiaron los ejecutivos de Nueva York tras el estreno. Miles de aficionados no consiguieron entradas para verla, y un ejecutivo de la Warner exclamó «LA PROSPERIDAD DE LA WARNER EMPIEZA A REPUNTAR» cuando la película se estrenó en 200 salas de todo el país. Los críticos de cine la alabaron con el mismo entusiasmo que Joy. El National Board of Review la definió como «no sólo el mejor largometraje del año, sino una de las mejores películas realizadas en este país»[73]. Incluso la conservadora Louella Parsons, crítica de cine para Los Angeles Examiner, la elogió: «Si esta película —escribió— puede hacer algo para corregir un mal que es una mancha de la civilización, no se habrá realizado en vano». El Motion Picture Herald, de Martin Quigley, publicó una reseña favorable, al igual que Harrison’s Reports, que elogió la película diciendo que era «un impactante drama destinado al público adulto»[74]. Hasta Paul Muni entró en calor. En una entrevista, el actor apeló a Hollywood para que utilizara su popularidad con el fin de «prevenir al mundo contra todo tipo de crueldades», si bien su ruego pasó desapercibido en la capital del cine[75].

Joy tenía razón cuando opinó que I Am a Fugitive from a Chain Gang presentaba la experiencia de un solo hombre, y no un problema social más amplio y conflictivo. Pero Lorentz, que más tarde se volvería famoso con sus inquietantes documentales The River y The Plow That Broke the Plains, advirtió con cierta decepción en su reseña en Vanity Fair que I Am a Fugitive from a Chain Gang habría sido más efectiva si hubiese utilizado la historia de Robert Burns para analizar el entorno social de la cárcel, en lugar de concentrarse en un individuo en particular. Según Lorentz, el verdadero problema se hallaba en el motivo por el que las cárceles eran tan brutales. ¿Qué era lo que inducía a los guardianes a ser tan sádicos? ¿Por qué existía en Norteamérica un castigo penal como ése? Lorentz opinaba que si la película hubiese abordado esas cuestiones, habría sido un poderoso instrumento social para impulsar una reforma; sin embargo, presentada así, no era más que otro melodrama hollywoodense con un final excepcionalmente impactante.

Joy, en primer lugar, se alegraba de que la película no se hubiera aventurado en el terreno de la crítica social como sugería Lorentz. Su vívida descripción de los trabajos forzados ya era bastante brutal, pensaba, y al público no le costaría nada entender que esa manera de aplicar la justicia estaba mal. Le dijo a la Warner que, en su opinión, era «una de las películas más importantes del año»[76]. Tanto para Joy como para Hays, la cuestión era que, como la película sólo trataba del protagonista y no reflejaba las dificultades de los demás presos, la industria quedaba «totalmente justificada», siempre y cuando las películas no fueran «parciales, se presentaran de un modo desapasionado y sin propaganda, y se reconociera que tenían que entretener». Mientras que Lorentz había pretendido que se utilizara el cine, sobre todo esa película, para hacer un análisis de la injusticia social, Joy y la Oficina Hays se dedicaron a mantener la crítica social dentro de los confines de un entretenimiento desapasionado. El grado de dificultad que eso supondría se puso de manifiesto durante los primeros meses de 1933, cuando la política, las ganancias, la propaganda y el entretenimiento se entrelazaron en una de las películas más extrañas jamás realizadas en Hollywood.

Si la política es capaz de hacer extrañas parejas, considérese quiénes desempeñaron los papeles más importantes en la producción de Gabriel Over the White House: Walter Wanger, un demócrata liberal que solía impregnar sus films con su ideología política y que acostumbraba a tener problemas con la Oficina Hays, produjo una película para Cosmopolitan Studios, propiedad del magnate de la prensa William Randolph Hearst, que, entusiasmado con Roosevelt, pretendía que el film fuera un tributo al nuevo presidente y un ataque a los anteriores gobiernos republicanos. Gabriel Over the White House se rodó en los platos de la MGM bajo la supervisión de Louis B. Mayer, un republicano recalcitrante e invitado habitual a la Casa Blanca durante el Gobierno de Hoover, y la distribuyó Loew’s Inc. Finalmente, el doctor Wingate y Will Hays, ex-miembro del gabinete acosado por los escándalos de Warren Harding, censuraron la película.

Basada en una oscura novela de Thomas F. Tweed, una figura importante del Partido Liberal inglés, Gabriel Over the White House era un alegato de ficción a favor del establecimiento de una dictadura temporal en Estados Unidos para acabar con la Depresión. El libro retrataba la democracia norteamericana como irremediablemente ineficaz e indiferente a las necesidades de la población; en ella los partidos políticos estaban controlados por «mercenarios» para los que el Gobierno representaba un medio de enriquecerse. El Congreso sólo era una «sociedad de debates» compuesta de personajes retrógados que discutían horas y horas y que no hacían nada. La Prohibición había creado un ejército de gangsters armados, los verdaderos gobernantes de las ciudades norteamericanas. En resumidas cuentas, la democracia norteamericana se había venido abajo[77].

Los problemas de la nación se resuelven cuando un nuevo presidente, Jud Hammond —un auténtico «mercenario» de partido, al que sólo le preocupaban el póquer y su secretaria y amante— resulta herido en un accidente automovilístico. Cuando Hammond se halla al borde de la muerte, el arcángel Gabriel desciende del cielo con una nueva agenda política y, tras el encuentro espiritual, Hammond se recupera milagrosamente y sorprende a todo el mundo convirtiéndose de pronto en un buen gobernante. Despide a los miembros corruptos del gabinete, acaba con el paro creando un ejército de parados, elimina a los gangsters y obliga a todos los demás países a desarmarse y a pagar las deudas contraídas en la Primera Guerra Mundial. Una vez acabada su misión en la Tierra, Hammond muere como un héroe mundial.

En otoño de 1932, Wanger, el guionista Carey Wilson y Hearst redactaron juntos el guión, y a finales de enero de 1933 lo enviaron a James Wingate, el censor de la Oficina Hays. Ese hecho coincidió con el «invierno negro» del país: en las elecciones de noviembre de 1932 los norteamericanos habían rechazado de plano la política de Herbert Hoover y elegido a Franklin D. Roosevelt, pero el nuevo presidente no sería investido hasta marzo de 1933. Durante ese largo, frío y crudo invierno, el paro alcanzó unos índices sin precedentes, los bancos cerraron uno tras otro, las prestaciones se agotaron y la economía nacional tocó fondo. El Gobierno parecía completamente paralizado; sin embargo, nadie sabía exactamente qué podía o iba a hacer Franklin Roosevelt. Justo cuando el país esperaba ansioso que éste tomara posesión del cargo, llegó a la mesa de Wingate el guión que ofrecía una solución cinematográfica a los males del país.

Una sinopsis interna de la MGM definió la película como «reaccionaria y radical hasta decir basta»[78]. Wingate pensó lo mismo; se quedó estupefacto. Si bien reconoció ante el jefe de producción de la MGM, Irving Thalberg, que Gabriel Over the White House era «sin duda una historia impactante», Wingate creyó que la película iba a dar una imagen negativa del Gobierno norteamericano. La historia, que en la novela transcurría en 1950, se situaba ahora en el presente y Wingate temió que dicho cambio se relacionara directamente con los anteriores gobiernos republicanos.

Según el guión, el presidente Hammond tenía una amante en la Casa Blanca, la Depresión no le quitaba el sueño, hacía gala de un fervor simplista e instaba a la población a salir de la crisis mediante un retorno al espíritu de los pioneros (como había hecho Herbert Hoover). En una escena se veía a un ejército de desocupados que marchaba sobre Washington para exigir una «revolución» y que calificaba al Gobierno de «podrido», dirigido por «inútiles e imbéciles». Wingate le dijo a Thalberg que dudaba que «cualquier Consejo de Censura autorizara semejante vilipendio de los gobiernos»[79].

La conversión de Hammond era igualmente preocupante. Tras un accidente automovilístico, el presidente entra en coma y los médicos no pueden hacer nada por él. Cuando Hammond está a punto de morir, lo visita el arcángel Gabriel, que le da una nueva agenda política, y Hammond de pronto se recupera. Rompe con su amante, Pendie, despide a su gabinete, disuelve el Congreso y declara la ley marcial. Acaba con la Prohibición y, cuando los gangsters se resisten, ordena al ejército norteamericano que los detenga y ejecute.

Una vez eliminada la violencia interna, Hammond se dedica a la política internacional. En 1933, el desarme y la devolución de las deudas de guerra contraídas por Europa eran puntos débiles para los norteamericanos. Gabriel Over the White House proponía una solución rápida y sencilla: el presidente Hammond invita a los diplomáticos residentes en Washington a presenciar una demostración del poder de la fuerza aérea norteamericana. Los aviones destruyen varios buques de la Primera Guerra Mundial, y Hammond afirma que con «10.000 bombarderos como ésos», Estados Unidos puede ganar cualquier guerra[80]. Cuando los diplomáticos dicen que sus países son demasiado pobres para pagar sus deudas, Hammond les amenaza con una guerra. Todo el mundo piensa que está loco. Un periodista comenta que «Estados Unidos no tolerará una guerra, ni siquiera instigada por Jud Hammond». Mientras tanto, los miembros del gabinete despedidos por Hammond conspiran para derribar el Gobierno. «¿Os dais cuenta de lo que va a hacer este maniaco? Pretende enemistarnos con el mundo, ¡cuando tenemos una Armada incluso más pequeña que la inglesa! ¡Está loco!»[81]. Sin embargo, Hammond sale vencedor cuando los países extranjeros se doblegan ante la poderosa Norteamérica y no sólo firman un tratado de desarme mundial, sino que también se comprometen a pagar las deudas de guerra.

En un final apoteósico, Hammond entra en su despacho de la Casa Blanca para firmar el histórico documento. Una vez firmado, se desmaya y lo atiende su amante, Pendie. El médico le dice que la tensión del último año ha sido excesiva para el presidente, pero que se recuperará. Cuando Hammond vuelve en sí, le insiste al médico que se vaya. Éste acepta a desgana y le deja a Pendie un medicamento, con instrucciones de administrarle una pequeña dosis en caso de una recaída.

Pronto se descubre el motivo por el que Hammond deseaba que el médico abandonara la habitación: el viejo Jud Hammond por fin ha salido del coma en el que cayó hace un año. Trata a Pendie como si fuera su amante, y ella se escandaliza. Hammond desea saber cuánto tiempo ha estado inconsciente. Un año, le responde ella, y él se horroriza. Entonces Pendie le dice que durante ese año se ha convertido en un gran hombre: despidió a su gabinete, declaró la ley marcial, acabó con la Prohibición y el poder de los gangsters, suprimió el patrón oro, creó un ejército civil formado por parados y acabó con la carrera armamentística mundial. Hammond se enfurece. ¿Por qué no lo ha detenido nadie? «Estoy oyendo una acusación terrible […]. He traicionado a mi partido, a mis amigos […]. Hay un perro rabioso suelto por la Casa Blanca. Debo disculparme humildemente ante los que me han votado, ante los que han confiado en mí»[82]. Hammond se refiere a sus compinches políticos, no al pueblo norteamericano. Da orden de que su gabinete vuelva a reunirse de inmediato.

«Muchachos —les dice a sus ministros—, desapruebo por completo todo lo que ha hecho el presidente de Estados Unidos durante este último año». Después, les asegura que su objetivo es «volver a las mismas tácticas de antes». Para empezar, les dirá a los líderes mundiales, en «la mayor conferencia de dirigentes políticos de la historia universal», que Estados Unidos se negará a reconocer el tratado y que «vamos a quedarnos con todo el oro, todos los negocios, y tendremos los mayores buques de guerra, y que ya pueden guardar sus cuellos duros y volverse a sus casas y ocuparse de sus asuntos». Cuando su secretario, Beekman, protesta porque eso puede provocar una guerra, Hammond se encoge de hombros como si le diera igual. Después Hammond se acerca al micrófono para iniciar su discurso, pero sufre otro desmayo antes de expresar su nueva postura. Esta vez, el presidente ha muerto. Muere como un héroe público; sólo los que se hallan detrás de los bastidores conocen la verdadera historia de Jud Hammond.

Aunque para William Randolph Hearst todo esto tenía sentido, a Wingate le preocupaba que la película ofendiera a los republicanos. Advirtió a Thalberg que la disolución del Congreso, la imagen de dictador que se daba del presidente, la promulgación de la ley marcial en tiempos de paz y la amenaza de guerra iban a mermar el respeto de los norteamericanos hacia el Gobierno en unos tiempos de crisis. ¿Era prudente, preguntó, que una película retratara a un Congreso inepto? Ese tipo de película podía provocar la aprobación de una legislación contraria a los intereses de la industria. Gabriel Over the White House abordaba, advirtió Wingate a la MGM, un «tema peligroso»[83].

Wingate hizo partícipe a Hays de la discusión y le informó sobre el guión. «En unos tiempos tan difíciles como estos —preguntó Wingate a Hays—, ¿debería la industria autorizar a los estudios a hacer películas que muestren a multitudes de personas afligidas, insatisfechas o sin trabajo, que acuden en masa a Washington con un sentimiento antigubernamental para exigir justicia?» No era descabellado, se temía Wingate, pensar que una película como ésa podía provocar a «radicales y comunistas» y mermar «la confianza del pueblo en su Gobierno»[84].

Hays reconoció que la película podía poner a la industria en un brete. Como antiguo miembro del gabinete de Harding, es posible que le hubieran molestado las escenas que presentaban a un presidente dominado por una banda de compinches jugadores de cartas y que tenía una amante en la Casa Blanca. Las escenas en las que el ejército recibía orden de disolver por la fuerza a un grupo de parados sin duda iban a recordar el día que el presidente Hoover recurrió al ejército norteamericano para expulsar a los veteranos de guerra que en 1932 acudieron en masa a la capital porque se les había retirado el subsidio. Las referencias al uso de una retórica optimista para acabar con la Depresión también resultaban demasiado familiares para el republicano Hays.

Hays también temía que el diálogo sobre las deudas de guerra perjudicase a la película en el lucrativo mercado extranjero. Cuando Fred Herron, encargado del comercio exterior en la Oficina Hays, leyó el guión, exclamó: «Hay que tener mucha cara para poner algo así en una de nuestras películas y al mismo tiempo pedir constantemente a nuestras embajadas que nos ayuden con los gobiernos extranjeros». El tema de la deuda le pareció «totalmente absurdo» y predijo que iba a crear un «profundo sentimiento antinorteamericano» en todos los países en los que se distribuyera la película. Era evidente que Gabriel Over the White House tenía que someterse a una rehabilitación política antes de exhibirse al público norteamericano o extranjero[85].

Will Hays estaba tan preocupado que telegrafió a Louis B. Mayer para que considerara «detenidamente […] los problemas potenciales» que Gabriel Over the White House podía causarle a la industria, y le pidió que supervisara la película personalmente. En ese momento, según la «política de la industria», declaró Hays, la película debía mostrar al presidente recibiendo el consentimiento del Congreso «para aplastar a los gangsters» y también presentar un «claro enfoque espiritual». Mayer, que apenas estaba al corriente de la producción de Cosmopolitan Studio, aseguró a Hays que supervisaría de cerca el rodaje de la película y, tras consultar con Walter Wanger, éste accedió a realizar todos los cambios necesarios[86].

Cuando el primero de marzo de 1933 Mayer se sentó en su butaca para ver el preestreno de Gabriel Over the White House en Glendale (California), tenía que haberse preparado; no obstante, pese a que se lo habían advertido, no había desempeñado el papel activo que Hays había deseado. La película había sufrido varios cambios: se habían eliminado varios discursos del tipo «la prosperidad está a la vuelta de la esquina»; se había suavizado la relación entre Hammond y Pendie, casando a ésta con Beekman durante el año en que Hammond estuvo «en coma», y se había suprimido la amenaza de guerra. También se había cambiado el final; en esta versión, tras firmar el tratado y desmayarse, Hammond se recupera y vuelve a ser el viejo Jud. Cuando Pendie le cuenta todo lo que ha hecho para acabar con la Depresión, se enfurece y grita: «He sido desleal con mi partido. Espero poder deshacer lo que he hecho este año». Está tan disgustado que vuelve a desmayarse y, esta vez, Pendie, que ya no está enamorada de él, se da cuenta de que ese «mercenario de partido» está a punto de hacerle un gran daño al país y al mundo entero. Le da un vaso de agua sin añadirle el medicamento que le ha recetado el médico y Hammond muere antes de poder actuar.

Cuando el proyector se detuvo, Mayer hervía de cólera. Tras interpretar la película como un ataque a los presidentes Harding y Hoover y al Partido Republicano en general, Mayer salió de «la sala como un torbellino de nubarrones», cogió a Eddie Mannix y gritó lo bastante fuerte como para que los demás lo oyeran: «Pon esa película en su lata, llévatela al estudio y escóndela»[87].

No obstante, Hollywood se regía por la economía, no por la histeria, y Gabriel Over the White House pertenecía a Hearst, no a Mayer. Por tanto, en lugar de enterrarla en los depósitos de la MGM, la enviaron a Nueva York para someterla a una valoración política.

Hays consideraba que las películas con trasfondo político eran tan peligrosas para la industria como las de sexo. Se enfureció al ver que, tras la humillación del Partido Republicano en los comicios, y justo cuando Wall Street se hallaba sumido en el caos y la industria se hundía rápidamente en un mar de números rojos, Hearst pretendía estrenar en marzo de 1933 Gabriel Over the White House, una película que abogaba abiertamente por la instauración de una dictadura[88].

Hays organizó un pase especial de la película para la junta directiva de la MPPDA, que reaccionó con indignación. Sólo se habían incluido unos pocos cambios de los sugeridos por Wingate y Hays. A éste lo que más le enfadó fue que la historia se hubiera ambientado en el presente, ya que le pareció que así el ataque a los republicanos era más evidente, aunque también le preocupó el final de la película.

A la mañana siguiente, Hays volvió a proyectar el film y, tras varios pases, se convenció de que todavía podía salvarse. Con el consentimiento de Nicholas Schenck, el presidente de Loew, Hays llamó a Louis B. Mayer y le dijo que se encontraban en «una situación sin precedentes en este país», cuando la población mira a Roosevelt del mismo modo que «un hombre que se está ahogando mira a un socorrista […] con un ojo puesto en él y el otro en Dios». En opinión de Hays, el país esperaba y se merecía una «película inspiradora» y, sin embargo, ésa presentaba una «acusación directa a la puerilidad y falibilidad del actual Gobierno». El tema general de la película era que en el poder ejecutivo sólo se podía imponer «la rectitud y la sabiduría» mediante un coscorrón en la cabeza[89].

Era imprescindible, dijo Hays, que la película presentara a un presidente con «un mínimo de sentido del deber», que actuara como era debido gracias a una «inspiración espiritual» y no tras recibir un coscorrón. Al fin y al cabo, añadió, es verdad que cuando un hombre se convierte en el presidente de los Estados Unidos «sufre un cambio espiritual [tras el cual] se desvive» por mejorar el país. Quizá se pudiera sugerir que a Hammond le ocurre algo así cuando el arcángel Gabriel lo visita tras el accidente. Si se pudiera hacer —si se pudiera mostrar que Hammond actuaba por inspiración—, entonces la propaganda en la película, pensaba Hays, no sería tan grave[90].

Hays también pidió que se eliminara la escena en la que el presidente y un miembro del gabinete juegan al póquer. «Estamos en guerra [con la Depresión] y a pesar de eso vamos y hacemos una película que presenta al presidente como un político barato o, peor aún, como alguien que inicia una reunión del gabinete diciendo «¿A quién le toca repartir?». Asimismo, había que suavizar la relación entre el presidente y su secretaria para eliminar toda alusión a una relación ilícita. Si se realizaban todos esos cambios, Hays estaba seguro de que la película se podría estrenar[91]. Mayer aseguró con humildad a Hays y a Schenk que sólo habían visto un «borrador»[92].

Wanger tardó casi un mes en modificar la imagen general de Gabriel Over the White House. La película original se había rodado en dieciocho días con un presupuesto activo de 180.000 dólares; el montaje y las nuevas tomas costaron otros 30.000 dólares. Los cambios agradaron a Wingate, quien le dijo a Thalberg que estaba «encantado» con la nueva versión, pues había «librado a la película [de problemas] con la censura o con el Código». En efecto, los diversos Consejos estatales y locales la aprobaron sin imponer ningún cambio[93].

El cambio más espectacular fue el final: en la nueva versión, Hammond se desmaya tras la firma del tratado y muere en su despacho sin retractarse de sus actos. Según Hays, este nuevo final le quitó gran parte del estigma. Asimismo, la eliminación de la amenaza de guerra con motivo de las deudas hacía que la película resultara más agradable al público europeo, y se silenció el papel romántico de Pendie. Aun así, la experiencia con Gabriel Over the White House demostró que por mucho que se hicieran nuevas tomas o se montara después de la producción, era imposible cambiar la esencia de una película. Walter Huston, en el papel de Jud Hammond, queda como un auténtico «mercenario de partido» que se preocupa muy poco por los problemas de su país. Es tan imbécil que insiste en conducir a velocidades vertiginosas; tras un grave accidente, lo visita un arcángel que le inspira un nuevo programa político. Aunque para Hays esta pequeña escena puede haberle quitado al film gran parte de su estigma, la conclusión ineludible es que el accidente fue el principal motivo de la nueva política de Hammond.

Incluso si no es tan obvio como se pretendió en un principio, es evidente que la relación entre la secretaria y el presidente es algo más que una relación platónica y profesional, y sólo después del accidente Hammond rechaza las atenciones de Pendie. El Congreso sigue siendo ineficaz, pese a que en la nueva versión el legislativo autoriza a Hammond a asumir el poder. Para que esto quede claro ante el público, se introdujo el titular de un periódico: «EL CONGRESO ACCEDE A LA PETICIÓN DEL PRESIDENTE: Aprobado por amplia mayoría - Hammond dictador». Según Hays, de ese modo se legitimaban los actos de Hammond y la película se conciliaba con el Código.

6. Walter Huston y Karen Morley en Gabriel Over the White House. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas.

Pese a los cambios, se alteró tan poco la impresión general que transmitía la película que Nation título su crítica: «El fascismo en Hollywood». Hays debió de estremecerse cuando leyó el artículo, que arremetía contra la película de Hearst acusándola de ser un descarado intento de «convertir al inocente público cinematográfico norteamericano a una política propia de una dictadura fascista». Gabriel Over the White House incluso dio pie a que el comentarista político Walter Lippmann se convirtiera en crítico de cine; tras verla, dijo que «el cuerpo político es un cuerpo que Hollywood todavía no conoce. De hecho, nunca pensé que el cine pudiera reflejar semejante inocencia virginal». Harrison’s Reports, por otro lado, dijo a los exhibidores que la película trataba de «lo que piensan la mayoría de los norteamericanos sobre los problemas sociales, políticos y económicos». Hays suspiró con alivio cuando la recaudación puso de manifiesto que Gabriel Over the White House no había conseguido captar la atención del país[94].

Los gangsters, los trabajos forzados y la política mostraron que el debate sobre el contenido del cine era mucho más complejo que el decreto eclesiástico que exigía que las películas fueran «moralmente puras». Daniel Lord le dijo a Hays en 1931 que en realidad daba igual el modo en que las películas abordaran ciertos temas, como en el caso de los gangsters; sencillamente no tenían cabida en la pantalla. Lord no abogaba por una reforma, sino por la prohibición absoluta de temas que trataran de cuestiones que él desaprobaba. Pese a que carecía de pruebas que confirmaran que el cine era responsable del aumento de la delincuencia, él así lo creía. Los que exigían una censura estricta coincidieron con Lord: Hollywood estaba presentando un aspecto de la vida norteamericana que ellos desaprobaban. Los gangsters, las cárceles y los políticos corruptos no reflejaban su visión de Norteamérica.

A pesar de que a Hays y a los censores se les acusaba de no hacer un verdadero esfuerzo por aplicar el Código, el hecho es que había claras discrepancias sobre lo que era permisible en la pantalla, sobre todo en el caso de las películas de gangsters. Jason Joy, August Vollmer y varios periodistas, revistas, críticos de cine y miembros del poder judicial vieron en el cine la clara lección moral de que «el crimen no compensa». Incluso un crítico tan severo como Martin Quigley reconoció que no había pruebas de que las películas sobre gangsters fueran dañinas.

El papel de Hays fue fundamental. Pese a las fuertes acusaciones de sus detractores de que no aplicaba el Código, la verdad es que no dejó de buscar maneras de someter con mayor firmeza a los productores de Hollywood. Hays, junto con su Consejo de Censura de Hollywood, y no los reformadores religiosos, fue el que se opuso al contenido original de I Am a Fugitive from a Chain Gang y Gabriel Over the White House. Lo que Hays más temía era la polémica, y le preocupaban las películas que cuestionaban los valores fundamentales, como las de gangsters; las que reflejaban la corrupción y la injusticia, como los dramas sobre las cárceles, o bien las que desafiaban la idea de que el Gobierno no se consagraba al bienestar general, como Gabriel Over the White House.

Tampoco se trataba de que los estudios se hubieran empeñado en inundar las pantallas con dramas «duros». No obstante, algunos estudios —sobre todo, la Warner Bros.—, así como algunos productores y directores, deseaban ampliar los horizontes del cine y se oponían a las restrictivas directrices de Hays.

La lección que Hays aprendió gracias a las películas de gangsters, sobre todo Scarface, y a las películas como Gabriel Over the White House, era que por mucho que se cortara y volviera a montar, no se podía cambiar el núcleo de una película. El control sobre el contenido requeriría una vigilancia firme y segura antes de la producción y dentro de los estudios, y Martin Quigley estaba de acuerdo. Mientras Hays buscaba una manera de ejercer su influencia sobre los productores, Quigley pensaba en convocar a las Legiones católicas para que participaran en una marcha en contra de Hollywood.