CAPÍTULO 18

Dos noches después de mi encuentro con Arra Sails, Mr. Crepsley y yo fuimos llamados a presencia de los Príncipes. Yo aún me sentía entumecido por el combate, y Mr. Crepsley tuvo que ayudarme a vestirme. Gemí mientras levantaba los brazos sobre la cabeza: la piel estaba negra y azul allí donde había recibido los golpes de Arra.

—No puedo creer que hayas sido tan estúpido para desafiar a Arra Sails —suspiró Mr. Crepsley. No había dejado de tomarme el pelo al respecto desde que se enteró, aunque en el fondo yo sabía que se sentía orgulloso de mí—. Hasta yo me lo habría pensado antes de enfrentarme a ella en las barras.

—Supongo que eso significa que soy más valiente que usted —dije, con una sonrisa de satisfacción.

—Estupidez y valor no son lo mismo —me amonestó—. Podías haber salido seriamente herido.

—Habla como Kurda —dije, enfurruñado.

—Hay ciertas cosas con las que no estoy de acuerdo con Kurda (él es un pacifista, lo cual va contra nuestra naturaleza), pero tiene razón cuando dice que a veces es mejor evitar la lucha. Cuando una situación es desesperada y no tiene sentido pelear, sólo un estúpido insistiría en combatir.

—¡Pero no era desesperada! —exclamé—. ¡Estuve a punto de derrotarla!

Mr. Crepsley sonrió.

—Es imposible razonar contigo. Pero así son la mayoría de los vampiros. Es señal de que estás aprendiendo. Ahora, acaba de vestirte y ponerte presentable. No debemos hacer esperar a los Príncipes.

***

La Cámara de los Príncipes se encontraba en el punto más alto del interior de la montaña de los vampiros. Sólo tenía una entrada, un túnel largo y ancho custodiado por un batallón de Guardias de la Montaña. Nunca había subido hasta aquí, pues nadie podía utilizar el túnel a menos que tuviera asuntos que resolver en la Cámara.

Los guardias uniformados de verde vigilaron cada paso que avanzamos por el túnel. No estaba permitido llevar armas en la Cámara de los Príncipes, ni portar nada que pudiera utilizarse como un arma. No se permitía llevar zapatos (era muy fácil ocultar una pequeña daga bajo las suelas) y nos registraron de arriba abajo en tres zonas distintas del túnel. ¡Incluso nos revolvieron el pelo por si escondíamos algún alambre en él!

—¿Por qué tantas precauciones? —le susurré a Mr. Crepsley—. Creía que los Príncipes eran respetados y obedecidos por todos los vampiros.

—Y lo son —respondió—. Esto es más por tradición que por otra cosa.

Al final del túnel irrumpimos en una enorme caverna con una extraña y blanca bóveda resplandeciente. No se parecía a ninguna otra construcción que hubiese visto: las paredes latían como si estuvieran vivas, y no pude distinguir ninguna grieta ni ensambladura.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—La Cámara de los Príncipes —respondió Mr. Crepsley.

—¿De qué está hecha? ¿De roca, mármol, hierro…?

Mr. Crepsley se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe.

Me llevó hasta la bóveda (los únicos guardias a ese lado del túnel se agrupaban ante las puertas de la Cámara) y me indicó que colocara las manos sobre ella.

—¡Está caliente! —exclamé—. ¡Y vibra! ¿Qué es?

—Hace mucho tiempo, la Cámara de los Príncipes era como cualquier otra —respondió Mr. Crepsley con su acostumbrada retórica—. Una noche, llegó Mr. Tiny y dijo que nos traía un regalo. Fue poco después de que la escisión de los vampanezes. El «regalo» fue la bóveda (construida por las Personitas, jamás vistas por ningún vampiro), y la Piedra de Sangre. La bóveda y la Piedra son elementos mágicos. Son…

Uno de los guardias de las puertas nos llamó.

—¡Larten Crepsley! ¡Darren Shan!

Nos apresuramos hacia allí.

—Ya podéis entrar —dijo el guardia, y golpeó las puertas cuatro veces con la larga lanza que portaba. Las puertas se abrieron deslizándose sobre sí mismas (como si fueran electrónicas) y entramos.

Aunque no había antorchas ardiendo en el interior de la Cámara de los Príncipes, la estancia irradiaba tanta luz como si fuera de día, mucho más luminosa que ningún otro lugar en la montaña. La luz provenía de las paredes de la misma bóveda, por medios desconocidos para todos, excepto para Mr. Tiny. Había largos bancos (como los de las iglesias) dispuestos en círculo en torno a la bóveda, dejando un amplio espacio en el centro, donde se alzaban cuatro tronos de madera sobre una tarima, pero sólo tres Príncipes los ocupaban. Mr. Crepsley me había dicho que siempre había al menos un Príncipe que se saltaba los Consejos, en caso de que algo les ocurriera a los otros. No había nada que colgara de las paredes, ni pinturas, ni retratos ni banderas. Tampoco había estatuas. Era un lugar para tratar asuntos, sin pompa ni ceremonia.

La mayor parte de los asientos estaban ocupados. Los vampiros comunes se sentaban en la retaguardia y los del medio estaban reservados al personal de la montaña, como guardias y gente así. Los Generales Vampiros ocupaban los asientos delanteros. Mr. Crepsley y yo nos encaminamos hacia la tercera hilera del frente, y nos sentamos junto a Kurda, Gavner Purl y Harkat Mulds, que nos estaban esperando. Me alegró volver a ver a la Personita, y le pregunté cómo le había ido.

—Preguntas… respuestas… —respondió—. Decir la misma cosa… una y otra… y otra… vez.

—¿Has recordado más cosas? —pregunté.

—No.

—Pero no porque no lo haya intentado —rió Gavner, inclinándose hacia mí para apretarme el hombro—. Prácticamente lo hemos torturado con preguntas, tratando de que recordara algo. Y no se quejó ni una vez. Si yo hubiera estado en su lugar, no habría tardado en mandarlo todo al infierno. ¡Ni siquiera le han permitido dormir!

—No necesito… dormir mucho —dijo Harkat tímidamente.

—¿Ya te has recuperado de tu combate con Arra? —preguntó Kurda.

Gavner se adelantó antes de que pudiera responder.

—¡Me lo han contado! ¿En qué diablos estabas pensando? ¡Preferiría que me arrojaran a un foso lleno de escorpiones que enfrentarme en las barras a Arra Sails! La he visto hacer picadillo a una veintena de vampiros curtidos en una noche.

—En aquel momento me pareció una buena idea —respondí con una amplia sonrisa.

Gavner nos dejó para ir a discutir algo con algunos de los Generales (los vampiros siempre estaban debatiendo asuntos serios en la Cámara de los Príncipes), y, mientras esperábamos, Mr. Crepsley me habló un poco más sobre la bóveda.

—La bóveda es mágica. No hay ningún modo de entrar aquí, excepto a través de esas puertas. Nada puede atravesar esas paredes, ni herramientas, ni explosivos, ni ácido. Es el material más duro conocido por humanos o vampiros.

—¿De dónde proviene? —pregunté.

—Nadie lo sabe. Las Personitas lo trajeron en vagones cubiertos. Les llevó meses levantar las paredes, capa por capa. No se nos permitió ver cómo las construían. Nuestros mejores arquitectos las han estudiado muchas veces desde entonces, pero ninguno ha conseguido desentrañar sus misterios.

»Las puertas sólo pueden ser abiertas por los Príncipes Vampiros —prosiguió—. Pueden hacerlo apoyando las palmas directamente sobre ellas, o desde sus tronos, presionando los reposabrazos».

—Deben ser electrónicas —dije—. Los paneles de las puertas «leen» sus huellas digitales, ¿verdad?

Mr. Crepsley meneó la cabeza.

—Esta Cámara se construyó hace cientos de años, mucho antes de que la idea de la electricidad cobrara forma en la mente del hombre. Funciona de un modo paranormal, o mediante una forma de tecnología mucho más avanzada que cualquiera que conozcamos.

»¿Ves esa piedra roja que está detrás de los Príncipes? —inquirió. Sobre un pedestal a unos quince pies tras la tarima había una piedra oval, el doble de grande que una pelota de fútbol—. Es la Piedra de Sangre. Es la llave, no sólo de la bóveda, sino de la misma longevidad de la raza de los vampiros».

—¿Long… qué? —pregunté.

—Longevidad. Significa una larga duración de la vida.

—¿Y qué tiene que ver una piedra con una larga vida? —pregunté, confundido.

—La Piedra sirve a diversos propósitos —dijo—. Cada vampiro, cuando acepta formar parte del clan, debe situarse ante la Piedra y colocar las manos sobre ella. La Piedra parece tan lisa como una bola de cristal, pero es ultrasensible al tacto. Hace que fluya la sangre y la absorbe (de ahí su nombre), vinculando al vampiro a la mentalidad colectiva del clan para siempre.

—¿Mentalidad colectiva? —repetí, deseando por millonésima vez desde que lo conocí que Mr. Crepsley utilizara palabras más simples.

—Tú ya sabes que los vampiros pueden buscar mentalmente a aquéllos con los que mantienen un vínculo, ¿no?

—Sí.

—Bien, pues mediante el sistema de la triangulación también podemos buscar y encontrar a otros con los que no tenemos ningún lazo, a través de la Piedra.

—¿Triangu… qué? —gruñí, exasperado.

—Han de hacerlo vampiros completos cuya sangre haya sido absorbida por la Piedra —dijo—. Cuando un vampiro le entrega su sangre, también le confía su nombre, por el cual la Piedra y los demás vampiros le reconocerán a partir de entonces. Si yo quisiera buscarte una vez que le hayas dado tu sangre a la Piedra, sólo tendría que poner mis manos sobre ella y pensar en tu nombre. En unos segundos la Piedra me permitiría conocer tu localización exacta en cualquier lugar de la Tierra.

—¿Aunque yo no quiera que me encuentren? —pregunté.

—Sí. Pero conocer tu localización no serviría de mucho: para cuando yo llegara a donde estabas cuando realicé la búsqueda, tú ya te habrías ido. Por eso es necesaria la triangulación, en la cual deben participar tres personas. Si quisiera encontrarte, podría contactar con alguien con quien mantuviera un vínculo mental (Gavner, por ejemplo), y transmitirle tu paradero. Yo le guiaría a través de la Piedra de Sangre, y así él podría seguir tu rastro.

Lo medité en silencio durante un rato. Era un sistema ingenioso, pero le encontraba algunos inconvenientes.

—¿Cualquiera podría utilizar la Piedra de Sangre para encontrar a un vampiro? —indagué.

—Cualquiera con la habilidad mental para realizar una búsqueda —respondió Mr. Crepsley.

—¿Incluso un humano o un vampanez?

—Hay muy pocos humanos que posean una mente lo suficientemente avanzada como para utilizar la Piedra —dijo—, pero los vampanezes pueden hacerlo.

—Entonces, la Piedra es peligrosa, ¿no? —sugerí—. Si un vampanez pusiera las manos en ella, ¿no podría seguir el rastro de cada vampiro (o al menos el de aquéllos cuyos nombres conozca) y guiar a sus compañeros hasta ellos?

Mr. Crepsley sonrió sombríamente.

—La paliza que te dio Arra Sails no ha afectado a tu capacidad de razonamiento. Tienes razón: la Piedra de Sangre podría ser el fin para toda la raza de los vampiros si cayera en manos equivocadas. Los vampanezes nos darían caza hasta exterminarnos. También podrían encontrar a aquéllos cuyos nombres desconocen, porque la Piedra permite a su usuario encontrar a los vampiros tanto por su localización como por su nombre, por lo que podrían rastrear a cada vampiro en Inglaterra, América o cualquier otra parte, y enviar a los suyos tras ellos. Por eso guardamos la Piedra con tanto celo, y jamás se descuida la seguridad de la bóveda.

—¿No sería más sencillo destruirla? —pregunté.

Kurda, que había estado escuchando, se echó a reír.

—Eso fue lo que les propuse a los Príncipes hace décadas —dijo—. La Piedra puede resistir las herramientas corrientes o los explosivos, al igual que las paredes de la bóveda, pero eso no significa que sea imposible deshacerse de ella. «Arrojemos esa maldita cosa a un volcán», les supliqué, «o hundámosla en lo más profundo del mar». Pero no quieren ni oír hablar de eso.

—¿Por qué no?

—Hay varias razones —respondió Mr. Crepsley, adelantándose a Kurda—. La primera es que la Piedra sirve para localizar a los vampiros que están perdidos o se encuentran en apuros, o a los locos que andan sueltos. Es bueno recordar que estamos unidos al clan por algo más que la tradición, y que siempre podemos contar con ayuda si hemos seguido el buen camino, o ser castigados si no lo hemos hecho. La Piedra nos mantiene a raya.

»La segunda razón es que necesitamos la Piedra de Sangre para abrir las puertas de la bóveda. Cuando un vampiro se convierte en Príncipe, la Piedra es una parte fundamental de la ceremonia. El elegido forma un círculo con otros dos Príncipes. Cada uno utiliza una mano para transmitirle su sangre mientras apoyan la otra sobre la Piedra. La sangre fluye de los viejos Príncipes al nuevo, y luego a la Piedra, y completa un círculo. Al final de la ceremonia, el nuevo Príncipe podrá controlar las puertas de la Cámara. Sin la Piedra, ser Príncipe sólo sería un título.

»Y la tercera razón por la que no destruimos la Piedra es el Lord de los vampanezes. —Su rostro se ensombreció—. La leyenda dice que el Lord Vampanez borrará de la faz de la Tierra a toda la raza de los vampiros cuando ascienda al poder, pero a través de la Piedra, una noche resurgiremos de nuevo».

—¿Y eso cómo será? —pregunté.

—No lo sabemos —dijo Mr. Crepsley—. Pero ésas fueron las palabras de Mr. Tiny, y como el poder de la Piedra es también suyo, no podemos ignorarlas. Ahora, más que nunca, es necesario proteger la Piedra. El mensaje de Harkat sobre el Lord Vampanez ha hecho mella en el corazón y el espíritu de muchos vampiros. Con la Piedra, hay una esperanza. Si nos deshiciéramos ahora de la Piedra, sucumbiríamos al terror.

—¡Por las entrañas de Charna! —masculló Kurda—. No podemos perder el tiempo con esas viejas fábulas. Deberíamos librarnos de la Piedra, cerrar la bóveda y construir una nueva Cámara de los Príncipes. Aparte de todo lo demás, es una de las principales razones por las que los vampanezes se resisten a hacer tratos con nosotros. No quieren acercarse a ninguna de las herramientas mágicas de Mr. Tiny, ¿y quién podría reprochárselo? Tienen miedo de quedar atados a la Piedra y no poder mantener su independencia respecto al clan de los vampiros, porque podríamos utilizarla para perseguirlos. Si nos libráramos de la Piedra, ellos volverían con nosotros, y ya no serían vampanezes (porque todos compondríamos la gran familia de los vampiros), y desaparecería la amenaza del Lord Vampanez.

—¿Acaso piensas destruir la Piedra cuando seas Príncipe? —inquirió Mr. Crepsley.

—Mencionaré esa posibilidad —asintió Kurda—. Es un asunto delicado, y no espero que los Generales estén de acuerdo, pero con el tiempo, cuando las negociaciones con los vampanezes vayan por buen cauce, espero que sabrán comprender mi punto de vista.

—¿Mencionaste esto cuando fuiste elegido? —preguntó Mr. Crepsley.

Kurda se removió, incómodo.

—Bueno, no, pero esto es política. No siempre puedes decirlo todo. Pero no le he mentido a nadie. Si alguien me hubiera preguntado lo que opino de la Piedra, se lo habría dicho. Sólo que… no me… preguntaron —concluyó débilmente.

—¡Política! —resopló Mr. Crepsley—. Triste día para los vampiros cuando nuestros Príncipes se dejen enredar voluntariamente en las despreciables redes de la política.

Alzó orgullosamente la cabeza, le dio la espalda a Kurda y clavó la mirada en la tarima.

—Creo que le he ofendido —me susurró Kurda.

—Se ofende fácilmente —dije, sonriendo. Entonces, le pregunté si yo tendría que vincularme a la Piedra de Sangre.

—Probablemente no, hasta que te conviertas en un vampiro completo —dijo Kurda—. En el pasado, el vínculo estaba permitido para los semi-vampiros, pero no es habitual.

Iba a hacerle más preguntas sobre la misteriosa Piedra de Sangre y la bóveda, cuando un General de semblante serio golpeó estruendosamente el suelo de la tarima con un pesado bastón y anunció mi nombre y el de Mr. Crepsley.

Había llegado el momento de conocer a los Príncipes.