CAPÍTULO 17
Me quité los zapatos y me subí a las barras. Tardé uno o dos minutos en acostumbrarme a ellas, caminando a lo largo, concentrándome en mantener el equilibrio. Sin el bastón era fácil (los vampiros poseemos un gran sentido del equilibrio), pero con él, la cosa se complicaba. Amagué algunos golpes para probar, y estuve a punto de caerme.
—¡Golpes cortos! —masculló Vanez, corriendo a sostenerme—. ¡Los giros largos serán tu fin!
Seguí el consejo de Vanez y pronto le cogí el truco. En un par de minutos más, ya saltaba de una barra a otra, agachándome y brincando, y estaba listo.
Nos situamos en medio de las barras y entrechocamos nuestros bastones a modo de saludo. Arra sonreía: era obvio que no creía que tuviera la más mínima posibilidad contra ella. Nos apartamos y Vanez dio una palmada para que diera comienzo el combate.
Arra atacó inmediatamente y me golpeó en el estómago con el extremo de su bastón. Mientras intentaba evitarla, trazó un amplio círculo con su bastón en busca de mi cabeza: ¡un aplasta-cráneos! Me las arreglé para alzar mi bastón al mismo tiempo y desviar el golpe, pero el impacto estremeció todo mi cuerpo, obligándome a doblar las rodillas. El bastón se me resbaló de las manos, pero logré retenerlo antes de que cayera.
—¿Es que pretendes matarlo? —gritó Kurda, furioso.
—Las barras no son para niñitos incapaces de defenderse —repuso Arra con sarcasmo.
—¡Pues se acabó! —resopló Kurda, acercándose a zancadas hasta mí.
—Como desees —dijo Arra, bajando el bastón y volviéndome la espalda.
—¡No! —rugí, poniéndome en pie y levantando el bastón.
Kurda se paró en seco.
—Darren, no tienes por qué…
—Quiero hacerlo —le interrumpí. Luego, me volví hacia Arra—: Vamos… Estoy listo.
Arra me encaró con una sonrisa, pero ahora no expresaba burla, sino admiración.
—El semi-vampiro tiene carácter. Me alegra saber que el chico no es un redomado pusilánime. Ahora, veamos hasta dónde te lleva tu espíritu.
Atacó de nuevo sin previo aviso, lanzando golpes cortos y cortantes de izquierda a derecha. Los bloqueé lo mejor que pude, aunque tuve que encajar alguno en los brazos y los hombros. Retrocedí hasta el extremo de la tabla, lentamente, protegiéndome, y entonces, la esquivé de un salto en el momento en que trazaba un amplio arco hacia mis piernas.
Arra no había previsto aquel salto y perdió el equilibrio. Aproveché para lanzar mi primer ataque en aquella prueba y golpearla con contundencia en el muslo izquierdo. No dio la impresión de que le hubiera hecho mucho daño, pero aquello la cogió por sorpresa y lanzó un rugido de sorpresa.
—¡Un punto para Darren! —gritó Kurda, entusiasmado.
—Esto no va por puntos —gruñó Arra.
—Será mejor que tengas cuidado, Arra —dijo Vanez, ahogando una risita, con su único ojo centelleando—. Me parece que el chico es capaz de vencerte, y nunca podrías volver a aparecer por las Cámaras si un semi-vampiro adolescente llega a derrotarte en las barras.
—La noche en que me supere alguien como él, dejaré que me metas en una de las jaulas de la Cámara de la Muerte y que me lances contra las estacas —gruñó Arra. Ahora estaba furiosa (no soportaba las provocaciones de quienes la observaban desde el suelo), y cuando se volvió nuevamente hacia mí, su sonrisa había desaparecido.
Me moví cautelosamente, consciente de que un buen golpe no significaba nada. Si me confiaba y bajaba la guardia, ella acabaría conmigo en un abrir y cerrar de ojos. Mientras avanzaba hacia mí, yo retrocedí poco a poco. La dejé acercarse un par de pasos, y entonces salté a otra barra. Volví a retroceder, y salté a otra, y luego a otra.
Esperaba sacarla de quicio. Si conseguía alargar el duelo, quizá lograra hacerla perder los estribos y cometer un error. Pero la paciencia de los vampiros es legendaria, y Arra no era la excepción. Me persiguió como una gata a un pajarillo, ignorando las pullas de quienes se habían congregado bajo las barras para contemplar la lucha, tomándose su tiempo, permitiéndome continuar con mis tácticas evasivas, esperando el momento justo para atacar.
Al final me acorraló y no tuve más opción que pelear. Le lancé un par de golpes bajos (tratando de golpear sus pies y sus rodillas, como me había aconsejado Vanez), pero no eran lo bastante fuertes y los encajó sin pestañear. Mientras me agachaba para golpear sus pies una vez más, saltó a la barra contigua y descargó la parte plana de su bastón sobre mi espalda. Rugí de dolor y me dejé caer de bruces. El bastón se me cayó al suelo.
—¡Darren! —gritó Kurda, precipitándose hacia mí.
—¡Déjalo! —exclamó Vanez, sujetándolo.
—¡Pero está herido!
—Sobrevivirá. No lo avergüences delante de todos. Déjale luchar.
A regañadientes, Kurda obedeció a Vanez.
Arra, mientras tanto, había decidido que ya había acabado conmigo. En lugar de golpearme, metió la punta roma de su bastón bajo mi estómago e intentó empujarme fuera de la barra. Volvía a sonreír. Dejé rodar mi cuerpo, pero me sujeté a la barra con las manos y los pies para no caer. Di la vuelta por completo hasta que quedé colgando al revés, y entonces recuperé mi bastón del suelo y golpeé a Arra entre las pantorrillas. Con un súbito giro, la hice caer. Lanzó un chillido, y durante una fracción de segundo tuve la certeza de que la había tirado y vencido, pero se agarró a la barra y se mantuvo allí, como yo había hecho. Sin embargo, su bastón había caído al suelo y rodaba fuera de su alcance.
Los vampiros que se habían reunido a presenciar el combate (ahora había unos veinte o treinta alrededor de las barras) aplaudieron entusiásticamente, mientras nos incorporábamos sin dejar de vigilarnos el uno al otro. Alcé el bastón y sonreí.
—Parece que soy yo ahora el que lleva ventaja —apunté con fanfarronería.
—No por mucho tiempo —dijo Arra—. ¡Voy a arrancarte ese bastón de las manos y a partirte la cabeza con él!
—¿Ah, sí? —sonreí—. Pues adelante… ¡Inténtalo!
Arra extendió las manos hacia mí. En realidad, no me esperaba que fuera a atacarme sin el bastón, y no estaba seguro de lo que debía hacer. No me gustaba la idea de golpear a un contrincante desarmado, y menos a una mujer.
—Pues recoger el bastón, si quieres —le ofrecí.
—No está permitido abandonar las barras —replicó.
—Pues que te lo alcance alguien.
—Eso tampoco está permitido.
Retrocedí.
—No pienso atacarte si no tienes algo con lo que defenderte —dije—. ¿Te parece bien que tire mi bastón y luchemos cuerpo a cuerpo?
—Un vampiro que abandona su arma es un estúpido —dijo Arra—. Si tiras el bastón, te lo clavaré en la garganta para que aprendas lo que significa subirse a las barras.
—¡De acuerdo! —mascullé, irritado—. ¡Hagámoslo a tu modo!
Dejé de retroceder, levanté el bastón y arremetí contra ella.
Arra estaba inclinada (en esa posición su centro de gravedad era más bajo y sería más difícil arrojarla al suelo), así que apunté a su cabeza. Le lancé un golpe a la cara con la punta del bastón. Esquivó el primer par de golpes, pero el tercero la alcanzó en la mejilla. No la hizo sangrar, pero le produjo un feo verdugón.
Ahora fue Arra la que retrocedió. Cedió terreno a regañadientes, resistiendo mis golpes más suaves, parándolos con los brazos y las manos y reculando sólo para esquivar los más fuertes. A pesar de lo que me había dicho a mí mismo, acabé confiándome en exceso y creí tenerla ya donde quería. En lugar de intentar doblegarla poco a poco, decidí darle enseguida el golpe de gracia, y eso demostró mi inexperiencia.
Disparé velozmente el extremo del bastón hacia un lado de su cabeza, con la intención de darle en la oreja. Fue un golpe al azar, ni tan certero ni tan rápido como debería haber sido. Di en el blanco, pero sin la potencia necesaria, y antes de que pudiera asestar otro golpe, las manos de Arra entraron en acción.
La derecha agarró el extremo del bastón, sujetándolo con fuerza. La izquierda se cerró en un puño y se estrelló en mi mandíbula. Me golpeó de nuevo y vi las estrellas. Mientras se disponía a propinarme un tercer puñetazo, reaccioné automáticamente tratando de ponerme fuera de su alcance, y entonces, de un rápido tirón, me arrebató el bastón de las manos.
—¿Y ahora, qué? —gritó triunfalmente, haciendo girar el bastón sobre su cabeza—. ¿Quién lleva ahora ventaja?
—Tranquila, Arra —dije nerviosamente, retrocediendo ante su fiera expresión—. Te dije que podías recoger tu bastón, ¿recuerdas?
—Y me negué —respondió con rabia.
—Deja que coja un bastón, Arra —dijo Kurda—. No puedes pretender que se defienda con las manos desnudas. No sería justo.
—¿Tú qué dices, chico? —me preguntó ella—. Dejaré que pidas otro bastón, si es lo que quieres.
Por su tono, supe que si lo hacía no lograría que tuviera una opinión precisamente elevada de mí.
Sacudí la cabeza. Habría dado cualquier cosa por tener un bastón, pero no podía pedir un trato especial, no cuando Arra no lo había hecho.
—Está bien —dije—. Lucharé sin él.
—¡Darren! —aulló Kurda—. ¡No seas estúpido! Retírate si no quieres otro bastón. Has luchado bravamente y has demostrado tu valor.
—No tienes por qué avergonzarte si te retiras ahora —agregó Vanez.
Miré a Arra a los ojos y vi que ella esperaba que me resignara y abandonara.
—No —dije—. No me retiraré. No bajaré de estas barras hasta que me arrojen de ellas.
Me adelanté, inclinándome, como había hecho Arra.
Parpadeó, sorprendida, y, alzando el bastón, se dispuso a concluir la lucha. No perdí el tiempo. Paré su primer golpe con la mano izquierda, encajé el segundo en el estómago, esquivé el tercero, y desvié el cuarto con la mano derecha. Pero me dio de lleno con el quinto en la cabeza. Doblé las rodillas, aturdido. Percibí el silbido del bastón de Arra cortando el aire antes de impactar en el lado izquierdo de mi rostro, y me estrellé contra el suelo.
Lo siguiente que supe fue que estaba mirando fijamente al techo, rodeado de vampiros preocupados.
—¿Darren? —decía Kurda con la angustia temblando en su voz—. ¿Estás bien?
—¿Qué… ha pasado? —resollé.
—Te noqueó —dijo—. Has estado inconsciente durante cinco o seis minutos. Ya íbamos a pedir ayuda…
Me senté, sobreponiéndome al dolor.
—¿Por qué da vueltas la habitación? —gemí.
Vanez se echó a reír y me ayudó a incorporarme.
—Se recuperará —dijo el instructor—. Ningún vampiro ha muerto nunca por una pequeña conmoción. Se recobrará y volverá a estar como nuevo.
—¿Aún falta mucho para llegar a la montaña de los vampiros? —pregunté débilmente.
—¡El pobre chico no sabe ni dónde está! —barbotó Kurda, y se dispuso a cogerme en brazos.
—¡Espera! —grité, con la cabeza un poco más despejada. Mis ojos buscaron a Arra y la vi sentada en una de las barras, aplicándose crema sobre su magullada mejilla. Me solté de Kurda, avancé a trompicones hacia la vampiresa, y me detuve ante ella, esforzándome por mantener el tipo.
—¿Sí? —inquirió ella, mirándome cautamente.
Le tendí la mano, y dije:
—Estréchamela.
Arra miró mi mano, y luego a mis ojos desenfocados.
—Una buena pelea no te convierte en un guerrero —declaró.
—¡Estréchamela! —repetí, furioso.
—¿Y si no quiero?
—Volveré a subirme a esas barras y lucharé contigo hasta que lo hagas —gruñí.
Arra me estudió con detenimiento, y, finalmente, asintió y me estrechó la mano.
—Que el poder sea contigo, Darren Shan —dijo ásperamente.
—Que el poder… —repetí con un hilo de voz, y entonces me desvanecí en sus brazos y permanecí inconsciente hasta que me desperté en mi hamaca la noche siguiente.