CAPÍTULO 12

Uno de los guardias vestidos de verde nos escoltó a la Cámara de Osca Velm, que era una Cámara de bienvenida (la mayoría de las Cámaras llevaban los nombres de vampiros famosos). Ésta era una pequeña gruta de paredes llenas de protuberancias y negras del mugre y el hollín acumulados durante décadas. Era cálida y estaba iluminada por un par de candelabros, de los que se desprendía un humo que inundaba gratamente la estancia (el humo salía lentamente de la caverna a través de grietas naturales y agujeros del techo). Había varias mesas toscamente talladas y banquetas, donde los vampiros que llegaban podían sentarse a descansar o a comer (las patas de las mesas estaban hechas de huesos de animales grandes). Junto a las paredes había cestas hechas a mano llenas de zapatos, que los recién llegados podían utilizar. También podías informarte de quién asistía al Consejo: había una gran losa negra sobre una pared, con el nombre de cada vampiro que iba llegando grabado en ella. Mientras nos sentábamos a la larga mesa de madera, vi a un vampiro subirse a un escabel y añadir nuestros nombres a la lista. Tras escribir el de Harkat, añadió entre paréntesis «una Personita».

No había demasiados vampiros en la tranquila y neblinosa Cámara: sólo estábamos nosotros, algunos más que habían llegado hacía poco, y un par de aquellos guardias de los uniformes verdes. Un vampiro de largos cabellos, sin camisa, se acercó a nosotros con dos barriletes redondos. Uno estaba repleto de barras de pan duro, y el otro, medio lleno de ternillosos pedazos de carne cruda y también cocida.

Cogimos cuanto quisimos y nos sentamos a la mesa (allí no había platos), empleando las uñas y los dientes para arrancar los pedazos. El vampiro volvió con tres grandes jarras llenas de sangre humana, vino y agua. Pedí un vaso, pero Gavner me dijo que debía beber directamente de las jarras. Era difícil (me empapé de agua la barbilla y el pecho cuando lo intenté por primera vez), pero era más divertido que beber de una copa.

El pan estaba rancio, pero el vampiro trajo unos cuencos de caldo caliente (los cuencos habían sido esculpidos en los cráneos de diversas bestias), y tras partirlo en trozos y mojarlo en el caldo oscuro y espeso uno segundos, sabía muy bien.

—Está delicioso —dije, masticando ruidosamente mi tercer pedazo.

—De lo mejor —convino Gavner. Él ya iba por el quinto.

—¿Por qué no prueba el caldo? —le pregunté a Mr. Crepsley, que comía el pan seco.

—Porque no me gusta el caldo de murciélago —respondió.

Mi mano se detuvo a medio camino de mi boca. El trozo de pan empapado que sujetaba cayó sobre la mesa.

—¿Caldo de murciélago? —aullé.

—Por supuesto —dijo Gavner—. ¿De qué creías que era?

Me quedé mirando aquel líquido oscuro en mi cuenco. No había buena iluminación en la caverna, pero al fijarme ahora descubrí una alita fina y coriácea flotando en el caldo.

—¡Creo que voy a vomitar! —gemí.

—No seas tonto —rió Gavner—. Te encantaba cuando no sabías lo que era. Tú sólo imagina que es una deliciosa sopa de pollo… ¡Comerás cosas peores que caldo de murciélago mientras dure nuestra estancia en la montaña de los vampiros!

Aparté el cuenco.

—La verdad es que ya estoy lleno —murmuré—. No tengo más ganas.

Miré a Harkat, que apuraba la última gota de caldo de su cuenco con un grueso trozo de pan.

—¿No te importa comer murciélagos? —pregunté.

Harkat se encogió de hombros.

—No tengo… sentido del gusto… amigos. Toda la comida… sabe igual… para mí.

—¿No puedes saborear nada? —inquirí.

—Murciélagos… perros… fango… No hay diferencia. Tampoco tengo… sentido del olfato. Por eso… no tengo nariz.

—Eso es algo que siempre he querido preguntar —dijo Gavner—. Si no puedes oler nada porque no tienes nariz, ¿cómo puedes escuchar si no tienes orejas?

—Tengo… orejas —respondió Harkat—. Están bajo… la piel. —Señaló dos puntos a cada lado de sus redondos ojos verdes (llevaba la capucha baja).

Gavner se inclinó hacia Harkat sobre la mesa para examinar sus orejas.

—¡Las veo! —exclamó, y todos lo imitamos como tontos.

A Harkat no le importó. Le gustaba ser el centro de atención. Sus orejas eran como dátiles secos, apenas visibles bajo la piel gris.

—¿Puedes oír a pesar de tenerlas bajo la piel? —preguntó Gavner.

—Bastante bien —repuso Harkat—. No tanto como… los vampiros. Pero mejor… que los humanos.

—¿Y cómo es que tienes orejas pero no nariz? —pregunté yo.

—Mr. Tiny… no me dio… una nariz. Nunca le pregunté… por qué. Quizás a causa… del aire. Necesitaríamos… otra mascarilla… para la nariz.

Era extraño pensar que Harkat no pudiese oler el almizclado aire de la Cámara ni saborear el caldo de murciélago. ¡Ahora entendía que las Personitas nunca se quejaran cuando les traía aquellos animales podridos y apestosos, muertos desde Dios sabía cuándo!

Iba a preguntarle a Harkat si tenía limitado algún otro sentido, cuando un viejo vampiro ataviado de rojo se sentó frente a Mr. Crepsley y sonrió.

—Te esperaba hace semanas —dijo—. ¿Por qué has tardado tanto?

—¡Seba! —rugió Mr. Crepsley, y saltó por encima de la mesa para darle un abrazo al viejo vampiro. Yo estaba sorprendido: nunca le había visto comportarse de una forma tan afectuosa hacia otra persona. Estaba radiante cuando soltó al vampiro—. Ha pasado mucho tiempo, viejo amigo.

—Demasiado —convino el vampiro más viejo—. A menudo te he buscado mentalmente, esperando que estuvieras cerca. Cuando sentí que venías, casi no podía creérmelo.

El vampiro más viejo nos miró de reojo a Harkat y a mí. Estaba arrugado y consumido por la edad, pero en sus ojos ardía la luz de un hombre joven.

—¿No vas a presentarme a tus amigos, Larten? —inquirió.

—Por supuesto —dijo Mr. Crepsley—. A Gavner Purl ya le conoces.

—Gavner —saludó el vampiro.

—Seba —correspondió Gavner.

—Éste es Harkat Mulds —dijo Mr. Crepsley.

—Una Personita —observó Seba—. No había vuelto a ver una desde que Mr. Tiny nos visitó cuando yo era un muchacho. Bienvenido, Harkat Mulds.

—Hola —respondió Harkat.

Seba parpadeó lentamente.

—¿Puede hablar?

—Espera a oír lo que tiene que decir —dijo Mr. Crepsley sombríamente. Luego se volvió hacia mí y me presentó—: Y éste es Darren Shan… mi asistente.

—Bienvenido, Darren Shan —me sonrió Seba, y miró a Mr. Crepsley extrañado—. ¿Tú, Larten… con un asistente?

—Lo sé —carraspeó Mr. Crepsley—. Siempre dije que nunca tendría uno.

—Y tan joven —murmuró Seba—. Los Príncipes no lo aprobarán.

—La mayoría, probablemente no —admitió Mr. Crepsley tristemente. Luego dejó a un lado su melancolía—. Darren, Harkat, éste es Seba Nile, el intendente de la montaña de los vampiros. No os dejéis engañar por su edad: es tan astuto, inteligente y taimado como cualquier vampiro, y hasta aventaja a quien intente superarle.

—Cosa que sabes por experiencia —rió Seba entre dientes—. ¿Recuerdas cuando te propusiste robar media cuba de mi mejor vino y reemplazarlo por otro de mala calidad?

—Por favor —dijo Mr. Crepsley con expresión dolida—. Por aquel entonces era joven y estúpido. No necesito que me lo recuerdes.

—¿Qué ocurrió? —pregunté, encantado ante el malestar del vampiro.

—Cuéntaselo, Larten —dijo Seba, y Mr. Crepsley obedeció a regañadientes, como un niño pequeño.

—Primero sacó el vino —refunfuñó—. Vació la cuba y lo reemplazó por vinagre. Me bebí media botella antes de darme cuenta. Me pasé toda la noche vomitando.

—¡No! —Gavner se echó a reír.

—Era joven —gruñó Mr. Crepsley—. No lo conocía bien.

—Pero aprendiste, ¿eh, Larten? —recalcó Seba.

—Sí —sonrió Mr. Crepsley—. Seba fue mi tutor. Él me enseñó casi todo lo que sé.

Los tres vampiros se pusieron a hablar de los viejos tiempos, y me senté a escucharlos. La mayor parte de las cosas que decían no despertaron mi interés (nombres de personas y lugares que no significaban nada para mí), y al cabo de un rato me recosté y me dediqué a contemplar la caverna, observando las parpadeantes luces de los candelabros y las formas que el humo trazaba en el aire. Sólo me di cuenta de que me estaba quedando dormido cuando Mr. Crepsley me sacudió suavemente y abrí los ojos de golpe.

—El muchacho está cansado —observó Seba.

—Nunca había hecho un viaje como éste —dijo Mr. Crepsley—. No está acostumbrado a soportar semejantes privaciones.

—Vamos —dijo Seba, incorporándose—. Os conduciré a vuestras habitaciones. Él no es el único que necesita descansar. Ya seguiremos hablando mañana.

Como intendente de la montaña de los vampiros, Seba se encargaba de los almacenes y las dependencias. Su trabajo consistía en asegurarse de que hubiera suficiente comida, bebida y sangre para todos, y de que cada vampiro tuviera un lugar donde dormir. Tenía ayudantes, pero él lo supervisaba todo. Aparte de los príncipes, Seba era el vampiro más respetado de la montaña.

Seba me pidió que caminara a su lado mientras salíamos de la Cámara de Osca Velm para dirigirnos a nuestros dormitorios. Me señaló varias Cámaras mientras andábamos, diciéndome sus nombres (la mayoría impronunciables para mí, y que no me molesté en memorizar) y para qué se utilizaban.

—Lleva tiempo habituarse —dijo, al ver mi aturdida mirada—. Las primeras noches te sentirás perdido, pero te acabarás acostumbrando a este lugar.

La red de túneles que conectaban las Cámaras con los dormitorios era fría y húmeda, a pesar de las antorchas, pero las diminutas habitaciones (cinceladas en la roca) eran luminosas y cálidas, cada una iluminada por una poderosa antorcha. Seba nos preguntó si queríamos una habitación grande para todos, o si preferíamos habitaciones separadas.

—Separadas —respondió inmediatamente Mr. Crepsley—. Ya he aguantado bastante los ronquidos de Gavner durante el viaje.

—¡Qué encantador! —resopló Gavner.

—A Harkat y a mí no nos importaría compartir una, ¿verdad? —dije, reacio a dormir solo en un lugar extraño.

—Por mí… de acuerdo —aceptó Harkat.

En todas las habitaciones había ataúdes en lugar de camas, pero cuando Seba vio mi expresión de disgusto, se echó a reír y dijo que podía conseguirme una hamaca si quería.

—Te enviaré a uno de mis ayudantes mañana —prometió—. Dile lo que necesitas y te lo traerá. ¡Me gusta cuidar bien de mis invitados!

—Gracias —dije, contento por no tener que dormir en un ataúd todos los días.

Seba se dispuso a marcharse.

—¡Espera! —le detuvo Mr. Crepsley—. Hay algo que quiero enseñarte.

—¿Sí? —sonrió Seba.

—Darren —dijo Mr. Crepsley—, saca a Madam Octa.

Cuando Seba vio a la araña, se quedó sin respiración y la contempló como si quisiera memorizar cada detalle de ella.

—¡Oh, Larten! —suspiró—. ¡Qué belleza!

Tomó la jaula de mis manos (con sumo cuidado) y abrió la puertecilla.

—¡No! —siseé—. ¡No la saque! ¡Es venenosa!

Seba simplemente sonrió y metió la mano en la jaula.

—Nunca he visto una araña a la que no pueda hechizar —dijo.

—¡Pero…!

—No pasa nada, Darren —dijo Mr. Crepsley—. Seba sabe lo que hace.

El viejo vampiro atrajo a la araña con los dedos y la hizo salir de la jaula. Ella se acomodó confortablemente en la palma de su mano. Seba inclinó el rostro hacia ella y silbó suavemente. Las patas de la araña se agitaron, y por su absorta mirada supe que se estaban comunicando mentalmente.

Seba dejó de silbar y Madam Octa le trepó por el brazo. Llegó al hombro y de allí a la barbilla, bajo la cual se acurrucó y se relajó. ¡No podía creerlo! Yo tenía que silbar todo el tiempo (con la flauta, no con los labios) y concentrarme ferozmente para que no me mordiera, pero con Seba era completamente sumisa.

—Es maravillosa —dijo Seba, acariciándola—. Tienes que contarme más cosas de ella cuando puedas. Creía conocer todas las clases de arañas existentes, pero ésta es nueva para mí.

—Pensé que te gustaría —sonrió Mr. Crepsley—. Por eso la traje. Quería regalártela.

—¿Te desprenderías de una araña tan maravillosa? —preguntó Seba.

—Para ti, viejo amigo… cualquier cosa.

Seba le sonrió a Mr. Crepsley, y luego miró a Madam Octa. Suspiró con pesar y meneó la cabeza.

—No puedo aceptar —dijo—. Soy viejo y ya no tengo tanta energía como antes. Y estoy ocupado intentando mantener el ritmo en tareas que una vez realizaba sin el menor esfuerzo. No tengo tiempo para cuidar de una mascota tan exótica.

—¿Estás seguro? —inquirió Mr. Crepsley, decepcionado.

—Me encantaría tenerla, pero no puedo. —Metió de nuevo a Madam Octa en su jaula y me la entregó—. Sólo los jóvenes poseen suficiente energía para atender las necesidades de arañas de tal calibre. Cuídala, Darren Shan… Es muy hermosa y muy rara.

—Estaré pendiente de ella —prometí. Una vez pensé también que la araña era hermosa, hasta que mordió a mi mejor amigo y me hizo convertirme en un semi-vampiro.

—Ahora —dijo Seba—, debo irme. No sois los únicos recién llegados. Hasta que volvamos a vernos… adiós.

No había puertas en las diminutas habitaciones. Mr. Crepsley y Gavner nos dieron las buenas noches antes de dirigirse a sus ataúdes. Harkat y yo entramos en nuestra habitación y contemplamos nuestros arcones.

—No creo que quepas ahí —dije.

—No hay… problema. Puedo dormir… en el suelo.

—En ese caso, buenas noches. —Eché un vistazo a la cueva—. ¿O debería decir buenos días? Aquí dentro es imposible saberlo.

No me gustaba la idea de tener que meterme en el ataúd, pero me contenté pensando que sólo sería por esa vez. Me acosté dentro, con la tapa abierta, mirando el techo de piedra gris. Pensaba que, con la excitación de haber llegado al fin a la montaña de los vampiros, el sueño tardaría en llegar, pero en cuestión de minutos ya lo había hecho, y dormí tan contento como si hubiera estado en mi hamaca del Cirque Du Freak.