CAPÍTULO 14
Tras el desayuno, Mr. Crepsley y yo fuimos a ducharnos, para quitarnos de una vez la mugre del camino. Me dijo que no tendríamos muchas oportunidades para asearnos mientras estuviéramos allí, así que era aconsejable darnos una buena ducha de entrada. La Cámara de Perta Vin-Grahl era una enorme caverna con modestas estalactitas y dos cascadas naturales, ubicadas ambas cerca de la entrada, a la derecha. El agua caía desde lo alto en el interior de un estanque construido por los vampiros, y fluía hacia un agujero que había cerca del fondo de la caverna, por el que desaparecía para unirse a las corrientes subterráneas.
—¿Qué te parecen las cascadas? —preguntó Mr. Crepsley, alzando la voz para hacerse oír por encima del bullicio del agua corriente.
—Son preciosas —dije, admirando la forma en que la luz de las antorchas se reflejaba en el agua—. Pero ¿dónde están las duchas?
Mr. Crepsley sonrió sádicamente y comprendí dónde íbamos a darnos el baño.
—¡Ni hablar! —grité—. ¡El agua debe estar congelada!
—Así es —admitió Mr. Crepsley, quitándose la ropa—, pero no hay otro sistema en la montaña de los vampiros.
Comencé a protestar, pero se echó a reír, caminó hacia la cascada más cercana y se sumergió bajo la rociada. Me dio frío sólo de ver al vampiro ducharse, pero estaba deseando darme un baño, y sabía que él se mofaría de mí todo el tiempo que durase nuestra estancia si me echaba atrás. Así que, tras despojarme de mis ropas, caminé hasta el borde del estanque, probé el agua con los dedos de los pies (¡uagh!), y entonces me metí de un brinco y me entregué al abrazo de la segunda cascada.
—¡Oh, tío! —rugí, impactado por frío—. ¡Esto es una tortura!
—¡Desde luego! —exclamó Mr. Crepsley—. ¿Entiendes ahora por qué tan pocos vampiros se molestan en bañarse mientras dura el Consejo?
—¿Acaso tienen alguna ley contra el agua caliente? —chillé, frotándome furiosamente el pecho, la espalda y los brazos a toda velocidad para acabar cuando antes con el baño.
—Claro que no —respondió Mr. Crepsley, saliendo de su cascada y pasándose una mano por su mechón pelirrojo, antes de sacudirse como un perro—. Pero el agua fría es lo suficientemente buena para las otras criaturas silvestres de la naturaleza, así que optamos por no calentarla… Al menos, no aquí, en el corazón de nuestra patria.
Había unas toscas y ásperas toallas junto al estanque, y me envolví en un par de ellas en cuanto me aparté de la cascada. Durante unos minutos sentí como si se me hubiera congelado la sangre, pero cuando recuperé la sensibilidad, pude disfrutar de la calidez de las gruesas toallas.
—¡Qué tonificante! —comentó Mr. Crepsley mientras se secaba.
—Diga mejor aniquilante —rezongué, aunque secretamente había disfrutado en cierta forma de la originalidad de aquellas duchas primitivas.
Mientras nos vestíamos, observé el techo de roca y las paredes, y me pregunté cuán viejas serían las Cámaras. Se lo pregunté a Mr. Crepsley.
—Nadie sabe exactamente cuándo llegaron los primeros vampiros a este lugar, ni cómo lo encontraron —dijo—. Los más viejos descubrieron artefactos de unos tres mil años de antigüedad, y es probable que durante mucho tiempo sólo fueran utilizados ocasionalmente, por pequeños grupos de vampiros errantes. Hasta donde nosotros sabemos, las Cámaras se establecieron como base permanente hace unos catorce siglos, cuando los primeros Príncipes se instalaron en ellas y comenzaron a celebrarse los Consejos. Las Cámaras han crecido desde entonces. Hay vampiros que trabajan en su estructura todo el tiempo, excavando nuevas estancias, ampliando las viejas y construyendo túneles. Es una labor larga y agotadora (no se permite el equipamiento mecánico), pero tenemos tiempo de sobra.
Cuando salimos de la Cámara de Perta Vin-Grahl, la noticia del mensaje de Harkat ya se había extendido. Le había dicho a los Príncipes que la noche del Lord Vampanez estaba cerca, y los vampiros andaban alborotados. Pululaban por la montaña como hormigas, difundiendo el rumor entre quienes todavía no lo habían oído, discutiendo acaloradamente y haciendo planes absurdos acerca de matar a todos los vampanezes que encontraran.
Mr. Crepsley me había prometido llevarme a ver las Cámaras, pero lo pospuso a causa de la conmoción. Dijo que iríamos cuando las cosas se calmaran: si lo hiciéramos ahora, podría acabar pisoteado por una horda de vampiros en estampida. Fue una desilusión, pero sabía que él tenía razón. No era el mejor momento para ir a explorar.
Cuando llegamos a mi dormitorio, un joven vampiro se había llevado nuestros ataúdes y estaba colgando unas hamacas. Se ofreció a buscar ropa nueva para Mr. Crepsley y para mí. Se lo agradecimos, y lo acompañamos a uno de los almacenes para equiparnos. Los almacenes de la montaña de los vampiros estaban llenos de tesoros (alimentos, tinajas de sangre y armas ocultas), pero sólo les dediqué una breve mirada; el joven vampiro nos condujo directamente a las habitaciones donde se guardaba la ropa, y nos dejó solos para que escogiéramos lo que quisiéramos.
Busqué algo que se asemejara a mis viejas ropas, pero allí no había trajes de pirata, así que elegí un jersey marrón, unos pantalones oscuros y unos zapatos cómodos. Mr. Crepsley se vistió completamente de rojo (su color favorito), aunque la ropa que escogió no era tan extravagante como la que habitualmente llevaba.
Mientras se ajustaba la capa, me di cuenta de lo similar que era su gusto en el vestir al de Seba Nile. Sonrió cuando se lo mencioné.
—He copiado muchas cosas de Seba —dijo—, no sólo su forma de vestir, sino también su manera de hablar. No siempre he utilizado este tono preciso y mesurado. Cuando tenía tu edad, hablaba atropelladamente y decía lo primero que se me pasaba por la cabeza. Los años que pasé en compañía de Seba me enseñaron a hablar más despacio, y a pensar antes de hablar.
—¿Quiere decir que yo podría acabar pareciéndome a usted algún día? —inquirí, alarmado ante la idea de llegar a ser tan serio y estirado.
—Podrías —dijo Mr. Crepsley—, aunque yo no apostaría por ello. Seba contaba con todo mi respeto, y me esforzaba por imitarle. Tú, en cambio, pareces decidido a llevarme la contraria en todo.
—No soy tan malo —repliqué, pero tenía que reconocer que había algo de verdad en sus palabras. Yo siempre había sido un cabezota. Admiraba a Mr. Crepsley más de lo que él imaginaba, pero no soportaba la idea de parecer un pelele sometido a su santa voluntad. ¡A veces, desobedecía al vampiro sólo para que no pensara que ponía atención a sus palabras!
—Además —añadió Mr. Crepsley—, yo no tengo ni el corazón ni el deseo de castigarte cuando te equivocas, como Seba hacía conmigo.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué le hacía?
—Era un profesor justo pero severo —dijo Mr. Crepsley—. Cuando le dije que deseaba imitarle, empezó a poner más atención en mi vocabulario. Cada vez que yo decía que yo decía algo inconveniente… ¡me arrancaba un pelo de la nariz!
—¡Bromea! —reí.
—Es en serio —respondió abatidamente.
—¿Con pinzas?
—No… Con las uñas.
—¡Auch!
Mr. Crepsley asintió.
—Le pedí que dejara de hacerlo… que ya no quería imitarle… pero no me hizo caso. Creía que había que acabar lo que se empieza. Tras varios meses de aguantar que me arrancara los pelos de la nariz, tuve una idea genial, y me los chamusqué con un hierro candente (¡algo que te aconsejo que no intentes hacer!), para que no volvieran a crecer.
—¿Y qué pasó?
Mr. Crepsley se ruborizó.
—Empezó a arrancarme los pelos de otro sitio aún más sensible.
—¿De dónde? —inquirí ansiosamente.
El vampiro enrojeció aún más.
—No te lo diré… Es demasiado embarazoso.
Más tarde, cuando me encontré a Seba y se lo pregunté, se echó a reír perversamente y respondió: «¡De las orejas!».
Mientras nos poníamos los zapatos, un vampiro rubio y esbelto con un traje de color azul intenso irrumpió violentamente en la habitación, cerrando de golpe la puerta tras él. Se apoyó contra ella, jadeando, sin percatarse de nuestra presencia, hasta que Mr. Crepsley le habló.
—Kurda, ¿eres tú?
—¡No! —chilló el vampiro, agarrando el pomo. Entonces se detuvo y volvió la cabeza por encima del hombro—. ¿Larten?
—Sí —asintió Mr. Crepsley.
—Eso es diferente.
El vampiro se relajó y fue a nuestro encuentro. Cuando se acercó lo suficiente, reparé en las tres pequeñas cicatrices rojas que tenía en la mejilla. Me resultaron vagamente familiares, pero no sabía por qué.
—Te andaba buscando. Quiero que me hables de ese Harkat Mulds y su mensaje… ¿Es cierto?
Mr. Crepsley se encogió de hombros.
—Sólo he escuchado rumores. No nos contó nada mientras veníamos hacia aquí.
Mr. Crepsley no había olvidado la promesa hecha a Harkat.
—¿Ni una palabra? —inquirió el vampiro, tomando asiento sobre un barril tumbado.
—Nos dijo que el mensaje era sólo para los Príncipes —dije yo.
El vampiro me miró con curiosidad.
—Tú debes ser Darren Shan. He oído hablar de ti. —Me estrechó la mano—. Yo soy Kurda Smahlt.
—¿De qué huías? —le preguntó Mr. Crepsley.
—De las preguntas —rezongó Kurda—. Tan pronto como empezó a circular la noticia de la presencia de esa Personita y su mensaje, todo el mundo me ha perseguido para que les confirmara si era verdad.
—¿Y por qué tendrían que preguntártelo a ti? —inquirió Mr. Crepsley.
—Porque sé más sobre los vampanezes que la mayoría. Y por mi ordenación… Es increíble cuánto llegan a esperar de uno en cuanto sube de estatus…
—Gavner Purl me lo contó. Felicidades —dijo Mr. Crepsley, con cierta frialdad.
—No estás de acuerdo —observó Kurda.
—No he dicho eso.
—No tienes que hacerlo. Está escrito en tu cara. Pero no me importa. No eres el único que tiene objeciones. Estoy acostumbrado a ser objeto de polémica.
—Disculpe —dije—, pero ¿qué es una ordenación?
—Es el ascenso en la escala de la organización —me explicó Kurda. Hablaba en un tono ligero, y, tanto en sus labios como en sus ojos, afloraba una perenne sonrisa. Me recordaba a Gavner, y de inmediato simpaticé con él.
—¿Y a qué cargo lo han ascendido? —pregunté.
—Al más alto —sonrió—. Voy a ser Príncipe. Habrá una gran ceremonia y un lío tremendo. —Hizo un mohín—. Me temo que será muy aburrido, pero no hay forma de evitarlo. Los siglos de tradición, el cumplimiento de las normas y todo eso.
—No deberías hablar tan a la ligera de tu ordenación —gruñó Mr. Crepsley—. Es un gran honor.
—Ya lo sé —suspiró Kurda—. Lo único que quiero es que la gente no haga una montaña de un grano de arena. No he hecho nada grandioso.
—¿Y por qué le nombran Príncipe Vampiro? —pregunté.
—¿Por qué lo preguntas? —replicó Kurda, con un brillo en los ojos—. ¿Planeas ponerlo en práctica?
—No —reí entre dientes—, es simple curiosidad.
—No hay un patrón determinado —dijo—. Para llegar a ser General, estudias durante algunos años y pasas unas pruebas con regularidad. Los Príncipes, en cambio, son elegidos esporádicamente y por diversas razones.
»Generalmente, un Príncipe es alguien que se ha distinguido en numerosas batallas y se ha ganado la confianza y la admiración de sus colegas. Es nominado por uno de los Príncipes, y si los demás están de acuerdo, asciende automáticamente de rango. Si alguno tiene algo que objetar, votan los Generales, y se acepta la decisión de la mayoría. Si dos o más Príncipes están en contra, se rechaza la moción.
»Las votaciones estuvieron muy ajustadas —dijo, con una amplia sonrisa—. El cincuenta y cuatro por ciento de los Generales creen que soy un candidato adecuado. ¡Lo cual significa que poco menos de la mitad creen que no lo soy!».
—Fue la votación más ajustada que ha habido nunca —dijo Mr. Crepsley—. Kurda sólo tiene ciento veinte años, lo que le convierte en el Príncipe más joven que hayamos tenido jamás, y muchos Generales opinan que es demasiado joven para merecer su respeto. Lo aceptarán una vez que haya sido nombrado (la decisión de la mayoría no se puede cuestionar), pero a regañadientes.
—Vamos —dijo Kurda—, no me encubras dejando que el chico piense que es mi edad lo que les molesta. Ven aquí, Darren. —Me acerqué y flexionó el brazo derecho, intentando hacer sobresalir los bíceps—. ¿Qué opinas?
—No son gran cosa —respondí sinceramente.
Kurda lanzó un grito de gozo.
—¡Que los dioses de los vampiros nos protejan de la sinceridad de los niños! Pero tienes razón: no son gran cosa. Cada uno de los otros Príncipes tiene bíceps del tamaño de bolos. Los Príncipes son siempre los más altos, fuertes y valientes entre los vampiros. Yo soy el primero que ha sido elegido por esto —se dio un golpecito en la cabeza—: Mi cerebro.
—¿Quiere decir que usted es más inteligente que los demás?
—En cierto modo —dijo, e hizo una mueca—. En realidad, no —suspiró—. Simplemente, utilizo el cerebro más que la mayoría. No creo que los vampiros deban aferrarse a las viejas costumbres tan estrictamente como lo hacen. Pienso que deberíamos avanzar y adaptarnos a la vida de principios del siglo veinte. Y sobre todo, creo que deberíamos esforzarnos por conseguir la paz con nuestros enemistados hermanos, los vampanezes.
—Kurda es el primer vampiro desde la firma del tratado de paz que está en consorcio con los vampanezes —dijo Mr. Crepsley ásperamente.
—¿En consorcio? —inquirí, inseguro.
—Me he reunido con ellos —explicó Kurda—. He pasado gran parte de los últimos treinta o cuarenta años buscándolos, hablando con ellos y conociéndolos mejor. Así fue como conseguí estas cicatrices —se señaló el lado izquierdo de la cara—. Tuve que dejar que me marcaran, como una forma de entregarme a ellos y obtener su misericordia.
Ahora ya sabía por qué esas cicatrices me resultaban familiares: ¡había visto marcas similares en un humano a quien Murlough, el vampanez demente, había convertido en su presa seis años atrás! Los vampanezes eran muy tradicionales y marcaban a sus presas antes de matarlas, haciéndoles siempre tres arañazos en la mejilla izquierda.
—Los vampanezes no son tan diferentes de nosotros como la mayoría de los vampiros cree —continuó Kurda—. Muchos están deseando volver a nuestro lado. Habrá que firmar algunos compromisos (ambas partes tendrán que ceder en ciertas cuestiones), pero estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo y vivir juntos de nuevo, como una sola raza.
—Por eso va a ser ordenado —dijo Mr. Crepsley—. Muchos Generales (el cincuenta y cuatro por ciento, al menos), piensa que ya es hora de que nos reunamos con los vampanezes. Los vampanezes confían en Kurda, pero son reacios a negociar con los otros Generales. Cuando Kurda sea Príncipe, controlará por completo a los Generales, y los vampanezes saben que ningún General desobedecerá una orden de un Príncipe. De modo que si él envía a un vampiro a parlamentar, los vampanezes confiarán en él y aceptarán hablar. Ésa es la idea, al menos.
—¿No estás de acuerdo con ello, Larten? —preguntó Kurda.
Mr. Crepsley parecía preocupado.
—Hay muchas cosas que admiro de los vampanezes, y nunca me he opuesto a que lleguemos a un entendimiento con ellos. Pero yo no me apresuraría a concederles un portavoz entre los Príncipes.
—¿Crees que me utilizarían para imponer entre nosotros sus creencias, como hicimos con ellos? —sugirió Kurda.
—Algo así.
Kurda meneó la cabeza.
—Quiero crear un clan de iguales. No intentaría imponer ningún cambio con el que el resto de los Príncipes y los Generales no estuvieran de acuerdo.
—Si es así, te deseo suerte. Pero las cosas están ocurriendo demasiado rápido para mi gusto. Si aún fuera un General, habría promovido una campaña en tu contra.
—Espero vivir lo suficiente para demostrarte que tu falta de confianza en mí carece de fundamentos —suspiró Kurda, y luego se volvió hacia mí—. ¿Qué opinas tú, Darren? ¿No crees que ha llegado la hora de un cambio?
Vacilé antes de responder.
—No sé lo suficiente sobre vampiros y vampanezes para opinar sobre eso —dije.
—Tonterías —resopló Kurda—. Todo el mundo tiene derecho a opinar. Vamos, Darren, dime lo que piensas. Me gusta saber lo que opinan los demás. El mundo sería un lugar más sencillo y seguro si todos dijéramos libremente lo que pensamos.
—Bueno —dije lentamente—, no estoy seguro de que me guste la idea de hacer tratos con los vampanezes (creo que no está bien matar a los humanos de los que se bebe), pero si puede persuadirlos de que dejen de matar, sería estupendo.
—Este chico tiene cerebro —dijo Kurda, haciéndome un guiño—. Lo que has dicho resume en dos palabras mis propios argumentos. Matar a los humanos es deplorable y es una de las concesiones que los vampanezes tendrán que hacer antes de firmar cualquier acuerdo. Pero a menos que hablemos con ellos y nos ganemos su confianza, nunca se detendrán. ¿Y no sería mejor cambiar algunas de nuestras costumbres si con ello consiguiéramos detener una matanza?
—Desde luego —convine.
—Hum —gruñó Mr. Crepsley, y no volvió a decir nada más sobre el tema.
—En cualquier caso —dijo Kurda—, no puedo quedarme aquí escondido para siempre. Ya es hora de volver y seguir eludiendo preguntas. ¿Seguro que no podéis decirme nada más sobre esa Personita y su mensaje?
—Me temo que no —respondió cortantemente Mr. Crepsley.
—Oh, bueno. Supongo que ya me enteraré cuando vaya a la Cámara de los Príncipes y lo vea por mí mismo. Espero que disfrutes de tu estancia en la montaña de los vampiros, Darren. Podríamos encontrarnos una vez que se haya calmado todo este caos y charlar tranquilamente.
—Me gustaría —dije.
—Larten —saludó a Mr. Crepsley.
—Kurda.
Salió de la estancia.
—Kurda es simpático —comenté—. Me gusta.
Mr. Crepsley me miró de reojo, se rascó la larga cicatriz que surcaba su mejilla izquierda, dirigió una mirada pensativa a la puerta por la que Kurda había salido y volvió a gruñir.
—Hum.