15

De Suffolk a Sussex, a Wiltshire, a Oxfordshire, dando vueltas como un tiovivo. Sólo de pensar en los últimos dos días, Gemma sentía un mareo. Y cansancio.

Parecía que hubiera dormido con la ropa puesta, y era sólo la segunda parada de la mañana: la calle Lavender Lane, en la urbanización Wildmeadow Estates. Buf. Qué nombre tan poco adecuado para aquel barrio nuevo en los alrededores de St. Albans. Casitas clónicas, como cajas, se alineaban en filas perfectas por el terreno, pelado de todo lo que pudiera recordar una flor silvestre. Y sin embargo no parecían baratas. Al señor Lyle no debía de irle mal del todo.

La casa que pertenecía a los Lyle no se distinguía de las otras. Gemma detuvo el coche y apuntó con precisión el kilometraje en la libreta. Kincaid nunca se acordaba de anotar el suyo, y eso la exasperaba. Quizás con un sueldo de comisario podía permitirse ser descuidado; qué suerte, pensó con sorna. Suspiró y se preguntó por qué se sentía tan desanimada. No le gustaba trabajar sola, en parte era eso. Se había acostumbrado a la presencia de Kincaid, que le daba mucha seguridad; era extraño, porque recordaba lo nerviosa que se puso cuando la asignaron a él.

Y con este caso —¿se podía llamar caso?— se sentía completamente en alta mar. ¿Cómo podía excavar sin saber qué buscaba? La acción tenía lugar en Yorkshire, y no tenía ni idea de si los pedacitos de información desconectada que estaba recogiendo podían servir de algo.

Lavender Lane parecía desierto, como si todos sus habitantes hubieran hecho el equipaje de pronto y se hubieran marchado a la luna. Ni un cochecito de bebé, ni bicis de niño o motocicletas abandonadas en los jardines. Gemma intentó encontrar a los vecinos de ambos lados sin éxito. Indudablemente la hipoteca allí costaba dos salarios y todas las madres debían estar trabajando después de haber dejado a los niños en la guardería. Decepcionada, había dado media vuelta para dirigirse hacia el coche, cuando captó un movimiento en la cortina de la casa de enfrente.

La mujer que acudió a abrir a Gemma vestía tejanos y camiseta, y llevaba a un niño de cara pegajosa sentado en la cadera.

—Si busca a los Lyle —le dijo antes de que tuviera tiempo de hablar, con los ojos llenos de curiosidad—, se han marchado de vacaciones.

—Ya lo sé. Estamos haciendo unas preguntas rutinarias por algo que ha pasado en el lugar donde están de vacaciones. ¿Los conoce? Tal vez pueda ayudarme.

—Janet está bien, ¿no? —El niño captó la nota de alarma en la voz de su madre y empezó a inquietarse.

—Estoy segura de que la señora Lyle está muy bien, pero ha habido dos muertes inexplicadas.

—¿Inexplicadas? ¿Accidentales, quiere decir? —Los brazos de la mujer se tensaron en torno al niño y él empezó a llorar de verdad.

—Bueno, no lo sabemos. —Gemma hizo un esfuerzo para que se la oyera a pesar del jaleo que estaba montando el niño—. Por eso estamos investigando. Podría hacerle unas...

—Mejor que entre. —La mujer balanceó al niño y le dijo—: chit, Malcolm, chit.— Luego tendió la mano libre a Gemma—: Soy Helen North. Venga a la cocina. Janet y yo somos muy amigas cuando él no está. —Indicó la cocina y dijo, por encima del hombro—. No me gustaría que le pasara nada, ya ha sufrido bastante, la pobre.

Gemma la siguió, pensando que el nombre de Helen sonaba demasiado antiguo y elegante para aquella madre desaliñada. Helen North hizo sentar a Gemma junto a una mesita en su luminosa cocina y dejó al niño en el suelo, en medio de un montón de cubos de plástico.

—Perdón, estoy perdiendo la educación: ¿quiere una taza de té?

—Sí, gracias.

Por su trabajo, Gemma consumía más tazas de té que un vicario, pero por suerte las propiedades diuréticas del té la afectaban poco. Y esta vez el té le apetecía de verdad. En su primera parada en Finchley ni siquiera se lo habían propuesto.

—Muy bien, pongo el hervidor al fuego.

Su voz se había vuelto más cantarina con las últimas palabras.

—Es usted irlandesa —dijo Gemma sin dudar.

—Del condado de Cork —puntualizó Helen, sonriente—. Intento no parecer recién llegada, pero cuando me despisto se me nota. ¿Puede creer —acarició los rizos rojizos de su hijo— que ha sacado el cabello de su padre, siendo yo irlandesa?

—También mi hijo tiene el pelo claro y liso como un escandinavo —respondió Gemma. Se rieron, porque habían encontrado un terreno común.

—Quizás por eso no le caigo bien a Eddie Lyle —dijo Helen, dejando la taza delante de Gemma y sentándose enfrente—. Pensará que ser irlandés es mala cosa. Él era militar, aunque no se diría al verlo. Sirvió en Irlanda del Norte y pone a todos los irlandeses en el mismo saco. O quizás sea porque mi marido trabaja para el constructor. —Hizo un gesto circular, indicando la urbanización—. No sé por qué se siente tan superior, sus padres tenían un negocio de vinos en el pueblo. Muy respetable, pero Janet dice que a él no le gusta que se diga. Para mí que a ese hombre le falta un tornillo.

Detrás del parloteo de Helen North, Gemma detectó cierta malicia. Edward Lyle debía haberla desairado mucho.

—¿Cómo se hicieron amigas Janet y usted?

—Somos las únicas mujeres de esta zona que no trabajamos fuera de casa. Necesitas desesperadamente conversar con adultos. —Ladeó la cabeza y miró pensativa a Gemma—. A veces envidio a las mujeres como usted, que salen al mundo real de los adultos.

—Probablemente tanto como yo la envidio a usted —respondió Gemma. Acarició el cabello del niño que se movía alrededor y él balbuceó.

—Bueno, al fin y al cabo fui yo quien escogí quedarme en casa y pasar con menos. No debería quejarme. Pero el caso de Janet es diferente. Él no la ha dejado trabajar, ni siquiera cuando Chloe se fue al internado. No le parecía conveniente, es increíble. Y tiene formación de enfermera. ¡Qué desperdicio!

Helen guardó silencio, con cara de disgusto.

—Aunque, supongo —continuó, pensativa, al cabo de un momento—, que ser enfermera le fue bien cuando se trajeron a la madre de él a casa. Sí, ya lo creo —continuó como si Gemma lo hubiera puesto en duda—, con eso de que no se podían fiar de dejarla sola, ¿quién mejor que Janet para cuidarla todo el día? Es que la vieja bebía, ¿sabe? Desde que su hermana pequeña murió joven, según Janet. Además estaba sobremedicada. Iba a un matasanos que se empeñaba en llenarla de pastillas. Janet se ponía furiosa, pero no podía hacer nada.

—Qué combinación tan peligrosa —dijo Gemma.

—Sí, sí —respondió Helen—, lo fue.

—¿Lo fue?

—¿No sabe lo del accidente? —Gemma mostró una expresión vacía. Helen sacudió la cabeza con aire compungido—. Trágico. La señora cogió el coche de Janet un día que ella había salido a la compra. Se estrelló en Kingdom Come. Luego descubrieron que estaba atiborrada de alcohol y pastillas.

—Qué horror. —Gemma se inclinó hacia delante en la silla, con voz compasiva—. Janet tuvo que sentirse fatal.

—Estaba enferma por un sentimiento de culpa. Tenía que haber hecho esto, tenía que haber hecho aquello... Como si hubiera podido vigilar a su suegra cada minuto del día. Y él con su papel de hijo apenado. Cuando estaba viva, nunca tenía tiempo para ella. Yo fui al funeral por Janet. Él estaba al lado de la tumba, digno y correcto con una lagrimita que le caía por la cara. Me dio asco. —Helen juntó las cejas, consternada—. ¿Por qué sigue con él? ¿Usted lo entiende?

La pregunta era convencional, pero Gemma negó con la cabeza.

—No. Ojalá pudiera. ¿Hace mucho que murió la señora Lyle?

—El invierno pasado. Y poco después él propuso ese plan de vacaciones. Dijo que era para animar a Janet, pero a ella no le entusiasmaba. Seguro que lo que quería era impresionar a su jefe. Janet me dijo que habían tenido que pedir dinero prestado para pagar la semana, y encima no pudieron escoger la época de vacaciones de Chloe.

El niño empezó a alborotar y tirar de la falda de su madre, reclamando su atención. Gemma se acabó el té y se levantó para despedirse.

—Gracias por el té y por su tiempo.

De repente, Helen North se sintió avergonzada por haber hablado demasiado.

—No tenía que haber dicho... no es justo por Janet...

Gemma la tranquilizó.

—No ha dicho nada que no hubiera dicho yo. Tengo una vecina que cuida a su suegra y no sabe las cosas que llega a soportar...

Cuando acabó con su anécdota, Helen había recobrado la serenidad, y Gemma se marchó con la suavidad de un cirujano cuando extrae el bisturí.

* * *

Kincaid había salido al balcón, como se había acostumbrado a hacer cuando necesitaba pensar. Se subió el cuello de la camisa por el viento helado que jugueteaba en torno a sus orejas. El tiempo, húmedo y desapacible, estaba en consonancia con su estado de ánimo.

Le parecía muy difícil aceptar la idea de que Hannah fuera la madre de Patrick. Le parecía joven para tener un hijo tan mayor. Los había visto juntos, había captado alguna chispa entre ellos, incluso había sentido una punzada de celos. ¿Se habría dado cuenta Hannah? Por eso ella se había mostrado tan preocupada.

Por Dios, ¿qué le había inducido a hacer a Hannah? Sólo había querido asustarla para que le revelara lo que estaba encubriendo, no precipitarla a un amargo enfrentamiento con Patrick. Porque los dos se habían ido, de eso estaba seguro. Hannah lo había echado de su suite con tanta prisa que no había tenido otro remedio que irse. Cuando había vuelto al cabo de unos minutos para tratar de convencerla de que hablara, había visto desde la ventana del descansillo el brillo de las luces traseras de su coche, que salía a la carretera.

Marta Rennie, sobria y hosca, no sabía dónde estaba Patrick y no parecía importarle.

—Dando un paseo —dijo con mofa—. Me pone enferma.

Se cerró a cualquier otra pregunta de Kincaid. A él le pareció que todo lo que había hecho desde el principio estaba mal. Cada paso había resultado erróneo. Había estado dando golpes de ciego a un enemigo invisible. Debió haber escuchado a Penny. Debió callarse sus ideas sobre Patrick Rennie y no debió perder de vista a Hannah.

El timbre del teléfono sonó en el interior de la habitación, interrumpiendo sus recriminaciones. Entró para coger el aparato que lo ligaba con el exterior. Oyó la voz de Gemma al otro lado del hilo.

—¿Se puede saber a qué caza de gansos salvajes me ha mandado?

Kincaid se echó a reír, animado por el tono algo nervioso de ella.

—Me encantaría saberlo. ¿Qué ocurre?

—Que tengo el trasero cuadrado de tanto coche, eso ocurre.

—¿Busca compasión? Pues no la va a obtener. Al menos usted hace algo.

—Es verdad. A primera hora de la mañana he ido a ver a la señora Marjorie Frazer a su despacho de Finchley. No le ha hecho ninguna ilusión verme. Se ha puesto muy digna, muy abogada, al principio. Luego se lo ha pensado mejor y ha decidido que no le importaba poner verde a su ex. Me ha dicho que al principio ella tenía la custodia de la niña, Angela, pero se cansó de hacer de mala. Decidió que si Angela tenía que vivir con Graham, el mundo no dejaría de girar.

—Creo que verdaderamente ha tenido ese efecto. Me extraña que Angela no lo haya sentido así.

—Por lo visto, la señora Frazer ha cambiado de opinión. El trimestre pasado expulsaron a Angela de su elegante internado. Creo que por drogas, aunque la señora Frazer no lo ha dicho. Y ahora ha decidido que ya basta. Está determinada a obtener la custodia total y negarle el acceso a él. —Gemma hizo una pausa—. No he tenido la impresión de que la señora Frazer se preocupara mucho por su hija. Cuanto más se enfada con él, más se irrita contra ella. —Gemma parecía asombrada y furiosa a la vez ante semejante falta de sentimiento maternal.

—Pobre Angela —dijo Kincaid—. Así están las cosas, pues. No me extraña que busque afecto desesperadamente.

—Él no parece tener precisamente un carácter afable. He preguntado a algunas personas que trabajan en seguros. Cae mal. Tiene mano dura, creo. Y se rumorea, nada concreto, que comete fraudes, negocios poco claros. —Hizo una pausa buscando efecto, y Kincaid aguardó pacientemente, pues sabía que era mejor dejar que Gemma contara la historia a su manera—. También tiene fama de consumir mucha cocaína. ¿Cree que Angela le cogió algo de sus reservas?

—Puede —admitió Kincaid, contemplando la idea.

—¿Cree que ha podido haber abusos sexuales? —titubeó Gemma.

—No lo sé. Es posible.

Desde luego que lo era, a juzgar por la naturaleza malsana de la relación entre Graham y Angela. ¿Y si Angela se había confiado a Sebastian? Esto explicaría la repugnancia que sentía Sebastian por aquel hombre. ¿Y si Sebastian había amenazado a Graham con contarlo a Cassie o a su esposa? Gemma se aclaró la garganta y él se dio cuenta de que la había dejado colgada.

—Perdone, Gemma. ¿Qué más?

Gemma le refirió su encuentro con Helen North y añadió:

—A no ser que el señor Lyle tenga un buenísimo empleo, debe de andar apurado económicamente: una hipoteca, una esposa que no trabaja y la hija en un internado de lujo. Además me parece un pedante.

—¿Otro marido y padre modelo?

—E hijo devoto.

Kincaid oyó que Gemma pasaba las hojas de su cuaderno.

—¿Dónde está?

—En una cabina en St. Albans. No he podido hablar con Miles Sterrett en la clínica de Hannah Alcock. Dicen que está enfermo...

—Espere, Gemma, creo que hay alguien que llama.

Fue un roce en la puerta, tan débil que pensó haberlo imaginado. Cuando abrió no había nadie en el pasillo y volvió al teléfono:

—¿Gemma? Me pareció que había alguien en la puerta. Mire, acabe lo que esté haciendo hoy y venga para acá lo antes posible. Tengo un presentimiento extraño, por muy melodramático que suene.

Colgaron y Kincaid vaciló un momento, debatiéndose sobre qué hacer. Y decidió que era hora de charlar un poco con Angela Frazer.

* * *

Kincaid estaba bajando las escaleras cuando vislumbró un pie, un pie de mujer con un calcetín color melocotón, por debajo de él. Un zapato plano de cuero estaba caído en otro peldaño. Se detuvo en seco. En cuanto su cuerpo reaccionó, corrió al descansillo.

Hannah Alcock yacía inerte ante él.