11

Gemma asomó la cabeza por la ventanilla del Ford Escort y llamó al empleado de la gasolinera.

—¿Me puede decir dónde está Grove House?

—La próxima a la izquierda, al doblar la esquina. Es la vieja casa señorial, la verá enseguida.

Era joven y guapo, y su amable respuesta la animó, aunque probablemente había pasado de largo de la maldita casa... Había dado tres vueltas al pueblo y ya no sabía dónde había estado y dónde no había estado.

Los pueblos la ponían de malhumor, y aquél no era una excepción. Situado en el interior de Wiltshire, completamente rodeado por canteras de grava, parecía una isla. Nada de calle de cuento con tiendecitas encantadoras. Era un batiburrillo de casas nuevas apiñadas que parecían dobladas unas sobre otras, y alguna que otra vieja mansión metida en medio.

Pero ninguna era la que buscaba: el número dos de Grove House. Calles sin nombre ni número. ¿Cómo se supone que la iba a encontrar?

Gemma dobló a la izquierda en el pub y, antes de darse cuenta, se encontró en una calle de casas nuevas sin salida. Dejarse vencer por la frustración no serviría de nada, pensó. Respiró hondo, hizo marcha atrás y siguió la acera despacio.

A unos metros del pub de la esquina, encontró una abertura en el seto. Había una pequeña placa metálica en una puerta de hierro forjado, abierta. Grove House, leyó Emma. Metió el coche en el camino, frenó y los neumáticos chirriaron sobre la grava. El ruido de la calle llegaba amortiguado por los altos setos, y por la ventanilla del coche notó el olor de tierra removida. Había una carretilla y una pala al lado de un montón de abono en la hierba. Suponía que era abono. Su práctica con los jardines consistía en cortar la hierba de los dos metros cuadrados de césped que el anuncio de su casa había llamado «un espacioso jardín posterior».

Lo que se veía de la casa era el estuco gris, la pizarra y una enredadera verde, con un seto tupido que se proyectaba en ángulo recto desde el centro, marcando la división entre el número uno y el número dos. Se preguntó qué aspecto habría tenido la casa cuando era nueva, y por un momento se imaginó que se había mantenido intacta, como amurallada, mientras el pueblo crecía a su alrededor.

—Demasiado romántica para ti, cariño —se dijo en voz alta. Luego se puso en movimiento y salió del coche.

El número dos resultó que estaba en el lado izquierdo, medio escondido por el seto central. Gemma se arregló el pelo con las manos y se colocó bien el bolso en el hombre antes de llamar al timbre. Se oyeron unos pasos rápidos sobre las baldosas y una mujer abrió la puerta. Era esbelta, de una belleza marchita y una sonrisa indecisa.

—¿Señora Rennie? —preguntó Gemma, tendiéndole su carnet de identificación—. Soy Gemma James, de la policía de Londres, y me gustaría hablar un momento con usted.

—Por supuesto. —La señora Rennie parecía asombrada—. ¿En qué puedo servirla? —Su expresión se volvió algo aprensiva—. ¿No será por ese feo asunto de Yorkshire? Patrick me ha llamado para contarnos algo... —Gemma vio la aprensión convertirse en alarma—. ¿No será Patrick? ¿Le ha pasado algo a Patrick?

—No, no —Gemma se apresuró a tranquilizarla—. Su hijo está perfectamente, señora Rennie. Es que tenemos que hacer una investigación de rutina sobre todos los huéspedes de Followdale House.

Esbozó la mejor de sus sonrisas.

—Qué tonta soy. Por un momento... —La señora Rennie se acordó de sus buenos modales e hizo pasar a Gemma al vestíbulo—. Entre. No he debido tenerla en la puerta.

En una mesa estrecha había un enorme jarrón de flores cuidadosamente dispuestas. Junto con los retratos al óleo suavemente iluminados a lo largo del pasillo, fue lo único que vislumbró antes de que la señora Rennie la llevara al salón.

—Siéntese, por favor. ¿Le apetece un té?

—Me encantaría. He conducido mucho para llegar aquí —dijo Gemma, pensando que en esta casa no podía ofrecerse a ayudar en la cocina. Una vez sola, examinó la estancia. Como el resto de la casa, era de una elegancia deteriorada: objetos caros y usados; la alfombra oriental tenía trozos raídos, las sillas y el sofá tapizados de chintz estaban deformados. Había libros, mapas y objetos que pensó que debían de venir del Lejano Oriente. Y la habitación, con su ajada finura que evocaba la buena lana y zapatos prácticos, incomodó profundamente a Gemma.

Notó el olor mezclado de flores, muebles encerados y encuadernaciones de libros polvorientas, y pensó en su casita adosada, donde el olor a grasa y col hervida de la vecina se colaba por las paredes, y por mucho que abriera la ventana y ventilara no se iba nunca del todo. Pensó en su comedor beige, de tela basta y barata, y acarició el suave chintz de aquel sofá. Bueno, hacía lo que podía, con su sueldo y la guardería de Toby... Y Rob que no era muy fiable a la hora de pagar la manutención del niño.

Un ruido de cacharros en la cocina la sacó de sus pensamientos. Suspiró y apoyó la espalda en el blando sofá. La señora Rennie empujó la puerta de dos batientes con el hombro e hizo pasar la bandeja de té. Cuando Gemma se levantó para ayudar, la señora Rennie la detuvo con un rápido gesto.

—No, no se levante. Puedo hacerlo sola.

Gemma tomó la taza que le ofrecía y la puso en equilibrio sobre sus rodillas.

—Señora Rennie —preguntó, mientras removía el té—, ¿su hijo y su nuera llevan yendo a Followdale mucho tiempo?

—Unos dos o tres años. Al principio Marta estaba muy ilusionada, e iban encantados.

—¿Y ahora no? —Gemma sorbió un poco de té. Era Earl Grey, que no le gustaba, pero su aroma de flores resultaba apropiado para el lugar.

—Bueno, supongo que se ha convertido en algo rutinario, como pasa en todo. Y Patrick está tan ocupado con sus compromisos políticos... Pero fíjese —la señora Rennie frunció un poco las cejas—, ha sido Marta quien ha propuesto vender su parte e ir a otro lugar.

—¿Pero no lo han hecho?

—No. Patrick no mostró mucho entusiasmo.

—Estará orgullosa de su hijo, señora Rennie. Sé que le está yendo muy bien...

—Sí, mejor de lo que esperábamos. Ha tenido un ascenso meteórico en el partido.

Sonrió orgullosa, pero Gemma notó cierta reserva en su voz, como si la vida de Patrick no fuera lo que quería que fuera.

—¿Su hijo o su nuera han comentado alguna vez que hubiera algo raro en Followdale House? A veces —prosiguió Gemma en tono confidencial—, la gente comenta una cosa y luego la olvida completamente.

La señora Rennie reflexionó un momento.

—Que yo recuerde, no. Patrick no suele decir cosas desagradables de la gente o repetir habladurías.

Aunque el tono había sido muy amable, Gemma percibió que, muy sutilmente, la habían puesto en su lugar.

Gemma se acabó el té y dejó con cuidado la taza y el platito en la bandeja de madera.

—Gracias, señora Rennie. Ha sido usted muy amable y no quiero robarle más tiempo. —Se levantaron, y Gemma tuvo un momento de vacilación cuando se dirigían ya hacia la puerta—. ¿Le importaría que me lavara las manos y me refrescara un momento antes de irme?

—Por supuesto. —La señora Rennie la llevó al vestíbulo—. Arriba, a su izquierda.

—Gracias.

Gemma se detuvo delante del primer retrato. Un chico la miraba inquisitivo. Parecía que el cabello claro se fuera a liberar de un momento a otro de su peinado, y los ojos azules en el rostro delgado parecían amables y curiosos. Unos doce o trece años, dedujo Gemma, con corbata de uniforme escolar asomando por el cuello de un jersey azul. Se preguntó si Toby estaría tan guapo algún día.

—Qué precioso retrato. ¿Es su hijo, señora Rennie?

—Sí, es Patrick. Lo encargamos. Se parece mucho.

—Pues el parecido con usted es asombroso.

La señora Rennie se rió.

—Sí, es la broma que hacemos siempre en familia. —La cara de Gemma debió de demostrar su incomprensión, porque la señora Rennie se apresuró a decir—, perdone, veo que no lo sabe.

—¿Saber qué, señora Rennie?

—Que Patrick es adoptado. —Su expresión se suavizó—. Tenía tres días cuando llegó. Se hizo todo con mucha discreción, nada que ver con las vías oficiales. El abogado de mi marido se ocupó de todo. Por supuesto, se lo explicamos a Patrick en cuanto tuvo edad para entenderlo.

—Pues no, no lo sabía. —Gemma estudió el retrato—. El parecido es asombroso.

—Una pequeña intervención divina —respondió la señora Rennie, y Gemma vio un toque de humor en su sonrisa.

Gemma miró la entrada de la casa desde la ventana del baño. Había oído el ruido de un motor mientras se secaba las manos y vio un coche familiar entrar en el cobertizo que había al lado de la casa. No se atrevió a fisgonear: las tablas del parquet crujían y estaba segura de que desde abajo podían oír cada paso que diera.

Las voces le llegaron claramente mientras bajaba por las escaleras.

—Louise, no tienen ningún derecho. Es completamente...

Cuando ella llegó al último rellano, volvieron las cabezas. El hombre era alto y delgado, con un bigotito sedoso que era casi como una marca del militar retirado.

—Mi marido, el comandante Rennie.

La mujer mantuvo los dedos apoyados levemente en su brazo en un gesto de contención.

—No sé en qué podemos serle útiles. —Se había puesto colorado. No hay duda, pensó Gemma, que su mujer ha tratado de ablandarlo—. Estoy seguro de que ese sórdido asunto no tiene nada que ver con nosotros ni con nuestro hijo. Si tiene más preguntas, puede hablar con mi abogado...

—John, no creo que haga falta...

—Como le acabo de decir a su esposa, señor Rennie, no hay por qué preocuparse. Estas preguntas son rutinarias en una investigación de asesinato.

Aun dicha con suavidad, el poder de la palabra «asesinato» los acalló a los dos, y Gemma leyó en sus rostros el inicio del miedo.

* * *

—He inspeccionado el despacho de Cassie Whitlake —sonrió Peter Raskin—. No puedo decir que nos lo haya cedido encantada. Busque un sitio libre y siéntese.

Miró la estancia desde el umbral.

—Sólo hay una silla a este lado del escritorio. —Volvió al bar y levantó un taburete de la barra con una mano—. ¿Servirá?

—Ya lo creo —contestó Kincaid, y se instaló en un rincón del pequeño despacho—. Encaja con lo precario de mi posición.

Observó cómo Raskin probaba los pivotes de la silla de Cassie y les daba una palmada aprobatoria. Sus hábiles dedos igualaron la temblequeante pirámide de papeles hasta que fueron un montón ordenado en un rincón de la mesa.

—Se va a enfadar —dijo Kincaid señalando la superficie del escritorio, ahora despejada.

—No será la única. Todos los huéspedes están citados ahora, y he oído que el agente los reunirá en la sala. Estarán cansados y quejosos, querrán irse a tomar el té, así que cuando antes los recibamos, mejor.

—Hagamos pasar primero a los Hunsinger y así los quitamos de en medio. Según me ha dicho Emma MacKenzie, han estado toda la mañana en la piscina con los niños.

Raskin salió de detrás del escritorio, fue al bar y volvió al cabo de un momento con una taciturna Maureen Hunsinger.

Maureen sonrió tristemente a Kincaid mientras Raskin le ofrecía la silla. Ella se sentó en el borde, muy tiesa, y el vestido blanco de algodón fruncido se hinchó a su alrededor. Kincaid pensó que podría haber estado ridícula, con el cabello más crespo de lo normal por las horas en la piscina y la cara colorada e hinchada por el llanto, pero vio una cierta dignidad en su postura y en su evidente tristeza. Una madonna voluptuosa y versátil. Contuvo una sonrisa.

—John está con los niños. ¿Lo necesitarán también a él?

—Probablemente bastará con que firme la declaración de usted —respondió Raskin con diplomacia.

—Para los niños ha sido terrible. Primero Sebastian y ahora esto. ¿Qué podemos decirles, que tenga sentido? Esta mañana hemos pensado que si se divertían en la piscina olvidarían lo que había pasado allí, pero ahora... —Maureen estaba de nuevo al borde de las lágrimas—. Ojalá no hubiéramos venido.

—Entiendo cómo se siente, pero tenemos que pedirles que se queden un poco más, al menos hasta completar las formalidades. —Raskin le habló con amabilidad y comprensión, y Maureen se relajó un poco en su asiento—. Ahora, ¿le importaría contarme qué ha hecho esta mañana?

—Los niños nos han despertado. Hemos desayunado y al cabo de un rato hemos bajado a la piscina. Ha venido también Emma...

—¿Cuánto tiempo ha estado?

—Pues... una hora, creo. Ha dicho que ya tenía bastante, y al cabo de un rato los niños han empezado a tener hambre y hemos subido nosotros también. Nos estábamos cambiando cuando Janet Lyle ha venido a decimos que pasaba algo, pero que no sabía qué. —Maureen se echó hacia delante, suplicante—. Por favor, dígame qué ha pasado exactamente. Ya sé que Penny... ha muerto, nos lo ha dicho el policía. Pero ¿qué le ha ocurrido? ¿Lo mismo que a... Sebastian?

Raskin adoptó un tono formal, la mejor defensa frente a las emociones para un policía, pensó Kincaid, sarcástico.

—La señorita MacKenzie ha sufrido un fuerte golpe en la cabeza. Por ahora no podemos decirle nada más.

Maureen se hundió en el asiento y Kincaid tuvo la impresión de que, al confirmarse sus peores miedos, toda la tensión emocional se liberaba. Se levantó en silencio, pero cuando cruzaba el umbral se volvió y dijo:

—Voy a ocuparme de Emma. Alguien tiene que hacerlo. No se la puede dejar sola ahora.

La determinación de su gesto no permitía discusión.

* * *

Entraron y salieron en una rápida sucesión, unos más cooperadores que otros.

Cassie ocupó la silla de las visitas, se quitó las zapatillas de tenis y se sentó sobre sus piernas dobladas. Era una demostración deliberada de propiedad, pensó Kincaid, como nunca había visto antes. Cassie miró furiosa el montón ordenado de papeles en su mesa.

—¿Sabe cuánto tiempo me va a llevar volver a ponerlo bien?

Peter Raskin se permitió un asomo de sonrisa.

—Y yo que creía haberle hecho un favor...

—¿Dónde está el inspector jefe Nash? —Cassie miró enseguida a Kincaid.

—Esperando la autopsia —dijo Raskin—. El rango da ciertos privilegios. Ahora, si no le importa...

—He pasado la mañana aquí. Trabajando.

—¿Ha...?

—Bueno, he ido al baño de abajo un par de veces, si le importa saberlo. He ordenado el salón y el bar. Patrick Rennie estaba trabajando en el escritorio del salón. Y Eddie Lyle ha entrado en algún momento. No he visto a nadie más.

—Admirablemente sucinta, señorita Whitlake —dijo Raskin, imperturbable en su papel de interrogador.

—Llámeme Cassie.

Cassie apretó el acelerador de su capacidad de seducción y Kincaid observó con interés la reacción de Raskin. De pronto, ella se levantó y se inclinó sobre el escritorio, obligando a Raskin a retroceder, para abrir el cajón central.

—Perdón.

Tras revolver por unos instantes, sacó un arrugado paquete de cigarrillos y unas cerillas.

—Un vicio secreto. No molesta a los clientes.

Le temblaba la mano cuando encendió la cerilla, y Kincaid pensó que por mucho aplomo que mostrara, los nervios la traicionaban.

—El comisario aquí presente —de nuevo miró de reojo a Kincaid— cree que tengo que ser franca. Y prefiero mil veces confesarme a usted, inspector, que al inspector jefe Nash.

Regaló a Raskin una sonrisa de dentífrico.

—Siga.

—Dije que había pasado sola el domingo por la noche en mi chalet. Pues bien, no es verdad. No estaba sola ni estaba en mi chalet. Me encontré con Graham Frazer en la suite vacía... a eso de las diez, diría yo, y estuvimos allí hasta casi medianoche.

Kincaid se maravilló de su habilidad en convertir una situación aparentemente embarazosa en un flirteo provocador.

—¿Ocurre a menudo? —preguntó Raskin, luego se sonrojó ligeramente al darse cuenta de cómo había sonado—. Es decir, que se encuentren los dos...

No ha mejorado mucho las cosas, pensó Kincaid, divertido al ver la grieta en la compostura impecable de Raskin.

—Bueno, hemos tenido una relación, se podría decir, de un año más o menos. —Cassie dio una calada y se inclinó hacia delante, confidente—. Graham no quería que nadie lo supiera. Problemas de custodia. Desde luego, yo lo habría contado enseguida, de saber que era tan importante. Espero —su voz se hizo más intensa— que no salga de aquí.

Raskin se levantó y se dirigió a la puerta.

—Por supuesto, no puedo prometerle nada, señorita Whitlake. —Su tono era de prudencia—. Gracias por cooperar de esta forma, señorita Whitlake.

Raskin puso énfasis en el apellido. Después de todo, había dicho la última palabra.

—¿Cómo le sonsacaste esa información tan sustanciosa? —le preguntó Raskin a Kincaid tras cerrar la puerta.

—Mi encanto irresistible —sonrió Kincaid—. Bueno, esto, y que además lo acerté. Le dije que sabía que habían estado juntos, pero que no comprendía por qué tenían que esconderlo. Pensé que no tenía nada que perder.

—Aparentemente no. Hagamos pasar al señor Frazer, a ver qué dice.

* * *

Graham Frazer se mostró intratable desde el principio hasta el final, dirigiendo a Kincaid para empezar una mirada de bulldog.

—¿Ya no mira desde la barrera? Le debía doler el trasero...

Angela, que entró detrás de él, parecía mortificada.

—Papá... —Frazer hizo caso omiso de ella y se sentó en la silla, dejando a su hija en pie, incómoda e indecisa. Kincaid se levantó y le ofreció su taburete con una reverencia. Ella sonrió.

—He pasado la mañana trabajando en la suite. Tenía que ponerme al día con el trabajo burocrático —dijo Frazer en respuesta a la pregunta de Raskin—. Angie dormía. Eso es lo que hacen las adolescentes, ¿no?

Angela reaccionó con rabia.

—Papá, eso no...

—No es justo —acabó Raskin por ella, y sonrió—. ¿A qué se dedica, señor Frazer?

—A los seguros. Aburridísimo, pero sirve para pagar las facturas.

—Ya. —Raskin puso en orden sus notas con cuidado—. ¿Y no ha salido de su suite por ninguna razón antes de las diez de la mañana?

—No. —Frazer había perdido hasta su tono intimidatorio, y ya no ofrecía nada más—. Ahora si son tan...

—Angie —interrumpió Kincaid—, ¿a qué hora te has despertado esta mañana?

Ella miró a su padre antes de volverse a Kincaid:

—A las diez, más o menos.

—Angie —dijo Raskin—, tú puedes salir, si no tienes nada que añadir a la declaración de tu padre. —Frazer empezó a levantarse—. Señor Frazer, si no le importa, querría hacerle algunas preguntas más.

—Claro que me importa. Pero no tengo elección.

Raskin aguardó a que Angela hubiera salido y hubiese cerrado la puerta tras de sí.

—Puede llamar a un abogado, señor Frazer, pero se trata de preguntas muy informales. No le estamos acusando de nada. —Frazer se lo pensó e hizo un gesto de consentimiento. Kincaid pensó que había decidido no armar jaleo a estas alturas.

—Señor Frazer, la señorita Whitlake nos ha informado de que pasaron juntos la noche del domingo, desde más o menos las diez hasta las doce. Anteriormente habían ustedes hecho declaraciones que silenciaban esta circunstancia. Según la señorita Whitlake usted le pidió que no lo mencionara porque estaba preocupado por el juicio sobre la custodia.

Graham Frazer, duro e impenetrable, no mostraba fácilmente las emociones, pero Kincaid pensó que su profundo silencio indicaba el alcance de su sorpresa. Al cabo de un rato, balbuceó:

—¿Les ha dicho eso? ¿Cassie? Pero si fue ella quien insistió... —Quedó en silencio y añadió, bajito—. Sabía que estaba tramando algo, la muy zorra.

—¿Está diciendo que no fue usted quien insistió en mentir sobre su actividad de esa noche?

Raskin había perdido algo de su afabilidad formal.

—Sí. Es decir, no. No fue idea mía. ¿Qué tiene que ver eso con la maldita vista sobre la custodia? Y aunque así fuera, no me importaría tanto... Empiezo a creer que Marjorie se saldrá mejor de todo ello. No, era Cassie quien estaba preocupada por su «reputación». Me suplicó que no la pusiera en apuros. —Frazer soltó un bufido de despecho—. Es ella quien ha conseguido hacerme pasar por imbécil.

* * *

Edward Lyle entró antes que su esposa, y sólo se acordó de ofrecerle la silla cuando Raskin la saludó. Kincaid cogió discretamente otro taburete y adoptó su posición de espectador. Lyle estaba muy callado, menos indignado por sus derechos que en otras ocasiones.

—No sé qué puedo decirle yo, inspector. —Lyle se pasó una mano por el cabello ralo—. Qué mala suerte, qué mala suerte la de la pobre señorita MacKenzie.

¿Mala suerte? A Kincaid le pareció una expresión extraña. Aquella mañana había tenido algo más que mala suerte. Raskin dejó que el comentario se desvaneciera antes de hablar.

—Me bastará que me digan qué han hecho ustedes esta mañana, señor y señora Lyle.

—Bueno, hemos desayunado como siempre; a mí me gusta desayunar bien. Luego he ido al pueblo andando a por un periódico y he dejado a Janet escribiendo unas cartas en la suite. Al volver he echado un vistazo al periódico y luego nos hemos puesto a mirar los mapas, para planear la excursión de la tarde, y entonces ha empezado toda la conmoción. Y ya está, inspector. Tengo que decir... —empezó, adoptando un tono más recriminatorio, pero Raskin lo interrumpió:

—¿Es correcto, señora Lyle? —Lyle tomó aliento para protestar, pero su esposa empezó a hablar.

—Sí... por supuesto. Yo estaba escribiendo a Chloe, nuestra hija, que está en un pensionado. Es una lástima que no pudiéramos venir cuando ella estaba de vacaciones. A ella le habría... —Vislumbró la cara de desaprobación de su marido—. Perdón. Qué tonta. Me alegro de que no esté aquí. —Frunció las cejas mientras tomaba aire, como si tratara de dominarse antes de hablar—. Inspector, lo que ha ocurrido es espantoso. Pero nosotros no tenemos nada que ver.

Se volvió hacia Kincaid, incluyéndole a él en la petición. Algunas hebras grises suavizaban la severidad de su cabello oscuro y espeso. Su piel clara contrastaba con sus ojos negros y expresivos.

De repente, Kincaid pensó que era una mujer muy atractiva, o lo sería, si no estuviera siempre nerviosa y con cara de desconfianza. Recordó su sorprendente vivacidad cuando estaba en el salón de té con Maureen y se preguntó cómo sería si no se hubiera casado con Edward Lyle. ¿Y por qué se habría casado con él? Ésa era la verdadera cuestión, se dijo Kincaid. Hacía quince o veinte años, ¿habría visto una promesa, ahora disipada, en aquel hombre débil y engreído?

—Señora Lyle —respondió Raskin, interrumpiendo las meditaciones de Kincaid—, tenemos que hacer las mismas preguntas a todo el mundo, por si han visto u oído algo importante. Estoy seguro de que lo entiende.

—No hemos visto nada fuera de lo normal —dijo Lyle—. Nada en absoluto.

* * *

Patrick Rennie, siempre tan caballeroso, dejó sentar a su mujer en la silla, solícito. Marta parecía necesitar toda la ayuda posible (evidentemente, no era de los pocos afortunados que no sufren resacas). Llevaba el liso cabello castaño apartado de la cara por una cinta elástica.

—Marta se ha pasado la noche en la cama —refirió Patrick—, porque no se encontraba bien.

Tenía una expresión sincera y complaciente, y no miraba a su esposa al hablar. Dijo que había bajado al salón a preparar un discurso para no molestarla.

—¿Ha pasado allí toda la mañana, señor Rennie? —preguntó Raskin.

—Bueno, he entrado y salido varias veces. He saludado a Cassie, he subido a por un libro: las citas son útiles al escribir discursos. Ha entrado Lyle y hemos charlado un poco, desconcentrándome, cuando estaba en un punto importante... Pero no he visto a nadie más. Ah, inspector —su voz sonó juguetona—, y les he visto llegar a usted y a su jefe, en coche, por la ventana del salón.

Maldito pretencioso, pensó Kincaid.

—¿Señora Rennie? —preguntó Raskin.

Ella no dejaba de mover las manos, nerviosa no sólo por ganas de tomar un té, pensó Kincaid. Se humedeció los labios antes de hablar:

—He dormido toda la mañana, como ha dicho Patrick. Me encontraba fatal. Como con gripe... Me acababa de levantar y estaba tomando un café cuando entró Patrick y dijo que había mucho jaleo arriba y abajo de las escaleras, puertas que se abrían y cerraban, que algo pasaba. —Rebuscó un cigarrillo en su bolso—. Lo siento por la señorita MacKenzie, parecía buena persona.

El elogio no podía ser peor, pensó Kincaid, pero al menos Marta Rennie había dedicado un pensamiento a Penny.

—La señorita MacKenzie parecía muy afectada cuando se marchó anoche. ¿No ha podido...?

—No, señor Rennie —respondió Raskin a su pregunta inacabada—. No existe posibilidad de que las heridas hieran autoinfligidas.