9
Kincaid puso dos huevos en la sartén junto al bacon y se felicitó por apañárselas tan bien con una cocina que no conocía. La temperatura adecuada le había supuesto reajustes y una quemadura de aceite en el pulgar, pero el bacon había quedado perfecto. Dio la vuelta a los huevos mientras la tostadora disparaba el pan, y en cuanto tuvo el pan y el bacon en el plato, los huevos también estuvieron listos.
Cuando se estaba sirviendo el café, llamaron a la puerta.
Hannah Alcock estaba apoyada en la pared del pasillo, abrazada a su chaqueta de Aran. No iba maquillada, y tenía los labios pálidos en contraste con las ojeras oscuras.
—Hannah, pase —invitó Kincaid abriendo la puerta de la suite y separando para ella una silla de la mesita—. ¿Está bien? Tiene mala cara esta mañana.
—No he dormido.
Se dejó caer en la silla como si estar en pie le hubiera requerido mucho esfuerzo.
—¿Qué le ofrezco? ¿Unas tostadas? ¿Un café?
—Un café me apetece, gracias.
Kincaid sirvió otra taza y se sentó frente a ella, pasándole la leche y el azúcar por encima de la mesa. Hannah removió el café unos instantes antes de mirarlo, luego le sonrió forzadamente.
—Me siento idiota al venir así. Pensaba decirle «tenemos que hablar», pero me doy cuenta de que no es verdad. Soy yo la que necesita hablar. —Hannah hizo una pausa y desvió la mirada, encogiéndose de hombros con un gesto un tanto autodesdeñoso—. Siento que le debo una explicación por mi comportamiento. No es...
—¿Por qué debería hacerlo? —preguntó Kincaid, perplejo—, yo no soy quién para juzgarla.
—Vamos, Duncan, no proteste, lo hace todo más humillante todavía. Empiezo a pensar que han sido imaginaciones mías que hubiera... en fin... algún sentimiento, alguna chispa... entre nosotros. Me ha pasado un par de veces. Conoces a alguien, pasas un rato con él, charlas como si lo conocieras desde hace mucho tiempo, dices cosas que no dirías a las personas que te conocen desde hace años. —Sonrió tristemente—. Es un don raro un rato como ése, sobre todo si no lo has planeado.
Al menos ella estaba siendo más sincera que él, pensó Kincaid. Había habido un chispazo de afinidad, de posibilidad, entre ellos, y se había sentido dolido al ver que compartía la misma intimidad espontánea con Patrick Rennie. No eran meros celos, aunque también había algo de eso, sino más bien una sensación de confianza traicionada.
—Muy bien, Hannah. Lo reconozco. —La miró con atención, observó su inalterada tez de porcelana y la finura de sus huesos, notó asimismo la expresión demacrada y sus ojeras—. Pero hay algo más, ¿no? No está sólo preocupada por haber herido mis sentimientos.
Hannah sacudió la cabeza antes de que él acabara la frase.
—No. Es decir, sí. No lo sé. —Gesticulaba con la mano al hablar y derramó unas gotas lechosas del café intacto sobre la mesa—. Con Patrick no es lo que usted piensa. —Las cejas de Kincaid imitaron las de Peter Raskin—. Ya sé lo que estará pensando, que soy una mujer madura que se lanza sobre todos los hombres que la miran dos veces. Pero no es así. Ojalá todo fuera tan sencillo.
Hundió el rostro en las manos, con los dedos en abanico.
—Hannah...
Kincaid extendió una mano para tocarla, pero la retiró.
—Tiene que entenderlo —dijo ella, entre los dedos—. Creía que me había construido una vida perfecta, sola. Era inteligente, capaz, respetada. He tenido la suerte de encontrar el trabajo que me gustaba. —Hannah levantó la cabeza—. La gente cree que no tuve ocasión de casarme. El viejo estereotipo de solterona sexualmente necesitada. ¡Por Dios! —exclamó amargamente—, se supone que lo habíamos superado, pero no es así. Las mujeres se juzgan como una mercancía, un apéndice de los hombres. Si no tienes un hombre, no vales. Así de simple. En cuanto al sexo —soltó una áspera carcajada—, es fácil. Lo que me asusta es el matrimonio. Perder el control.
Hannah empujó la taza con los dedos y miró al exterior a través de los cristales.
—Mis padres disponían de todos los aspectos de mi vida, lo que tenía que comer, cómo tenía que vestirme, cortarme el pelo, a quién podía ver, hasta lo que podía pensar. El único paso que pude dar sola... me lo quitaron de las manos. Y juré que nadie volvería a hacerlo. ¿Lo entiende?
—Sí —dijo Kincaid, suavemente—, creo que sí.
—Y así he estado durante años, capitana de mi barco y todo eso, hasta que de pronto, este último año, me empezó a parecer todo tan vacío... He tenido amantes, claro, pero ninguno anclado en mi vida. Quizás —suspiró, y Kincaid notó que la tensión bajaba un poco— sufra una demencia relacionada con la menopausia, algún desequilibrio hormonal. Pero no creo. —Ahora parecía hablar consigo misma más que con Kincaid, su mirada perdida—. No hay una plenitud, nada que lo una todo. Parece... —Las palabras dejaron de fluir. Hannah calló por unos instantes y luego miró directamente a Kincaid—. He vuelto a hacer lo mismo, ¿verdad? Como la otra noche, cuando lo aburrí con la historia de mi vida. Lo siento.
—Hannah, ¿qué tiene que ver todo esto con Patrick Rennie?
Ella se mordió el labio, luego tomó aliento.
—No puedo decírselo. Todavía no. Pero lo haré... —Interrumpió el ademán de protesta de él—. Yo quiero que lo sepa, pero antes tengo que explicarle algo a Patrick. Luego usted me dirá si necesito un psiquiatra o un abogado. —Le sonrió con una pizca de la franqueza y del humor que le habían impresionado tanto al principio—. Prometo que se lo diré. Después.
—De acuerdo.
Kincaid se apoyó en el respaldo y apartó el plato con los huevos fríos.
—Los ojos de Hannah se fijaron en el plato—. Vaya, le he estropeado el desayuno. No los ha tocado. —Golpeó la mesa con el muslo al levantarse y el café se volvió a derramar, aumentando el charco que se secaba en la mesa—. Me voy. Perdone por todo esto, Duncan.
—Deje de disculparse, por favor. No tiene que excusarse de nada y, además, no es adecuado a su carácter. —La siguió hasta la puerta—. Y no me importa el desayuno.
—Mi vida es inconsistente en este momento. —Soltó una carcajada, el primer sonido de placer espontáneo que había emitido en todo el rato—. Gracias. Tenga paciencia conmigo, por favor. Sé que no tengo derecho a pedírselo.
—Claro. —Kincaid se quedó con la mano en la puerta y le dijo, mientras se alejaba por el pasillo—. De eso sé mucho.
* * *
—Jefe —la voz de Gemma vibraba prácticamente de eficiencia matutina—. Tengo novedades acerca de las indagaciones que me pidió.
Kincaid hincó el diente a su bocadillo de bacon improvisado. Su breve conversación con Hannah había convertido los huevos en incomibles, y la tostada y el bacon fríos los había rescatado en el último momento, cuando ya metía el plato en el fregadero.
—Gemma, no soporto tanta alegría por la mañana.
—¿Cómo?
—Perdone. Es igual. ¿Alguien le ha puesto problemas?
—No, señor. Creo que el subdirector ha engrasado muy bien la máquina.
Kincaid sonrió ante la idea de que su jefe hubiera susurrado unas palabras discretas a algún oído especial; la anterior tarea de Gemma probablemente había desaparecido en el cesto de papeles de la secretaría.
—Cuénteme, pues. No, espere —corrió a buscar el bolígrafo y el cuaderno que había dejado en el sofá, pasó el teléfono a la mesita y tomó un sorbo de café frío.
—He estado en Dedham Vale. Un pueblecito de lo más aburrido, en mi opinión. —Gemma, con el prejuicio tan arraigado en los londinenses del norte, no les encontraba ninguna gracia a los pueblos campestres.
—No me sorprende. ¿Qué más?
—Paseé un rato hasta que encontré el consultorio del médico del pueblo, que se ocupó del reverendo MacKenzie en la última etapa de su enfermedad. Conoce a todo el mundo, claro, aunque ahora la Seguridad Social manda a muchos de sus antiguos pacientes a la nueva clínica de Ipswich.
Kincaid no pudo resistir la tentación de tomarle un poco el pelo.
—Han intimado mucho, por lo que veo.
Se imaginó la cara pecosa de Gemma ruborizándose de enojo. Probablemente, si no tuviera una actitud tan profesional, lo acusaría de tratarla con superioridad. Pero él no lo estaba haciendo. Es que Gemma no era consciente de sus propios recursos. La franqueza de su rostro animaba a las confidencias como no lo lograría una belleza más sofisticada.
Gemma guardó un momento de silencio; su respuesta habitual, cuando no sabía si bromeaba o no, era hacer caso omiso de él.
—Decía que el médico...
—Perdone, Gemma. Siga.
—Pues resulta que trató al señor MacKenzie durante años. Y a las hijas. El anciano era diabético, estaba muy grave. Perdió la vista, los riñones no le funcionaban. El médico dice que se murió durante el sueño una noche, que no hay motivos para pensar que hubiera nada extraño en ello. Sin embargo —Gemma dejó traslucir una pizca de satisfacción en su voz—, me he enterado en la agencia de viajes de allí de cuál puede ser el origen del rumor. Otra persona del pueblo es multipropietaria de Followdale House. Se trata de un comandante retirado que, según la recepcionista de la agencia, es tan cotilla como una vieja maliciosa.
Kincaid reflexionó un momento.
—Podría ser una explicación. ¿Qué más?
—Los padres de Cassie Whitlake, en Clapham. Su padre es un capataz de la construcción. Están muy orgullosos de ella. Un trabajo estupendo, viste como en el Vogue, dice su madre, elegantísima.
—Me imagino —dijo Kincaid, secamente.
—Pero me da la impresión de que no va a verlos con frecuencia. Dice a su madre que no puede tomarse vacaciones cuando lo hacen los demás, pues es su momento de más trabajo. Los telefonea, eso sí, y su madre dice que últimamente estaba como en las nubes. Que tiene una perspectiva buenísima, que hará que todo el mundo se fije en ella y la respete. Yo he preguntado: «¿Un trabajo?», porque no estaba muy segura de a qué se refería. «No, un hombre», ha dicho su madre, «un hombre importante».
—No parece que tenga que ser Graham Frazer. Me pregunto a qué juega.
—Tiene una hermana que vive con los padres, Evie. Hace un curso de secretariado. Evie dice que se alegra de que Cassie no aparezca por casa, porque se da muchos humos.
Kincaid notó cierta sorna en la voz de Gemma, que hizo que el formalismo se resintiera al contar la historia.
—¿Cómo ha logrado verla a solas? ¿Con una taza de té?
Kincaid conocía los trucos de Gemma del bolso olvidado, de la ayuda en la cocina... y su habilidad para entrar en los detalles de la vida de las personas.
—Sí, hemos tomado un té. Evie dice que, según Cassie, por mucho que ella, o sea Evie, juegue bien sus cartas, no podrá conseguir ni la mitad de su suerte. Una bruja, la ha llamado Evie. No me ha parecido precisamente que su fuerte sea la lealtad familiar.
—Hum —murmuró Kincaid—. Entiendo que Cassie pueda merecer esa descripción. ¿Es decir...?
—Sólo eso. Lo tengo apuntado.
—Bueno, continúe, Gemma. Nunca se sabe lo que puede salir. ¿Qué más?
—La Clínica Sterrett, donde trabaja Hannah Alcock.
—Llámeme en cuanto pueda. Tengo que colgar porque están aporreando la puerta.
* * *
Kincaid abrió la puerta de un tirón, con enojo, antes de ver quién era, resignado primero, y profundamente disgustado al cabo de unos instantes. Era el inspector jefe Nash, y no venía precisamente como mensajero de los dioses. Su castigo había llegado, pensó.
—Bueno, chico. Cuánta agresividad, ¿eh? ¿Se acaba de levantar?
—Inspector jefe Nash. Pase. Qué agradable sorpresa.
—Seguro, chico. —Nash devolvió sarcasmo por sarcasmo, y se sentó deliberadamente en una de las sillas del comedorcito, sin esperar invitación. Kincaid hizo una mueca de desagrado a la vista de los cuatro grasientos cabellos que se perdían en la brillante calva de Nash.
—¿En qué puedo servirle, inspector? —preguntó Kincaid, que no quería dar a Nash la ventaja de hablar en primer lugar.
—Qué sitio tan elegante. Se vive bien con sueldo de comisario.
Subrayó el título.
—Inspector jefe —dijo Kincaid, despacio—, déjelo. —Se apoyó en el brazo del sofá—. Qué ocurre. No habrá venido a admirar mi buen gusto.
Nash lo observó, sus ojos negros brillaban con lo que en otra persona habría sido humor.
—Ha llegado el informe del laboratorio. No hay rastro de huellas dactilares en el enchufe, en el cable y en el calentador. Por lo visto —Nash hizo una pausa, buscando efecto—, tenía razón. El jefe de instrucción se ha negado a dictaminar que fue suicidio.
Nash se acomodó mejor en la silla y cambió de tema.
—El director ha hablado conmigo en un aparte. Qué suerte que ese comisario Kincaid estuviera justamente en la escena del crimen y se haya ofrecido a ayudarnos en nuestra investigación... Según dice, es usted un niño prodigio para los de arriba. Pero escúcheme bien, chico —Nash se irguió en la silla, mostrando toda su malignidad—: no me gusta que los niños prodigio se crucen en mi camino. No me ha gustado que fuera con la excusa del pésame a visitar a la señora Wade para meter las narices donde no debía. Ni su rango ni sus fantasías —señaló a Kincaid con el dedo— me importan un carajo. Y si se mete en lo que no le importa, se las va a cargar. En mi opinión, si ese desgraciado no se ha matado, es que estaba chantajeando a alguien y ha obtenido su merecido. Y no necesito su ayuda para descubrir a quién.
Nash puso las manos sobre sus rodillas y se inclinó hacia delante, preparado, pensó Kincaid, para saltarle a la yugular, cuando se oyó un golpeteo frenético en la puerta. Kincaid se levantó del borde del sofá y acudió a abrir rápidamente. A la tercera va la vencida, pensó esperanzado.
Era el inspector Raskin, jadeante, con la corbata torcida, y un mechón sobre un ojo, como si fuera una coma.
—¿El inspector jefe Nash está aquí? —preguntó, entrecortadamente, y cuando Kincaid asintió lo siguió al interior de la suite. Raskin miró a Nash y a Kincaid y dijo, por fin, sin dirigirse claramente a ninguno de los dos:
—Penny MacKenzie. En la cancha de tenis. Está muerta.