14

En el modesto edificio a la entrada de Rievaulx Abbey se vendían las entradas y souvenirs a la vez que era una especie de pequeño museo. Una maqueta cubierta de vidrio de toda la abadía invitaba a la observación. Las paredes estaban cubiertas de dibujos y fotos con detalles de la historia de la abadía, pero Hannah les echó una ojeada y pasó de largo. Se había documentado la noche antes, cuando Patrick mencionó que quería ir a visitar el monumento.

Le había parecido una ocasión para charlar a solas con él, eludiendo el tema peligroso de la revelación. Su intención había sido esperar hasta que su relación progresara un poco a partir de su cálido e espontáneo inicio... Trabajar la confianza y la confidencialidad entre ellos, poco a poco, preguntarle tal vez qué sentimientos albergaba hacia su verdadera madre.

Ahora su mente se apartaba de todos los guiones ensayados, incapaz de ceñirse a nada coherente. Pero debía decírselo. Oír las sospechas de Kincaid le había forzado la mano, la había imposibilitado para seguir fingiendo. ¿Cómo podía esperar que Patrick fuera sincero con ella si no lo era ella con él? Y debía oír la versión de él, juzgar por sí misma si era o no verdad. ¿Sería su hijo capaz de asesinar? No podía soportar no saberlo.

Hannah salió por la puerta trasera del edificio y pisó la hierba. El primer impacto al ver los prados verdes la dejó sin respiración. Notó que las lágrimas se agolpaban en sus ojos y parpadeó para evitarlas.

Ante ella se hallaba Rievaulx Abbey, protegida por una hondonada natural a los pies de la landa de Rievaulx, como una joya entre la hierba de un verde brillante en primer término y las copas rojas y doradas de los árboles que cubrían la ladera. El sol de la mañana había dado paso a un cielo ligeramente nublado, y la humedad del aire saturaba los colores con una intensidad esencial.

Cruzó el prado despacio, con la vista en los altos arcos del coro. Seiscientos monjes habían vivido allí, comido, dormido, rezado, cuidando de sus ovejas y sus huertos. Casi podía oírlos cantar mientras trabajaban, pues el lugar era atemporal, como soñado. Entendió por un instante fugaz lo cerca que debieron sentirse de su dios y experimentó una punzada de envidia.

Patrick estaba sentado en un reborde roto de uno de los arcos, con su cabello brillante que contrastaba con la piedra desgastada. La lana marrón y áspera de su jersey de lana Shetland casi podía equipararse con la basta tela marrón de los hábitos de los monjes, pero las volutas de humo del cigarrillo que tenía entre los dedos estropeaban la imagen. Ella nunca lo había visto fumar.

No se sorprendió al verla, y habló sólo cuando ella llevaba un rato mirándolo.

—Pensé que podía aparecer. Magnífico, ¿verdad? —Señaló el paisaje que los rodeaba con un movimiento de la cabeza. Soltó el cigarrillo y pisó la colilla. Al ver la mirada reprobadora de ella, dijo—: no tengo a Marta cerca. Supongo que habría perdido puntos en mi autoridad. Los políticos —sonrió, con cierta autoironía en la voz, que nunca antes le había oído— jamás dejan escapar puntos.

—¿Por eso quería asegurarse de que nadie se enterara de lo de Cassie? —dijo Hannah, sorprendida de dominar la voz. No era su intención empezar así, acusándolo directamente, pero las palabras decidieron salir por su cuenta—. ¿Qué iba a hacer, Patrick, para que Marta no se enterase? Para asegurarse de no perder el apoyo de sus padres en las elecciones —le fallaba el aliento, y empezó a temblar como si tuviera frío.

Patrick arqueó las cejas, sorprendido. Iba a hablar, pero rectificó y se alejó unos pasos, dándole la espalda, con las manos en los bolsillos.

—Me doy cuenta de que somos todos sospechosos. Cualquiera lo sería. Pero de usted no me esperaba un ataque. ¿Cómo —continuó sin volverse—... ha llegado a semejante fantasía?

—Duncan Kincaid cree que Sebastian se enteró de su aventura con Cassie y amenazó con hacerlo público. No sé si por dinero o por odio a Cassie.

Él se volvió y le hizo frente, sin perder su deliberado tono informal.

—No cuela, Hannah. ¿En serio cree que Marta me dejaría por una infidelidad matrimonial? ¿Que correría a ver a sus padres en Sussex con el rabo entre las piernas para reconocer que era incapaz de mantenerme a su lado? ¿Y que sus padres reconocerían públicamente la humillación de su hija? Es absurdo. No se trata sólo de mi ambición, también es la de ellos, y no la soltarán así como así. Hasta delante de una prueba irrefutable harían la vista gorda, porque les conviene. Eso sí, Marta me dedicaría todo su sarcasmo y aumentaría su consumo de alcohol, pero nada más.

—Pero y...

—Cree que soy insensible, ¿verdad? —el tono de Patrick sorprendía por su amargura—. ¿Cree que escogí a Marta y a sus padres por lo que podían hacer por mí? —La miró desafiante durante un buen rato, pero ella no dijo nada—. Me escogieron ellos, Hannah. Yo era el perfecto vehículo para sus aspiraciones sociales, un cachorro que criar y acicalar como un gato de lujo, el yerno encantador siempre dispuesto a sacrificarse por las damas charlatanas. Yo creo que he cumplido con mi parte del pacto.

De nuevo la autoironía. Todo sonaba posible, suave, seductor, pensó Hannah. ¿Cómo podía no creerlo, si estaba ante ella con los hombros hundidos en una postura vulnerable mientras el viento agitaba su rubio cabello liso sobre la frente?

—Pero Patrick —Hannah buscó las palabras para seguir—, ¿qué pasó la noche en que murió Sebastian? Duncan cree que Penny lo vio a usted.

Patrick se acercó a uno de los arcos y se apoyó en él. Sacó un arrugado paquete de Marlboro del bolsillo de los pantalones. Ahuecó las manos para proteger la cerilla del viento y echó una bocanada del cigarrillo antes de responder:

—Sí, esa noche salí. Le dije a Marta que bajaba a buscar un libro que había dejado en el coche, no sé si me creyó o no. Estaba más sobria de lo normal. Habíamos llegado esa misma mañana y Cassie llevaba todo el día evitándome, hasta que empecé a pensar que no quería verme. —Miró como el viento avivaba la punta del cigarrillo y no levantó la vista al hablar—. Fui al chalet de Cassie y llamé, pero no contestó. Había dejado un cuaderno en el coche, así que arranqué una hoja, escribí una nota y la metí bajo la puerta.

—¿Y volvió directamente a su suite? —Hannah trató de evitar que le temblara la voz, intentó no traicionar cuán desesperadamente deseaba que así fuera.

—No exactamente. —Patrick dejó caer la cerilla en la hierba inadvertidamente sin mirar a Hannah—. Pensé que estaría trabajando hasta tarde, que sería una excusa para verme en su despacho. Supongo que fui un estúpido. El despacho estaba a oscuras, vacío, como el salón, pero cuando dejé el salón y crucé la zona de la recepción oí un ruido a mis espaldas.

Parecía absorto en su propio relato, hablaba más para sí que para Hannah, recordando todos los detalles.

—Una respiración fuerte, casi un jadeo. Me giré, y, cuando la vista se acostumbró a la oscuridad, distinguí una forma junto al sofá. Entraba bastante luz por las ventanas y me pareció reconocer a Penny. Iba a hablar, pero había algo raro en ella, estaba quieta, callada, como furtiva, casi asustada. Entonces se me ocurrió que yo tampoco quería dar cuenta de mis movimientos, así que di media vuelta y salí. —Levantó la vista para mirarla por primera vez—. Debí de hablar primero yo, inventar alguna excusa, pero las excusas siempre suenan a lo que son. Penny tampoco hablaba, y cada vez me sentía más incómodo. Habría sido divertido, si el resultado no hubiera sido tan trágico.

El rugido del cortacéspedes interrumpió la paz del lugar. Hannah se sobresaltó, como si no hubiera oído nunca un ruido tan incongruente. Patrick suspiró y se frotó la cara con las manos.

—No tengo pruebas de nada, Hannah. No tengo pruebas de que lo único que hice fue irme a acostar. Pero nadie tiene pruebas de lo que hice.

Aguardó su respuesta, mirándola.

—¿Qué habría hecho si las cosas hubieran ido como dijo Duncan? Si Sebastian se lo hubiera contado a Marta, y ella lo hubiera dejado y se hubiese llevado el dinero de sus padres...

Hablaba sin calor, con curiosidad.

—Si no gano estas elecciones, ganaré las próximas, o las de después; no necesito su ayuda. Podría ser primer ministro algún día, Hannah, si juego bien mis cartas, y Marta se está volviendo más un incordio que una ventaja.

—¿Por qué, después de casarse con una mujer que quería utilizarlo, escoge a otra que tiene el mismo objetivo en la cabeza? —preguntó Hannah con la misma voz neutra.

Él se encogió de hombros.

—Supongo que por un juicio equivocado. He empezado a darme cuenta, claro, pero es tan... atractiva. Puedo conocer mi fuerza como político, pero eso no me hace infalible. Además, nunca he tenido intención de casarme con Cassie. —Su boca se torció en una sonrisita irónica mientras se erguía, dando un paso hacia ella—. ¿Puedo preguntar ahora yo, Hannah? ¿Qué le da derecho a acusarme? O mejor —volvió a sonreír—, debería preguntarme por qué me siento obligado a justificarme ante usted. Algo... me obliga a serle sincero. No sé bien qué.

Hannah le volvió la espalda. Estaba al borde del precipicio, con la decisión ante ella. Hablar ahora requería más valor que cualquier cosa que hubiera hecho en su vida. Él se lo había puesto en bandeja, pero ella se quedó muda, con la mente en blanco. Hizo un esfuerzo por respirar. Al cabo de un rato le salieron unas palabras titubeantes, que no se parecían en nada con las que había preparado.

—Tenía que haberme visto a los dieciséis años, Patrick. Larguirucha, flaca, toda brazos y piernas y ángulos puntiagudos. Ningún chico mostró interés por mí hasta que fui de vacaciones a casa de una amiga del colegio y su hermano mayor se apiadó de mí. No debía de tener más de diecinueve años, y a mis ojos era muy sofisticado. Yo tenía curiosidad y me sentía halagada, y él era muy torpe... pero entonces no lo sabía, sólo sé que fue todo bastante decepcionante. —Se volvió y miró la cara desconcertada de él antes de proseguir—. Por supuesto, las consecuencias de semejante... estupidez e ingenuidad no se hicieron esperar. No sabe lo que fue tener que decir a mis padres que estaba embarazada. Mis padres... no toleraban los errores. A mí me habían aceptado en la universidad para el curso siguiente. Para ellos era impensable que me quedara el niño. Y yo... no tuve el valor de contradecirlos. Habría podido arreglarme. Dejar los estudios, encontrar un trabajo... Algo habría podido hacer. —La voz de Hannah se elevó. Volvía a temblar y se abrazó el pecho con fuerza. Luego siguió, más tranquila—. Todo se llevó a cabo con mucha discreción. Me fui a vivir a casa de una tía. Cuando tuve el niño, mis padres se lo llevaron, diciendo que le habían encontrado una buena casa.

Ahora se volvió y le hizo frente, soltando los brazos, como desnudándose.

—Pero hasta este marzo, cuando mi padre murió y tuve acceso a sus archivos personales, no descubrí lo que habían hecho realmente. Mi padre, que era abogado, ¿se lo he dicho?, tenía entre sus clientes al comandante Rennie y su esposa, que deseaban desesperadamente un hijo. Por supuesto mi padre nunca dijo que les ofrecía a su propio nieto. Todo muy limpio, perfecto. —Hannah ahogó un repentino acceso de risa histérica—. ¿Y sabe lo peor de todo? Que mi padre mantuvo el contacto con ustedes a lo largo de los años y yo nunca lo supe. Sus padres le mandaban las notas escolares, fotos del primer partido de criquet de Patrick, el primer pony de Patrick... y yo nunca las vi. Para él usted era una persona real, pero yo... nunca tuve ese privilegio. —Las palabras se agotaron finalmente. No le quedaban justificaciones que ofrecer. Por primera vez desde que Hannah empezó, lo miró directamente. Hasta que ahora vio la pálida inmovilidad de su rostro no cayó en la cuenta de lo poco que lo había alterado su acusación de asesinato.

El silencio zumbaba en sus oídos. Se preguntó cuándo habría cesado el rugido del cortacéspedes. Patrick tragó saliva.

—Qué... no me lo creo. ¿Usted? ¿Mi madre? —Levantó la voz, incrédulo, por primera vez descontrolada—. No puede ser. Es demasiado joven...

—No, Patrick. Yo era casi una niña.

—No puede... —Sacudía la cabeza.

—¿Por qué debería de mentirle? ¿Qué motivos puedo tener para decírselo, si no es verdad?

Él se mantuvo callado un rato.

—Yo conocí a su padre. Nos llevaba a papá y a mí a almorzar a su club cuando mi padre iba por trabajo a Londres. No relacioné el nombre con el de usted. Nunca imaginé...

—¿Que fuera su abuelo? No, se aseguró de que no lo imaginara. —Aquella traición final de su padre le repelía. Cerró los ojos. Se imaginaba la escena como si la viera: su padre, magnífico, con sus puros y su coñac, diciendo a un comandante Rennie de rostro desconocido para ella: «No le diga al chico que me encargué yo de su adopción. Tal vez se sienta incómodo». Cuando volvió a abrir los ojos, Patrick la miraba consternado.

—¿Pero por qué ahora, Hannah? Pudo hacer frente a su padre hace mucho. Era adulta y tenía derechos de adulta. ¿Por qué? —Estaba desconcertado—. ¿Cómo me ha encontrado? Es decir, cómo vino a Followdale House...

—Contraté a un detective privado. —Se estremeció ante el gesto de desagrado de él.

—Dios mío, no me lo puedo creer. ¿Ha hecho que me sigan? Me ha espiado...

—Sólo tenía la dirección de sus padres. No podía ir a visitarlos y decirles que quería verlo a usted. Y quería conocerlo en un lugar neutral, sin prejuicios, sin juicios. Ni siquiera estaba segura de si se lo diría.

—Y usted, bien al resguardo. De nuevo, la decisión era suya. ¿Qué habría hecho si me hubiera encontrado antipático o estúpido? ¿Largarse y hacer como si nada hubiera ocurrido, igual que hace casi treinta años? —La expresión de Patrick era sombría, desprovista de todo encanto, y por primera vez Hannah reconoció algunos de sus propios rasgos—. ¿Por qué ha decidido decírmelo, Hannah?

—Porque descubrí que debía hacerlo, al final. Que no podía vivir sin decírselo

—¿Por su tranquilidad, o por la mía?

Hannah no tenía respuesta. Se quedó tristemente delante de él, esperando lo que viniera.

—¿Qué esperaba de mí? ¿Ha pensado que podría entrar en mi vida después de tantos años y que la recibiría con los brazos abiertos?

—Patrick, por favor...

—No funcionará, Hannah. No hay dónde edificar. Piense que mis padres han sido realmente unos padres para mí. ¿Qué me ha dado usted, aparte de una indeseada venida al mundo? ¿Debería de alegrarme de que no abortara? Supongo que pudo hacerlo, incluso entonces...

Rió sin ganas.

Las explicaciones que ella le había dado la habían dejado profundamente vacía, sin fuerzas para proseguir. ¿Cómo podía contarle a aquel hombre, repentinamente tan agresivo, cuánto lo había querido durante los meses que lo llevó dentro de sí? Cuánto lo había llorado cuando se lo quitaron. Cómo podía explicar lo que le había ocurrido después. Parecía ridículo, absurdo hasta pensarlo. Hizo un esfuerzo por recobrar el aliento.

—Patrick... —Las lágrimas que había contenido hasta ahora le hicieron un nudo en la garganta—. No lo entiende. No puede entenderlo.

—No.

El silencio se alargó hasta que Hannah pensó que tenía que hablar, tenía que encontrar la manera de tender un puente sobre el abismo que se había abierto entre ellos.

—Yo quería...

—Usted quería lo imposible —dijo Patrick, ahora con más suavidad, y añadió, irónico—. Qué decepción habrá sido encontrar a su hijo después de tanto tiempo y creerlo capaz de matar.

—No, Patrick, eso no es verdad, nunca lo he pensado —dijo Hannah, levantando la voz con agitación—. Estaba asustada, me daba miedo que las cosas se le pusieran difíciles. No quería que...

—¿Que estropeara la imagen de hijo perfecto que ha dormido todos estos años como si fuera el príncipe durmiente, para despertarse con el beso de su madre?

Ahora las lágrimas rodaron, incontenibles.

—No, Patrick, por favor, eso es injusto.

—Supongo que sí —dijo él al cabo de un momento—, pero también sus expectativas. Debería haber dejado las cosas como estaban.

Sonreía con frialdad. La observó, pareció tomar una decisión.

—Lo siento, Hannah.

Hannah lo vio poner la mano en el reborde ruinoso, saltar por encima y alejarse de ella por el campo de hierba.

* * *

Estaba sentada en la tapa del retrete, con un pañuelo mojado en la cara. Había dejado de llorar y se sentía exhausta, con esa curiosa ligereza que se instala a veces en la cabeza después del llanto. Llevaba años sin llorar así, los sollozos habían salido de algún lugar en su interior que no sabía siquiera que existiera. Ahora se sentía extrañamente sosegada, como purgada.

Patrick tenía razón, por supuesto. ¿Qué había esperado? ¿Aceptación? ¿Cariño, incluso? Había sido una fantasía, alimentada por la necesidad. Había creado una imagen del hijo perfecto para llenar un hueco indefinido en su interior.

Hannah suspiró e introdujo el pañuelo en la palangana de agua fría. Bueno, ahora todo había terminado. Había hecho lo que se había impuesto. No tenía sentido exponerse a la humillación. Si es que la policía la dejaba irse, claro. Volvió a mojarse la cara y se la secó con la toalla a golpecitos, sin atreverse a mirarse al espejo. Pasarían horas antes de que se le deshinchara, pero debía encontrar enseguida al inspector Nash, o podía perder toda su determinación.

Hannah se dirigió primero a la suite de Kincaid en busca de soporte moral, pero cuando rozó la puerta con los nudillos se dio cuenta de que no podía hacerle frente y se alejó. Era mejor que viera a Nash ella sola.

El vestíbulo estaba vacío, la casa en silencio, y Hannah se dio cuenta de que no tenía ni idea de la hora que era. ¿Era la hora del almuerzo? ¿Eran las primeras horas de la tarde? ¿La hora del té? Las referencias de tiempo no tenían sentido para ella. Se quedó un momento en lo alto de las escaleras, ensayando lo que le diría a Nash. ¿La enfermedad de su director? ¿Prisa por volver a Oxford para algún proyecto de trabajo urgente?

Sintió una oleada de culpabilidad. ¿Cómo había podido olvidar la enfermedad de Miles durante los últimos días? No había llamado ni una sola vez a la clínica para hablar con él, a pesar de todo lo que había hecho por ella. Era hora de que volviera en sí.

No se oía nada. Sólo una corriente de aire le indicó que la puerta se había abierto a sus espaldas. Antes de que pudiera volverse o hablar, notó que le daban un empujón por la espalda.

Mientras las escaleras se precipitaban a su encuentro, se grabó en su mente un detalle nimio, inconsecuente: en su espalda, la mano era cálida.