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El aire olía a humo de leña y a comida. Kincaid olisqueó con placer, mientras recorría el corto camino que iba desde el aparcamiento del Carpenter’s Arms, y su estómago respondió con un gorjeo. El discurso de Maureen Hunsinger sobre los beneficios de las algas y del tofu le habían provocado visiones traicioneras de empanada humeante de carne, patatas fritas y compota de manzana. Cassie le había recomendado aquél como el restaurante favorito de los entendidos y cuando Kincaid empujó la pesada puerta entendió por qué. El lugar podía ser recargado, pero el fuego encendido en el hogar, en el extremo de la barra, lo invitaba con su parpadeo. Pidió una caña de cerveza local y se fue a calentar la espalda junto al fuego, sin prisas ya por comer.

La noche de los domingos no había mucha clientela, y la sala estaba tranquila. Kincaid bebía cerveza mirando a su alrededor con interés. Unos cuantos parroquianos charlaban con el camarero sobre la carrera del día siguiente en Catterick.

Al fondo de la sala, había una mujer sentada junto una mesita, estudiando la carta con unas gafas de leer puestas sobre la punta de la nariz. Reconoció a Hannah Alcock, aunque en el cóctel no se la presentaron. Cassie había conseguido presentarle a casi todos, pero Hannah se retiró pronto, sola. Ahora estaba concentrada en la carta y, pensando que no encontraría momento mejor para remediar la falta, se dirigió hacia ella.

Hannah Alcock pareció sorprendida cuando él se detuvo delante y se presentó. A Kincaid le pareció percibir una punta de decepción pintada en su cara antes de que le sonriera, pero la impresión fue tan rápida que la achacó a su imaginación. Ella se quitó las gafas y las guardó rápidamente en su bolso.

—Una pequeña vanidad —se disculpó—. Las gafas son una necesidad de la edad, pero no me he acostumbrado. ¿Se sienta conmigo?

—Gracias. Dicen que se empieza viendo mal de cerca, y que antes de darnos cuenta llevamos gafas bifocales. Qué alegría, ¿no?

—Dios no lo quiera —rió ella—. En ese caso mi vanidad podría resultar un inconveniente. Le reconozco del cóctel. Penny MacKenzie estaba muy impresionada.

—Yo también por ella. Penny es encantadora, pero a su hermana no creo caerle tan bien. Me hace sentirme como si hubiera olvidado la lección, o como si llevara la corbata torcida.

Hannah se echó a reír.

—Ya le entiendo. ¿Es la primera vez que viene?

—Sí, y sólo gracias a la generosidad de mi primo. ¿Y usted?

—También. He llegado esta mañana. Me pareció buena idea —hizo una pausa y Kincaid tuvo la sensación de que estaba a punto de decir algo— probar unas vacaciones diferentes. Siempre he...

—Perdone, señora. Su mesa está preparada. —La camarera vaciló, mirando a Kincaid—. ¿El señor...?

Kincaid se levantó, sintiéndose repentinamente fuera de lugar.

—No quiero entretenerla...

Hannah hizo un gesto con la mano, rozándole la muñeca.

—No, no, sería una tontería cenar cada uno por su cuenta. Cenemos juntos. Me apetece su compañía.

—Si no le importa... —fue todo lo que pudo murmurar, de pronto deprimido ante la idea de cenar solo.

El pastel de carne estaba a la altura de sus mejores expectativas, con su costra dorada y el relleno enriquecido con vino y setas. Un exceso de setas, a decir verdad, pues habían empezado por la especialidad de la casa, champiñones rellenos de paté, empanados y fritos. Maureen Hunsinger, pensó satisfecho, quedaría horrorizada.

Hannah se había comido su trucha en camisa con una delicada precisión y ahora alineaba el cuchillo y el tenedor en el centro del plato, en perfecto paralelismo. Contempló a Kincaid por encima de su copa de vino.

—¿Está casado?

—Divorciado.

—¿Con hijos?

Con la boca todavía llena, negó con la cabeza.

—Entonces, ¿hay una buena relación?

—Normal. —Se encogió de hombros y oyó un eco amargo en su voz. Le sorprendió que le escociera aún tanto. Había pasado mucho tiempo, al fin y al cabo, y el tiempo todo lo cura. Entonces él estaba haciendo el curso de inspector en Bramshill, había aceptado una invitación a una fiesta en Oxford, y fue hendido como un arbolito bajo un hacha. Victoria, el nombre le pegaba, tenía los huesos finos y era de una rubio cegador (como la luz del sol sobre el mármol, le había dicho él una vez, en un exceso poético que ahora le mortificaba recordar), con cabello como algodón de azúcar y una expresión grave que lo intrigó.

La felicidad duró menos de dos años. ¿Cómo podía haber estado tan ciego, él, entrenado a descifrar las expresiones y el lenguaje del cuerpo? Ella se saltaba las clases, no acababa la tesina, se ausentaba injustificadamente, y su distanciamiento se convirtió en una barrera impenetrable. Cuando la magnitud del cambio acabó por filtrarse hasta su conciencia, exhausta por el exceso de trabajo, ya era demasiado tarde.

—Lo siento —la voz de Hannah lo sacó de su abstracción—, no debí preguntar eso.

Kincaid sonrió, sacudiéndose la melancolía momentánea.

—Supongo que podría ser peor. ¿Y usted?

—Soy una solterona. Es el término más apropiado.

—Para usted no: «solterona» suena a señorita de pelo gris, y no encaja en la descripción. —Kincaid la observó, preguntándose por qué una mujer tan atractiva no se habría casado.

Hannah se adelantó:

—Me encanta mi trabajo. Y mi independencia. Creía que me bastarían.

Mientras hablaba, jugueteaba con un anillo de su mano derecha. Kincaid se preguntó si el uso del pasado era inconsciente.

—Sebastian me ha dicho que es una científica.

—Biogenética. Dirijo una clínica privada que investiga algunas enfermedades virales raras. La esposa del propietario murió de CJ y él se ha dedicado desde entonces a buscar una cura.

—¿Qué es CJ? —preguntó Kincaid—. ¿Debería saberlo?

—Perdone. Quiere decir la enfermedad de Cruetzfeld-Jakob. Provoca desorientación, parálisis muscular, demencia prematura. Y es fatal. Se cree que la causa es una partícula viral llamada prion. —Como él la miraba inquisitivo, explicó—: Los priones son subvirus, proteínas puras que no tienen ADN propio. Explotan la proteína de las células que los alojan con el objetivo de reproducirse. El prion parece ser una perversión infecciosa de una proteína normal humana llamada PrP... bueno, da igual. Ya se ha perdido. Pensará que debería estar acostumbrada, a estas alturas, ver esa mirada perdida muy a menudo.

—¿La clínica está en Londres?

—En Oxford. Es un establecimiento pequeño, en realidad, y Miles vive en el piso más alto de la casa.

—¿Miles?

—Miles Sterrett. Se llama Clínica Julia Sterrett por su esposa. Era joven cuando la enfermedad la afectó y para él fue terrible. No ha recuperado nunca la salud, y últimamente parece deteriorarse con rapidez. Pequeñas apoplejías, según el médico.

Hannah tomó un sorbo de su copa y Kincaid siguió su mirada: estaba estudiando un grabado de caza junto a la chimenea. Las sombras se movían sobre las formas alargadas de los caballos, recordándole las pinturas rupestres que vio una vez en una cueva.

Ella se bajó las gafas y le sonrió, cambiando de tema.

—¿Y usted? Penny me ha dicho que trabaja como funcionario.

Kincaid se sintió tentado, pero reaccionó a tiempo:

—Un trabajo anodino. Mucha burocracia.

Se sentía a miles de kilómetros de Scotland Yard, y no le apetecía pinchar la burbuja perfecta de la noche. A paseo las consecuencias.

—No le pega. Tal vez sea un espía.

Kincaid soltó una carcajada.

—No, por Dios, eso sí que sería aburrido, rutina de sabueso.

Hannah frunció el entrecejo y la frente se le llenó de arruguitas; ajustó al milímetro la posición de sus cubiertos.

—Eso me recuerda... lo de la rutina de sabueso, quiero decir. Hace unos seis meses me entraron en casa. Sólo se llevaron el reloj, una cámara barata, algunas joyas. Pero lo registraron todo. Mi escritorio, todos los cajones. Qué sensación más desagradable. Me dio muchísima rabia, y a la vez sentía escalofríos de pensar en alguien registrando mis cosas. Hasta mi ropa interior. Qué estupidez, en realidad —añadió, un tanto avergonzada.

—Es muy normal —dijo Kincaid—, la mayoría de gente se siente furiosa y violada, y tardan mucho en olvidarlo.

Sus palabras tranquilizadoras sonaron profesionales, nacidas de la experiencia. Al principio de su carrera se había encargado de casos de robo, y había compartido la desesperación de quienes solían tomar peor la invasión de su intimidad que la pérdida de sus posesiones. Hannah lo miró con interés, con mirada interrogante.

Cuidado, pensó. Decididamente, el doble juego no le iba bien. Era preciso un prudente cambio de tema para seguir con la cena, si es que conseguía no volver a meter la pata.

—Parece como si la camarera quisiera barrernos. ¿Nos vamos?

* * *

Se encontraron uno ante el otro, apurados, en el patio de Followdale House, entre el nuevo Citroën de Hannah y el Midget. La comparación hizo que Kincaid se sintiera en el deber de justificar a su viejo amigo.

—Me gusta —dijo, con sorna—. La vejez y la belleza van parejas.

Hannah soltó una carcajada y todo el apuro que había entre ellos se deshizo.

—Y en este caso, toda la belleza está en el ojo que mira.

La noche era especialmente cálida y brumosa para septiembre, el aire era suave. Kincaid no tenía ganas de que el encuentro terminara.

—¿Damos una vuelta por el jardín antes de entrar?

—Muy bien —contestó Hannah, y echaron a andar, unidos por un compañerismo silencioso. La luz del jardín era difusa y no proyectaba sombras, y los leones de piedra blanca de los parapetos les lanzaban destellos inquietantes a través de la niebla. Sutton Bank se alzaba ante ellos, una masa oscura recortada contra el cielo. Se detuvieron al final del camino y miraron hacia atrás, a la casa. Las ventanas del primer piso brillaban amarillas, y una luz parpadeó en la suite de la planta baja tan brevemente que Kincaid pensó que había sido un efecto óptico.

—¿Sabía que somos vecinos? Habrá que ver quién tiene la mejor vista. Cassie me aseguró que yo tenía la mejor de la casa.

—A mí me dijo lo mismo —dijo Hannah—. Me tendrá que recitar poesías desde su balcón a medianoche. —Soltó una carcajada, luego estiró los brazos por encima de su cabeza y giró sobre sus talones, en un extraño gesto de abandono—. He pasado una noche estupenda. No las tenía todas conmigo con estas vacaciones, pensé que podía ser... una mala idea. No sé explicarlo... es tan complicado. Pero de repente me siento como si todo fuera a ir bien. Tiene usted una influencia positiva sobre mí.

—No sé si es un cumplido —respondió él con una sonrisa simpática, pero se preguntó qué o quién estaba detrás de aquella explosión de alegría, pues no le pareció que se debiera exclusivamente a él.

* * *

Lo despertó el canto de los pájaros. El sonido entraba por la puerta cristalera abierta, y un haz de luz subía y bajaba por el aire inmóvil. Kincaid se giró y se puso un almohadón encima de la cabeza, luego se desperezó y miró el reloj: las siete.

Se había quedado profundamente dormido en el sofá con la lámpara encendida y el libro abierto sobre el pecho, tras acompañar a Hannah hasta su puerta y darle las buenas noches. Se sentía sorprendentemente descansado después de aquella noche poco ortodoxa. Tenía tiempo de ir a nadar y darse una ducha antes del desayuno, y luego el día prometía ser ideal para ir a conocer los valles de Yorkshire. Dejó su ropa arrugada en un montón encima de la cama, se puso el bañador y el albornoz y salió de su habitación descalzo.

La casa estaba sumida en la calma y el silencio. No olía a café ni a bacon, no se oían rumores de conversaciones detrás de las puertas. Se detuvo por un instante en el vestíbulo, deleitándose en la paz de la mañana y su renovada sensación de bienestar físico.

Abrió la puerta del balcón. Tal vez tendría toda la piscina...

De pronto, sonó desde abajo un aullido agudo y penetrante. Un animal angustiado, un cachorro de perro o de gato, fue su primera idea, momentánea, pues enseguida se dio cuenta de que era un grito humano de terror. Se precipitó escaleras abajo e irrumpió por la puerta.

Los dos niños estaban abrazados en las escaleras, a la entrada, a pocos pasos del jacuzzi de la piscina.

El cuerpo desnudo de Sebastian Wade se mecía contra el borde, al ritmo ininterrumpido de los remolinos de agua.