12
—Pues esto es todo.
Peter Raskin bostezó y se estiró.
—Tan inútil como la otra vez —dijo Kincaid, disgustado—. No se habrían necesitado más de cinco minutos. Cualquiera ha podido bajar a la cancha de tenis y subir de nuevo. Aparte de los Hunsinger, claro —se corrigió—, nunca los he tomado muy en cuenta.
Raskin se incorporó en la silla giratoria y observó a Kincaid.
—¿Y qué hay de la señorita Emma MacKenzie? ¿Y de Hannah Alcock?
—Sí, entran en el abanico de posibilidades. Emma ha podido seguir a su hermana a la cancha de tenis...
—Un auténtico crimen familiar —interrumpió Raskin—. Ya se sabe que a veces todos esos años de vida en común estallan...
—¿Por qué motivo? ¿Las cabras? Ya se sabe que la violencia familiar casi siempre se ve precipitada por el alcohol y se da en un impulso repentino. —El tono de Kincaid fue más vivo de lo que pretendía—. De todas formas, no lo creo. Emma quería mucho a Penny. Se encontrará perdida sin tener que cuidar a Penny y preocuparse por ella —levantó la mano cuando Raskin iba a hablar—, y no me venga ahora con eutanasias, al menos con una raqueta de tenis.
—De acuerdo —admitió Raskin—. Reconozco que es improbable. ¿Qué me dice de la señorita Alcock?
Kincaid se agitó incómodo en el taburete.
—No me convence, Peter. No creo que el patólogo nos dé una hora más exacta de muerte de la que nos dan las circunstancias. Según Emma, Penny salió de la suite a eso de las ocho y media. La señorita Alcock vino a verme a esa misma hora, se quedó... —pensó un momento— una media hora. Mi sargento me ha llamado muy poco después de que saliera, y he mirado el reloj. Eran las nueve y cinco. Usted se ha topado con la señorita Alcock en el aparcamiento, cuando venía a buscarnos, a las...
—Nueve y media. Acababan de terminar las noticias de la media en la radio del coche.
—Pues...
—Ha tenido tiempo —dijo Raskin con calma—. Justo. Y yo la he visto llegar atravesando el césped desde la cancha de tenis. Lo más sensato hubiera sido que me dijera que acababa de encontrar el cuerpo de Penny.
—Pero no lo creo. —Kincaid se levantó y se puso a medir el minúsculo despacho con sus pasos—. No me convence. ¿Qué motivo podía tener?
—¿Qué motivo podían tener todos? Ninguno tiene sentido —dijo Raskin exasperado—. Y el inspector jefe Nash no va a dejar pasar nada, ya lo sabe.
—Ya lo sé.
A pesar de su pobre opinión sobre Nash, a Kincaid le costaba defender sus certezas incluso para sí. Sencillamente no podía aceptar la idea de que Hannah hubiera estado con él contándole confidencias ante un café y luego hubiera bajado y matado a Penny a sangre fría. ¿Era su orgullo lo que estaba en juego, su juicio, o sencillamente creía en la honestidad de ella? ¿Era fiable él para hacer este trabajo escrupulosamente, cuando había de por medio cuestiones personales? No le apetecía explicarle sus reservas al inspector jefe Nash.
—¿Dónde está su superior, por cierto, Peter? Que la responsabilidad de una investigación por asesinato recaiga en el inspector jefe no es un procedimiento normal.
—En el hospital, recuperándose de una pneumonía viral. —Hizo una mueca.
—Pobre Raskin. Esto exige algún tipo de consuelo.
Kincaid entró en el bar y volvió con dos vasos y dos botellines de cerveza.
—Gracias. Creo que hemos hecho todo lo posible —Raskin miró el reloj—, y más vale que vaya para casa.
Pero se quedó observando cómo la espuma de su cerveza se deshacía.
—Acabo de darme cuenta de que no sé nada de usted, Peter. ¿Está casado? ¿Tiene hijos?
—Sí. Dos. Niño y niña. Y en este momento me estoy perdiendo el partido de fútbol de mi hijo. —Volvió a mirar su reloj—. Aunque está acostumbrado. —Raskin suspiró—. Seguro que es bueno para él: la decepción fortalece el carácter, ¿verdad? —La sorna iluminó de nuevo su rostro—. Yo en cambio lo sé todo de usted. El inspector jefe Nash hizo una investigación completa, esperando encontrar algún hueso que roer. Pero lo que encontró le provocó una indigestión. Uno de los chicos prodigio de la escuela de policía, el mimado del gran jefe.
Se echaron a reír y bebieron en medio de una camaradería silenciosa. Se le ocurrió a Kincaid que le daba terror pasar la tarde solo, y cualquier relación con los de la casa estaría llena de dudas que no podría resolver.
—Peter, ¿no tendrá por casualidad la dirección de la doctora Percy?
Peter se atragantó un poco con la cerveza.
—Es que está casada...
—Me lo imaginaba —dijo Kincaid, pero sintió un cierto desánimo, y se apresuró a decirse que su interés era estrictamente profesional—. Pero quiero hacerle algunas preguntas ya que no me han invitado a ver la autopsia... —Intentó que su tono fuera neutro, digno.
—Vale, me lo tragaré. Y yo soy la reina de Inglaterra —dijo Raskin, y Kincaid sonrió a su pesar.
* * *
—Señor Kincaid. —La voz queda llegó del fondo del jardín—. ¿O tengo que decir comisario? —Kincaid reconoció al hablante: Edward Lyle salió de las sombras de una urna decorativa, señalando el coche de Kincaid—. Siento molestarle si ha quedado con alguien, pero me gustaría hablar un momento con usted.
Las maneras de Lyle eran más complacientes de lo normal, y Kincaid suspiró. En el fondo, lo esperaba.
—No, no. ¿En qué puedo ayudarle?
—Me doy cuenta de que este asunto es muy inquietante, comisario, pero creo que el inspector jefe Nash se está pasando la raya. Estas vacaciones tenían que ser un tratamiento especial para mi esposa, para que descansara de los nervios. Y todo esto ya le ha causado suficiente aflicción como para que ahora tenga que soportar las intimidaciones del inspector jefe. Todo el reposo que podía esperar se ha desvanecido. Yo no he venido aquí para que...
—Señor Lyle —dijo Kincaid con paciencia—, yo no tengo jurisdicción sobre el inspector jefe Nash, como le he explicado antes. Soy una víctima más. Estoy seguro de que no hace más que cumplir con su deber. —Kincaid se oyó pronunciar estos lugares comunes e hizo una mueca. Lyle se los inspiraba.
—Mi trabajo es muy exigente, comisario, y nadie lo está teniendo en cuenta...
—¿A qué se dedica, señor Lyle? —Kincaid trató de contener la ola de quejas—. Creo que nunca me lo ha dicho.
—Soy ingeniero civil. La empresa va viento en popa —el señor Lyle resopló un poco—. Hay buenas oportunidades de invertir precisamente ahora, si usted...
Kincaid lo interrumpió:
—Gracias, pero los policías no solemos tener dinero de sobras. Y ahora, si no le importa, tengo que irme. Lo siento, no puedo ayudarlo con el inspector jefe Nash; una palabra mía no lo predispondría a su favor.
Especie de engreído petulante, pensó mientras entraba en el coche y se despedía de Lyle. Nash y él se merecían el uno al otro.
* * *
La carretera estrecha descendía serpenteando hasta la base de la colina. Kincaid había bajado la capota del Midget y había puesto la calefacción a tope, esperando que el frío aire de la noche despejara las telarañas de su cerebro. El cielo todavía conservaba algo de luz tras las recortadas siluetas opacas de los árboles.
De pronto vio las luces del bungalow a través de los árboles, a su izquierda, y entró en coche despacio por el sendero cubierto de hojas. La casa era baja, de ladrillo rosa, y salía luz de los ventanales que había a los lados del porche arqueado.
Llamó al timbre y la puerta se abrió con ímpetu, descubriendo a dos niñas de cabello oscuro y cara en forma de corazón. Lo miraron con gran seriedad, pero antes de darle tiempo a hablar rompieron en risitas y echaron a correr al interior, gritando: «¡Mami, mami!». Kincaid pensó que debía mirarse a un espejo cuanto antes, si sólo verlo ponía histéricas a las niñas.
La estancia tenía el ancho de la casa, con el comedor a la izquierda y el salón a la derecha. Entrevió una alfombra gastada ocupada por un hospital de urgencia de muñecas. Las mesas estaban atestadas de libros, un fuego ardía en el hogar, y la tentación de sentarse y ponerse a dormir era casi irresistible.
Anne Percy apareció, secándose las manos en un delantal de algodón blanco, y lo salvó de su apuro. Sonrió encantada al ver quién era y luego lo miró más crítica.
—Parece agotado, ¿qué le apetece tomar? —Las niñas miraban a hurtadillas detrás de ella a la manera de acróbatas chinas, acalladas sólo por la presencia de su madre—. Molly, Caroline, éste es el señor Kincaid.
—Hola —dijo él, serio. Ellas soltaron más risitas, y se escondieron tras la espalda de su madre al mismo tiempo.
—Pase a la cocina, si no le importa que guise mientras hablamos.
Lo hizo pasar por una puerta de dos batientes en el fondo del salón a una estancia grande y alegre que olía a pollo asado con ajo.
Anne echó a las niñas, recordándoles que faltaba media hora para que estuviera lista la cena, le tendió un alto taburete a Kincaid y volvió a los fogones a remover algo, todo con una graciosa economía de movimientos.
—¿Quiere beber algo? Yo estoy tomando un vermouth, porque lo he echado al pollo, pero usted quizá prefiera un whisky. Está fuera de servicio, ¿no? ¿Es verdad que los policías no beben durante el servicio, o es un mito perpetuado por la tele?
—Gracias —Kincaid aceptó con gratitud el whisky que le había servido, y tras el primer sorbo notó el calor irradiar desde la boca del estómago—. Pues no, no es verdad. Conozco a muy pocos que lo hagan. El alcoholismo crónico es tan probable en las fuerzas policiales como en cualquier otro sitio, que yo sepa. Hasta puede que más, si tenemos en cuenta el grado de estrés. Pero yo no bebo, si ésa es la pregunta. No me gusta sentirme patoso.
—Conozco su apellido, pero no su nombre. No puedo seguir llamándole señor o comisario. No me parece apropiado en la cocina.
—Duncan. —Sonrió ante la expresión de sorpresa de ella—: Es que tengo antepasados escoceses. Y a mis padres les chiflaba Macbeth. Podría haber sido peor. Me podían haber llamado Prospero u Oberon.
—Qué suerte. Mi familia me sigue llamando Annie Rose. Me hace sentir como si tuviera tres años, no como una mujer adulta con hijas y una profesión respetable. Pero los pacientes me llaman doctora Anne, se sienten más cómodos.
—Yo voy a optar por Anne a secas.
Se sentó y bebió mientras ella se movía del armario a la cocina, en la calidez de la estancia y el whisky subiendo como una marea desde su interior. Se sentía como si llevara años en aquel taburete y en aquella cocina, y pudiera seguir años allí sentado. Anne Percy era la concentración personificada, pensó al ver que se ponía el cabello tras la oreja mientras removía. Tenía la misma cara en forma de corazón que sus hijas, pero su cabello era más fino y más claro, del color del azúcar de caña. Echó un vistazo a una cazuela del horno, se secó las manos y se volvió hacia él, apoyándose en la encimera.
—Ya está. Durante unos minutos, todo se hará solo.
Kincaid se sintió perdido, distraído por una mancha de harina que veía en su ceja. Lo que venía a pedirle era tan poco formal, tan nebuloso, que no sabía cómo empezar.
—Me encuentro en una posición muy incómoda. No tengo permiso oficial para investigar las muertes de Sebastian o Penny, al menos, todavía no. Y sin embargo estoy metido en ello, incluso más de lo que estaría en circunstancias normales, pues los conocía a los dos.
Anne Percy lo observó con la misma mirada seria que había dedicado a la cazuela, y de pronto Kincaid se sintió incómodo, como si su rostro pudiera revelar algún secreto.
—Yo también pierdo la distancia profesional en algunas ocasiones. —Su aparente incongruencia iba directa al corazón del problema, pensó Kincaid—. He ido a ver a Emma esta mañana, para ver si quería un sedante...
—Y no lo quería —interrumpió Kincaid, sonriendo ante la idea.
—Pues no, y me ha mandado al infierno. Pero ha hablado conmigo. A veces, la gente lo hace cuando está bajo shock. Te cuentan cosas que normalmente no revelarían por nada del mundo. Emma llevaba preocupada varios meses por el comportamiento de Penny, y parecía que empeoraba. Episodios de pérdida de memoria, confusión. Parecía un principio de Alzheimer o alguna forma de senilidad precoz. No sé si puede ser un consuelo, pero probablemente su calidad de vida se habría deteriorado rápidamente.
—Pues no —repuso Kincaid con rabia—, no puede. Cualquiera que fuera su calidad de vida, nadie tenía derecho a quitársela. Y yo he sido un tonto de remate. Debía haberlo previsto. Intentó hablar conmigo y yo no me tomé el tiempo de escucharla porque el caso no era mío, porque no quería responsabilizarme, porque la juzgué loca e irrelevante. Tenía que habérseme ocurrido, es mi trabajo, caramba. Ahora nunca sabremos qué fue lo que vio. La noche que murió Sebastian, Penny esperó a que Emma se durmiera y bajó. Se había olvidado el bolso y no quería que Emma lo supiera. Una tontería, pero sabía que Emma estaba preocupada por su memoria...
—¿Cree que han matado a Penny porque vio algo que podría llevar al asesino de Sebastian? ¿Que la misma persona es culpable de las dos muertes?
—Creo, por algo que Emma le oyó decir a Penny, que vio a dos personas esa noche, dos personas que no estaban donde se supone que estaban. ¿Se acordó de dónde había dejado el bolso y entró a oscuras en el salón? ¿Vio salir a alguien del despacho de Cassie?
—¿La vieron a ella? —preguntó Anne, atrapada en la reconstrucción de Kincaid.
—Bueno, eso no lo sabemos —dijo él con suavidad—, pero yo creo que no. Si no, el plan habría cambiado o Penny habría muerto en ese momento. Esa... persona... es una considerable oportunista. A mí me parece que ninguna de las muertes estaba premeditada, al menos en sentido estricto, sino que fueron llevadas a cabo con mucha determinación, a pesar del enorme riesgo que corría el asesino y un ansia de correr riesgos casi insana. Ha tenido una suerte increíble de que nadie haya visto ninguno de los asesinatos...
—Aparte de Penny, quizás —interrumpió Anne.
—Sí. Pero el perfil sale de lo corriente. La gente que mata impulsivamente suele hacerlo por rabia y luego se arrepiente. Los que lo planean con cuidado prefieren ejecutarlo fríamente, con el menor riesgo posible de que los descubran.
—Tal vez esta persona tenga una idea desaforada de su impunidad.
—Es posible, pero no creo que estos crímenes sean obra de un psicópata, la violencia por la violencia. Hay un objetivo, una resolución astuta. —Kincaid se echó a reír, luego se encogió de hombros—. Suena extravagante, ¿no?
—Es posible. Pero espere un momento, Duncan. —Una pequeña arruga se formó en el entrecejo de Anne—. Si el asesino no vio a Penny, ¿cómo supo que ella lo había visto?
—Me parece —Kincaid sopesó sus palabras con cuidado— que se lo dijo ella. Al ver la expresión de incredulidad de Anne, sacudió la cabeza antes de que lo interrumpiera—. Sé que suena estúpido, pero Penny... —Buscaba las palabras que permitieran a Anne ver a Penny tal como la había visto él, esperando que el whisky no lo hubiera puesto sentimental—. Penny vivía con una sinceridad escrupulosa; excepto, quizás, para proteger a Emma. No acusaría a nadie en falso.
—Cree que simplemente se acercó al asesino y le dijo: «Lo he visto. ¿Qué piensa hacer?» Pero es... —Anne levantó la voz con indignación, y Kincaid pensó que no le gustaría ser un paciente y desobedecer las órdenes sensatas del médico.
—Absurdo. Y si Penny vio a dos personas, falló al escoger con cuál hablar primero. —Kincaid consultó su reloj y bebió un poco más de whisky—. Debería volver, por si se descubre algo. Peter Raskin se ha apiadado de mí... Si sabe los resultados de la autopsia esta noche, me lo dirá. Gracias por ayudarme a pensar.
A pesar de sus palabras, se quedó sentado en el taburete, haciendo girar el resto del whisky en el vaso.
—Quédese a cenar. Hay de sobras. Tim está de guardia, no lo esperaremos. Nunca se sabe cuánto va a tardar.
—¿Qué hace su marido?
—Es ginecólogo. —Se echó a reír al ver la cara de él— ¡Ni un comentario! Es la reacción de casi todo el mundo. Pero ¿quién puede entender mejor los horarios de un médico que otro médico, o un veterinario? O un policía —añadió pensativa.
—Ahora sé en qué me equivoqué. Tenía que haberme casado con una médico. Mi ex mujer no entendía en absoluto mis horarios. —Apuró la bebida y se levantó sin ganas—. Me encantaría quedarme, pero mejor que no. Quizás en otra ocasión.
Se hizo un breve silencio embarazoso, entonces Kincaid acercó la mano a su cara y le quitó la mancha de harina de la ceja con el dedo. Anne le cogió la muñeca y la retuvo un instante, luego se apartó.
—Lo acompaño.
Las niñas discutían animadamente sobre a quién le tocaba vendar a la muñeca, acaloradas por el fuego del hogar.
—Adiós, Molly y Caroline.
—¿Vendrás otro día? —preguntó Molly, curiosa.
—Eso espero.
—Ven cuando quieras.
Anne le rozó ligeramente el brazo con los dedos.
Cuando la puerta se cerró tras Kincaid, se dio cuenta de que la luz había desaparecido del cielo por detrás de las colinas.