6

La sargento Gemma James aparcó el Ford Escort en un sitio del tamaño de una motocicleta. Pero ni siquiera su diestra maniobra logró superar la limitación del espacio, y cuando apagó el motor y puso el freno de mano, la parte trasera del coche sobresalía en la calzada. Había llegado a casa temprano, toda una proeza, y aun así no encontró aparcamiento, porque los hijos adolescentes de su vecina habían atestado la acera con sus cacharros. Hasta el pequeño había dejado el triciclo volcado en medio de la calle.

Desató a Toby de su asiento y lo cogió en brazos. En equilibrio con el niño apoyado en una cadera y la bolsa de la compra en la otra, cerró la puerta del Escort con un ímpetu innecesario. Caminó sin problemas hasta que metió el pie en una rueda del triciclo, tropezó y soltó un juramento.

Un nombre que era una aliteración y la hipoteca de la casa adosada de Leyton eran las únicas cosas que Rob le había dejado, y las ventajas de la casa eran relativas: vistas a la carretera de Lea Bridge, ladrillos rojos, pintura desconchada, un jardincito reseco en la entrada y unos vecinos que parecían chatarreros.

Toby lloriqueaba y gritaba —abajo, abajo—, dándole patadas en el muslo.

—Chit. Enseguida, cariño, enseguida. —Gemma lo sentó mejor sobre su cadera y rebuscó entre las llaves. Cuando dejó a Toby en el suelo del recibidor, notó una mancha húmeda en su chaqueta de lino, a la altura de la cadera—. Maldita sea. Ya está estropeada —masculló. Toby estaba chorreando, y al volver a cogerlo notó el fuerte olor de orín acumulado—. Maldito día —dijo. Toby arqueó una ceja rubia en una cómica expresión de sorpresa y ella no pudo menos que reír.

—Maldito —repitió el niño, muy serio, asintiendo.

—Mi niño. —Lo abrazó con fuerza, con pañales empapados y todo, y le susurró al oído—. Mamá te está enseñando cosas feas. Pero es maldito, de verdad.

Lo llevó al piso de arriba, y en la cuna lo desnudó y lo lavó con una esponja:

—Eres ya mayor para llevar pañales. Tienes dos años, ¿verdad, tesoro? Eres grande.

—Yo dos —repitió Toby, con una gran sonrisa.

Gemma suspiró. Aquel verano ya se había tomado las vacaciones, y no sabía cómo enseñarle más cosas si no podía pasar unos días en casa con él.

Le puso los labios en la barriguita y resopló. Toby gritó y rió encantado, ella lo bajó al suelo y le dio una palmada en el trasero. El niño salió corriendo como un tren de vapor, con sus piernecitas regordetas, y Gemma lo siguió más despacio.

Reconfortada por una copa de vino español que sacó de la nevera, guardó la compra y recogió el salón, guardando los juguetes y libros de Toby en cestas. Había intentado crear un ambiente acogedor. Había cubierto las bombillas desnudas con globos japoneses de Habitat, puesto estores de papel de arroz en las ventanas, almohadones estampados de algodón en el anodino tresillo, pósters alegres de viajes en las paredes... pero la humedad seguía traspasando el papel de la pared y las grietas del techo se extendían cada vez más.

De pronto, el ritmo sordo de una música heavy metal en la casa vecina hizo que las paredes se pusieran a vibrar. Gemma aferró una escoba de la cocina y golpeó el mango contra la pared. El ruido bajó una fracción de decibelio.

—Si no bajáis ese maldito jaleo, os pongo una denuncia —gritó a la pared, aunque sabía que no podían oírla.

Entonces se dio cuenta de lo absurdo de la situación y se echó a reír al verse allí, chillando como una pescadera, con la melena roja flotando y la escoba en la mano, al modo de una auténtica bruja. Sin dejar de sonreír, recuperó el vino de la cocina, se sentó en el sofá y apoyó los pies en el baúl que hacía las veces de mesita. Toby, imperturbable a pesar del estruendo, empujaba un osito de peluche por el suelo y hacía ruidos de avión con la boca.

Debería ser tan tolerante como él, se dijo Gemma irónicamente. Hacía sólo diez años ella era como sus vecinos; aunque quizá no exactamente. A los dieciocho le preocupaba más vivir de forma diferente que pasarlo bien. Había seguido cursando el bachillerato mientras sus amigas abandonaban los estudios para irse a trabajar como oficinistas o cajeras, o para casarse. Al cumplir los diecinueve, hizo la solicitud para entrar en la Policía Metropolitana. Al cabo de dos años accedió al cuerpo de investigadores, según el plan que llevaba trazado en su mente.

No había contado con acabar en un vecindario como el que había dejado. Pero tampoco con Rob James.

Toby se encaramó a su lado y abrió un libro ilustrado.

—Pelota —dijo, paseando el dedo por la página—. Coche.

—Sí, qué niño más listo tengo.

Gemma le acarició el cabello liso y rubio. La verdad es que no podía quejarse. No le había ido nada mal, a pesar de las dificultades. Y al día siguiente tenía medio día libre y podría pasarlo con Toby.

Tal vez su mal humor se debía en parte, reconoció a regañadientes, al hecho de que se había acostumbrado enseguida a trabajar con Duncan Kincaid, y a causa de su ausencia el día había resultado un poco insulso.

Y aquella era una tendencia, se dijo Gemma con firmeza, que debía mantener a raya.

* * *

El martes Kincaid se despertó tarde, con esa sensación de malestar que resulta de dormir demasiado. La ropa de la cama estaba deshecha y arrugada. Tenía la boca pastosa, a consecuencia del mucho vino de la noche anterior.

Un sueño desagradable persistía en el borde de su conciencia, incomodándolo con jirones de imágenes. Un niño en un pozo, una vocecita llamándolo... pero él no podía encontrar la cuerda... bajar al pozo... el musgo cubría las palmas de sus manos como un pegamento gelatinoso... y encontró sólo huesos, huesecitos, que se deshacían en polvo al cogerlos. ¡Uf! Se sacudió y se dirigió a la ducha, esperando que el agua caliente le aclarara las ideas.

Cuando salió tenía un hambre feroz. Sacó al balcón el desayuno preparado por él, pan con mantequilla, queso y una taza de té, y se apoyó en la barandilla, masticando y pensando en el día que le esperaba. Se dio cuenta de que su entusiasmo de turista se había apagado. Todos sus planes parecían poco inspirados, un reflejo del día, nublado y soso. Ni siquiera le satisfizo la idea de pasear solo por el campo, una perspectiva que le pareció espléndida dos días antes.

Su conciencia lo atormentaba. Tantos sueños sobre cosas dejadas a medias, o no hechas al debido tiempo. El subconsciente le estaba lanzando dardos venenosos, y debía calmarlo de alguna forma. Una actuación oficial era difícil, pero sentía la necesidad de dar algún paso firme.

Visitaría a la madre de Sebastian para darle el pésame. Una costumbre pasada de moda, tradicional, a menudo una mera formalidad; pero al menos le daría la sensación de que la muerte de Sebastian no había pasado desapercibida.

Cassie tendría la dirección.

* * *

Cuando Kincaid cerró su habitación con llave y se dio la vuelta, se encontró con Penny MacKenzie esperando vacilante en el pasillo. Iba vestida con pantalones anchos, jersey y zapatos de cordones para caminar, y parecía en cierta medida menguada, como si hubiera ocultado buena parte de su personalidad junto con su vestimenta más excéntrica. Era una señora de mediana edad, tal vez frágil, pero corriente. Le faltaba su entusiasmo habitual, advirtió Kincaid, su vivacidad remplazada por una actitud vacilante.

—Buenos días, señora MacKenzie.

—Ah, señor Kincaid. Esperaba que... Es decir, pensaba que estaría usted... Y le he esperado... —Se quedó sin palabras y permaneció en silencio, mirándolo desamparada.

—¿Quería hablar conmigo?

—No quería hablar con ese hombre, el inspector Nash, porque si resultara que no es nada importante me sentiría como una tonta. Y he pensado que usted podría... Es que no quería que Emma se enterara... Yo le dije al inspector Nash que estaba dormida, pero no era verdad del todo. Emma se preocupa mucho cuando se me olvidan las cosas, así que esperé a que se durmiera...

—¿Se le había olvidado algo? —Kincaid se apoyó en la pared, paciente y relajado, adoptando una actitud profesional. Procuró no meterle prisa.

—Mi bolso. En la sala. Me lo pasé muy bien en el cóctel. Me tomé un jerez. No suelo beber, habrá sido eso lo que me hizo despistarme...

La voz de Penny volvió a arrastrarse, y Kincaid acudió en su ayuda.

—¿Salió a buscarlo cuando Emma se durmió?

—Esperé a oír sus ronquidos. Después, no se despierta nunca. —Esbozó brevemente una sonrisa traviesa—. La casa estaba en silencio. Me dio un poco de... miedo. Un lugar desconocido, y a oscuras. No me esperaba... —se interrumpió, y su serenidad momentánea se desvaneció tan rápido como había llegado—. Probablemente no significa nada. No soportaría causar dolor a nadie. En realidad, creo que debería hablar...

—¡Penny, estás aquí, te he estado buscando por todas partes! —Emma MacKenzie asomó la cabeza, seguida del cuerpo, por las escaleras, y subió resoplando los últimos peldaños—. ¿Dónde te habías metido?

—Sólo quería hablar un momento con el señor Kincaid, Emma.

Penny se ruborizó, justificándose, pero Kincaid percibió en ella un ligero alivio. Soltó un juramento por lo bajo. Ahora no le sonsacaría nada más, fuera lo que fuera lo que quería decirle, debería esperar.

—La señorita MacKenzie me estaba aconsejando lo que tengo que ver...

—Por favor, deja en paz al señor Kincaid y ven conmigo o nos perderemos los mejores pájaros del día. Ya se ha hecho tarde. —Emma se volvió, murmurando, mientras bajaba las escaleras—, toda la mañana perdida...

Kincaid hizo un guiño a Penny a espaldas de Emma mientras los dos la seguían, obedientes.

* * *

Cassie no daba la impresión de haber dormido mal aquella noche. La encontró en su despacho, serena en medio del desorden, descansada, pulcra y tan satisfecha de sí misma que sólo le faltaba ronronear. Le dirigió una sonrisa radiante y lo trató por su grado, como dándole a entender que no iban a entrar en grandes intimidades.

—¿Qué puedo hacer por usted, comisario?

—¿Ha dormido bien, Cassie? —Ella se limitó a sonreír y aguardó, como si esperara algo mejor de él—. Se me ha ocurrido que me podía dar la dirección de Sebastian.

—¿Hace de buen samaritano? —se burló Cassie.

—Alguien tiene que hacerlo. Me dijo usted que vivía con su madre. ¿Y su padre? —Kincaid se apoyó en el borde de la mesa, rozando con los dedos los papeles desperdigados. Se inclinó hacia delante, acortando la distancia que ella había puesto deliberadamente.

—Murió hace años, al menos eso ha dicho siempre. Su madre lo crió sola.

Cassie cruzó los brazos sobre el pecho y echó la cabeza hacia atrás para mirarlo.

—Cassie, ¿vio a Sebastian después del cóctel? Antes parecía estar perfectamente.

—Me retiré a mi casa a eso de las diez. Él estaba arreglando la sala y dijo que cerraría, como hace siempre. Le gustaba hacerse el señor, merodear por la casa de noche, retocándolo todo. Además, anoche iba a usar el jacuzzi. Si se hubiera marchado, yo habría oído la moto, la aparcaba al lado de los chalets.—Cassie parecía hablar más para sí que para Kincaid, con voz tranquila y con una pizca de lo que podía ser lástima—. No recuerdo haberla oído, pero entonces ni me di cuenta.

—¿Y vio u oyó algo más después de marcharse?

—No me interrogue, comisario —dijo Cassie, molesta—. Su inspector Nash ya lo ha hecho de sobras.

Hojeó un bloc que estaba sobre el escritorio y apuntó algo en un papelito.

—Aquí tiene la dirección. Y ahora, si no le importa, tengo trabajo.

Lo había estropeado. Cassie había vuelto a ponerse la armadura.

* * *

Eddie Lyle estaba sentado en la butaca del salón, con el periódico extendido sobre el regazo.

Kincaid, al volver del despacho de Cassie, se detuvo en el umbral. ¿Podría bastar con un gesto de saludo? Su vacilación jugó en su contra. Lyle levantó la vista.

—Señor Kincaid —dijo, agitando el periódico—, hemos salido en la prensa local de esta mañana. Espero que no llegue a la nacional. No quiero que mi hija se preocupe leyendo un artículo sensacionalista.

Sin saber si marcharse o detenerse, y sin ganas de comprometerse a una conversación larga, Kincaid se acercó al sofá que estaba frente a Lyle y se inclinó por encima del redondeado respaldo de terciopelo. Los botones se le clavaron en el muslo.

—¿Su hija tiene la edad de Angela Frazer?

—Sí, quince años, pero...

—A esta edad no suelen leer la prensa, señor Lyle. Yo no me preocuparía.

—Chloe no tiene nada que ver con Angela Frazer, señor Kincaid. Es muy buena estudiante, y siempre la he animado a que se mantenga al tanto de lo que pasa en el mundo.

—¿Vive en un internado?

—Sí, pero está cerca y viene casi todos los fines de semana. —Lyle se quitó las gafas y se pinzó el puente de la nariz con el índice y el pulgar—. Quiero que mi hija tenga todo a favor, señor Kincaid. Que no deba luchar por conseguir las cosas como tuve que hacer yo.

Lyle le pareció casi soportable, ahora que no hacía ostentación de sus quejas, y Kincaid se contuvo de decir que los hijos no solían valorar positivamente que sus padres les dieran las facilidades que les faltaron a ellos, pues creían que éste era su deber.

Con todo, a Lyle debía de haberle ido bien: una hija en un internado, ropa cara, aunque poco favorecedora, y una multipropiedad no eran cosas baratas.

—Según tengo entendido, usted ha sido militar...

—Me dieron una formación, pero no fue un crucero de placer, si eso es lo que cree. Lo he pagado, señor Kincaid, lo he pagado. —Lyle bajó la mirada al periódico, lo dobló y marcó con rabia el pliegue.

Conversar con Eddie Lyle era como pisar huevos, pensó Kincaid, por mucho cuidado que se pusiera, el desastre estaba asegurado.

* * *

La dirección correspondía a una estrecha casa adosada, en una de las retorcidas calles de detrás de la plaza del mercado de Thirsk. Brillaba un llamador de bronce y unas petunias todavía en flor adornaban las macetas de las ventanas. Antes de que llamara, la puerta se abrió y se encontró con una mujer de mediana edad, con el cabello rubio y mate.

—¿Señora Wade? —La mujer asintió—. ¿Puedo pasar? Mi nombre es Kincaid.

Tendió su documentación y ella la examinó con cuidado, luego le dejó paso libre en un consentimiento mudo. Llevaba su blusa de los domingos, de recia tela azul marino, con puños y cuello blanco, y el cabello claro bien peinado, pero tenía los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto, y el rostro hundido como si no pudiera soportar su propio peso. Hasta el carmín parecía salirse de sus labios, una lenta y roja avalancha de dolor.

—Yo sabía que había muerto.

Su voz sonó neutra, indiferente, dirigida hacia algún punto detrás de él.

—Señora Wade —el tono amable de Kincaid la devolvió a la realidad, y se fijó en su rostro por primera vez—, no quiero engañarla. No estoy aquí como policía. La policía local está investigando oficialmente la muerte de su hijo. Yo conocí a Sebastian en Followdale, donde me alojo como huésped, y vengo a darle el pésame.

—Una policía muy simpática que vino ayer me dijo que lo encontró un policía que se alojaba en la casa. ¿Fue usted?

—Sí, más o menos —dijo Kincaid, por temor a que la idea de que unos niños encontraran el cuerpo de su hijo pudiera sólo aumentar su dolor.

—Usted lo... cómo... —Abandonó la pregunta, cualquiera que fuera, probablemente pensando que una descripción física de las circunstancias de la muerte de su hijo estaba por encima de su capacidad de sufrimiento. Prefirió volver a mirarlo y preguntar—: ¿Se llevaban bien?

—Sí. Fue muy amable conmigo, y muy divertido.

Ella asintió, y su tensión se suavizó un poco.

—Me alegro de que fuera usted. No ha venido nadie. Ni siquiera Cassie. —Desvió la vista con brusquedad y lo guió hacia el salón—. ¿Quiere un té? Acabo de poner agua a hervir.

La estancia donde lo dejó era fría, estaba limpia y bien cuidada, pero no tenía ningún encanto ni era acogedora. El aire olía a cerrado como un viejo baúl. El papel de la pared había sido rosa en otros tiempos. Los muebles podrían haber pertenecido a los padres de la señora Wade, nuevos y falsamente elegantes cincuenta años atrás. No había libros, ni televisión, ni radio. Debía hacer vida en la cocina, pensó Kincaid, o en alguna salita trasera. Aquella estancia seguramente no se había usado desde la anterior muerte en la familia.

Colocó el juego de té cuidadosamente en una bandeja antigua de estaño, con gastadas tazas de porcelana y platitos desaparejados.

—Señora Wade —empezó Kincaid cuando ella se hubo acomodado en una de las sillas de porcelana y se puso a servir el té—, ¿cómo se enteró ayer de la muerte de su hijo? ¿alguien se lo dijo?

—Él mismo. —Su tono fue neutro, alzó los ojos rápidamente hacia él y volvió a mirar el té. Tenía la taza cogida contra el pecho con las dos manos, como si el calor pudiera reanimarla—. Me desperté por la noche, de madrugada ya, y lo noté allí, en mi habitación. No me dijo nada, al menos en voz alta, pero me di cuenta de que quería que supiera que estaba bien que no me preocupara por él. Y supe que había muerto. Nada más. Pero lo supe.

Entonces la mujer se había levantado, se había vestido y había esperado muchas horas a que alguien llegara para decírselo oficialmente. Diez años antes a Kincaid le hubiera hecho gracia aquella historia, la hubiera achacado a una imaginación abrumada por el dolor. Pero había oído demasiadas historias semejantes para no guardar un cierto respeto por el poder persistente del espíritu.

Kincaid dejó la taza en el plato, donde las violetas de la taza se mezclaban con las rosas del plato en una delicada profusión floral. La señora Wade había vuelto a ensimismarse. Estaba allí, con la vista fija en la pared de enfrente, con la taza olvidada en las manos.

—Señora Wade —le dijo, en voz baja—, ¿quiénes eran los mejores amigos de Sebastian?

Ella lo volvió a mirar, sobresaltada.

—No se me ocurre ninguno. Estaba todo el día en el trabajo, y también por las noches, casi siempre. Le gustaba quedarse en... —tembló por un instante—... en la piscina, al acabar. Una de las ventajas de su trabajo, decía. No se llevaba bien con Cassie. Decía que ella se sentía superior a todo el mundo, precisamente ella, la hija de un capataz de Clapham. Le gustaba que creyeran que tenía procedencia noble, o algo así. Sebastian me hablaba de la gente que llegaba, cómo se vestían, cómo hablaban. A veces me hacía sentir como si estuvieran en mi misma habitación.

Sonrió al recordarlo, y a Kincaid le pareció oír la suave voz de Sebastian, imitando la pronunciación engolada de sus cándidas víctimas.

—Pero nunca trajo a nadie a casa. Cuando no trabajaba, solía pasar el rato en su habitación.

—¿Le importaría que echara un vistazo a su habitación, señora Wade?

* * *

No sabía qué había esperado. Pero cualquier idea preconcebida que hubiera tenido —pósters de cantantes de rock, tal vez, restos de la adolescencia—, poco tenía que ver con la realidad.

Allí, por lo visto, había gastado Sebastian su dinero, aparte de los pagos de la moto y los gastos de ropa. El suelo estaba cubierto con una moqueta bereber gris pálido, de un tejido de aspecto muy caro. Lustrosas plantas verdes estratégicamente colocadas en los rincones. Un tocador y unas sillas antiguas o, al menos, buenas imitaciones. Una cama con cabezal y pie altos y curvos, probablemente reproducción también de una pieza antigua. Colgados de las paredes gris pálido, grabados que podrían haber estado en un museo, algunos modernistas y uno o dos a Kincaid le parecieron de los impresionistas americanos.

En materia de lecturas, Sebastian era igualmente ecléctico. La librería de pino era el único resto aparente de su adolescencia. Clásicos infantiles junto a montones de revistas sobre el mantenimiento de las motos. Stephen King mezclado con novelas de espías y los últimos tecno-thrillers; aparentemente a Sebastian le iba lo retorcido. En el estante superior, Kincaid descubrió una vieja edición de las obras completas de Sherlock Holmes, y una vieja colección de Jane Austen.

La ropa estaba ordenada en el armario, organizada por estilos y colores. Aquel vestuario esperaba que su propietario escogiera, conjuntara o desechara. La vista de todo aquello entristeció profundamente a Kincaid.

Al fondo del armario, encontró unos archivos, bien guardados en una caja en la que ponía: «Seguros».