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Penelope Mackenzie echó una mirada furtiva al saloncito de la suite, donde su hermana Emma estaba absorta comparando una lista de pájaros con las notas del día que había tomado. Penny se acomodó delante de la ventana de la habitación, con un rápido suspiro de alivio. Todavía disponía de unos minutos más sin preguntas, una pequeña evasión del atento control de su hermana.
Las cosas eran diferentes antes de que muriera su padre. En realidad, Penny entonces no era tan olvidadiza; sólo un poco despistada a veces. Pero después de aquellos largos meses del final de la enfermedad de su padre, algunas de las frágiles relaciones entre pensamiento y acción parecían haberse disipado.
Sin ir más lejos, la semana pasada puso una cazuela con agua a hervir y fue a buscar un libro al salón. Cuando se acordó de la cazuela, el agua se había evaporado y la capa del fondo de la cazuela se había derretido y fluía por la encimera como un río plateado. Y también metió los restos del estofado del domingo en el homo en lugar de en la nevera. Emma se había puesto furiosa al encontrarlo al día siguiente, y tuvo que tirarlo.
Pero aquellos eran despistes menores. En cambio a Penny no le gustaba recordar el día que salió de tiendas por el pueblo, hizo sus compras y luego no pudo recordar cómo volver a casa. En su mente, en el lugar del cuidado sendero que cruzaba el pueblo de Dedham y subía por la colina hasta Ivy Cottage, había un vacío.
Se precipitó, horrorizada, al acogedor salón de té de su amiga Mary. Se sentó, jadeante, charlando y se tomó un té caliente y dulce, fingiendo que no se había abierto un agujero en su universo, hasta que vio pasar a un vecino. Lo alcanzó y le preguntó, sin aliento: «¿Va para casa? Voy con usted, si no le importa, George». Mientras caminaba, fue recordando el entorno, llenando los espacios en blanco; pero el miedo se instaló definitivamente en su interior. No se lo dijo a nadie, y desde luego no se lo dijo a Emma.
Tal vez lo que necesitaba eran unas vacaciones, quince días sin responsabilidades. Le había costado lo suyo convencer a Emma de que se lo merecían después de aquellos años junto a su padre. A fin de cuentas, habían heredado su dinero y podían hacer lo que quisieran. Vio un folleto de la multipropiedad en la agencia de viajes del pueblo. Followdale era precioso, cada rincón tan bonito como lo había imaginado.
—¿Ya estás soñando despierta, para variar, Pen? —La voz de su hermana la sobresaltó—. Vamos, espabila. Más vale que salgamos a la compra ya, si tenemos que volver para arreglarnos para el cóctel.
Emma sacó del armario el impermeable y empezó a ponérselo con su absurda prisa habitual.
—Sí, Emma, ya voy —respondió Penny. Más valía no hacerla enfadar, o peor, causar que le hablara con su raro tono cargado de paciencia. Penny se frotó la frente con las yemas de los dedos, como si al suavizarse las arrugas, su rostro pudiera recuperar la habitual pátina de alegría, y sonrió abiertamente cuando Emma se volvió hacia ella.
* * *
Veintiocho... veintinueve... treinta... Hannah Alcock, sentada delante del espejo, contaba los movimientos suaves y circulares del cepillo de pelo. Qué raro, pensó, cómo conservamos los hábitos de la infancia. No sabía de ninguna razón lógica por la cual tuviera que cepillarse el pelo cien veces al día, pero si cerraba los ojos un momento, se veía sentada en su antiguo tocador, en camisón, mirando como el arco del cepillo descendía por su cabello largo y castaño, y oía la voz de su madre desde el distribuidor: «Hannah, cariño, acuérdate de cepillarte el pelo».
Había pasado mucho tiempo, casi treinta años, desde la noche en que metió las tijeras en su cabellera larga hasta la cintura y se la cortó. Cayó como un manto por su espalda, de un color castaño brillante, con reflejos caoba, el orgullo de su madre, y ella se lo había cortado brutalmente a la altura del cuello.
Aunque desde entonces había llevado el pelo corto, había seguido cepillándoselo por las noches. Un ritual tonto, que tenía que haber rechazado en su remota adolescencia, pero cuando estaba nerviosa, como esa noche, le resultaba extrañamente tranquilizador. Los músculos del estómago se relajaron a medida que respiraba al ritmo del cepillado, y para cuando dejó el cepillo de plata junto al espejo a juego, se sentía algo más capaz de afrontar la noche.
El cóctel había empezado hacía un cuarto de hora. Si no se daba prisa, llegaría más tarde de lo debido. Sin embargo, siguió estudiándose en el espejo. Había acabado por pensar que tenía una cara bonita, al superar el deseo infantil de tener una belleza convencional. Las niñas mofletudas y rubias que tanto envidiara se habían descolorido, su piel se había vuelto fofa y el cabello con reflejos y teñido tapaba el gris invasor. Ella, que ahora llevaba un corte cuidado y caro, tenía sólo unas cuantas canas en las sienes, y la fuerte y marcada estructura ósea que había desdeñado, ahora le daba carácter y la hacía llamativa.
Llevaba años sin preocuparse por la opinión de los demás. Tenía éxito, era segura y serena, pensaba que nada podría alterar su equilibrio, tan cuidadosamente edificado. Hasta que las conmociones, lentas y extrañas, del último año habían crecido en su interior, envolviendo toda su vida, y la habían empujado a actuar de forma decididamente irracional.
Había planeado el encuentro con toda la atención que dedicaría al experimento más complicado, había contratado a un detective privado para enterarse de los detalles de la vida de él, había comprado la multipropiedad para la misma semana... Y allí estaba, vacilando en el último momento, sufriendo el terror escénico como la niña torpe que fue.
¿Tenía algo que perder, al fin y al cabo? Podía pasar la semana recorriendo los pasillos, un saludo, un contacto físico casual, y luego él se marcharía sin recordar su nombre ni su rostro. Aquello no podía hacerle daño.
Pero también podían hacerse amigos. No pensaba en nada más, en lo que le diría, en cómo reaccionaría él. Todo empezaría aquella noche, con una presentación fácil seguida probablemente de un intercambio de nimiedades.
Se levantó, recogió el bolso del saloncito y cerró la puerta tras sí con firmeza.
* * *
Duncan Kincaid se apoyó en la barandilla del balcón, sin ganas de moverse, sin ganas de hacerse el nudo de la corbata y cumplir con los requisitos que dictaban las obligaciones sociales. Su estallido de energía anterior había dado paso a un estado letárgico.
Sería más fácil prepararse algo de cena y echarse en el sofá con el gastado ejemplar de Jane Eyre que había encontrado en el cajón de la mesilla. Los huevos, bacon y la barra de pan recién horneado que había comprado en la tienda del pueblo eran provisiones suficientes para una noche tranquila.
Mientras echaba un vistazo a la sección de galletas de la tienda, había oído una vocecita de niña a sus espaldas: «Usted debe de ser el nuevo huésped. Teníamos muchas ganas de conocerlo». Se volvió y vio a una mujer menuda envuelta en una voluminosa capa escocesa. Tendría unos sesenta años, con un mullido nido de cabello gris en torno a su fino rostro y unos ojos extraordinarios. Por debajo de los pliegues de la capa, asomaban unas botas con lazos, pasadas de moda.
—Cassie nos ha dicho que se llama usted Kincaid y estábamos emocionadas, ¡un escocés, como nosotras! Nos llamamos MacKenzie. Nuestro abuelo tenía una casa preciosa en Perthshire. —Las frases fluían de su boca sin parar—. En los buenos tiempos debió ser como Followdale. Me la imagino...
Kincaid, divertido, la interrumpió:
—¿Ya no viven en Escocia?
—Uy, no. Nuestro padre... bueno, eran tantos hermanos que tuvo que buscar un trabajo. Le dieron un empleo en Essex cuando era bastante joven. Estuvo de párroco en Dedham durante cuarenta años antes de jubilarse. Pero todo eso parece tan lejos... —le sonrió, un poco nostálgica—. Emma y yo seguimos allí, aunque la rectoría la llevan otros. Criamos cabras. Unos animales maravillosos, ¿no cree? Tan limpios, y la leche y el queso de cabra tienen buen mercado hoy en día. Aunque papá nunca llegó a aprobarlo. ¿Y usted, señor Kincaid? ¿De dónde procede su familia?
—Soy inmigrante de segunda generación, como ustedes. Mi padre se marchó de Edimburgo para Cheshire antes de que yo naciera, y se casó con una inglesa, así que mis reservas ancestrales estarán bastante diluidas. Pero tráteme...
—Me llamo Emma MacKenzie —intervino la mujer que Kincaid había observado en el mostrador—. Y mi hermana, Penelope. —Le dio la mano con firmeza, secamente—. Encantada.
Con su cabello lacio, en forma de molde de púding, la chaqueta impermeable de hombre y aquella expresión impenetrable, le recordó a su maestro de escuela. El único adorno de aquella mujer eran unos binóculos colgados del grueso cuello. Las hermanas Adefesias, las apodó, y luego se notó el rubor en el rostro.
—No creo que al señor Kincaid le apetezca oír toda la historia de nuestra familia, Penny. Y nosotras tenemos que irnos a prepararnos para el cóctel.
Emma se despidió con un gesto y se llevó a su hermana con la delicadeza de un acompañante escolar.
—Señorita MacKenzie —la llamó él, cuando ya casi estaban en la puerta—, encantado de conocerla. Tal vez nos veamos en el cóctel.
Ella lo recompensó con una sonrisa radiante.
Unos golpes en la puerta hicieron que Kincaid volviera en sí y se diera cuenta de que en el balcón había refrescado. Entró y abrió la puerta: era Sebastian Wade, que ya volvía a levantar los nudillos.
—Perdone —dijo Wade—, a veces me dejo llevar por el entusiasmo. He venido para ofrecerme para acompañarlo a la pequeña reunión y enseñarle la casa, si es que no lo ha hecho Cassie.
—Me prometió una vuelta, pero no se llegó a materializar. Me gustaría ver la casa.
—Bueno, ya verá lo que hay, distinción prefabricada con todo el confort moderno. ¿Sale así, estilo caballero informal de fin de semana? —Miró la camisa abierta de Kincaid y sus pantalones de pana.
—No, cojo la chaqueta —respondió Kincaid, dándose cuenta de que, tras tanto deliberar, habían tomado la decisión por él. Y se dejó llevar como una concha a merced de las olas.
* * *
—Su suite —dijo Sebastian, en su parodia de guía— se llama Sutton Suite, porque desde el balcón tienes vistas sobre Sutton Bank. Muy sutil, ¿verdad? Todas tienen nombres que asombran por lo imaginativos que son. Así es mucho más personal, le da un toque hogareño, como denominar una casa adosada de los suburbios «Chalet unifamiliar». Justo debajo está la suite Thirsk, que actualmente ocupan nuestro prometedor diputado Patrick Rennie y su esposa Marta, con su cola de caballo y su lazo de terciopelo. Muy de campo. Poseen varias semanas a lo largo del año.
Kincaid se hizo el nudo de la corbata ante el espejo del salón, se puso la chaqueta y palpó los bolsillos en busca de la cartera y las llaves.
—Esta mañana —prosiguió Sebastian mientras cerraban la puerta y bajaban los tres peldaños hasta el vestíbulo—, la suite de al lado de la suya, en este mismo piso, la Richmond, ha sido ocupada por Hannah Alcock, una científica o algo así, que parece muy profesional y muy eficiente. Y guapa, además, flaca y filiforme, si es que a uno le gustan las mujeres que parecen inteligentes. —Y dirigió una mirada maliciosa a Kincaid.
—¿A usted no?
—Ah, sí, a mí muchas mujeres me parecen estéticamente hermosas —respondió Sebastian con la taimada ambigüedad que Kincaid empezaba a reconocer—. La puerta a su derecha da al balcón sobre la piscina.
La abrió y le hizo un gesto para que pasara. Lo asaltó una vaharada de olor a cloro, y su primera impresión de la pequeña galería fue que había caído en un sueño mediterráneo de pacotilla. El suelo estaba cubierto de ladrillos rojos barnizados, lleno de plantas verdes por todos los rincones, y una barandilla negra de hierro forjado daba a la piscina de abajo.
—Qué ingenioso, ¿verdad? Un punto de vista privilegiado para ver a nuestros huéspedes retozando alegremente en la piscina, nuestro mayor atractivo. Cuando los compradores nos visitan, funciona, se lo aseguro. A no ser que alguna huésped pese cien kilos y lleve un tanga.
Kincaid se echó a reír.
—No le parece que yo pueda ser el cliente ideal, ¿verdad?
Sebastian lo observó, dejando de lado por un momento su tono mordaz.
—No, me da la impresión de que las apariencias no le seducen fácilmente. Tal vez tenga otras debilidades. Pero usted no habría elegido este lugar, a menos que le hubieran regalado las vacaciones, ¿no?
Kincaid reflexionó.
—No, tiene razón: es un lugar muy agradable, pero no lo habría escogido. Demasiado estructurado. Demasiado acogedor. Me siento un poco como un niño de campamentos.
—Si se porta bien, hay pastel de postre. Vamos, pues. Más vale disfrutar a fondo de la experiencia, si no piensa repetir. —Sebastian volvió a ponerse profesional—. Hay unas escaleras traseras en el vestíbulo del primer piso —le indicó, señalando el lado opuesto al de Kincaid— que llevan a la puerta trasera de la piscina. También hay una zona termal, justo debajo de nosotros. Se mantiene caliente y los chorros pueden abrirse cuando se quieren usar. A mí me gusta; es una de las ventajas del trabajo.
Kincaid se imaginó que Sebastian Wade, en su continuo juego competitivo con la dirección, aprovechaba todas las ventajas del trabajo por principio.
Recorrieron el balcón y entraron en el vestíbulo de enfrente, más fresco.
—La estructura no es simétrica. —Sebastian señaló la parte trasera de la casa—. Esta suite la ocupan los Lyle, de Hertfordshire o algún sitio igual de aburrido. Un quisquilloso, antiguo militar, aunque no se diría, porque parece tonto de remate. Esta tarde me ha puesto la cabeza como un bombo hablando interminablemente sobre sus experiencias en Irlanda. Como si él solo hubiera derrotado el IRA. Pero yo dudo que se haya enfrentado a nada más peligroso que el Cuerpo de Ingenieros.
Kincaid sonrió ante la idea de que Sebastian, con su indiscreta capacidad de observación de los detalles, describiera a alguien como quisquilloso.
—En medio hay un estudio de dos pisos. De los Hunsinger, Maureen y John. Unos hippies retrógrados que tienen una tienda de productos naturales en Manchester. Llegaron la semana pasada con sus hijos sanísimos. —Sebastian miró inquisitivo a Kincaid—. Ya sabrá que no todos los huéspedes llegan y se marchan a la vez...
Se dirigieron por el vestíbulo hacia el porche.
—Los Frazer, por ejemplo, de la suite de delante, ya llevan aquí una semana. Son padre e hija.
Kincaid esperó la broma, pero no llegó. Sebastian abrió la puerta que daba al porche, desviando la mirada.
—¿Cómo son? —preguntó Kincaid, curioso.
—Dejaré que se forme una opinión por sí solo —dijo Sebastian, un poco secamente. Tras un silencio incómodo, cedió—. Un divorcio asqueroso. Angela tiene sólo quince años y ha pagado los platos rotos. Ninguno de los dos la quiere, y ella lo sabe.
El tono falso había desaparecido; hablaba con amargura.
Kincaid tuvo la impresión de que se había asomado bajo el cascarón por segunda vez en aquella tarde. Un atisbo, sin embargo, que no iba a pasar de eso, pues Sebastian emprendió el descenso por las amplias escaleras hasta la entrada y continuó su monólogo.
—Nos queda la planta baja. La suite de delante está vacía esta semana. Se llama la Herriot,1 por cierto. Una suerte que no haya también la Siegfried o la Tristán. Nos encanta echar mano de nuestras celebridades locales en cuanto podemos. Ya le he hablado de los Rennie; y la suite trasera del otro lado tiene la joya de la semana, las hermanas MacKenzie, de Dedham Vale. Las dos ancianitas se lo han pasado en grande durante la primera semana, son conmovedoras. —Al ver la sonrisa de entendimiento de Kincaid, continuó—. Veo que ya las conoce. Pero no se deje engañar por las apariencias. Tal vez a Emma le haya parecido más Munnings2 que Constable, pero no creo que sea tan masculina como quiere hacer creer, ni Penny tan tonta.
Habían llegado a la entrada e hicieron una pausa.
—¿Y los chalets? —preguntó Kincaid.
—Están vacíos. Aparte del de Cassie. —Otro asunto zanjado, pensó Kincaid ante la brusquedad de Sebastian—. La recepción ya la ha visto. Al otro lado está la sala, que lleva al bar White Rose. Eso anima a que los propietarios se reúnan. Se supone que se fundamenta en la honradez, pero siempre hay quien no paga: cuando se han servido la bebida miran furtivamente por la sala por si los ven poner o no el dinero en el bol.
Sebastian se miró al espejo del vestíbulo, se peinó un mechón de pelo con los dedos y se arregló los pantalones a la altura de la estrecha cintura.
—Bueno, es hora del teatro y la diversión. ¿Puedo acompañarle a la batalla?
Lo miró con tanta complicidad como si le guiñara el ojo, dejando en Kincaid la sensación de ser tan transparente a ojos de Sebastian Wade como el resto de los tontos del mundo.
* * *
En la sala, el ambiente estaba cargado de humo y la mala ventilación, que producía picor de garganta, se sumaba al rojo de las barras eléctricas que brillaba en la chimenea. Los huéspedes formaban grupitos como para protegerse sobre la alfombra de estampado rojo y verde, y sus voces se mezclaban como en un coro.
Sebastian lo acompañó por la sala hasta la barra y le sirvió una cerveza. Mientras esperaba, Kincaid se fijó en una habitación detrás de la barra a la que Sebastián no había hecho referencia. A diferencia de la pulcra y ordenada recepción donde Cassie lo recibiera, ésta era un verdadero despacho: un escritorio gris metálico y un armario, una resistente silla de secretaría y una percha de madera dentada sustituía la elegancia estilo Reina Ana. Los papeles cubrían en parte la calculadora, desparramados sobre la mesa hasta la máquina de escribir. Aquel debía de ser el dominio de Cassie, el centro neurálgico de la casa. No era de extrañar que Sebastian hubiera decidido pasarlo por alto.
Volvieron a cruzar la sala con sus bebidas hasta un lugar privilegiado junto a la puerta. Sebastian se apoyó contra la pared apuntalando un pie y repasó la sala con vivo interés.
—A ver —dijo—, es el momento de las adivinanzas. Veamos si sitúa al resto del grupo.
Cuatro personas estaban reunidas frente a la barra, con bebidas en la mano, en parte atentas a la conversación y en parte a la sala, con aires de estar acostumbradas a los cócteles.
—Están pegando un buen repaso, no vayan a perderse algo interesante —Sebastian dio un sorbo a su jarra y esperó a que Kincaid relacionara caras y descripciones.
—Hum —dijo Kincaid, aceptando el reto—, el señor alto e impecable con traje Savile Row... ¿es el político?
Esbelto, con el cabello brillante y bien cortado, era un hombre de pómulos prominentes que daban distinción a su rostro. Le relucían hasta las uñas de la mano con que sostenía el vaso. Sebastian asintió y Kincaid continuó:
—No es sólo por la pinta. Parece que esté en un escaparate, para que lo miren. A ver, la mujer de pelo crespo y el vestido tejano holgado. No es su esposa... Es la propietaria del centro de salud. Maureen, ¿no?
Sebastian sonrió, aprobador.
Un hombre enclenque de mediana edad, cabello ralo y gafas, monopolizaba la conversación. Los demás rostros expresaban varios grados que iban del desinterés al puro aburrimiento.
—El señor Lyle, de Hertfordshire, ¿verdad? Y la mujer morena con cara de sufrimiento tiene que ser su esposa.
—Bravo. Perfecto. A ver si los remata...
—Ni que fueran toros. —Kincaid repasó la sala, obediente; le divertía poner a prueba su memoria casando nombres y descripciones.
En una mesa junto a la ventana había un hombre voluminoso, con el cabello ralo compensado en cierto modo por una espesa barba castaña que le cubría la barbilla. Estaba jugando con dos niños, y aunque tenían la atención puesta en un tablero, parecía incómodo por la chaqueta y la corbata, se tiraba con los dedos del cuello de la camisa y agitaba los hombros inquieto dentro de la chaqueta.
—El resto de los Hunsinger, sin duda.
Sebastian no lo oyó. Había centrado toda su atención en una jovencita que estaba sola apoyada en la pared. Su cara conservaba una redondez infantil que ablandaba sus rasgos, todavía indefinidos; Kincaid pensó en un púding sin cuajar. Las ojeras oscuras le daban un aire espectral, y el cabello de punta y veteado de violeta parecía una extensión natural de su gesto hosco. Kincaid dio un codazo a Sebastian y dijo bajito:
—¿Angela? Quizás debería ir a ver si puede animarla. Yo me sé cuidar solo.
—De acuerdo —dijo Sebastian—. Hasta luego.
Kincaid se arrepintió casi de inmediato. La mujer del vestido de tela vaquera se encaminó hacia él esquivando el sofá, con una sonrisa resuelta. Parecía haber estado esperando la oportunidad de escapar. Llamó su atención una mujer que vacilaba en el umbral. Llevaba un conjunto sedoso, color crema, estampado con rosas, contrastando con su aspecto llamativo y anguloso. La que faltaba, la científica, pensó, pero antes de que pudiera dar un paso hacia ella, Maureen Hunsinger lo alcanzó como una marea llena de buenas intenciones.
* * *
Hannah encontró la reunión en pleno apogeo, y cuando entró en el salón intentó ostentar una expresión alegre. Se dirigió a la barra y se sirvió un whisky, sin lograr recordar cuándo había necesitado antes algo de alcohol para actuar.
A su lado, sirviéndose una copa de licor de jerez abundante, estaba la más fofa de las hermanas MacKenzie con su suave cabello gris desplegado en forma de halo alrededor de la cara, como si hubiera atravesado un vendaval. Penny hizo una inclinación a Hannah y levantó la copa, susurrando con tono cómplice:
—Un regalo especial —dijo, y prosiguió, con confianza ingenua—, y ¿qué le parece nuestra nueva adquisición, señorita Alcock? Nos hemos encontrado con él esta tarde en la tienda, un hombre encantador, tan educado... Cassie dice que trabaja para el gobierno, lo cual resulta lamentable. Nadie lo diría.
Hannah siguió su mirada hasta el otro lado de la sala, donde un hombre alto estaba apoyado en la pared, clavado como una mariposa con un alfiler por una mujer bien dotada y vestida de forma llamativa. No tenía aspecto de funcionario. Buena presencia, treinta y tantos, o quizás algo más, de cabello castaño claro, revuelto, y una nariz ligeramente irregular. Escuchaba a Maureen con expresión divertida, pero Hannah percibió en él sentido de la observación y una serenidad que lo mantenía a distancia.
—Kincaid —dijo Penny—. Se llama Duncan Kincaid.
Hannah apartó la vista y se reprochó haberse distraído con semejantes tonterías cuando tenía algo más importante en que pensar. Entonces, como si hubiera notado su mirada, Kincaid se volvió y sus miradas se cruzaron. Él sonrió. Con una sonrisa de oreja a oreja, tan maliciosa como amable, y completamente desarmante.
Cassie apareció junto a Hannah con su acostumbrada y callada eficiencia, anunciada por la fragancia penetrante y fresca que usaba. A Hannah le recordó el olor de las hojas cuando queman.
—Según tengo entendido, se ha encontrado esta mañana con la señorita MacKenzie. Permita que le presente a los demás huéspedes.
Cassie ejecutó su papel de anfitriona con impecable profesionalidad, tal como Hannah esperaba. El encuentro que tan fervientemente deseaba se cumpliría sin esfuerzo, con la facilidad de un encuentro casual. Tenía que evitar traicionarse con un tartamudeo o un gesto incontrolado, pero contrajo tan fuertemente los músculos abdominales que le costaba respirar. Se obligó a relajarse e inspiró hondo, diciendo, con una sonrisa tan leve como la de Cassie:
—Desde luego, será un placer.