7
Kincaid dio las gracias a la señora Wade lo más amablemente que supo, reteniendo por un momento su pequeña mano entre las suyas. Mientras él estaba arriba, ella había vuelto a ausentarse, y le costó fijar la mirada en él. Olía ligeramente a chicle y a tabaco fresco, los olores de un estanco, observó él.
—¿Y la tienda, señora Wade? ¿Tiene a alguien que la sustituya?
—Acabo de cerrar. No me parecía bien. Quería dejársela a Sebastian. No para que estuviera él tras el mostrador, con lo bien que le iba, pero podía haber contratado a alguien y tener unos pequeños ingresos. He puesto allí todo el dinero del seguro de su padre. Tenía que ser suya.
Kincaid dio unas palmaditas a aquella mano inerte, mientras buscaba unas palabras de consuelo.
—Estoy seguro de que lo hubiera apreciado, señora Wade. Lo siento.
El llamador de bronce relució en la puerta cuando la cerró. Mientras estaba dentro, la mañana se había vuelto soleada y ventosa. Un papelito amarillo pillado en el limpiaparabrisas del Midget se agitaba bajo el sol como una mariposa atrapada. Le habían puesto una multa de aparcamiento; al menos la guardia de tráfico local funcionaba bien.
Kincaid recogió la multa y la metió en la cartera. Descapotó el Midget, se subió al coche y se quedó sentado en silencio, pensando. ¿Qué podía hacer ahora con aquella información inesperada? No podía ignorarla. Pero, por amor a las cosas bien hechas, ¿por qué no habían registrado la habitación todavía? Hacía casi treinta y seis horas que habían encontrado el cuerpo de Sebastian, y Nash se había limitado a mandar un comunicado para dar la noticia, ni siquiera había entrevistado a la madre, por el amor de Dios. En realidad era mejor decir gracias a Dios, se corrigió, pues Nash no hubiera hecho nada por consolarla de su desgracia.
Tenía que contárselo a Nash, era inevitable. Y lo que él necesitaba era ayuda, decidió Kincaid. Puso el motor en marcha y cogió el teléfono del coche.
* * *
Kincaid se consideraba muy afortunado por tener un superior como el suyo. El comisario jefe Denis Childs era un hombre inteligente, que a Kincaid le gustaba como persona y apreciaba como profesional. Kincaid sabía que el azar podía haberle deparado un jefe como Nash, aunque prefería pensar que un zoquete del calibre de Nash no habría pasado nunca a detective de Scotland Yard.
Denis Childs era un hombre corpulento, que superaba el metro ochenta y dos del esbelto Kincaid, y con su piel aceitunada y sus suaves rasgos inescrutables a veces le recordaba a un potentado oriental, con un ojo en la política y el otro en su harén.
—Señor —dijo Kincaid, después de los saludos de rigor—, me he encontrado con un pequeño problema.
—Vaya, vaya —dijo Childs con toda su calma, proclive como era a no alterarse—. ¿Y es muy pequeño, ese problema?
—Bueno —vaciló Kincaid—, la situación no es fácil. Ayer por la mañana encontré al ayudante de dirección de la multipropiedad electrocutado en la piscina. El jefe de policía que lleva el caso es de la opinión de que se trata de un suicidio, pero se darán cuenta de que no es así cuando lleguen los informes del laboratorio. En cualquier caso, todo esto no me hace ninguna gracia. Además, casualmente he... esto... encontrado unos archivos de la víctima que contienen información muy perjudicial sobre algunos de los propietarios de la casa.
—Vaya, casualmente. Lo que me temía: ha hurgado donde no debía, Kincaid. —La voz de Childs contenía una nota de aprobación—. Chantaje, ¿no?
—Curiosamente, no lo creo. Al menos, no directo. Me preguntaba si me podría usted allanar el camino para hacer algunas averiguaciones, con discreción... No quiero pisar el dedo gordo de nadie...— Kincaid hizo una pausa—. La verdad es que me encantaría dar un buen puntapié en la espinilla a ese bastardo, pero por el interés común del departamento...
—Imagino que está metido hasta el moño. El subdirector apreciará que se modere —añadió Childs, sarcástico—. Pero se me ocurre una cosa. Creo que el jefe de policía del lugar es amigo del subdirector. Podría hablar con él de usted y ofrecerle refuerzos si el asunto se pone feo. Se lo mencionaré. Mientras, intente no meterse en líos.
—Seré un angelito —dijo Kincaid—. ¿Puedo llamar a la sargento James?
—Haga lo que le dé la gana —respondió Childs, y Kincaid colgó, satisfecho.
* * *
Gemma James se puso dos horquillas entre los rizos pelirrojos, en un enésimo intento de domarlos y ganar en imagen. Frunció las cejas al verse en el espejo, se quitó las horquillas y se recogió el cabello rápidamente en una cola de caballo.
—Me rindo —dijo en voz alta. Si a Dios le había parecido bien darle el pelo rojo y pecas, más le valdría aceptarlo de una vez y dejar de desear secretamente ser una rubia gélida o una morena sensual. Un poco de maquillaje cubrió las pecas hasta convertirlas en manchitas apenas visibles, y con eso se conformó.
El teléfono sonó justo cuando levantaba al ruidoso Toby para llevárselo a la canguro. La mañana libre había mejorado su humor, y alcanzó el teléfono con su energía habitual.
—No, cariño, no, deja que lo coja mamá.
Aferró los deditos de Toby con una mano y levantó el auricular con la otra, apartando el bolso y apoyando al niño en la cadera. Gemma puso la mejilla en el cabello completamente lacio del niño; gracias a Dios había habido un salto genético y no tenía ni sus rizos ni la mata negra del padre.
—¿Gemma?
—¡Jefe! ¿Qué tal las vacaciones? —Gemma sonrió sorprendida y contenta de oír la voz de Kincaid. No se atrevió a llamarlo por su nombre.
—Gemma, perdone que la llame en plena mañana. ¿Está trabajando en algo en particular?
Llamaba por trabajo. Había hecho bien en mantener las distancias.
—No, ¿por qué?
—Me gustaría que comprobara unas cosas, y de la manera menos oficial posible. Ya lo he hablado con el subdirector, pero no tengo autorización oficial.
—¿Chismorreo con viejas damas? —Gemma conocía los métodos indirectos de Kincaid.
—Eso. Aunque en algunos casos puede que tenga que hablar directamente con la familia. El problema es que no sé qué busco exactamente. Cualquier cosa en las vidas de estas personas que no encaje, que suene raro. Deje que le cuente.
Gemma escuchó y escribió, pues hacía un rato que había dejado al turbulento Toby en el suelo. Con parte de su atención le oía sacar sartenes y cacerolas del armario, su pasatiempo favorito, pero su mente estaba concentrada en Kincaid, y cuando colgó lucía una sonrisa de satisfacción.
* * *
Cuando Kincaid cerró el coche y se acercó por el camino de grava hacia Followdale House, el inspector Peter Raskin salió por la puerta y corrió con ligereza a su encuentro.
—Señor, ya lo daba por perdido —dijo Raskin a modo de saludo—. Pensé que le interesarían los resultados del laboratorio.
Kincaid lanzó una mirada a las ventanas vacías detrás de ellos.
—Tenemos que hablar. Alejémonos un poco.
Caminaron hasta el banco del fondo del jardín, el mismo lugar donde estuvo con Hannah hacía dos noches, y pensó en lo alegre y acogedora que parecía la casa con las ventanas iluminadas.
—Usted primero —dijo Kincaid, cuando se sentaron.
—Tenía usted razón con respecto al calentador y el enchufe. No hay ni una sola huella que no pertenezca a Cassie Whitlake. Así que, o lo enchufó Cassie, y en ese caso por qué implicarse a sí misma, o la persona que lo hizo usó guantes. Si hubiera sido Sebastian (aunque nunca he oído hablar de un suicida con guantes), ¿qué hizo con ellos? La ropa, los zapatos, la cartera, hasta el pañuelo y el peine estaban bien ordenados al lado del banco. ¿Enchufó el calentador, fue a dejar los guantes en algún sitio, volvió, se desnudó y saltó? No me lo trago. —Raskin hizo una pausa—. El calentador podría haber provocado un cortocircuito antes de que él llegara a la piscina. Y no conozco a ningún verdadero suicida que no haya dejado una nota.
—Yo tampoco me lo tragué —dijo Kincaid—. ¿Qué hay de la autopsia?
—Lo más que puede decir el médico por el contenido del estómago es que fue entre las diez y las doce de la noche.
—No es mucho, pero tampoco esperaba más. ¿Ninguno de los huéspedes tiene una coartada clara?
—No, que se sepa. Cassie dice que volvió a su casa sola a eso de las diez y que no volvió a salir. Los Hunsinger se habían ido a dormir, tras acostar a los niños y tomarse una infusión. Marta y Patrick Rennie dicen que pasaron todo el rato en su habitación, pero ella no parecía muy convincente. Las MacKenzie se retiraron hacia las diez, y para las once estaban dormidas. Janet Lyle tenía dolor de cabeza y su marido le preparó una infusión. Ella se acostó y él también. A ver, ¿quién queda?
—¿Y los Frazer? —preguntó Kincaid.
—Los Frazer, el padre y la hija, volvieron de cenar en York a eso de las diez y media, y se fueron los dos a dormir.
—Y Hannah y yo —prosiguió Kincaid— dimos un paseo por este jardín a eso de las once...
—Después de lo cual, cada uno volvió a su habitación solo —concluyó Raskin, y estiró los dedos hasta que los nudillos crujieron.
—Todo inútil —dijo Kincaid, disgustado—. Cualquiera podría estar mintiendo y no podemos comprobarlo. Para empezar, no creo que Angela Frazer tenga ni idea de si su padre estaba o no en su habitación. Discutieron mucho de camino a casa y se encerró en el cuarto de baño. Se acostó en el suelo.
Raskin sonrió.
—Su técnica de interrogatorio debe de ser mucho mejor que la de mi jefe, que no le sacó más que síes y noes antipáticos.
—No me sorprende, Peter —dijo Kincaid, y tanteó el terreno—. He pasado a ver a la madre de Sebastian —Raskin se limitó a levantar una ceja—. Eché un vistazo a su cuarto. Tenía un archivo sobre los propietarios de la casa, algunos potencialmente perjudiciales.
Ahora Raskin arqueó las dos cejas.
—Nash se lo va a comer vivo. Cuando ha llegado el informe del laboratorio, ha mandado a un equipo a la casa... le va a dar un ataque cuando se entere de que usted ha estado antes.
Kincaid esbozó una sonrisita culpable.
—No fue premeditado. Ya me he arrepentido y he movido algunos hilos para que le bajen un poco los humos. Pero más me vale apartarme del camino mientras doy tiempo a que las cosas se arreglen desde arriba. Si Nash me echa y luego tiene que retractarse, será todavía más intratable.
Rasking lo miró, caviloso:
—¿Scotland Yard nos va a «ayudar» en nuestra investigación?
—Puede. Todo de forma muy correcta y diplomática, por supuesto.
—Por supuesto —convino Raskin, y se sonrieron, con entendimiento—. De acuerdo, ¿me puede decir qué porquería había desenterrado el curioso del señor Wade?
Kincaid extendió las piernas y se observó los pies, meditabundo.
—Había informes de muchos propietarios de otras semanas, pero creo que será más práctico concentrarse en los que están aquí ahora. No sé cómo, Sebastian oyó un rumor que circulaba por Dedham según el cual Emma y Penny MacKenzie ayudaron a su querido padre a llegar al fin más rápidamente de lo que la naturaleza pretendía. —Raskin pareció sorprendido, pero no interrumpió—. Era diabético, y ellas mismas le administraban la insulina... Pudieron aumentar la dosis un poco.
—Es posible. Cosas más improbables he oído. ¿El siguiente?
—Graham Frazer. Por lo visto, ha tenido un asunto muy tórrido con Cassie Whitlake, una situación que no parece muy grave para ninguno, pero Frazer está metido en una ardua pelea por la custodia de Angela, y cualquier mala conducta podría ser usada en su contra. Al menos, así lo creía Sebastian. Era muy preciso.
»También advirtió un desacuerdo creciente en el matrimonio Rennie. Y eso es todo... aparte de una nota sobre una condena por drogas contra Maureen Hunsinger.
Raskin soltó una risotada.
—¿Nuestra Señora de la Naturaleza? Pensaba que nada que no fuera natural había pasado por sus labios.
Kincaid sonrió al ver su reacción.
—En realidad, no es tan raro. El movimiento por la comida natural viene de la cultura hippie de los sesenta y setenta, y esa condena era de hace veinte años. No se me ocurre cómo pudo descubrirla Sebastian.
—¿Y los demás? —preguntó Raskin.
—Es la primera vez que vienen Hannah Alcock y los Lyle. Tal vez no haya encontrado nada.
—Pero pasa lo mismo con las MacKenzie —le recordó Rasión.
—Eso hay que tenerlo en cuenta —dijo Kincaid, frunciendo la frente—. ¿Cómo se enteraría de esa historia?
—¿Nada sobre su primo? —la ceja de Raskin se alzó maliciosamente.
—No, por suerte —dijo Kincaid, aliviado—. Jack está limpio como una moneda recién acuñada. Eso me habría puesto en un apuro.
—¿Y quién según usted sería la víctima del chantaje? —preguntó Raskin deliberadamente.
Kincaid no contestó enseguida. Miró la masa silenciosa de la casa, y cuando habló fue casi inaudible:
—Es muy raro. No creo que Sebastian estuviera chantajeando a nadie. Al menos por dinero. Parece como si guardara una ficha de casi todos los propietarios. La mayor parte son cosas inocuas... casi como estudios de personajes. Tal vez sólo buscara ejercer un poder emocional. —Kincaid se frotó la cara con las manos—. No sé... Me guío por una mera sensación. No lo veo como un extorsionador.
—Me imagino lo que diría mi jefe. No se fía mucho de las sensaciones, a no ser que sea sed de cerveza.
—Me lo imagino. —Kincaid soltó una carcajada, aliviado por el sentido del humor de Raskin—. A propósito de su jefe, creo que me voy a esfumar esta tarde, hasta que el mío tenga ocasión de lanzar algunas piedras al estanque. De no ser así, Nash se va a pelear conmigo. Me iré a hacer un poco de excursionismo. Al fin y al cabo —añadió, tristemente—, se supone que estoy de vacaciones.
* * *
Al ver a Emma MacKenzie en el banco que daba encima de la cancha de tenis, Kincaid se desvió de su recorrido hacia la parte trasera del jardín. La mujer estaba observando con mucha atención las copas de los árboles a través de sus binóculos y no se distrajo ni siquiera cuando Kincaid se sentó a su lado. Él aguardó en silencio, siguiendo su mirada, y al cabo de un rato vio una mancha roja.
—Qué mala suerte, lo he perdido —dijo Emma, bajando los binóculos.
—¿Qué era?
—Un macho de camachuelo común. Común, pero se ve poco. Son muy tímidos.
—Nunca he observado pájaros —advirtió Kincaid—. Debe de ser interesante.
Emma lo miró con lástima, como si fuera una pérdida de tiempo explicar la pasión de toda una vida a alguien que pudiera hacer un comentario tan simplista.
—Buf. —Apartó la vista de él y volvió a perderla entre los árboles—. Es un arte. Debería probar. —Le pasó los binóculos—. Cójalos. Me voy a casa a pasar la tarde, es el peor momento del día.
—Gracias. —Kincaid cogió los binóculos y se pasó la correa con cuidado por encima de la cabeza.
—Gracias. Quiero subir a Sutton Bank. —Vaciló por un momento, y luego añadió con toda la naturalidad que pudo—. Señorita MacKenzie, ¿hablaba usted mucho con Sebastian?
Emma estaba recogiendo sus cosas para levantarse y se detuvo, luego se acomodó mejor en el banco.
—Parecía un chico listo, pero difícil. Se tomaba a veces las cosas como desaires, creo, a pesar de su parloteo vivaz y malicioso. —Guardó silencio, pensativa—. Sabía ser amable. Era bueno con Angela Frazer. Creo que se identificaba con ella porque la veía como una especie de marginada, siempre a la sombra de su padre. Y despreciaba a Graham Frazer. No sé por qué. También era bueno con los niños, se inventaba actividades para ellos, cosas que los divertían. Parecía pasarlo bien con ellos.
—Bueno con los niños y con los animales —murmuró Kincaid, más para sí que para Emma. Ella tensó la columna e inspiró con fuerza. Kincaid notó que se ponía a la defensiva y se enfadó consigo mismo por su falta de tacto. Se apresuró a añadir—. No, no, no la estoy ridiculizando. A mí también me cayó bien, aunque lo conocí poco, y casi a mi pesar. —Sonrió abiertamente—. Es usted muy observadora.
Emma había vuelto a relajarse, pero la situación ya no era fluida. Insistir significaría activar su conciencia, que censuraría cualquier tendencia a los vanos cotilleos.
—¿Qué tengo que buscar? —le preguntó entonces, señalando los binóculos.
—Supongo que no distingue un petirrojo de una urraca. Más le vale coger esto —y le tendió una pequeña guía muy gastada—, así tiene un punto de referencia. Y observe. Observar pájaros no es muy diferente que observar a personas. Claro —insistió, al ver la mirada sorprendida de él—, usted es un experto. En parte por experiencia y en parte por talento natural, imagino. Inspira usted confianza a los demás, con ese aire de prestar atención sincera a sus palabras, un halago bien acogido. Mejor que me vaya antes de decir algo impropio.
Y con aquello, se levantó del banco con esfuerzo y se encaminó hacia la casa sin volver la vista atrás.