8
El sendero cruzaba un riachuelo en el fondo del parque, luego giraba abruptamente hacia la derecha y seguía paralelamente el riachuelo en dirección a Sutton Bank. Al principio resultaba fácil caminar, al fresco, bajo las ramas, el suelo cubierto de una mullida alfombra de hojas y bellotas. Las ramas cargadas de los castaños de Indias caían sobre su cabeza, y en dos ocasiones Kincaid vio rojas setas venenosas entre las hojas caídas, brillantes como gotas de sangre. No había pájaros. El bosque estaba inmerso en la quietud y el silencio.
Por fin salió al sol y empezó a subir. Los binóculos le golpeaban el pecho con cadencia regular a cada paso, como un segundo latido. Las zarzamoras que crecían junto al camino le arañaban las manos y se enganchaban en la ropa. A menudo tenía que detenerse para liberarse. A medida que se acercaba a la cima, Kincaid se sentía dominado por la somnolencia; el sol y el aire polvoriento, impregnado de polen, afectaba sus sentidos como una droga. Se encontró con una zona de helechos aplastados y pisoteados al borde del camino, como si alguien hubiera estado allí tumbado. Resultaba irresistible. Kincaid se echó sobre la hojarasca y se quedó dormido al instante.
Lo despertó una sombra sobre su rostro. Su enturbiado cerebro tardó un instante en darse cuenta de lo que estaba viendo: unas alas enormes, con barras rojas y amarillas, planeando sobre él, y un rostro humano suspendido encima, que lo miraba. Vaya, era un ala delta. Sutton Bank —recordó los trípticos que había encontrado en la casa—, era un lugar conocido para practicar este deporte, pero el maldito trasto le había dado un susto de muerte.
Kincaid se incorporó y contempló cómo el ala delta descendía hacia Followdale House, luego levantó los binóculos de Emma y los dirigió al aparcamiento de coches. El Citroën metalizado de Hannah se introducía por la verja y se detuvo en el camino de grava. La pequeña figura lejana e irreconocible de no ser por su porte distinguido se dirigió hacia la puerta. Bajó los binóculos y se desperezó, luego apoyó los codos en las rodillas. La combinación del sueño profundo y el sobresalto del despertar lo habían despejado como un tónico, dejándole la mente clara y lúcida.
Todo aquel maldito asunto, hasta ahora, no tenía ningún sentido. No podía imaginarse a las hermanas MacKenzie llevando a cabo un homicidio premeditado. Una eutanasia tal vez, de mala gana, pero matar y ocultar su acción, imposible. Sin embargo, sí las imaginaba encubriendo a otra persona por un equivocado sentido del deber o la obligación.
¿Habría amenazado Sebastian con revelar la relación de Cassie con Graham? Eso explicaría la conversación que había oído. Pero si era así, ¿por qué a alguno de los dos le iba a afectar tanto como para matarlo? La dirección de la multipropiedad no aprobaría que Cassie se acostara con los propietarios, pero sin duda su comportamiento no podía perjudicarla mucho.
¿Y Graham? Kincaid no podía creer que los jueces de la custodia esperaran que los padres divorciados permanecieran solteros. Además, apostaría que Angela sabía lo que pasaba, aunque no conociera todos los detalles íntimos. Era mucho más lista de lo que creía su padre. Y si Cassie y Graham habían estado juntos la noche de la muerte de Sebastian, ¿por qué no usaron esta coartada?
Kincaid suspiró. No tenía suficiente información ni siquiera para esas vagas suposiciones. Tal vez Gemma encontrara algo, pero él no podía depender de eso. No se le ocurría otra alternativa que arriesgarse un poco más en su difícil situación. Era incapaz de pensar en seguir sus vacaciones haciendo caso omiso de todo el asunto. Tenía una tendencia malsana a la preocupación, probablemente necesaria para su trabajo, como quien aprieta con la lengua una muela que duele: cuanto más duele, más cuesta parar de hacerlo.
Pero había algo más, la sensación de que el guión se desarrollaba a pesar suyo, a pesar de sus ineficaces acciones.
Se acabó. Kincaid se levantó de un salto. Si seguía así, tendría que sumergirse en la lectura de Camus y llorar sobre una cerveza. Era hora de que hiciera algunas averiguaciones.
* * *
La hora del cóctel reunió a los huéspedes de Followdale como a los curiosos en el escenario de un accidente. Acudieron, pensó Kincaid, porque su repugnancia y su instinto consuetudinario por el cotilleo era superior a la incomodidad de estar en compañía unos de otros.
Incomodidad no era precisamente la palabra con que Kincaid habría descrito el cuadro que componían el diputado, Patrick Rennie, y Hannah delante de la repisa de la chimenea charlando animadamente, sin reparar en las personas que daban vueltas a su alrededor. Rennie iba vestido de una manera informal y elegante, su brillante cabello claro acentuado por el verde azulado del jersey. Cashmere, pensó Kincaid, tenía que ser cashmere. No cabía otra posibilidad. Hannah reía mirando a Rennie con expresión casi radiante.
Kincaid, desde el umbral, se sintió infantil, ridículo, desairado. Qué absurdo. Habían pasado un buen rato juntos, nada más. Pero no tenía prioridad en la atención de Hannah, o en su afecto.
Se dirigió a la barra dirigiendo una sonrisa de circunstancias a Maureen al pasar, determinado a alcanzar el bar antes de que lo interceptara. Esta noche, cerveza, pensó. El whisky del bar es mejor dejarlo para uso medicinal. Se sirvió una jarra de cerveza negra y, concienzudo, dejó el dinero en el bol.
Marta Rennie estaba sola en una de las mesitas redondas de la zona de bar, cubierta la superficie barnizada de círculos de humedad y ceniza. Tomó una honda calada de su cigarrillo. Bajo la mesa, marcaba con el pie un ritmo nervioso. «Sufre también de celos», pensó Kincaid. Nada más prometedor para tirar de la lengua que la proverbial mujer despechada, y Kincaid se propuso aprovecharse de ello.
—¿Puedo sentarme? —Kincaid le sonrió.
—Claro. —Su voz nasal le pareció tan indiferente como la mirada que le dirigió. Kincaid retiró un taburete y se acomodó antes de beber. Marta seguía fumando, con la vista fija en un punto invisible en la distancia, y Kincaid se tomó tiempo para estudiarla. Por sus facciones y coloración, más parecía la hermana que la esposa de su marido, y Kincaid siempre sospechaba que había algo de narcisismo en quienes escogían como pareja una imagen física de sí mismos. Pero de cerca la pátina de buena crianza de Marta se estropeaba por el hedor del tabaco.
—Me sorprende ver a tanta gente hoy. Se diría que las circunstancias iban a aguar la fiesta. —El débil intento de conversación de Kincaid no mereció respuesta. Aquella noche no estaba precisamente recogiendo éxitos que aumentaran su ego. Marta aplastó la colilla en el cenicero barato y tomó un sorbo de su copa con mano poco firme. Parecía pura ginebra, o vodka, y Kincaid advirtió que Marta Rennie iba por camino de emborracharse.
Cuando habló, lo sorprendió.
—Quince años. Debe de llevarle quince años.
Arrastraba las palabras, exagerando las sibilantes.
—¿Quién?
—Esa científica... —volvió a guardar silencio. En la nuca, un pañuelo de seda amarillo había remplazado la cinta de terciopelo negro. El nudo suave del pañuelo estaba medio suelto y caía por su espalda.
—¿Se refiere a Hannah?
—Está tan tremendamente impresionado. Con sus «éxitos» —dijo con sorna—, pero él no escogió esposa con una profesión. Qué va, la quería para trabajo benéfico... alguien que se sentara a su lado en los banquetes y que fuera guapa. Una mujer para lucir en los estrados y dar los premios en una gincana.
Levantó el vaso y escrutó sus profundidades, como si fuera una bola de cristal y contuviera algún remedio.
—Estoy seguro de que su marido valora lo que hace por él.
—Como el infierno —Marta encendió otro cigarrillo—. Aunque hay que decir —prosiguió a través de una nube de humo— que sí valora que mis padres pongan dinero para su campaña.
Kincaid decidió que andar con sutilezas no serviría en las condiciones de Marta.
—Me han dicho —dijo, inclinándose hacia ella y bajando la voz, con complicidad— que al inspector Nash no le convence el veredicto de suicidio de Sebastian. Menos mal que Patrick y usted estaban juntos esa noche porque lo que ha sucedido podría degradar su imagen entre el electorado conservador.
Marta se volvió a él, perpleja.
—¿De qué se trata?
—Una investigación por asesinato —Kincaid lo soltó con suavidad, como una piedrecita a un estanque.
Marta lo miró de reojo, con malicia.
—Yo dormía, ¿no? Qué oportuno. Él también. Dormido, quiero decir. Los aspirantes a políticos —se enredaba un poco con las palabras— no deberían salir por la noche mientras su esposa duerme. Qué estúpido. Patrick —enunció su nombre con mucha claridad— nunca se comporta como un estúpido. —Marta apuró el vaso y lo posó con un golpe seco—. ¿Me invita a una copa?
—Claro. ¿Qué toma?
—Un gintonic. Sin tónica.
Kincaid le llenó el vaso y lo volvió a llevar a la mesa. Con lo enfadada que estaba, Marta Rennie era astuta a la manera de los borrachos. No había perdido de vista dónde estaban las lentejas que comía.
* * *
Kincaid volvió a la sala, medio bebido, con la cerveza en la mano, en busca de alguna perspectiva más sobria. El buen humor, por lo visto, es contagioso. Los huéspedes habían rodeado a Hannah y Patrick, como esperando que se les contagiara su alegría. Eddie y Janet Lyle, Maureen Hunsinger y Graham Frazer. Y Penny. Penny sorbía su jerez dulce, sonrojada por la excitación. Sólo faltaban Emma, John Hunsinger y los niños.
Kincaid se unió al grupo. Hannah le sonrió y él le devolvió la sonrisa, contagiado a su pesar por la hilaridad de ella.
—¿Cuál es el chiste? —le preguntó—. ¿Me he perdido algo?
—Patrick ha contado anécdotas divertidísimas sobre una de sus electoras...
Rennie le quitó importancia.
—No era nada. Se trata de mi más leal defensora, pero no recuerda cómo me llamo. Es una adorable anciana, muy activa en todos los comités del condado, mueve montañas de dinero. No me atrevo a sugerirle que deje que me presente otra persona... Pero dentro de poco tengo unas elecciones parciales importantes y supongo que se levantará para presentarme en el mitin final, abrirá la boca y se quedará así, sin tener ni idea de cómo seguir.
Rennie contaba su anécdota con gracia y soltura estudiadas, y Kincaid se imaginó a las mujeres «de cierta edad» arrullándolo, disputándose su atención con ferocidad de hurones.
—A mí también se me olvidan las cosas a veces —dijo Penny, cuando se hizo una pausa—. La otra noche no encontraba mi bolso. Lo busqué por todas partes, luego bajé y lo había dejado aquí, encima de la mesa.
—A mí me pasa continuamente —dijo Maureen con amabilidad—. A veces me dejaría a los niños, si no me lo recordaran ellos.
—La madre de Eddie olvidaba las cosas —intervino Janet Lyle, despacio, mirando con desconfianza a su marido—. Estábamos preocupadísimos por ella. No nos parecía seguro que viviera sola, pero ella no quería ir a una residencia.
—Era muy orgullosa. Independiente hasta el final —convino Eddie.
—Vaya, ¿y qué pasó? —se interesó Maureen, con inmediato interés.
—Tuvo un accidente. De coche. —Eddie sacudió la cabeza—. La habíamos advertido cientos de veces sobre su conducción. Pero no escuchaba. Nuestra hija Chloe se quedó destrozada.
A Kincaid le pareció captar una punta de satisfacción en su voz, un «ya te lo había dicho» mal reprimido.
Patrick intervino en medio del coro de expresiones de preocupación.
—Es muy difícil cuidar a un familiar enfermo. Mis electores me lo dicen siempre.
¿Vamos a oír la solución conservadora al problema, o es una preocupación sincera?, se preguntó Kincaid. Repasó el corro de rostros, a la espera de expresiones de afable interés.
La reacción fue un tanto desproporcionada. A Penny MacKenzie los ojos se le habían llenado de lágrimas, que pendían de sus pestañas inferiores.
—Perdón.
El susurro fue casi inaudible. Puso su copa de jerez en manos de Maureen y huyó de la habitación.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Patrick, rompiendo el silencio que se impuso tras el portazo—. ¿He metido la pata?
—No sé —respondió Maureen—. Creo que Penny y Emma estuvieron cuidando a su padre enfermo durante mucho tiempo. Quizás el recuerdo la haya afectado.
—Tuvo que ser difícil —dijo Janet Lyle, y asintieron, comprensivos. Todos menos Hannah, que se había puesto muy pálida, según advirtió Kincaid, y aparentaba su edad por primera vez desde que la había conocido.
—Más vale que me vaya.
Hannah esbozó una sonrisa forzada y salió sin una sola mirada para Patrick.
—Por Dios, esto es contagioso. —Cassie habló por primera vez—. Pobre Patrick. Espero que no tenga el mismo efecto sobre los votantes.
Hasta entonces se había mantenido al margen del grupo, dejándolos por una vez a su aire. Ahora fue cáustica.
Antes de que Rennie pudiera contestar, apareció su esposa en el umbral del bar. Como si pisara cáscaras de huevos, con la cautela extrema de los borrachos. El pañuelo amarillo le colgaba por el hombro como una bandera.
—¿Qué pasa? —preguntó, muy despacio—. ¿Alguien se ha ofendido?
* * *
El mazo de croquet golpeó la bola con un impacto perfecto. Brian Hunsinger soltó un grito alborozado cuando su bola golpeó la de su hermana y la lanzó muy lejos del palo.
—¡Ya te tengo, ya te tengo! —chilló, y agitó el mazo de nuevo, como si volviera a golpear.
—¡Eres un niño pequeño! —vociferó Bethany—. ¡No juego más contigo! Haces trampa, me tocaba a mí.
—No es verdad.
—Se está haciendo oscuro para jugar —terció Angela, entrando en el campo—. Vamos, Beth. Ahora te toca a ti. Apuesto a que puedes dar a la bola de Brian y lanzarla hasta medio camino.
Angela haciendo de pacificadora. Qué cambio, pensó Kincaid, con respecto a la niña hosca que se sentaba en un rincón y no hablaba con nadie. Observó a los tres niños desde las escaleras. En la otra punta del jardín, estaban Emma MacKenzie y John Hunsinger sentados amigablemente en el banco de piedra. Desde luego parecían llevarse mejor que el grupo que acababa de dispersarse dentro.
Patrick Rennie había sacado a su mujer de la estancia, sonrojado de vergüenza.
—Vaya, pobre Patrick —comentó Marta Rennie por encima del hombro mientras su marido la conducía fuera. Lo último que oyeron fue el eco de su risita desdeñosa en el vestíbulo.
Cassie giró sobre sus talones y salió de la habitación sin decir una palabra. Graham, que llevaba todo el rato tan callado como Cassie, dijo:
—Quizás tenga razón —y desapareció hacia el bar.
Maureen miró a su alrededor, como sorprendida al no encontrar a su marido y sus hijos pegados a ella:
—¡Qué olvido, pero si los niños no han merendado! —dijo, y salió apresuradamente.
—Ha sido una reunión agradable. Bueno, hasta que... —Janet volvió la cabeza, buscando a su marido con la mirada.
—Asombroso, completamente asombroso. Es increíble que un hombre sea candidato para un trabajo público con una esposa así. —Eddie salió de la estancia y Janet lo siguió, con una última mirada de disculpa a Kincaid.
* * *
Cassie se quitó el jersey por la cabeza, enfadada. La lana de angora le había irritado la piel y se sentía como si un cepillo de púas de alambre le hubiera pasado por encima. Pero el color aceituna le sentaba bien, y aquel día se había arreglado con especial cuidado. Aunque de nada había servido. Podía haberse puesto un saco de harina y hubiera sido igual.
Nada le había salido bien desde que entró en la sala de estar para el cóctel. En realidad, nada le había salido bien desde que tuvo aquella pelea tan encendida con Sebastian la tarde del domingo. Cassie dejó caer el jersey, dio una patada a los pantalones de lino en dirección al dormitorio y se puso una vieja bata de raso que había dejado sobre el sillón la noche antes. No había hecho grandes esfuerzos por imprimir su personalidad en aquel ambiente insulso de tejidos estampados y muebles de roble. Hasta prefería hacer el amor en la casa grande que en el chalet, si podía.
El brillo de placer en su rostro ante la idea desapareció al recordar la última vez que había hecho el amor allí. Siempre sabía qué hacer y qué decir, pero la situación se le había escapado de las manos, y todas sus intenciones habían tenido la fuerza de un chorrito de agua. Todos los hilos de su vida, cuidadosamente urdidos, parecían escapar ahora de sus manos, uno a uno.
La sacó de sus pensamientos una suave llamada en la puerta del chalet. Sintió una oleada de rabia y abrió la puerta de golpe:
—Te he dicho que no...
Era Duncan Kincaid, con su irritante sonrisa de gato que se ha zampado el canario.
—¿Esperaba a otra persona? Entonces, me voy...
Cassie abrió la puerta del todo y se hizo a un lado, pero no dijo nada hasta haberla cerrado tras él.
—¿Qué hace aquí? —Se ciñó más la bata.
Kincaid paseó la mirada por la habitación, con las manos en los bolsillos, y Cassie recordó de pronto las ropas esparcidas por el suelo. Se agachó y las recogió, las lanzó al dormitorio y cerró la puerta.
—Muy bonito. —Kincaid indicó el chalet—. ¿Tiene muchas visitas aquí?
Cassie se dominó, negándose a dejarse manipular. ¿Qué sabría ese individuo?
—Sólo usted. —Le sonrió recuperando su compostura—. ¿Quiere una copa?
Kincaid negó con la cabeza.
—No, gracias. Acaban de darnos una clase práctica sobre los efectos nocivos del alcohol, ¿no le parece? —Su sonrisa la invitaba a reírse con él de la desastrosa reunión, pero Cassie no se dejó llevar.
—Cassie —dijo, apoyándose en el brazo de una de las mullidas butacas tapizadas de chintz, y la miró con franqueza, como a una amiga, lo que a ella la alarmó todavía más que su sonrisa—. Si Graham Frazer y usted estaban juntos la noche que murió Sebastian, ¿por qué no lo dijo? Les habría facilitado las cosas.
Ella le dio la espalda y dio la vuelta al mostrador que separaba la sala de la cocina.
—¿Y un café?
Preparó la cafetera; los movimientos rutinarios le daban tiempo para pensar. ¿Cuánto sabría? ¿Qué ganaría si lo negaba?
—Mire, Duncan, no me hable con ese tono paternalista, como si mi bienestar fuera una de sus prioridades. No soy imbécil. Además, ¿de dónde saca que yo estuviera con Graham esa noche? —mantuvo la voz firme, burlona.
—Tiene una relación con él desde hace tiempo. Resulta probable.
Kincaid se levantó del sillón y se sentó en un taburete, al otro lado del mostrador, frente a ella, dándole la sensación de estar atrapada en la cocina minúscula. La pava eléctrica sonó, y Cassie echó el agua hirviente en la cafetera. Los tazones estaban en un estante al lado de la cafetera. Puso dos sobre el mostrador y se quedó mirándolos, mordiéndose el labio. Motivos de pensamientos y rosas adornaban vistosamente su superficie. Eran propiedad del chalet, no suyos.
—¿Y qué le lleva a pensar que tengo una relación con Graham?
Unas gotas del café que servía se salieron del tazón y mancharon el mostrador. Kincaid cogió el tazón que le ofrecía. Cassie retiró rápidamente la mano, esperando que no notara su ligero temblor.
—Lo que me sorprende —dijo él, sin hacer caso de su pregunta— es que se hayan preocupado tanto por mantenerlo en secreto. Son los dos libres y adultos, hechos y derechos. Y no creo que a Angela la afectara demasiado.
Cassie envolvió el tazón con sus largos dedos hasta que no soportó el calor, como si el dolor pudiera aguzar su ingenio. Decidió que debía ir de sincera.
—Es Graham. Por lo de la custodia. De momento sólo tiene el derecho de visita prolongada. Falta poco para el juicio y ha solicitado la custodia total. Teme que no lo considerarían un padre responsable. A mí me parece una estupidez, la verdad. Lo hace sólo por despecho hacia Marjorie. —Tomó un sorbo de café caliente e hizo una mueca como si se hubiera quemado la lengua—. Tendré que confesarme con su inspector jefe Nash, claro. No creí que fuera tan importante.
Kincaid no dijo nada, la miraba por encima del tazón mientras bebía, y Cassie se sintió tan estúpida como lo que decía.
—Claro que —continuó, hundiéndose más cada minuto que pasaba— preferiría que no fuera del dominio general lo de Graham y yo. A decir verdad, casi lo hemos dejado, y profesionalmente no me iría nada bien que se difundiera. Por eso...
—Por eso... —Kincaid acabó en su lugar cuando ella se interrumpió— pensó que era mejor no mencionarlo. No puedo decir que no tuviera razón. Era demasiada complicación para nada. ¿Qué importaba dónde estuviera cada uno cuando Sebastian decidió electrocutarse en la piscina? Pero hay un detalle. Creo que dentro de muy poco el inspector jefe Nash va a llegar a la conclusión de que alguien ayudó a Sebastian a matarse. Y entonces importa, y mucho, dónde estaba cada uno el domingo por la noche.
Kincaid le dirigió una breve sonrisa de aliento, como si hubiera dicho algo de lo más normal, y siguió con el mismo tono tranquilo y desenfadado. Un temblor de miedo sacudió a Cassie. Le llevó un momento lograr decir algo.
—Es que... Yo no estaba aquí... No estábamos aquí, Graham y yo.
Kincaid abrió mucho los ojos.
—No estarían con Angela...
—No, en la suite vacía. Siempre nos veíamos en las suites vacías, cuando podíamos. Pasamos juntos todo el rato. Volví aquí después de medianoche.
—¿Y no pensó, no se extrañó que la moto de Sebastian siguiera aparcada fuera?
—No.
La palabra, cargada de sentido, quedó suspendida entre ellos y Cassie sintió que la estaba juzgando y que no daba la talla.
—¿No vio ni oyó nada más, algo extraño?
—No.
No podía contarle lo de la nota, escrita rápidamente y metida bajo su puerta, que demostraba que otra persona había salido aquella noche de domingo, apartando de su mente a Sebastian y cualquier otra cosa.
—Gracias, Cassie por el café.
Kincaid se puso en pie y Cassie dio la vuelta al mostrador y lo siguió a la puerta.
Mientras él abría, ella le tocó el brazo para que se detuviera.
—¿Tendrá... tendrá que salir todo a la luz, cree? Lo de Graham y yo...
—No lo sé. Quizás no. Pero no contaría demasiado con la discreción de Nash.
Ella asintió.
—¿Qué le ha hecho cambiar de opinión sobre el suicidio de Sebastian?
—No he cambiado. Nunca he pensado que se suicidara.
La puerta se cerró con un leve chasquido tras él.
* * *
Hannah se encontraba en el umbral de la puerta cristalera de su suite, con la habitación a oscuras, al atardecer. Las voces de los niños llegaban hasta ella, pero no los veía si no salía al balcón, y no quería que la vieran. Sus emociones estaban tan a flor de piel que pensaba que podían transparentarse incluso desde lejos.
La realidad de lo que había hecho, de lo que pretendía seguir haciendo, le atenazaba el corazón. Había vivido en un cuento de hadas en la tierra de nunca jamás, donde todas las historias acaban bien, y ella era el hada madrina, que llegaba para deshacer los entuertos de toda una vida. ¡Qué estupidez!
Su guión, interpretado tantas veces, no había contado nunca con la atracción sexual, así que cuando el torbellino de sentimientos la atrapó con tanta rapidez no se dio cuenta de lo que sucedía. La toma de conciencia llegó insidiosamente, y la parte salvaje de su mente jugueteaba con la idea de rendirse a ello, dejar que la llevara adonde fuera. Podía no decirle la verdad; él no tenía otro modo de enterarse.
La visión repentina de sí misma arrastrada por la conversación en el cóctel le embotaba los sentidos, asustada por haber imaginado semejante locura. Nunca antes, cuando elucubraba con todo detalle cómo sería su relación con él, se había sentido... vieja. Nunca había imaginado envejecer, nunca había imaginado depender de nadie, inspirar piedad. Tanto si le decía la verdad como si no, debería hacer frente a lo ineluctable. O retirarse simplemente, volver a la esterilidad de su vida como si nada hubiera ocurrido. ¿Y Duncan? Qué pensaría de ella, que volaba de hombre a hombre como una mariposa de mediana edad... Sintió que le debía una explicación, pero no antes de que hallase una solución. Una sensación de urgencia la atenazaba. Debería ser pronto.
* * *
Penny sabía cómo se sentía el conejo acuciado por los perros de caza, espoleado por la astucia. Si salía por la puerta delantera, se toparía cara a cara con su hermana, y Emma era la última persona con quien quería encontrarse. No deseaba ver a nadie, cualquier intento de explicar su comportamiento la humillaría más todavía.
Finalmente había subido al piso superior y había recorrido el largo pasillo hasta las escaleras traseras y la salida de la piscina. Luego había resultado fácil tomar el sendero que llevaba a la cancha de tenis, encubierta por los árboles y los altos matorrales. Se sentó acurrucada en su banco favorito justo encima de la cancha, envuelta su pequeña figura por la penumbra.
Emma y los niños seguían en el jardín, pues oía la voz chillona del pequeño, yendo y viniendo con la brisa. Era divertido ver que Emma se llevaba bien con Brian y Bethany. Ellas nunca habían tratado a niños, en realidad —sobrinos que cuidar, vecinitos que corretearan y pidieran leche o galletas— y Penny nunca sabía muy bien qué decirles. Sin embargo, Emma les daba órdenes con su brusquedad habitual y los niños las aceptaban sin cuestionarlas y se llevaban la mar de bien.
¿Sería así como la llegaría a tratar Emma, con esa brusca amabilidad, pero en su caso teñida de piedad? ¿Hablaría la gente de ella como habían hablado de la señora Lyle, y se compadecerían de Emma a sus espaldas? ¿Llegaría al punto en que Emma no se atrevería a dejarla sola, pues sería un peligro para sí misma y para los demás? Era una idea insoportable. Se le llenaron los ojos de lágrimas inoportunas, y Penny, desamparada, dejó que corrieran por su rostro y sintió la sal en las comisuras de los labios. Emma le pediría que dejara de compadecerse y se animara, pero Penny nunca había sido lo que Emma llamaba una persona equilibrada.
Penny aspiró y rebuscó un pañuelo en sus bolsillos. Debía intentar sacar fuerzas de flaqueza, por Emma y por ella misma. Además, tenía una obligación moral que requería su atención. Durante la reunión se había decidido: no podía arrojar sospechas falsas sobre nadie. Lo que había visto debía de tener alguna explicación lógica, y para saberlo lo más justo era preguntar.