13
—Yo soy la reina —dijo imperiosamente Bethany, poniéndose el trozo de tela blanca sobre la cabeza—, y ésta es mi corona. Tú eres el pequeño príncipe.
—Yo no quiero ser el príncipe.
Brian hizo un puchero.
—Pues si no eres el príncipe yo no juego.
Brian arrastró los pies, con las manos en los bolsillos, vencido pero sin querer ceder por las buenas.
—¿Por qué? ¿Por qué siempre tengo que ser el hijo?
—Porque sí.
Bethany hablaba con el poder de los siete años sobre un hermano menor. Los bucles castaños se escapaban de su trenza, pero no por ello renunciaba a su poder. Kincaid los miraba divertido desde el umbral de su puerta, en el distribuidor; Bethany extendía una pequeña sábana sobre los hombros del malhumorado pequeño. Los niños habían acampado en el amplio descansillo del primer piso, iluminado por los primeros rayos de sol que entraban por las tres ventanas que daban sobre el camino.
—Érase una vez —empezó Bethany—, una reina que vivía en un castillo con su hijito querido, el príncipe.
—¡Puaj! —dijo Brian con vehemencia. Bethany hizo caso omiso de él.
—Un día, un brujo malo llegó al castillo y raptó al príncipe y se lo llevó a su cueva.
Kincaid se preguntó cómo habría logrado la reina desprenderse tan convenientemente del rey, y pensó en la modernísima Maureen contando a sus hijos los cuentos de siempre. Tal vez fuera un cuento moderno con una reina emancipada.
—Hola —les dijo, acercándose a ellos—. Qué temprano os levantáis.
Él había dormido tan mal que se había alegrado al ver las primeras luces del alba a través de la ventana, y había esperado impaciente, limitando sus movimientos, hasta que la casa empezó a cobrar vida.
—¿Éste es el castillo? —Kincaid señaló el descansillo.
Bethany asintió, seria.
—Estás pisando el foso.
—Ay, perdón. —Kincaid retrocedió y se agachó—. ¿Mejor?
Esta vez, la sombra de una sonrisa acompañó el gesto de asentimiento.
—Si yo fuera el príncipe —dijo Kincaid mirando Brian— inventaría alguna treta para escapar del brujo. Dormiría al dragón, o robaría los hechizos. Así la reina no tendría que rescatarte.
Las expresiones de los dos niños cambiaron: la de Brian más alegre, la de Bethany cada vez más beligerante. A Brian el triunfo le duraría poco. Kincaid se dirigió a Bethany, en plan de táctica preventiva.
—Qué corona más bonita, Beth.
Los dos se miraron y se acercaron uno a otro, la disputa olvidada por el repentino desasosiego.
De pronto, algo llamó la atención de Kincaid: miró más de cerca el retal blanco. Era un pañuelo, un poco deshilachado por los bordes, más bien de hombre, pues no tenía ni bordados ni encajes. Una punta estaba un poco manchada de óxido. El corazón le dio un vuelco.
—¿De dónde has sacado la corona, Beth? —preguntó, con voz tranquila.
Los niños no contestaron, mirándolo con los ojos muy abiertos. Kincaid hizo un segundo intento.
—¿Es de vuestro papá? —Esta vez, negaron con la cabeza. Todo un progreso con respecto al silencio—. ¿Lo habéis encontrado en algún sitio?
Brian miró a Bethany con una interrogación muda, y después de que Kincaid aguardara pacientemente, la niña habló:
—Estábamos jugando en el vestíbulo. Nuestros papás nos dijeron que podíamos jugar por toda la casa, menos en la piscina, pero que no debíamos salir.
—Y tenían razón —Kincaid la apremió, cuando se detuvo—. ¿A qué jugabais?
Bethany miró de reojo a su hermano y decidió que era ella la que iba a hablar.
—Brian estaba jugando con sus cochecitos Matchbox. Cuando hacía pasar uno por el borde del paragüero se cayó dentro.
—¿Y cuando lo cogiste, encontraste dentro el pañuelo?
Brian recuperó la lengua, tal vez animado por el tono simpático de Kincaid.
—Al fondo de todo. Arrugadísimo. Así. —Enseñó el puño—. Era como una bola.
—¿Me lo dejáis un momento? Creo que al inspector Nash le gustaría verlo.
Los niños asintieron vigorosamente. Kincaid se imaginó que sus breves encuentros con el inspector jefe no les habían dejado ganas de repetir la experiencia. Reflexionó un instante y decidió que una bolsa de plástico le serviría.
—Dejadlo un momentito donde está, ¿vale? Vuelvo enseguida.
La próxima vez que fuera de vacaciones, si es que iba, se llevaría el kit de investigador de crímenes.
* * *
De la suite desocupada de la planta baja salían claramente unas voces. Kincaid se detuvo en el vestíbulo, con su tesoro entre los dedos, y escuchó.
—Si Dios le hubiera concedido inteligencia suficiente para limpiarse el trasero, muchacho, haría lo que se le dice y no se quedaría ahí embobado como un pasmarote.
Era la inconfundible delicadeza del inspector jefe Nash. La respuesta, imperceptible, debía de ser de Raskin, que acababa de tener un alegre encuentro con su superior.
—Maldita sea —soltó Kincaid. Había visto el destartalado Austin de Raskin desde el rellano del primer piso y creyó encontrarlo a solas, esperando que él diera credibilidad a su hallazgo. Darle personalmente semejante regalo a Nash no iba a mejorar su relación de trabajo con él, pero era urgente y no podía esperar. Se asomó a la puerta.
Nash estaba sentado junto a la mesa de comedor, rodeado de papeles. El cable del teléfono cruzaba peligrosamente la habitación desde la mesita del salón para que estuviera al alcance de Nash. Probablemente, ése era el motivo de la disputa con Raskin.
—¿Centro provisional de operaciones? —preguntó, alegremente.
—¿Se le ocurre algo mejor, chico? —replicó Nash, mirándolo desganadamente de reojo con sus ojillos color grosella.
—No, señor.
Peter Raskin tomó la palabra.
—Es la mejor opción. No podíamos ocupar indefinidamente el despacho de la señorita Whitlake. Además, era demasiado pequeño.
Raskin se dio cuenta de lo intrascendente de sus palabras y cerró la boca. Kincaid cruzó la estancia y dejó con cautela la bolsa de plástico en la mesa, delante de Nash.
—Esta mañana, los niños han encontrado esto en el paragüero.
Nash cogió la bolsa y la llevó ante la luz.
—¿Un pañuelo? Vaya, casi me desmayo de la emoción. —Sonrió burlón—. ¿Cuál será la próxima ocurrencia del niño prodigio?
—Oiga, inspector —dijo Kincaid con toda la paciencia que supo, preguntándose hasta qué punto era su propio desagrado instintivo con respecto a Nash el que acrecía la hostilidad de él.— El pañuelo tiene lo que parece una mancha de sangre en una punta. Pudo usarse para evitar que quedaran huellas en la raqueta de tenis. Vale la pena mandarlo al laboratorio.
—Si hubiera habido algo que valiera la pena, el equipo científico lo habría encontrado. —Su hipócrita actitud civilizada se había desvanecido de la voz de Nash, así como su fuerte acento de Yorkshire—, usted no tiene jur...
Kincaid perdió la paciencia.
—Si el equipo científico hubiera hecho bien su trabajo, no se le habría pasado por alto esto. Estoy harto de su oposición deliberada, inspector jefe. El único motivo para que usted esté al mando de esta investigación es porque su comisario se encuentra inmovilizado en el hospital. Si no coopera y no es capaz de separar lo mal que le caigo de sus juicios en este caso, procuraré que nunca más vuelva a tener esta autoridad.
La cara de Nash se congestionó de tal manera que Kincaid por un momento temió haber ido demasiado lejos y que le fuera a dar un ataque.
—Usted no va a... —El teléfono sonó, sobresaltándolos con su insistencia. Nash aferró el auricular—. Aquí Nash. Qué... —Las invectivas que estaba a punto de pronunciar murieron en sus labios—. Señor. Sí, señor, está aquí. —Acribilló a Kincaid con sus ojos—. Sí, señor. Eso está claro. El mejor trato. —Nash colgó el teléfono con lentitud, miró a Raskin primero, luego a Kincaid, antes de lograr hablar—. Por lo visto el jefe de policía regional ha tenido una conversación con el subdirector general. El jefe de policía cree que puede usted sernos de ayuda en la investigación, y el subdirector ha consentido. ¿No será —el tono sarcástico iba dirigido a Kincaid— el subdirector quien ha llamado, y no al revés?
—Es posible —Kincaid respondió, sin darse por aludido—. Inspector jefe, yo no quiero decirle cómo tiene que hacer su trabajo. Sólo me gustaría poder acceder a la investigación.
—O sea, interferir cuando le venga en gana.
—Más o menos —sonrió Kincaid.
—Tendré que dejar que meta sus narices de engreído en mis asuntos, pero eso no significa que lo haga de buen grado —replicó Nash, con una expresión hosca—. Usted —dijo, volviéndose a Peter Raskin, cuya estudiada neutralidad no le iba a salvar de ser la siguiente cabeza de turco.
—Inspector jefe —interrumpió Kincaid antes de que Nash pudiera descargar su mal genio sobre su subordinado—, ¿qué hay del informe de la autopsia de anoche?
Nash revolvió los papeles de la mesa hasta encontrar la carpeta que buscaba y repasó el contenido.
—Según el patólogo, murió entre la hora en que la vieron por última vez y la hora en que se la encontró.
Kincaid vio un brillo de humor en los ojos de Nash, prueba, esperó, de un principio de deshielo.
—Esto promete —resopló Kincaid—. ¿Qué más?
—El cráneo de Penny MacKenzie tenía un espesor inferior al normal. No hizo falta mucha fuerza para descargar el golpe. El asaltante era de mediana estatura, hombre o mujer. Si fue una mujer, probablemente usó las dos manos. —Nash se apoyó en el respaldo y la silla crujió peligrosamente—. Se me ocurre, comisario —dijo, en tono desenfadado, con una gran sonrisa— que su amiguita, la señorita Hannah Alcock estaba situada muy convenientemente para encontrar el cadáver de la señorita MacKenzie.
La distensión de Nash había durado poco.
El teléfono sonó otra vez antes de que Kincaid pudiera responder. La prórroga lo alivió. Paseando abstraído por la habitación mientras Nash hablaba, Kincaid se detuvo en la puerta del dormitorio, donde Cassie y Graham decían que se habían visto la noche en que murió Sebastian. Recordó la ráfaga de luz que Hannah y él vieron por la ventana. De diez a doce, había dicho Cassie. Mucho tiempo para lo que Cassie había descrito como un apresurado encuentro sexual. ¿Qué más había ocurrido entre ellos? ¿Habrían discutido?
Los nombres cruzaban por su cabeza: Cassie y Graham, Hannah y Patrick, Cassie y Patrick... La idea que se le ocurrió parecía plausible. ¿Era posible que Hannah, como Penny, hubiera descubierto algo que proyectara sospechas sobre alguien? ¿Estaría Hannah, como Penny, guardándoselo para sí por cierto sentido del honor o de juego limpio?
Nash terminó con su llamada y Raskin aprovechó la ocasión para hablar:
—Me llevo esto al laboratorio, señor —y recogió la bolsa de plástico de la mesa. Kincaid cruzó con él una mirada burlona y pensó que podían hacerse favores mutuamente.
—Gracias —dijo Kincaid, y se volvió hacia Nash—. Me marcho, si no hay nada más, inspector jefe. Estaré por los alrededores, por si necesita algún consejo.
Levantó una mano y salió de la habitación antes de que la idea de pedirle un consejo provocara una apoplejía a Nash.
Cuando cruzó el vestíbulo reparó en el paragüero junto a la entrada, un cubo de latón forrado con un papel pintado en rojo y verde que representaba una escena de caza. Unos elegantes jinetes vestidos de rojo saltando vallas con sus estilizados caballos. Delante de ellos corrían los perros, que luego se apiñaban en torno a su presa. El zorro yacía agonizando.
* * *
Hannah acudió a la puerta enseguida, con la expresión de alguien que espera malas noticias. Se había esmerado más en mejorar su aspecto que el día antes, pero el hábil maquillaje no ocultaba su palidez excesiva ni las ojeras.
—Duncan —dijo en un susurro. Kincaid percibió el mismo brillo de decepción en sus ojos que le pareció ver la primera noche, cuando él se acercó a su mesa para presentarse.
—Qué... Hay...
—No —dijo él bajito, respondiendo a su pregunta muda—. No hay noticias. Sólo vengo a ver cómo está.
Pero lo que veía no le gustó.
—Pase, pase. Le preparo un café. Yo estaba tomando uno. —Hannah se volvió bruscamente y fue a la cocina, golpeándose el codo al rodear el mostrador.
La suite de Hannah, tal como había descubierto Kincaid el día antes, no era la réplica exacta de la suya. El tamaño y la situación de las habitaciones difería ligeramente, así como las tonalidades: rosas apagados en lugar de verdes apagados. No había adquirido, como la suya, el aspecto de un lugar habitado por alguien durante una semana; no había libros ni alguna prenda de ropa por el salón, ni platos en el escurridor.
Kincaid se quedó de pie torpemente delante de la cocinita, observando los movimientos bruscos de Hannah, tan diferentes a sus habituales gestos contenidos. Si algo la había preocupado, dedujo Kincaid, lo había resuelto con alguna acción, y estaba tratando de asumirlo.
—¿La ayudo? —le preguntó, mientras Hannah dejaba caer café molido por la encimera.
—No, ya me arreglo. Gracias. —Recogió el café esparcido y preparó la cafetera—. Bueno. Estará enseguida.
La mirada de Hannah esquivó los ojos de Kincaid. El café no había terminado de salir, pero ella sacó el filtro y echó el café en una taza.
—Vamos a sentarnos.
Kincaid le puso una mano en el hombro y la guió al salón, sin dejar de preguntarse cómo empezar lo que quería decirle. Sentarse no pareció calmar a Hannah; se acurrucó en el borde del sofá, y cuando levantó la taza le temblaban las manos.
—¿Frío? —preguntó Kincaid.
—¿Yo o el café?
—Qué malo. Su humor, no el café.
Kincaid sonrió y ella se relajó un poco.
—Hannah —dijo, despacio—, ¿le ha hablado Patrick Rennie alguna vez de Cassie Whitlake?
—No —respondió ella, sorprendida, mirándolo directamente a los ojos por primera vez—. ¿Por qué debería? —su reacción se hizo más enérgica—, ¿por qué debería hablarme de Cassie, y de qué iba a tener que hablar? No creerá que Cassie... tiene que ver con...
—Creo que Patrick debe saber bastante sobre si Cassie tiene o no que ver; debe saber más sobre Cassie Whitlake de lo que quiere dejar ver a nadie, sobre todo a su mujer.
—¿Patrick... y Cassie? —El colorete de Hannah pareció escarlata sobre la repentina palidez marmórea de su piel.
—Bueno, eso creo —dijo Kincaid en tono desenfadado, sorbiendo su café—. Resulta que Cassie ha tenido una relación con Graham Frazer durante cierto tiempo, pero creo que últimamente ha habido algún cambio. Un nuevo amante, alguien con buenas perspectivas de futuro, una promesa. Y Cassie está nerviosísima porque teme que alguien descubra que todavía se ve con Graham.
Hizo una pausa, calibrando la reacción de Hannah. Estaba muy rígida, con la taza abandonada entre sus dedos.
—En realidad no me extrañaría que hubiera intentado cortar con Graham y él se hubiese puesto terco, me da la impresión de que es un tipo testarudo. Ahora demos un giro a la situación y analicémosla: Cassie no quiere que Patrick se entere de lo de Graham, ¿entendidos? Si acaba el romance, se acaban las perspectivas, reales o imaginarias. Pero, ¿y Patrick? ¿Qué significaría para Patrick que alguien, sobre todo su mujer, se enterara de lo de Cassie? ¿Una guerra? ¿Un sonoro divorcio? ¿Un escándalo en la prensa del corazón?
Inclinó la cabeza inquisitivamente, como si Hannah hubiera expresado escepticismo.
—¿Cree que es anticuado? ¿No es lo bastante escandaloso para arruinar una prometedora carrera política? Tal vez. Pero piense que los padres de Marta Rennie son políticamente muy activos en la circunscripción electoral donde se presenta Patrick. De hecho, son su mayor apoyo económico. Creo que no es el mejor momento para que se enteren de que ha estado engañando a su querida hija, ¿no cree?
—Sí. —El monosílabo fue apenas un susurro. Pero Hannah reaccionó y dijo—. No. No me lo creo. No lo creeré. Patrick nunca... —Levantó la voz, acercándose a la histeria—. ¿Cómo puede decir eso? ¿Por qué me hace esto?
—Hannah, escúcheme —Kincaid se acercó a ella, que se apartó como si la hubieran pegado—. Hannah, si sabe algo de Patrick Rennie, algo que haya visto u oído, algo que le haya dicho él, no tiene que guardárselo. Puede ser peligroso. No quiero verla acabar como...
—¡No! Es absurdo. No quiero ni oírlo. —Se levantó, con la respiración entrecortada—. Salga de aquí.
Kincaid se puso en pie y quedaron uno frente a otro. A ella le temblaba todo el cuerpo, Kincaid notaba su aliento en la cara.
—¿Por qué, Hannah? ¿Qué lealtad le debe? ¿Qué ha hecho Patrick Rennie por usted?
Le mantuvo la mirada durante un rato y la furia de ella pareció apaciguarse. Se apartó algo de él, la cabeza caída como si su fino cuello no tuviera fuerza para aguantarla. Se limitó a decir:
—Patrick Rennie es mi hijo.