10
Kincaid no le dio crédito hasta llegar a la cancha de tenis. Hannah estaba sentada contra la alambrada, con las rodillas levantadas y las manos juntas sobre el pecho, conmocionada. El cuerpecillo de Penny yacía debajo de la red, con aquella inmovilidad indiscutiblemente definitiva, y, al verla, a Kincaid se le aceleró la respiración como si le hubieran golpeado en el pecho.
—La señorita Alcock llegaba corriendo por el jardín cuando yo entraba con el coche —le refirió con calma el inspector Raskin, indicando a Hannah con un gesto—. Me ha dicho que creía que la señorita MacKenzie estaba muerta y he venido con ella de inmediato.
Kincaid vaciló un momento, luego se acercó a Hannah y se arrodilló a su lado.
—Hannah, ¿está bien?
—No lo sé. Casi no puedo respirar. —Miró a su alrededor con expresión asombrada—. Le he dicho al inspector Raskin que me quedaba mientras iba a buscarle. Pero no recuerdo haberme sentado.
—¿Me puede contar lo ocurrido?
—No hay mucho que contar: había salido a dar un paseo cuando lo dejé a usted esta mañana para pensar, sin hacer caso de nada. La he visto al bajar por el camino.
—¿Y qué ha pasado entonces?
—Me he acercado. Al principio he pensado que se había encontrado mal y se había desmayado. Entonces le he visto la cabeza. —Hannah se interrumpió y tragó saliva—. Pero he pensado que podía respirar todavía, y le he auscultado el pecho, luego he buscado el pulso en el cuello. Tenía la piel fría. —Hannah se puso a temblar—. No sabía qué más hacer.
Kincaid le cerró más el jersey, aferrándolo por las solapas.
—Estoy seguro de que ha hecho todo lo posible por ella. Lo más importante ahora es cuidar de usted. Ha tenido un shock.
Miró a su alrededor. Raskin estaba arrodillado al lado del cuerpo de Penny, sin tocarlo, y Nash, que se había detenido para llamar a la jefatura, todavía no había aparecido.
—Aunque creo que es mejor que se quede hasta que llegue el inspector jefe Nash. Querrá una declaración suya. ¿La llevo hasta allí? —Señaló el banco del camino, sobre la cancha, y ayudó a Hannah a levantarse.
—Duncan —dijo Hannah, volviéndose mientras él le abría la verja—, ha podido ser un accidente, ¿verdad? ¿Puede haberse caído y golpeado la cabeza?
—No lo sé todavía, pero lo dudo mucho.
—Pero ¿por qué? —Hannah le atenazó el brazo convulsivamente—. ¿Por qué iba nadie a hacer daño a Penny?
Por qué, en efecto, pensó Kincaid mientras volvía a la cancha. Porque Penny había visto u oído algo que amenazaba la seguridad de alguien, y si él no hubiera sido tan torpe habría descubierto qué era.
Kincaid se puso de cuclillas al lado de Raskin, de mala gana.
Penny yacía sobre el costado derecho, con el puño cerrado bajo la mejilla y los brillantes ojos azules cerrados. Sólo sorprendía la extraña torsión de sus piernas, hasta que se reparaba en la nuca: la hendidura, aunque pequeña, había sangrado abundantemente, formando un charco debajo de ella. Una raqueta de tenis a unos centímetros de su mano izquierda extendida, como si hubiera caído después de una jugada de volea en la red. El marco de la raqueta tenía una mancha de sangre de color óxido. Los binóculos de Penny estaban medio sepultados bajo su cuerpo, y Kincaid retuvo su necesidad urgente de sacarlos, como si importara su comodidad.
—Dios mío —dijo, sintiendo que le picaban los ojos y la garganta se le contraía. Se presionó debajo de los pómulos con los dedos hasta que la sensación pasó.
—Huum. —Raskin no levantó la vista, fija en la herida de la cabeza de Penny—. No es agradable de ver. Yo diría que estaba al lado de la red, posiblemente mirando algo con los binóculos, cuando el asesino la golpeó por detrás.
—Y yo diría —añadió Kincaid, cuando estuvo seguro de poder hablar— que el asesino ha tenido mucha suerte. Actúa por impulso, aferra lo primero que encuentra y resulta que funciona. Pero podría no haber sido así. El calentador eléctrico podría haber fundido los fusibles de toda la casa y apagarse antes de electrocutar a Sebastian. Y Penny... —apartó la vista— no ha sido un golpe tan fuerte. He visto a gente ir al hospital a pie con heridas peores que ésta en la cabeza.
—Soy de su misma opinión —dijo Peter pensativo—. Pero en ningún caso tenía mucho que perder. Sebastian no lo vio. A Penny podía golpearla de nuevo si hubiera caído inconsciente. ¿Cree que ha esperado a comprobar? —Peter miró a Kincaid por debajo de las cejas levantadas—. No creo que haya muerto enseguida. Ha sangrado mucho.
—Maldito bastardo. —La contención que Kincaid se había impuesto ante su rabia se resquebrajó. Inspiró hondo, esforzándose por contenerla—. Lo dudo. Demasiado arriesgado, incluso para nuestro hombre. Estamos los dos hablando de un hombre. Pero no tenemos indicio de que así sea.
—Es una manera de generalizar —respondió Peter—. No, nada descarta a una mujer, en ninguno de los dos casos. Si es que se trata de la misma persona.
—Yo creo que sí. Lo juraría. La misma persona, y las dos veces por la misma razón. Penny vio algo relacionado con la muerte de Sebastian, de eso estoy seguro. Empezó a contármelo, pero nos interrumpieron y nunca he sabido de qué se trataba. Pero Sebastian... ¿qué vio Sebastian? ¿Qué averiguó? Ésa es la cuestión. ¿Qué hay detrás de todo esto? Y, sobre todo, —Kincaid se levantó y estiró las rodillas entumecidas mirando hacia la verja— ¿dónde diablos está su jefe? Se lo está tomando con calma.
—Bueno, ya conoce al inspector jefe Nash —dijo Raskin, sardónico—, le gusta delegar.
—Entonces que delegue a alguien para tomar declaración a la señorita Alcock más tarde. La voy a acompañar a la casa. Que se mosquee todo lo que quiera. —Pero Kincaid se quedó un momento más, mirando fijamente la raqueta de tenis. Gran parte del barniz había desaparecido hacía mucho tiempo de su perímetro de madera. Algunas de las cuerdas habían saltado y el mango estaba manchado y desgastado. Su estado no era precisamente perfecto—. ¿De dónde sacaría el asesino la raqueta? No creo que la trajera sólo por si acaso se encontraba a alguien a quien sacudir.
—De ahí —señaló Raskin—, detrás de la verja.
La caja de madera se confundía con los arbustos que había detrás de la cerca por el verde gastado de su pintura que era como un camuflaje. Del tamaño de un ataúd de niño, la caja tenía un simple pestillo metálico.
—Supongo que es para uso de los huéspedes.
—Bien —Kincaid pensaba en voz alta—, imaginemos que ve a Penny salir sola y la sigue... Ella se pone de espaldas a él, concentrada en algún pájaro... Él sabe dónde se guardan las raquetas... pero no la habrá cogido con las manos desnudas, no, nuestro hombre no. ¿Qué habrá usado? ¿Un guante? ¿Una bolsa de plástico? Probablemente, se habrá tenido que deshacer de ello. Les pediré a los investigadores técnicos que echen un vistazo.
—Se lo sugeriré yo —sonrió Raskin—, como si fuera idea mía, claro.
* * *
Hannah estaba sentada con los ojos cerrados y la mejilla apoyada en las rodillas dobladas. Cuando Kincaid se inclinó sobre ella, abrió los ojos y le sonrió, somnolienta.
—Creo que me he dormido de verdad. Es extraño. Me siento tan frágil como un gatito.
—Es el shock —Kincaid le tendió una mano—, a veces causa efectos raros en el organismo. Lo que necesita es una taza del mejor reconstituyente inglés: té calentito. La acompaño a la casa. Que Nash mande a alguien más tarde a tomarle declaración.
—Muy bien, Duncan —Hannah miró hacia la cancha, donde Peter Raskin esperaba pacientemente—. Alguien se lo tendrá que decir a Emma. Y si yo...
—No, no, ni hablar de eso. Si nos encontramos con alguien, diremos que no se encuentra bien. —Y añadió, con voz afligida—. Creo que a Emma se lo debo decir yo.
* * *
La llamada de Kincaid a la puerta de la suite de las MacKenzie sonó hueca. Había acompañado a Hannah por la puerta trasera; los gritos de los niños en la piscina les llegaron claramente a través de las puertas de vidrio. El resto de la casa parecía vacío, y ya se alejaba de la puerta de Emma cuando ésta se abrió a sus espaldas.
—Perdone —dijo Emma—, estaba empapada. He estado en la piscina con los monstruitos.
Seguía frotándose el cabello con la toalla, que quedó tieso en oscuras puntas, dándole un extraño aspecto juvenil que por un momento le recordó a Angela. Sin embargo el traje de baño era de la cosecha de la postguerra, negro, con una faldita que ocultaba discretamente la parte alta de los muslos. Emma le dirigió una de sus sonrisas raras y sorprendentes.
—Si quiere ver a Penny, no va a poder. Ha salido temprano a observar pájaros. No sé qué le ha dado, normalmente es muy perezosa.
—No, Emma, en realidad la busco a usted. ¿Podemos sentamos?
Kincaid se preguntó qué fórmula universal requería que una persona recibiera las malas noticias sentada. ¿Sería una mera precaución contra el desmayo o la caída, o se había convertido en una precaución efectiva para suavizar el golpe?
—Claro.
Emma pareció sorprendida, pero lo condujo hasta el sofá sin protestar. Se sentó con cuidado en la butaca, extendiendo la toalla debajo del bañador mojado, y Kincaid se inclinó hacia ella.
—Emma, tengo que darle una mala noticia. —Ella no dijo nada, pero el terror cruzó su rostro—. Es Penny.
Emma se llevó la mano al pecho, con el puño apretado.
—¿Está muerta? —preguntó en un susurro.
—Sí.
Emma cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el respaldo; sólo el suave subir y bajar del pecho aseguraba a Kincaid que seguía respirando. Al cabo de un momento, empezó a preguntarse si se había desmayado, pero entonces ella habló, sin abrir los ojos:
—¿Qué ha pasado?
—Todavía no lo sabemos muy bien. Hannah la ha encontrado en la cancha de tenis. Tiene una herida en la cabeza.
—¿Ha podido... ha podido caerse? ¿Golpearse?
—Es... posible.
Emma captó la vacilación de su voz. Abrió los ojos y paralizó a Kincaid con la mirada.
—Pero usted no lo cree.
Kincaid no contestó. Había sido una afirmación más que una pregunta. Emma se incorporó y volvió a hablar, recobrando algo de su aspereza en la voz:
—Quiero verla.
—Bueno... Voy a ver qué puedo hacer. Tendrá que esperar hasta que acaben el médico y el equipo de la policía. Si quiere vestirse y recuperarse un poco, la espero delante de la puerta principal. Emma —Kincaid vaciló. Expresar el pésame no era nunca fácil incluso después de años de experiencia con extraños—. Lo siento.
—Ya lo sé —respondió ella, y Kincaid pensó que nunca había visto tal expresión de desamparo.
* * *
El inspector Raskin recorrió el sendero que llevaba a la cancha y levantó una mano para llamar a Kincaid, que estaba de pie en el patio, indeciso. Se encontraron en el césped, Raskin jadeante por la rápida ascensión.
—Tengo que volver a entrenarme... Empieza a hacer calor. —Se pasó un dedo por el cuello de la camisa y movió los hombros como si tuviera que quitarse la chaqueta—. ¿Misión cumplida?
—Sí, Peter, y además he ido a ver a la señorita MacKenzie.
La expresión burlona de Raskin desapareció.
—Gracias. Me ha ahorrado que lo hiciera yo. ¿Cómo se lo ha tomado?
—Con calma. No esperaría de ella que se pusiera histérica, ¿no? —Kincaid hizo una pausa—. Pero creo que ha sido muy duro. Quiere ver a su hermana. Le he dicho que intentaría arreglarlo.
Raskin reflexionó un momento.
—La doctora Percy está aquí, pensé que le gustaría saberlo —le sonrió con malicia—. El equipo científico también ha llegado.
—Ya me había parecido...
Kincaid señaló varios coches forasteros aparcados de cualquier manera sobre la grava.
—El patólogo del ministerio de Interior está de camino, y también la furgoneta de la funeraria. Si la señorita MacKenzie la ve antes de que la suban a la furgoneta, se ahorrará tener que ir a hacer una identificación oficial en la funeraria. Es lo mejor. Tomaré las declaraciones en cuanto acaben abajo. ¿Quiere acompañarme? ¿O sigue sin ser ni chicha ni limoná?
—Diría más bien esto, pero le he prometido a Emma que la esperaría aquí.
Kincaid hizo unos pasos por el sendero hasta que pudo ver la actividad en la cancha. Un policía uniformado hacía guardia junto a la verja, y habían marcado con una cinta blanca adhesiva el área en torno al cuerpo de Penny. Anne Percy estaba arrodillada al lado de Penny y Nash estaba cerca en silencio, vigilando la escena como una divinidad maligna.
La doctora Percy cerró su maletín, se levantó y fue a hablar con el inspector jefe Nash. Al levantar la vista, vio a Kincaid en el sendero y le dedicó una breve y luminosa sonrisa. Kincaid pensó que esta vez tenía un aspecto más profesional y estaba más atractiva que cuando la vio por primera vez, vestida con un jersey y pantalones de color verdoso.
Se acercó por el sendero, balanceando su maletín negro.
—Al final me acostumbraré a sustituir al médico de la policía —dijo a modo de saludo—. Ya he certificado la muerte, poco más puedo hacer.
—¿Esperará al patólogo? —preguntó Kincaid.
—Sí. Tengo entendido que la señorita MacKenzie tiene una hermana. ¿Cree que debería visitarla?
—¿No le importa? —preguntó Kincaid—. Aunque no estoy muy seguro de que la reciba bien.
Anne Percy sonrió:
—No importa. Estoy acostumbrada a esas situaciones.
* * *
La furgoneta de la funeraria estaba aparcada con las puertas de atrás abiertas y Kincaid se dispuso a esperar también. Le pareció raro no estar dirigiendo el remolino de actividad que lo rodeaba, ni siquiera llevando a cabo alguna tarea asignada, como había hecho tantas otras veces.
La puerta de la casa se abrió suavemente a sus espaldas y se volvió: Emma MacKenzie se paró vacilante en el umbral. Parecía encogida, su dinamismo y su pragmatismo se habían evaporado. Las arrugas entre la nariz y la boca marcaban profundamente su rostro.
—¿Está usted bien? —preguntó Kincaid.
—Ha venido a verme la doctora Percy de parte de usted. Amable, pero innecesaria.
Kincaid se sintió aliviado al oír su voz tan ronca y hosca como siempre; percibió que, a su manera áspera, ella reconocía sus atenciones. La mujer miraba la furgoneta, sin verle a él, empezó a hablar y levantó la mano en un gesto suplicante.
—No falta mucho —dijo él suavemente—, creo que casi han terminado.
Emma fijó la vista en el rostro de Kincaid.
—Parecía tan decidida esta mañana... Llena de buenos propósitos. Ya sabe cómo Penny a veces va... iba de una cosa a otra. Pero estaba tranquila. Cuando le he preguntado, me ha sonreído. Y yo he pensado: qué tontorrona, con sus secretitos...
La voz le falló.
—No, señorita MacKenzie, no se torture. Los dos tenemos culpa por no haberle hecho caso.
Del jardín llegó un ruido de pisadas. Los encargados de la funeraria transportaban la camilla por la parte alta del sendero y cruzaban el césped, seguidos de cerca por el inspector Raskin. Penny yacía envuelta en polietileno negro precintado, con la precisión de un regalo de Navidad.
Kincaid cogió a Emma por el brazo.
—¿De verdad se ve con ánimos? —Emma asintió bruscamente, pero no apartó la mano de Kincaid cuando bajaron las escaleras.
La parte final de la funda de plástico se había dejado abierta, y Raskin apartó los bordes con delicadeza para descubrir la cara de Penny. Emma la miró durante un buen rato, luego asintió de nuevo. Raskin cerró el envoltorio y lo selló con el rollo de cinta que llevaba en la mano. Los ayudantes dejaron la camilla en la furgoneta y cerraron las puertas con movimientos rápidos y fluidos, fruto de su larga experiencia, y cuando el conductor ocupó su asiento, Kincaid le oyó decir:
—Vamos, deprisa, llegamos tarde a comer.
Las luces de freno soltaron un destello cuando salió a la carretera, y Kincaid se fijó en que el cielo estaba encapotado.
—Esta mañana ha dicho algo —Emma salió de su ensimismamiento—, mientras recogía sus cosas. Era casi... Creerá usted que estoy loca.
—No, siga.
—Era casi como una letanía que se repetía para sí misma. «Uno u otro, uno u otro»... Era algo que nos decía mi padre de pequeñas cuando nos costaba tomar una decisión. Uno u otro.