5

Peter Raskin se llevó a Kincaid aparte, sin perder de vista a su jefe, y bajó la voz para que fuera el único en oírlo.

—Le pasaré los resultados de la autopsia y los informes del laboratorio, si le interesan. A decir verdad —miró a Nash, que estaba al otro lado de la estancia despidiendo en tono agrio a un enfermero de la ambulancia—, a mí tampoco me convence lo del suicidio. Demasiado cogido por los pelos. Suelen dejar una nota, y eligen algo más suave, como pastillas o una inyección. Según el manual, los que optan por un final violento dejan todo desordenado y sufren un presunto accidente limpiando el arma. Aquí el perfil no encaja.

—Cierto.

Era una lástima que Raskin —quien tenía las características de un buen sabueso, discreto, observador, inteligente, y no tan obcecado en sus opiniones que no viera más allá de sus narices— tuviera que ir a remolque de un cretino como Nash. Kincaid se preguntó qué haría Raskin para no comprometerse en su desacuerdo con el jefe. Si Nash se equivocaba, como Kincaid estaba seguro que así sería, le echaría la culpa a alguien, y más le valdría a Raskin guardarse sus ideas para cuando hubiera pasado todo.

* * *

Kincaid se marchó al pueblo de Thirsk, haciendo caso omiso de la expresión «con el rabo entre las piernas» que sin querer martilleaba continuamente su mente. Le pareció conveniente evitar enfrentamientos con Nash mientras no tuviera más municiones.

Se sentó en un banco de la plaza del mercado con una empanada rellena caliente comprada en el mostrador de una pequeña panadería, un poco de queso fresco de Wensleydale y una manzana crujiente de un puesto del mercado. Dio cuenta de su almuerzo improvisado y se puso a explorar.

Hacia las tres y media Kincaid había visitado todo lo visitable en la pequeña población. El día era tan radiante como había previsto y el aire otoñal rico y brillante como una ciruela madura a punto de caer del árbol. Caminó por el pueblo, decidido a ser un turista poco exigente, ahuyentando sus pensamientos sobre los sucesos de aquella mañana en cuanto amenazaban su tranquilidad.

La bonita iglesia de estilo perpendicular,4 con su torre almenada de veinticinco metros, había valido la pena. El suelo donde estaba construida se elevaba ligeramente de este a oeste, pero la iglesia se mantenía a nivel. Por lo tanto, la parte final de la iglesia con la torre parecían estarse hundiendo gradualmente en el suelo. Le hizo pensar en una enorme nave surcando mares embravecidos, y por un momento se sintió inestable sobre sus pies.

Su última parada fue la librería de la plaza. Salió con un libro de bolsillo bajo el brazo, Yorkshire, de James Herriot, con la promesa del librero de que era una guía perfecta para conocer la zona, mucho más que los áridos volúmenes pensados para ese propósito. Los últimos años le habían dado pocas oportunidades de comprar en librerías de pequeñas poblaciones, una satisfacción que lo devolvía a su niñez, a la región de Cheshire y a la librería de sus padres, en la plaza del pueblo. Otra satisfacción de la infancia iba a ser muy adecuada para aquella tarde: al otro lado de la plaza, vio un salón de té que anunciaba un surtido de pastas.

El salón de té Blue Plate hacía honor a su nombre con sus platos azules de variados diseños expuestos en los estantes y las mesas cubiertas con alegres manteles de cuadros amarillos y blancos. Sólo cuando se hubo sentado en una mesita del fondo y hubo pedido, Kincaid reparó en las dos mujeres que charlaban animadamente junto a la ventana. Maureen Hunsinger, con su rostro redondo y alegre y el cabello rizado, vestía un traje azul que podía haber tenido una vida anterior como colcha de ganchillo.

Tardó un rato en reconocer a la compañera de Maureen como Janet Lyle, la esposa del ex militar. Apenas había abierto la boca o sonreído en el cóctel y no había perdido de vista a su marido, mirándolo nerviosamente cada vez que hablaba. Kincaid no entendió si era para buscar seguridad o aprobación. Quizás era tímida, o no le gustaban las reuniones sociales. Desde luego ahora estaba a sus anchas, charlaba y reía, se inclinaba hacia delante y gesticulaba con énfasis, y el cabello le rozaba los hombros cada vez que movía la cabeza.

Qué curioso, pensó Kincaid, después de los acontecimientos de aquella mañana. ¿Estarían comentando con tanta energía la muerte de Sebastian? La excitación sería una reacción típica, motivada por el alivio que la mayoría de la gente experimentaba al sentirse a salvo cuando la muerte caía tan cerca. Pero no el buen humor que mostraban ellas, tan evidente incluso de lejos.

Aguzó el oído; las voces le llegaron a ráfagas.

—Ay sí, me acuerdo cuando la mía tenía esa edad. Es terrible, no sabes cómo van a acabar. Pero acaba... ¡luego empeoran! —Janet volvió a reír. Tendrá una hija mayor, pensó Kincaid, que no ha venido de vacaciones con ellos. ¿Estaría en un pensionado, tal vez? Le volvió a llegar la voz de ella—... la mejor escuela, dice Eddie, luego la universidad. No sé cómo vamos a... —Acercaron más las cabezas, más serias ahora, y dejó de oírlas. De todas formas, no quería espiarlas; la conversación no era asunto suyo. Su maldito hábito de policía lo había llevado a espiar.

Las dos mujeres no habían reparado en él, y cuando llegó su té, abrió el libro y se sumergió en los placeres de la lectura sobre Yorkshire.

* * *

Ya no podía demorarse más. Llevaba mucho rato probando bollos y mermelada de fresa, había bebido tanto té que bastaría para empapar un caballo, y era objeto de las miradas de preocupación de la simpática camarera. Pagó la cuenta y retiró el Midget del aparcamiento público, al otro lado de la plaza. Con la capota bajada para aprovechar el sol, emprendió la lenta vuelta a Followdale House.

La casa parecía sumida en el silencio, cerrada a cal y canto. Tras aparcar el coche y encaminarse hacia la puerta, distinguió una figura acurrucada junto a las escaleras.

Angela Frazer no llevaba sus ojos oscuros maquillados, estaban enrojecidos e hinchada la piel alrededor. Hasta el cabello de punta, con reflejos violetas, parecía apagado. Miró a Kincaid sin decir nada. Cuando éste llegó a las escaleras, se sentó a unos pasos de distancia, la saludó y fijó la mirada en el camino, en un silencio que esperó que fuera neutro. Con el rabillo del ojo, la vio jugar con los dedos y las hebras de sus tejanos rotos; sus pies, calzados con unas sucias zapatillas blancas de lona, parecían ridículos de tan pequeños. Al cabo de un rato, con apenas un susurro, preguntó:

—A ti te caía bien, ¿verdad?

—Sí. —Aguardó, poniendo cuidado en no mirarla.

—Dijo que era usted un buen tío. —Ahora hablaba con más claridad, más fuerza—. Muy buen tío. No como los demás.

—¿Eso dijo? Me alegro.

—A ellos no les importa. A ninguno. Mi padre es un animal, ha dicho: «Un buen fin para un maricón». Todos andan diciendo... —Su voz vaciló y él se atrevió a mirarla de reojo, conteniendo el impulso de tocarla. Ella no lo miró, cruzó los brazos sobre su vientre y hundió los hombros en una postura de erizo—. Andan diciendo que se ha suicidado. Pero yo no me lo creo. Sebastian no lo hubiera hecho.

Se inclinó todavía más y apoyó la cara en las rodillas dobladas.

Dios mío, pensó Kincaid, qué podría decirle a aquella niña que no la hiciera sentir peor. ¿Estaría teniendo en cuenta las implicaciones de sus palabras? ¿Que si Sebastian no se había suicidado, alguien que ella conocía, y posiblemente que apreciaba, lo había matado? Kincaid pensó que no. Probablemente no le habían explicado todo y no podía saber que la muerte de Sebastian no había sido un accidente.

—Bueno —dijo, para ganar tiempo—, no sé nada definitivo todavía. Habrá pruebas que digan exactamente cómo ha muerto Sebastian.

—Nunca había muerto un conocido mío. Aparte de mi abuela, y llevaba mucho tiempo sin verla. —Las palabras de Angela quedaron ahogadas por sus rodillas—. No me dejarán verlo. Mi padre me ha dicho que no sea estúpida. Pero es que no puedo creer que haya muerto. Desaparecido, así, de golpe. Me hubiera gustado despedirme.

—A veces, ayuda ver a la persona muerta. Aceptar que se va. Creo que por eso el féretro en el funeral está abierto, pero cuando arreglan y visten a los muertos les hacen perder todo parecido con la persona que fueron. En cierto modo es peor.

Angela reflexionó.

—Pues no me gustaría ver a Sebastian así, aunque me dejaran. Prefiero recordarlo como era.

—Yo en tu lugar —le dijo Kincaid, despacio—, le haría una despedida personal. Haz algo que sepas que le gustaba. Ve a algún sitio que le gustara, o haz algo que hicierais juntos.

Angela levantó la cabeza, con la expresión iluminada.

—Sí. In memoriam. Se dice así, ¿no? Quizás lo haga.

—Angela —dijo Kincaid, sondeándola con cuidado—, anoche viste a Sebastian, ¿verdad?

—En el cóctel. Cuando me habló de usted. Pero no pudo hablar con usted, estaba muy ocupado con ellos. —Puso el énfasis en la última palabra, y él entendió que la categoría incluía a casi todos los adultos.

—¿Lo notaste diferente de lo normal?

—¿Quiere decir deprimido? No. —Angela arrugó la frente en una concentración repentina—. Pero salió unos minutos, y cuando volvió parecía como... excitado. Tenía esa mirada suya, como de gato que se ha comido un canario. Satisfecho consigo mismo. Pero no dijo nada. Cuando le pregunté, me dijo: «A ti qué te importa, pequeñaja», para picarme, como hacía siempre.

—¿Lo viste después del cóctel?

—No, mi padre me llevó a York, a un restaurante elegante. Pero estaba tan enfadado que fue horrible. Discutimos muchísimo en el camino de vuelta.

—¿Tu padre volvió a salir?

—No. Bueno, no creo. Me encerré en el baño durante horas, estaba rabiosa. Me acosté en el suelo, y cuando me desperté estaba en la cama, durmiendo.

—¿Y sobre qué fue esa discusión tan terrible? —Kincaid hizo la pregunta con ligereza, casi en broma, con miedo de estropear la confianza recién adquirida.

—Bueno, sobre mi madre. Sobre mí. No soporta cómo me visto, mi pelo, mi maquillaje. Dijo que anoche en el cóctel de las narices parecía un monigote y que lo avergonzaba. Me alegro. Él también me avergüenza a mí muchas veces, con... —se interrumpió, dejó caer la cabeza y se retorció los dedos, incómoda.

Llegaron voces por la puerta cerrada de roble, a sus espaldas, seguidas por una explosión de risas.

—Ahí viene mi padre. —Angela se incorporó, atenta, como una liebre a punto de escapar—. Más vale que...

—Tranquila. Es mejor que me vaya yo, Angela —le dijo Kincaid, mientras ella se dirigía hacia la puerta, y ella se volvió—. Sebastian le tenía mucho aprecio. Me lo dijo también anoche, antes de la fiesta.

—Ya lo sé. —Le sonrió, y él entendió lo que Sebastian había percibido, astutamente escondido bajo su actitud hosca: una pizca de dulzura—. ¿Puedo llamarle Duncan? Señor Kincaid suena a mayor...

Ahora había un asomo de flirteo en su sonrisa y en sus ojos oscuros, que lo miraban por debajo de las pestañas. Kincaid se dio cuenta de que tenía que evitar provocarla, porque era ya casi una adulta.

—Claro. Adiós.

—Adiós.

Ella se escabulló hacia el interior y él aguardó un instante antes de seguirla. Tenía la sensación de que Angela prefería mantener en secreto la conversación entre ellos dos, y a él le convenía.

* * *

La voz campechana de Graham Frazer le dio la bienvenida cuando entró en el salón.

—Hombre, nuestro agente secreto.

Kincaid empezaba a compartir algo de la antipatía que Sebastian tuviera por Frazer.

No había sombra de Angela. El círculo de rostros que se volvió hacia él era una parodia de la inocente reunión social de la noche antes. Faltaba Hannah, y tampoco estaban Emma y Penny McKenzie, pero los demás formaban un escudo hostil.

—Señor Kincaid —dijo Maureen Hunsinger, dirigiéndose a él con todo el despecho de un niño dolido—, nos ha engañado usted.

Cassie, que parecía haber dejado momentáneamente su liderazgo para hacer coro con el rebaño, intervino.

—Está lleno de sorpresas, nuestro detective, el comisario Kincaid. íntimo de la policía local, el salvador que acude al rescate, un verdadero héroe. Lástima que sea tarde para el pobre Sebastian. —Hablaba con voz ligera y burlona. Había recobrado el dominio de sí, borrando completamente el descontrol de aquella mañana.

Peinada y maquillada a la perfección, vestía un conjunto color teja con falda y blusa a juego de una tela mate, con un entramado de líneas marrones sobre el fondo.

—No soporto que nos traten como a vulgares delincuentes, que nos encierren y nos interroguen. Y nos tomen las huellas dactilares. Qué desagradable. —Eddie Lyle parecía agraviado, como si el único propósito de la muerte de Sebastian hubiera sido incomodarlo a él.

—No tiene usted idea de lo que ha sido... —empezó Maureen, pero luego se sonrojó, recordando que Kincaid sabía exactamente cómo había sido.

—¿Qué han averiguado? Sus amigos han dicho que tenemos que estar localizables hasta que se establezca la causa de la muerte. Menudo infierno de vacaciones —dijo Graham Frazer, sin dar ninguna muestra de lo que en realidad pensaba detrás de su rostro plano y ancho. Pero su voz era menos agresiva.

Nadie había ofrecido una copa a Kincaid, aunque aferraban las suyas como talismanes protectores, así que respondió a Frazer por encima del hombro y se fue a servir un whisky.

—Miren, yo no sé mucho más que ustedes. Esta mañana lo he encontrado por puro azar.

—Sí, sí, diga usted lo que quiera —repuso Eddie Lyle, malicioso—, pero a usted no lo han sometido a...

—He tenido que declarar igual que usted, firmar y jurar —lo interrumpió Kincaid, al unirse a ellos, tomando un sorbo de su whisky. No había ningún whisky de malta en el bar y aquella era una mezcla áspera que le quemó la garganta.

Kincaid advirtió que Patrick Rennie no había hablado todavía, aunque seguía la conversación con interés. Observa por dónde van los tiros con la prudencia de un político, se dijo Kincaid. El hombre parecía más humano que la noche antes, con un jersey y unos pantalones de pana, ligeramente despeinado el cabello rubio, pero Kincaid no supo ver hasta qué punto la imagen era construida o natural.

Rennie se propuso ahora como mediador:

—Yo estoy seguro de que el señor Kincaid ha tenido un día tan duro como todos y que no tiene ningunas ganas de trabajar en vacaciones. Creo que hemos sido un poco injustos.

—Gracias.

Kincaid buscó su mirada y sorprendió una chispa de humor. Sin duda Rennie era un hombre listo, tal vez no se tomara tan en serio, a fin de cuentas. En los ojos de Marta, la mujer de Rennie, no hubo brillo de entendimiento. Lo observaba sin sonreír, sin captar en absoluto la mirada entre los dos hombres. Kincaid percibió cierta tensión entre los cónyuges, pero, en realidad, a no ser que su imaginación hiperactiva estuviera de nuevo jugándole malas pasadas, había pequeños choques y corrientes de desasosiego entre ellos, más de lo que correspondería al malestar posterior a la muerte de Sebastian.

—¿Cómo están los niños? —Kincaid se volvió a John Hunsinger, un poco apartado del grupo, como la noche antes.

—Más sobreexcitados que preocupados, al menos hoy. A ver qué sueños tienen. —La voz de Hunsinger era profunda y áspera, como si la usara poco—. Nos han dicho que...

—Ha sido muy amable con ellos —intervino Maureen—, los ha conquistado. Lo peor es que ni nos dimos cuenta de que habían salido. Podían haber...

—¿Dónde están? —preguntó Kincaid.

—Emma MacKenzie los ha llevado a dar un paseo por el campo. A ver pájaros. ¿Se lo puede creer? Por lo visto, se han hecho amigos esta mañana.

El grupo se iba disolviendo y conversaban desordenadamente, ahora que habían apartado la atención de Kincaid. Janet Lyle seguía a su lado, meciendo la copa en silencio, mientras Eddie importunaba a Marta Rennie.

—No se me ocurre por qué no se han tomado precauciones para evitar situaciones de este tipo. Si fuera un lugar bien administrado... —miró de reojo a Cassie—, estas cosas no ocurrirían.

Kincaid resistió a la tentación de preguntarle cómo podría haberse evitado, pero se volvió a Janet.

—Janet, ustedes tienen hijos, ¿verdad?

Ella se ruborizó y habló con un rastro de la animación que había mostrado por la tarde.

—Tenemos una hija, Chloe. —En respuesta a la mirada interrogante (él se había esperado una Cindy o una Jennifer), Janet añadió—: Eddie le puso ese nombre. Quería que fuera culta, así que le puso un nombre que encajara.

—¿Y ha funcionado? —preguntó Kincaid.

Janet desvió la vista hacia Eddie, que se había alejado con Marta hacia el bar.

—No lo suficiente. —Rió—. Es una adolescente típica, pero su padre no quiere entenderlo. Chloe tiene la edad de Angela Frazer, pero está en un pensionado y Angela... está de vacaciones, según tengo entendido. —Janet guardó silencio y su energía se disipó al instante.

Kincaid apuró el vaso. El ambiente de la estancia estaba cargado. El sol de tarde entraba de lleno por los ventanales y las colillas atestaban los ceniceros. Hasta Maureen parecía vencida por la atmósfera, y no se inmiscuía en las conversaciones como solía. El orden, pensó Kincaid, los ceniceros vacíos y las revistas bien puestas, ése era el toque de Sebastian, las pequeñas gotas de grasa que permitían que el engranaje rodase suavemente.

* * *

Kincaid se cambió a una velocidad récord, incluso para él, que estaba acostumbrado a que lo llamaran en momentos inoportunos. Se metió la corbata en el bolsillo de la chaqueta de tweed, cerró la puerta de su habitación tras de sí y bajó corriendo las escaleras. Salió al fresco del patio con sensación de alivio.

En cuanto el morro del Midget asomó por la verja, Kincaid vio que Hannah volvía a pie del pueblo con paso resuelto. La esperó, al darse cuenta de que se dirigía directamente hacia él. Llevaba una larga chaqueta de punto de Aran, y el último rayo de sol iluminaba el casquete negro de su cabello. Cuando llegó al coche, abrió la portezuela y entró sin mirarlo, sin decir nada. Kincaid se alejó un kilómetro y aparcó en la cuneta.

—Nos han interrogado, Duncan —dijo, en el silencio repentino que dejó el motor al apagarse, con expresión alterada—. Uno a uno, en el despacho de Cassie. Me han preguntado si estaba con usted anoche para corroborar su declaración. Parecían dar por descontado que yo sabía que era policía, y Nash, el gordo ése, ha insinuado... de todo. —Entonces lo miró, sonrojándose mientras hablaba—. ¿Se da cuenta de cómo me he sentido? ¿Policía?, he preguntado, como una imbécil. ¿Por qué me mintió, Duncan?

Kincaid quiso ganar tiempo para ordenar sus ideas.

—Ese simpático de Nash es un perfecto imbécil. Estoy seguro de que siempre interroga así, intenta que la persona se sienta... —vaciló al escoger la palabra— incómoda.

—Si quiere decir «sospechosa», dígalo. Conmigo no se ande con chiquitas. Además, creo que el inspector jefe Nash ha dicho que ha sido suicidio.

—Es la versión oficial —dijo él, despacio—. Pero tiene que hacer verificaciones.

Kincaid se giró para verle mejor la cara a la luz escasa.

—Pero... yo creía que éramos uno la coartada del otro.

—La alta temperatura del agua dificultará establecer exactamente la hora de la muerte. Pero personalmente creo que cuando nosotros llegamos anoche al jardín, él ya había muerto. Piénselo. Iría a la piscina tras acabar sus tareas y antes de acostarse, no demasiado tarde, a eso de las diez o las once.

Hannah había palidecido.

—¿Antes de acostarse? Usted no cree... que se haya suicidado, ¿verdad?

—No lo creo posible, no.

—Dios mío. ¿O sea que alguien... mató a Sebastian mientras nosotros charlábamos ahí fuera? Y yo estaba diciendo tonterías...

—Probablemente.

—Todo suena tan estúpido e inconsecuente.

Se retiró el cabello de la frente con los dedos y se hundió un poco en el asiento.

—No podíamos saberlo. Y la vida no es trivial o inconsecuente. Si las cosas que nos pasan cada día no fueran importantes, la muerte de nadie, incluida la de Sebastian, no nos afectaría.

—¿Podríamos haber hecho algo, podríamos haberlo ayudado, de haberlo sabido?

Kincaid le tomó la mano entre las suyas, con la palma hacia arriba, como leyendo la bienaventuranza.

—Lo dudo. El shock debió ser masivo. Probablemente el corazón se le paró al instante. Una reanimación inmediata podría haberlo salvado, pero no podemos tener la certeza.

Ella se apartó de él, y su voz sonó dura, en la oscuridad casi completa.

—Claro, usted sabe de eso. Es un experto. Pero todavía no me ha contestado.

Él suspiró y desvió la mirada, a través del parabrisas sucio, hacia las borrosas formas del páramo.

—No era mi propósito engañarla. Sólo quería dejar de lado mi trabajo unos días. Que me valoraran por mí mismo, por una vez. Tenía que haberlos oído, hace un rato, en la sala. No sabían si escupirme y gritarme por ocultarles algo o halagarme y sonsacarme información. —Sonrió—. No volverán a verme nunca más como una persona normal y corriente. A partir de ahora soy un espía en territorio enemigo. Debió ocurrírseme que no funcionaría. Mi trabajo no se puede ocultar tan fácilmente.

—Entiendo —dijo Hannah, mirándose las uñas—. ¿Y es un espía en nuestro territorio?

—No creo. Ni una cosa ni otra. Para Nash, sin duda soy un estorbo, y tener un rango superior al suyo no me ayuda.

—¿Cuál es su rango, por cierto? Nash no lo ha mencionado, se refería a usted socarronamente como «su amigo Kincaid».

—Comisario. —Ella abrió mucho los ojos, sorprendida, y él se apresuró a añadir—: Ya, ya..., pero me acaban de ascender, así que no es tan terrible como suena. Estudié en Bramshill. —Al ver su expresión desorientada, explicó—: La escuela superior de policía, cerca de Reading. Una formación especial. Acelera la promoción a inspector en unos cinco años.

No dijo que sólo los «jóvenes policías de futuro prometedor» eran enviados a Bramshill, ni que de sus licenciados se esperaban carreras estelares. Si Nash había visto sus credenciales, lo sabía, y eso lo pondría todavía más en contra.

—Lo único que yo quería era tener una semana de vacaciones y un poco de mantequilla para mi panecillo,5 —dijo él, contrito. Consiguió que Hannah sonriera.

—Un humor algo fácil, pero alguien que ha leído a Milne no puede ser del todo malo.

—¿Hacemos las paces? —preguntó él, tendiendo la mano.

—Sí, de acuerdo. —Le dio una rápida palmada en la mano—. Me siento como una cría de diez años.

—De eso se trata. —Vio satisfecho que estaba más relajada—. Me iba a escapar. —Señaló la chaqueta—. Venga conmigo a York a cenar, allí nadie nos conoce.

Ella negó con la cabeza:

—No, ha sido un día duro. Prefiero estar sola. Déjeme en la casa al pasar.

Kincaid dio la vuelta en el estrecho camino y dejó a Hannah, tal como le había pedido, estirándose para abrirle la portezuela del Midget y que saliera. Las luces de las ventanas de Followdale House brillaban débilmente, lúgubres como la muerte.