Las hojas caídas no es, naturalmente, la primera novela en cuyo fin se anuncia una continuación que su autor no escribió nunca. Pero tampoco se trata de una añagaza intencional. Collins se propuso realmente escribir la continuación que a todas luces necesita la novela, que termina con ese suspense en el que era un maestro consumado.
No solo a los lectores de Las hojas caídas, novela publicada en tres volúmenes por Chatto & Windus en 1879 y, anteriormente y por entregas, en la revista Belgravia Annual, sino también a los propios responsables de la prestigiosa editorial londinense, así como a uno de sus editores norteamericanos (de quienes dependía en mayor medida: sus gastos se habían disparado en razón de las dos familias a las que tenía que mantener única y exclusivamente mediante los ingresos obtenidos de su pluma) y a ciertas personas con las que mantenía correspondencia habitual, en este caso libre por entero de las presiones y de los yugos de cualquier interés creado, hizo Wilkie Collins la promesa de continuar en una segunda serie la narración de las venturas y desventuras de Amelius, Sally la Simple y otros personajes de Las hojas caídas cuyo futuro, en efecto, podría haber dado buen juego en manos de un autor que, por su maestría en la disposición de los ingredientes de la trama narrativa, aunque no solo, ha merecido el justo epíteto de «rey de la invención»[2].
A pesar de la promesa, reiterada en numerosas ocasiones, Collins no llegó a escribir esa anunciada segunda parte, por más que dos años después de publicado el volumen seguía insistiendo en que lo haría. De acuerdo con su costumbre, incluso llegó a perfilar con toda meticulosidad la trama de esa continuación; en agosto de 1881 comentó de manera ciertamente conmovedora que, antes de ponerse a escribirla, estaba a la espera de que se agotase la edición popular de la primera serie, que había circulado «entre un amplio número de lectores… Apenas te podrás hacer a la idea del asombro y la indignación con que se ha recibido al personaje de Sally la Simple en determinados círculos mojigatos y cargados de prejuicios. Estoy a la espera (y no me falta confianza, debido a mis experiencias anteriores) de que el pueblo emita su veredicto»[3]. Collins, sin embargo, redactó la versión narrativa de una de sus obras teatrales (escritas por dinero, y muy inferiores a sus novelas) y, a continuación, dio a la imprenta La túnica negra, una potente diatriba antijesuítica que tuvo unas ventas más que satisfactorias.
La trayectoria vital y literaria de Wilkie Collins (1824-1889) fue, de principio a fin, un prodigio de orden y de rigor profesional y humano. Ni siquiera su manera de desafiar a las convenciones de la era victoriana en su vida privada, ni su desmedido consumo de opiáceos, fueron óbice para que cumpliera siempre con sus compromisos y sus intenciones, dos esferas que, en su caso, las más de las veces eran coincidentes al cien por cien. Nunca estuvieron tan próximos la realidad y el deseo en el quehacer de un escritor. Por eso constituye un enigma el hecho de que no llegara a escribir la continuación anunciada de este volumen, proyecto del que se conservan incluso los borradores correspondientes al trabajo previo a la escritura propiamente dicha, esto es, el mapa de la trama. Sabemos, por ejemplo, que Collins albergaba la decidida intención de tratar, en la siguiente serie, los avatares de la vida conyugal de Amelius y Sally. Es legítimo suponer que habrían vuelto a la comunidad norteamericana de la que proviene Amelius; cabe deducir que se habría desatado un conflicto entre el «amor egoísta» y la organización social de la propia comunidad, donde, no se olvide, a Amelius le está esperando Mellicent. Y qué decir de las andanzas del señor Farnaby, su hija y su socio, sumidos en la bancarrota; qué decir de los mordaces comentarios con que puntúa el buen Rufus toda la narración.
Antes de aventurar alguna conjetura que tal vez sirva para despejar la incógnita (en el supuesto de que Collins no llegase efectivamente a escribir al menos en parte la continuación de Las hojas caídas y que, acto seguido, destruyese el manuscrito), creo que vale la pena explayarse, ya sea sucintamente, en las circunstancias vitales más relevantes del autor. Como es sabido, Collins mantenía relaciones conyugales, aun sin haber pasado por ninguna vicaría, con dos mujeres, Martha Rudd y Caroline Graves, con las que tuvo descendencia. La casa en la que se instala Amelius con Sally (y el bueno de Toff) es un trasunto de la recoleta casa de Regent’s Park en la que se instaló Martha con sus hijas, a tiro de piedra de la casa en la que residía Wilkie con Caroline y las suyas. Igual que Sally en la novela, Caroline ansiaba ser enterrada junto la tumba de Collins, razón por la cual contravino su voluntad de ser incinerado y, a la postre, se salió con la suya. En la novela hay muchos otros ejemplos de esta ambivalencia constante, como es el que Amelius esté a un tiempo enamorado de Regina y de Sally, jóvenes diametralmente opuestas (la una, de la buena sociedad; la otra, de los bajos fondos, y casi prostibularia) sobre cuyo parentesco a estas alturas ya no vale la pena insistir. En resumidas cuentas, una vida tan contraria a los parámetros y la normativa estricta del puritanismo victoriano tenía sus contrapartidas. La vida de Collins era tan dúplice como la de Amelius. En su último año de vida escribió una carta a su agente, Sebastian Schlesinger, para indicarle su cambio de domicilio (y de identidad) cuando viajaba a pasar largas temporadas en Ramsgate, el lugar en el que se abre Las hojas caídas, no se olvide, con la revelación de un secreto de este mismo jaez:
Wilkie Collins, residente en Wimpole Street, 82, ha desaparecido de este mundo de los mortales. Lo sustituye:
William Dawson,
27, Wellington Crescent,
Ramsgate
Lisa y llanamente, me encuentro en esta dirección con mi «familia morganática». He de viajar, como los personajes de la realeza, bajo la protección de una falsa identidad. De lo contrario, no se vería con buenos ojos mi presencia en esta casa en la que ahora se encuentran mis hijas y su madre. Si hubiera noticias de América, diríjase al señor W. Dawson durante la próxima quincena en la dirección que le indico[4].
De hecho, la renuncia de Collins a seguir adelante con la idea de continuar Las hojas caídas creo que se produce a raíz de una intromisión más que una interferencia de la vida en el arte. Se ha señalado que el novelista inicia en estos años su periodo de declive, y es verdad que su poderío creador no está a la altura del que mostró en la década de 1860, con sus cuatro novelas esenciales: La mujer de blanco, Armadale, Sin nombre y La piedra lunar. Se ha insinuado que en sus últimos años el consumo de láudano con que aliviaba sus múltiples dolencias, hasta el extremo de ser adicto a esta sustancia sin siquiera saberlo, como tantos otros individuos de la época a los que se les recetaban los opiáceos de manera ciertamente alegre, le había pasado factura. Aún le quedaban, sin embargo, obras de notable calidad por escribir.
En Las hojas caídas, Collins expresa de modo especialmente descarnado tanto ciertos hechos esenciales de su propia vida (y es, por tanto, una novela de alto contenido autobiográfico, siempre que se sepa leer a una luz apropiada) como sus propias convicciones y creencias: Amelius es, en cierto modo, un Cándido que proviene de la inocencia del Nuevo Mundo y se encuentra con la corrupción endémica del Viejo Continente. Su propio nombre indica que ha de ser tomado con seriedad, en calidad de figura arquetípica, cosa que tal vez no sea fácil hoy en día. No hay ni rastro de ironía al modo de Henry James; no hay indicios de una sátira volteriana. El modelo de Collins parece ser Dante: tras formular los principios del socialismo cristiano, tras verse expulsado del Paraíso de la comunidad en que vivía, Amelius llega al infierno de Londres, a cuyas profundidades desciende en compañía de Rufus, un Virgilio revestido de pragmatismo americano, y se encuentra con su Beatriz (Sally), a la que salva de la degradación, la violencia y la miseria. Conoce además a una mujer que vive en su propio infierno, la señora Farnaby.
A mi juicio, el hecho de que Collins no siguiera por este camino solo puede atribuirse, en primer lugar, a la dificultad inherente al retrato de la vida conyugal de una pareja que, debido a los prejuicios de la sociedad, por fuerza iba a desbaratarse. Llegó a decir por escrito que tal vez le fuese necesario matar a Sally, y que se sentía incapaz de hacerlo. Asimismo, la vida marital de Amelius y Sally tal vez (según la planificó en su esbozo) se acercaba demasiado a la suya propia. Tal vez tanto Martha Rudd como Caroline Graves, las madres de sus hijas, le pidieron que no siguiera por ese camino: el hombre que se había desvivido por vivir precisamente en manifiesto desafío del estrecho corsé de la moral victoriana, bien que recurriendo a subterfugios como el de la mencionada carta a Schlesinger, tal vez se vio desbordado, en la vejez, por las constricciones sociales imperantes, por el miedo a desafiar del todo a la sociedad en que vivía, por el perjuicio que pudiera causar a sus dos mujeres. El insobornable autor de tantas novelas que habían irritado la remilgada susceptibilidad de muchos de sus lectores seguramente ya no consideró que tuviera sentido abundar en nuevas provocaciones. En plena era victoriana, ni siquiera a un trasgresor como Collins le estaba dado el escribir con tanta inmediatez sobre lo que había constituido su vida cotidiana y aún seguiría siendo el meollo de su existencia durante dos largas décadas.
MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE
Canfranc, febrero de 2001