Capítulo 11

Llegó el día en que el valeroso doctor Pinfold predijo que Sally se hallaría en mejores condiciones. Sin embargo, el informe que el médico remitió a Amelius fue el mismo. «Tiene que tener paciencia, señor. Aún no está bien del todo, o no tanto como para verle a usted».

Toff, que miraba a su señor con preocupación, se alarmó por el cambio que se obraba en él, un cambio que empeoraba gradualmente y se manifestaba en todo momento. Unas veces triste y silencioso, otras amargado e irritable, se había deteriorado física y moralmente. Terminó por parecer una sombra del que era. Ya no cruzaba ni una palabra con su fiel criado, salvo para darle mecánicamente los buenos días o las buenas noches. Llegó un momento en que Toff no pudo resistirlo. Pese al riesgo de recibir una áspera respuesta, se dejó llevar por su generoso impulso y le habló.

—Señor, ¿me permite usted decirle —indicó con toda amabilidad y respeto— que lamento muchísimo verlo tan alterado?

Amelius lo miró sorprendido.

—Ustedes los criados siempre se alarman por simples trivialidades. Tan solo estoy un poco decaído, y creo que me convendría un cambio de aire, eso es todo. Tal vez haga un viaje a América. No creo que le agrade; no me extrañaría que se busque usted otro empleo.

Las lágrimas asomaron a los ojos del viejo.

—¡Jamás! —respondió fervientemente—. Mi última ocupación, si usted me despide, será la que con tanto afecto he tenido a su servicio.

La ternura natural de Amelius se conmovió en lo más profundo.

—Perdóneme, Toff —dijo—. Me siento solo y desdichado, y más preocupado por Sally de lo que podría expresar con palabras. No puede haber cambio alguno en mi vida hasta que me quede tranquilo en lo tocante a esa pobre muchacha. Si termino por viajar a América, le aseguro que usted vendrá conmigo. No le perdería a usted, mi buen amigo, por nada del mundo.

Toff permaneció en la sala como si aún le quedase algo que decir. Totalmente ignorante del compromiso matrimonial que existió entre Amelius y Regina, ajeno al modo en que había terminado, sospechaba no obstante, de forma un tanto vaga, que su señor podía haberse metido por inadvertencia en un enredo con una señora que a él le era desconocida. La oportunidad de hacerle la pregunta se presentó a su alcance. Y la formuló con modestia.

—¿Viaja a América para casarse, señor?

Amelius lo miró con momentánea suspicacia.

—¿Qué le hace pensar tal cosa?

—No lo sé, señor —respondió Toff con humildad—. Tal vez hayan sido imaginaciones mías, pero ¿no seria sin duda maravilloso que un caballero de su edad y su apariencia llevase al altar a una encantadora mujer?

Amelius se había dejado conquistar una vez más; sonrió.

—¡Basta de tonterías, Toff! Jamás contraeré matrimonio. Más vale que lo sepa.

El rostro avejentado de Toff adquirió una súbita luminosidad. Se dispuso a retirarse; vaciló; regresó junto a su señor.

—¿Tendrá usted necesidad de mis servicios, señor, durante una hora o dos a lo sumo?

—No. Pero quiero que esté de vuelta antes de que yo mismo salga. Esté en la casa a las tres en punto.

—Gracias, señor. Si necesita algo en mi ausencia, mi hijo está abajo.

El chiquillo, que con atención acompañó a Toff hasta la puerta, observó sorprendido que su padre chasqueaba los dedos alegremente al partir, y que tarareaba los primeros compases de La Marsellesa.

«Aquí va a pasar algo», se dijo al regresar a la casa. Desde Regent’s Park hasta los Edificios Blackacre el trayecto es casi un viaje de una punta a otra de Londres. Haciendo parte del camino en tranvía, Toff llegó a la residencia del doctor Pinfold con la confianza de un hombre que sabía a la perfección dónde iba y cuál era su cometido. La sagacidad de Rufus había acertado al sospechar sus intenciones: Toff había seguido en privado a su señor y se había presentado ante el médico con una mezcla de motivos en la cual su devoción por Amelius sin duda se llevaba la palma. Por su experiencia del mundo comprendió que la partida de Sally tan solo había sido el comienzo de nuevas complicaciones todavía por surgir. «¿De qué le sirvo a mi señor —reflexionó— si no es para ahorrarle contratiempos incluso a su pesar?».

El doctor Pinfold estaba extendiendo recetas a una hilera de pacientes, sentados todos ellos en un banco.

—¿No está usted enfermo? —dijo cortantemente a Toff—. Bien, en ese caso vaya a esperarme a la sala.

Cuando terminó de atender a sus pacientes, Toff trató de explicarle el objeto de su visita. El viejo médico naval insistió en formular primero una sencilla pregunta.

—¿Viene a verme por orden de su señor, o se trata de una entrevista privada, como la otra vez que vino a verme?

—Se trata de algo privado —respondió Toff—. Mi pobre señor está empeorando día a día por culpa de la desdicha y el suspense que le produce esta situación sin remedio. Es preciso hacer algo por él. Mi querido y buen señor, le ruego que me ayude a resolver esta triste situación. ¡Dígame la verdad sobre la señorita Sally!

El viejo Pinfold se metió las manos en los bolsillos y se apoyó contra la pared de la sala, contemplando al francés con una expresión en la que su genuina simpatía se mezclaba con una curiosa mirada de entretenimiento.

—Es usted un valioso criado —le dijo—, y por eso le daré a conocer la verdad. Me he visto obligado a engañar a su señor en lo tocante a esa molesta y joven Sally. Siempre le he dicho que aún está demasiado enferma para verle y para responder a sus cartas, pero es mentira. No le sucede ya nada, salvo una enfermedad para la cual yo no tengo cura: la enfermedad del ánimo alterado. Se le ha metido en la cabeza que se rebajó por completo y para siempre en la estima de su señor al abandonarle y venir a refugiarse aquí. De nada sirve decirle, por más que sea completamente cierto, que había perdido la cabeza, que no es en modo alguno responsable por lo que hizo cuando lo hizo. Ella sostiene a pesar de todo su propia opinión. «¿Qué pensará de mí, salvo que he vuelto adrede a la desgracia de mi vida de antaño? ¡Me tiraría por la ventana si él entrase ahora mismo!». Así es como me responde; aún peor es que tiene el corazón desgarrado por él. La pobrecilla está tan ansiosa de saber algo acerca de su salud y sus andanzas que da verdadera pena verla. No creo que su enfebrecido cerebro lo resista por mucho más tiempo. ¡Qué me aspen si sé yo qué habría de hacer! Las dos mujeres, sus amigas, ya no tienen la menor influencia sobre ella. Cuando la vi esta mañana, la muy desagradecida llegó a decirme: «¿Por qué no me deja morir?». Se me escapa de qué modo entró su señor en contacto con esas desgraciadas criaturas; además, eso no es de mi incumbencia. Tan solo deseo que fuera otra clase de hombre. Antes de conocerle tal como ahora le conozco, supuse, como un estúpido, que él sería la persona adecuada para ayudarnos a devolver a la chiquilla al buen camino. Es un hombre espléndido, tan impulsivo, tan tierno. Y en el estado actual en que ella se encuentra, eso sería más perjudicial que beneficioso. ¿Sabe usted si él va a casarse?

Tras escuchar al médico en silencio, inquieto, Toff alzó la mirada.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Por nada, por nada —respondió el viejo Pinfold—. Sally insiste en decirnos que ella se interpone en el futuro de él y que tan solo es un estorbo. Y al hablar de su futuro se le ha metido en la cabeza el matrimonio de él, en el cual ella se interpone. ¿Cómo? ¿Ya se marcha?

—Deseo ir a ver a la señorita Sally. Creo que tengo algo que decirle que le servirá de consuelo. ¿Cree que me dejará visitarla?

—¿Es usted el hombre que responde al apodo de Toff? Algunas veces habla de un tal Toff.

—¡Sí, señor! Soy Théophile Leblond, también conocido por Toff. ¿Dónde puedo encontrarla?

El doctor Pinfold tocó una campanilla.

—El recadero de la consulta va para allá a despachar una medicina —respondió—. Es un lugar muy pobre, aunque lo encontrará usted en óptimas condiciones… gracias a su buen señor. Ha comenzado a ayudar a las dos mujeres para que emprendan una nueva vida lejos de este país; mientras aguardan a conseguir el pasaje, disponen de una habitación adicional y han alquilado algunos muebles, según es deseo de su señor. Ah, ahí está el chico de los recados; él le enseñará el camino. Una cosa más: ¿qué piensa decirle a Sally?

—Le voy a decir, señor, que mi señor se siente sumamente triste porque la echa en falta.

El doctor Pinfold meneó la cabeza.

—Con eso no ha de llegar muy lejos si pretende convencerla. Tan solo conseguirá que se sienta más desdichada.

Toff se llevó el dedo índice junto a la nariz.

—¿Y si le dijera otra cosa? Supongamos que voy y le digo que mi señor no va a casarse con nadie.

—Ella no le creerá.

—Seguro que sí me ha de creer, y lo sé por una razón muy simple —dijo Toff con gravedad—. A mi señor le hice esa misma pregunta antes de venir, y sé de sus propios labios que no hay damisela que le espere, y que de ninguna manera tiene previsto casarse. Si se lo digo así a la señorita Sally, señor, ¿cómo cree que se lo tomará? ¿Se quiere apostar conmigo un chelín a que mi comunicado no tiene efecto en ella?

—¡No pienso apostarme nada! Siga al recadero y dígale a la joven Sally que le envío un médico mucho mejor que yo.

Mientras Toff iba de camino a ver a Sally, el hijo de Toff importunó a Amelius al anunciarle una visita. La tarjeta que le entregó ostentaba un rótulo: «El hermano Bawkwell, de Tadmor».

Amelius miró la tarjeta y bajó corriendo al vestíbulo para recibir al visitante con ambas manos abiertas, dispuesto a darle la bienvenida de todo corazón.

—¡Oh! ¡Cuánto me alegro de verle! ¡Pase, adelante! ¡Hábleme de Tadmor!

El hermano Bawkwell acogió tan entusiasta recepción con una mirada adusta y sorprendida. Era un viejo endurecido y seco, de barba blanca y revuelta, con arrugas en la frente y una boca obstinada, de finísimos labios. Por edad y por temperamento no era dado a ser amigo íntimo de ninguno de los hermanos jóvenes de la Comunidad. Sin embargo, en esa tristísima fase de su vida, a Amelius se le alegró el corazón al ver a una persona que le recordaba sus tranquilos, felices días de Tadmor. Ese gélido y viejo socialista se le apareció por vez primera como si fuese un amigo queridísimo.

El hermano Bawkwell aceptó la silla que le ofrecía y comenzó a reflexionar, en solemne silencio, mirando el reloj.

—Las dos y veinticinco —dijo antes de guardar el reloj.

—¿Va usted justo de tiempo? —preguntó Amelius.

—Es mucho lo que se puede hacer en diez minutos —respondió el hermano Bawkwell con un acento escocés que había sobrevivido a toda una vida en América—. Quiero hacerle saber que he venido a Inglaterra en una misión encargada por la Comunidad, a fin de hablar de asuntos de distinta importancia con un total de veintisiete personas. El suyo, amigo Amelius, es un asunto de menor importancia. Le puedo conceder diez minutos.

Abrió una gruesa libreta de bolsillo, negra, que contenía un puñado de cartas. Colocó dos sobre la mesa y se dirigió a Amelius como si hablase en público.

—Debo llamarle la atención sobre ciertas resoluciones del Consejo de Tadmor, que datan del pasado 3 de diciembre y se refieren a una persona temporalmente condenada a permanecer al margen de la Comunidad, tal como lo está usted…

—¡Mellicent! —exclamó Amelius.

—No tenemos tiempo para interrupciones —señaló el hermano Bawkwell—. Dicha persona es, en efecto, la hermana Mellicent; el Consejo se reunió para considerar una carta que, con su firma, se recibió el pasado 2 de diciembre. Dicha carta —siguió diciendo a la vez que tomaba uno de los papeles— ha sido abreviada como sigue por el secretario del Consejo. En esencia, la carta afirma que, primero, «la hermana casada bajo cuya protección residía en Nueva York está resuelta a instalarse en Inglaterra con su esposo, quien ha sido nombrado por su empresa el representante de la misma en Londres»; segundo, que ella, me refiero a la hermana Mellicent, «tiene serias razones para no acompañar a sus parientes en su viaje a Inglaterra, y que no goza de otras amistades que se ocupen de su bienestar si permanece en Nueva York»; tercero, que «apela a la misericordia del Consejo, habida cuenta de las circunstancias, para que acepte la expresión de su más sincero arrepentimiento por haber violado una norma, y para que permita el regreso de una criatura penitente y sin amigos al único hogar que le queda, su hogar de Tadmor». No, amigo Amelius, no tenemos tiempo que perder en la expresión de nuestra simpatía; ya casi ha transcurrido la mitad de los diez minutos previstos. Aún debo notificarle que la cuestión fue sometida a votación bajo la formulación que sigue: «¿Es coherente con las graves responsabilidades del Consejo considerar la remisión de cualquier sentencia que fue pronunciada con justicia y amparada en el Libro de las Reglas?». El resultado fue digno de mención, ya que los votos a favor y en contra quedaron divididos por igual. En estas situaciones, como usted bien sabe, nuestras leyes señalan que sea el Hermano Anciano quien tome la decisión, y este de hecho dio su voto a la remisión de la sentencia, con lo cual dicha sentencia quedó invalidada. Por una exigua mayoría. Por consiguiente, la hermana Mellicent de nuevo fue recibida en Tadmor.

—¡Ah, el buen Hermano Anciano! —exclamó Amelius—. ¡Siempre partidario de la misericordia!

El hermano Bawkwell alzó la mano para protestar.

—Diríase que no tiene usted noción del valor del tiempo —dijo—. Haga el favor de callarse. En calidad de representante itinerante del Consejo, se me ha indicado que le comunique que su sentencia también queda naturalmente invalidada, a consecuencia de la remisión de la sentencia que se impuso a la hermana Mellicent. Tiene usted entera libertad para regresar a Tadmor a su voluntad. Sin embargo, escúcheme bien lo que debo decirle, amigo Amelius: el Consejo sostiene la resolución de que la elección que tome usted entre nosotros y el resto del mundo sea una elección totalmente libre y sin mediatizar. Por temor a ejercer siquiera una influencia indirecta, nos hemos abstenido incluso de escribirle. Con idéntico motivo, ahora le decimos que si regresa usted con nosotros ha de ser sin interferencia alguna por nuestra parte. Le informamos de un suceso que ha tenido lugar en su ausencia, pero nada más.

Calló y miró el reloj. El tiempo hace proverbiales maravillas. El tiempo le cerró la boca.

Amelius respondió con el corazón acongojado. El mensaje del Consejo le había recordado primero a Mellicent, y luego Tadmor, y le hacía ver de otro modo su propia posición.

—Mi experiencia del mundo ha sido muy dura —dijo—. De muy buena gana regresaría a Tadmor hoy mismo, de no ser por una consideración…

Titubeó; vio de nuevo la imagen de Sally. Las lágrimas acudieron a sus ojos, y no dijo nada más.

El hermano Bawkwell, debido a las prisas, se puso en pie y entregó a Amelius el segundo de los papeles que había extraído de su libreta.

—Se trata de un documento puramente informal —dijo—; solo son unas cuantas líneas de parte de la hermana Mellicent que ella me encomendó para que se las entregase. Tenga la bondad de leerla tan deprisa como pueda, e indíqueme si pretende contestar.

No había gran cosa que leer.

Amelius, las buenas gentes de este lugar me han perdonado y me han permitido regresar con ellas. Ahora vivo en paz y felicidad, querido, al tiempo que me acuerdo de ti. Doy los mismos paseos que dábamos juntos, y a veces salgo en bote por el lago, y pienso en aquella ocasión en que te conté mi triste historia. Tus animalillos están ahora a mi cuidado: el perro y el cervatillo, las aves… Todos están bien y te esperan a mi lado. La convicción de que has de volver a mí sigue siendo la misma creencia inquebrantable que tuve desde el principio. Te lo diré una vez más: me has de encontrar aquí, dispuesta a ser la primera que te dé la bienvenida cuando tu ánimo se hunda bajo el peso de la vida, y cuando tu corazón quiera regresar a tus amigos de juventud. Hasta que llegue ese momento, piensa en mí de vez en cuando. Adiós.

—Estoy a la espera dijo el hermano Bawkwell con el sombrero en la mano.

Amelius le respondió con gran esfuerzo.

—Haga el favor de darle las gracias de mi parte —dijo—. Eso es todo.

Agachó la cabeza al hablar, y se sumió en sus pensamientos como si estuviera solo.

El emisario de Tadmor, advertido por la manecilla del reloj, le llamó la atención.

—Me haría usted un gran favor —dijo el hermano Bawkwell a la vez que sacaba una lista de nombres y direcciones— si me indicase el camino para encontrar a la octava persona de esta lista. Ya son las tres menos veinte.

La dirección que le señalaba no estaba muy lejos, pues se trataba de una calle al norte de Regent’s Park. Amelius, silencioso y pensativo, actuó como guía.

—Por favor, dé las gracias al Consejo por la amabilidad con que me tratan —dijo cuando llegaron a su destino. El hermano Bawkwell contempló al amigo Amelius con ojos desapasionados.

—Creo que terminará usted por volver con nosotros —dijo—. Cuando nos encontremos en Tadmor, aprovecharé la ocasión para hacerle algunos comentarios tan oportunos como necesarios sobre el valor que siempre tiene el tiempo.

Amelius regresó a la casa de campo a ver si Toff estaba de vuelta. Tenía previsto hacer su visita diaria al doctor Pinfold.

—¿Está usted ahí, Toff? —llamó.

—A su servicio, señor —respondió al punto.

El cielo se había nublado y amenazaba lluvia. Al no encontrar el paraguas en el vestíbulo, Amelius fue a la biblioteca a buscarlo. Nada más cerrar la puerta, Toff y su hijo aparecieron por las escaleras de la cocina. Los dos iban de puntillas; los dos estaban en guardia.

Amelius encontró el paraguas. Fue característico de su melancolía que lo dejara caer sobre la silla más cercana en vez de salir a la calle de inmediato, con la prestancia y la actividad de otros días más felices. De nuevo pensaba en Sally; sopesaba incluso la posibilidad de desafiar las órdenes del médico y empeñarse en visitarla, sin importarle lo que pudiera suceder.

De pronto alzó la mirada. Un leve sonido le había sobresaltado.

Fue un tenue susurro, sin duda procedente de la habitación que había ocupado Sally.

Aguzó el oído y lo oyó de nuevo. Se puso en pie con el corazón desbocado y abrió la puerta de la habitación.

Allí estaba.

Tenía las manos sobre el pecho, pues respiraba con gran agitación. Era incapaz de mirarlo, incapaz de hablarle; se la veía incapaz de avanzar hacia él. Así estuvo hasta que él le tendió los brazos abiertos. En ese momento, todo el amor y todo el pesar encerrados en su corazoncito fluyeron hacia él en forma de un llanto bajo, un murmullo. Ocultó la cara arrebolada en el pecho de él. Su color sonrosado tiñó suavemente su cuello, como una confesión no expresada de todos sus temores, de todas sus esperanzas.

Fue un tiempo más allá de las palabras. Los dos permanecieron callados, el uno en brazos del otro.

Debajo de ellos, en la planta inferior, la quietud reinante en la casa de campo se quebró con un estallido de música bailable, con el rítmico golpeteo de los pies en el suelo y la animada melodía. Toff tocaba el violín, y su hijo bailaba al compás.