Capítulo 5

La puerta de la habitación de la planta baja en que se recluía la señora Farnaby estaba entreabierta. De hecho, estaba ojo avizor para que Amelius no pasara de largo.

—¡Adelante! —gritó en el momento en que apareció él por el vestíbulo. Lo hizo pasar a la estancia y cerró de un portazo. Tenía las mejillas coloradas y los ojos casi se le salían de las cuencas—. Tengo algo que contarle, mi querido y buen amigo —empezó a decirle con tremenda excitación—. Se trata de una confidencia, algo exclusivamente entre usted y yo. —Hizo una pausa y, al callar, lo miró con repentina ansiedad, con alarma—. ¿Qué le sucede?

Nada más ver la estancia, oír la referencia a un secreto, intuir la perspectiva de una nueva conversación en privado, Amelius regresó mentalmente, en un visto y no visto, a aquella primera y memorable entrevista con la señora Farnaby. Las piadosas y esperanzadas palabras de la madre cuando le habló con pasión de su hija perdida resonaron de nuevo en sus oídos, tal como si acabaran de brotar de sus labios. «Puede que ella esté perdida en el laberinto de Londres… Tal vez mañana, tal vez dentro de diez años, cabe la posibilidad de que se encuentre usted con ella». Las posibilidades eran, a lo sumo, de una entre cien, entre mil, entre diez mil incluso. No obstante, esa pasmosa posibilidad centelleó en su mente como un súbito rayo de luz diurna que refulge en medio de las tinieblas. «¿Acaso me habré encontrado con ella a la primera oportunidad?».

—¡Espere! —exclamó Amelius—. Antes de que me diga nada, es preciso que sea yo quien le refiera algo. Pero no se engañe con vanas esperanzas; prométamelo antes de empezar.

Ella hizo un gesto de desdén con una mano.

—¿Esperanzas? —repitió—. Bah. Para mí han terminado las esperanzas, han terminado los temores. ¡Por fin tengo certezas!

Él estaba demasiado ansioso para prestar ninguna atención a lo que ella le dijera; tenía toda el alma puesta en el desvelamiento que estaba a punto de hacer.

—Hace ya dos noches —siguió diciendo— que eché a caminar sin rumbo por las calles de Londres cuando me encontré…

Ella se echó a reír.

—¡Adelante! —exclamó con una alegría en el fondo despectiva.

Amelius calló: estaba perplejo, sobresaltado.

—¿De qué se ríe usted?

—¡Adelante! —repitió ella—. Le desafío a que me sorprenda. ¡Siga, siga! ¿A quién dice que se encontró?

Amelius siguió hablando, aunque sumido en un mar de dudas, balbuceando casi.

—Me encontré con una pobre muchacha de la calle —dijo sin dejar de mirarla.

Al oír esas palabras, ella cambió por completo de actitud y lo observó con aire de severo reproche.

—Ya basta —dijo interrumpiéndole—. No he esperado todos estos años tan desdichados para encarar un final tan horrible como ese.

De repente se le iluminó la cara; se le inundó de una radiante efusión de ternura, de triunfo, que le devolvió en el acto la frescura juvenil y la felicidad.

—¡Amelius! —exclamó—. ¡Escúcheme bien! Mi sueño se ha hecho realidad: ¡ha aparecido mi chiquilla! Gracias a usted, aunque usted no lo sepa.

Amelius la miró confundido. ¿Estaba hablándole de algo que había ocurrido en realidad, o acaso había vuelto a tener un sueño?

Absorta en su propia felicidad, no hizo ningún comentario sobre el silencio de Amelius.

—He visto a la mujer —siguió diciendo—. Esta bendita, radiante mañana he visto a la mujer que se la llevó en aquellos primeros días de su pobre existencia. La muy miserable jura y perjura que no es ella quien tiene la culpa. Así pues, he tratado de perdonarla. Tal vez a punto he estado de otorgarle mi perdón, llevada por el alborozo que me ha producido el saber lo que ella ha venido a decirme. Y jamás me habría enterado de la noticia. Amelius, si a usted no se le hubiera ocurrido dar su gloriosa conferencia. Resulta que la mujer estaba entre el público. Jamás habría dicho ni palabra de aquellos tiempos; jamás habría pensado siquiera en mí, si no…

Al decir estas palabras, la señora Farnaby calló de repente y apartó el rostro de Amelius. Tras aguardar un poco, al ver que permanecía en silencio, impertérrita, se aventuró él a formular una pregunta.

—¿Está segura de que no la engañan? —preguntó—. Si no recuerdo mal, me comentó usted que algunos malhechores habían tratado de engañarla en el pasado, cuando contrató usted a determinadas personas para que la encontrasen…

—Tengo la prueba de que nadie me está engañando —repuso la señora Farnaby, todavía sin darle la cara—. Uno de ellos conoce el defecto que tiene en el pie.

—¿Uno de ellos? —repitió Amelius—. Pues ¿cuántos son?

—Dos. La mujer, que es bastante vieja, y un hombre joven.

—¿Cómo se llaman?

—Todavía no han querido decírmelo.

—¿Y no le parece un tanto sospechoso?

—Uno de ellos está al tanto —reiteró la señora Farnaby— del defecto que tiene en el pie.

—¿Me permite preguntarle cuál de los dos lo sabe? Supongo que será la vieja…

—Pues no. Es el joven.

—Qué raro, ¿no le parece? ¿Ha visto usted al joven?

—No sé nada de él, salvo lo poco que me contó la vieja. Pero me ha escrito una carta.

—¿Puedo echarle un vistazo?

—¡Ni se le ocurra!

Amelius no dijo nada más. Si hubiera sentido la más leve sospecha de que la revelación que voluntariamente le había hecho la señora Farnaby durante su primer encuentro fue escuchada por la persona desconocida que había abierto la ventana batiente de la cocina, tal vez habría recordado asimismo el lenguaje vindicativo que empleó Phoebe al visitarlo en su alojamiento, así como las dudas que le hizo sentir el descubrimiento de aquel vagabundo que la esperaba en la calle. Tal como fueron las cosas, se quedó lisa y llanamente desconcertado. La única conclusión inapelable y sencilla que le vino a las mientes fue, por desgracia, la natural conclusión que siguió a lo que acababa de saber, esto es, que la señora Farnaby no tenía el más mínimo interés por su descubrimiento de Sally la Simple, y que por tanto no tenía ninguna necesidad de molestarse por ese asunto. Por extraña que pareciera la revelación de la señora Farnaby, el conocimiento que acerca del defecto del pie de la muchacha tenía la persona que se hubiera puesto en contacto con ella constituía una circunstancia muy a su favor, sobre la cual no cabía discusión alguna. Con todo y con eso. Amelius seguía preguntándose en su fuero interno cómo era posible que la mujer que se había hecho cargo de la recién nacida no llegara a descubrir lo que al parecer conocía perfectamente otra persona. De haber sabido que la ocupación de la señora Sowler por aquel entonces era la de ama de cría de toda clase de niños, y de haber deducido que por aquel entonces tenía abundantes niños abandonados a su cargo, habría comprendido con toda facilidad que era la última persona del mundo que se habría tomado la molestia de examinar minuciosamente a las infortunadas criaturas que eran abandonadas a merced de su cuidado negligente y alcoholizado. Antes de confiarle sus instrucciones, Jervy quedó satisfecho al comprobar que la mujer no tenía ni la más remota idea de que uno u otro pie de la niña presentara el más mínimo defecto.

Al interpretar la última respuesta de la señora Farnaby en el sentido de que su entrevista tocaba a su fin, Amelius tomó el sombrero para marcharse.

—Espero de todo corazón —dijo— que lo que tan bien ha empezado termine igual de bien. Si hay algo que pueda hacer por usted…

Ella se acercó más a él y, con amabilidad, le puso la mano en el hombro.

—No vaya a pensar que no me fío de usted —dijo con gran entrega—. No tengo el menor deseo de sorprenderlo, eso es todo. Incluso un alborozo tan grande como el que yo siento tiene su lado oscuro; mi desdichada vida conyugal proyecta una sombra sobre todo aquello que me sucede. Mantenga en secreto lo poco que le he contado, y que no lo sepa nadie: me llevaría usted a la ruina si dijera una sola palabra a cualquier ser vivo. No debería haberle abierto las puertas de mi corazón, pero ¿cómo iba yo a evitarlo si la felicidad que viene hacia mí ha llegado a través de usted? Cuando hoy se despida de mí, Amelius, me dirá adiós por última vez en esta casa, pues me dispongo a marchar de aquí. No me pregunte por qué; esa es otra de las cosas que ni se me pasa por la cabeza decirle. Tendrá noticias mías, o si acaso nos veremos; eso se lo prometo. Deme una dirección a la que pueda escribirle, algún lugar donde no haya mujeres curiosas que puedan abrir mi carta durante su ausencia.

Le entregó su agenda de bolsillo. Amelius anotó la dirección de su club.

Ella le dio la mano.

—Recuérdeme con afecto —dijo—. Una vez más, no tema que sea yo víctima de un engaño. Todavía queda en mi interior un ser endurecido que jamás baja la guardia. Esta misma mañana, la vieja trató de hacerme hablar acerca de esa pequeña falla que los dos sabemos, la que tiene mi hija en el pie. «Si se hubiera interesado usted como es debido por mi pobre hija, al menos mientras estuvo a su cuidado», le dije, «tarde o temprano lo habría descubierto». Ni una palabra salió de mis labios. No se preocupe por nada mientras piense en mí. Soy tan astuta como ellos, si no más; me he propuesto averiguar, de la manera que sea, cómo descubrió lo que sabe el hombre que me escribió esa misiva. Y ha de satisfacerme, eso se lo prometo, cuando lo vea o cuando tenga noticias suyas. Que todo esto quede estrictamente entre nosotros, que sea sagrado nuestro secreto. No diga nada; sé que puedo confiar en usted. Adiós, y perdóneme por haberme entrometido tantas veces entre Regina y usted. Ya no volveré a hacerlo. Si de veras piensa que es una mujer que le conviene, cásese con ella. Ya no me interesa que sea usted un soltero libre de ir y venir por el mundo a sus anchas, conociendo a infinidad de muchachas por todas partes. Sabrá cómo son las cosas. ¡Ay, qué contenta estoy!

Se echó a llorar e hizo una señal a Amelius, rogándole que la dejara a solas.

Él apretó su mano en silencio y salió.

Nada más cerrar la puerta, la voluble mujer cambió de opinión una vez más. Pasó un rato yendo de acá para allá y hablando a solas. Dejó de llorar casi en el acto. Cerró los labios con firmeza; afloró a sus ojos una expresión de salvaje resolución. Tomó asiento ante su escritorio y lo abrió. «Volveré a leerla por última vez —se dijo—, antes de cerrarla».

Tomó del escritorio una carta de su puño y letra y la desdobló. Con los codos sobre la mesa y los dedos enmarañados en el cabello, leyó estas líneas que antes había dirigido a su marido:

JOHN FARNABY:

Siempre he sospechado que tuviste algo que ver en la desaparición de nuestra hija. Ahora sé con certeza que abandonaste a propósito a tu hija y la dejaste a merced del mundo, y que así condenaste a tu esposa a vivir para siempre en la desdicha.

No supongas que me he dejado engañar. He conversado con la mujer que te estuvo esperando ante la verja del jardín de Ramsgate, y que de hecho se llevó a la niña de tus propias manos. Ella te vio a mi lado durante la conferencia, y tiene la absoluta seguridad de que eres tú.

Gracias a esa coincidencia en la sala de conferencias, por fin estoy sobre la pista de mi hija hace tanto tiempo perdida. Esta mañana supe toda la historia de labios de esa mujer. Mantuvo a la niña, por si acaso le fuese reclamada, hasta que ya no pudo permitírselo. Se encontró entonces a una persona que estaba dispuesta a adoptarla y que se la llevó a un país extranjero, todavía desconozco a cuál. En ese país sigue viviendo mi hija, que me será devuelta de acuerdo con una serie de condiciones que me han de ser comunicadas dentro de unos días.

Parte de todo esto será cierto, y otra parte será falso; tal vez esa mujer mienta para salvaguardar sus intereses frente a mí. De una cosa sí estoy segura: mi niña ha sido identificada por medios que yo conozco y que no admiten ninguna duda. Y ha de estar viva todavía, ya que los intereses de las personas que tratan conmigo son coincidentes con su vida misma.

Cuando recibas esta carta al regresar esta noche de tus negocios te habré abandonado. Te habré abandonado para siempre. Solo de pensar siquiera en volver a mirarte a la cara me inunda el terror. Dispongo de mis propios ingresos, como bien sabes, y me he propuesto salirme con la mía. Por tu propio bien te advierto que no hagas ningún esfuerzo por localizarme. Declaro con toda solemnidad que antes de permitir que tu hija abandonada quede contaminada solo por el hecho de verte, preferiría matarte con mis propias manos aunque haya de morir después en la horca. Si alguna vez me pregunta ella por su padre, pienso hacerte un favor en honor de la naturaleza humana, le diré que su padre ha muerto. Y no será una mentira, pues yo te repudio a ti y a tu nombre, y para mí estás muerto desde ahora en adelante.

Firmo con el apellido que me dio mi padre,

EMMA RONALD

Ella misma había dicho que no tenía el menor deseo de sorprender a Amelius, y esta era la razón.

Luego de pararse a pensar un poco, lacró la carta y escribió la dirección. Hecho esto, abrió el armario de madera de roble donde antes guardaba la mantilla y la cofia de bebé junto con otros recuerdos del pasado, los que ella había llamado «consuelos inútiles». Tras asegurarse de que el armario estaba vacío, anotó en una tarjeta la inscripción «Para que venga a recogerlo un recadero de parte de mi banco», y la adhirió a una caja de latón que había en una esquina, una caja cerrada con candado. Sacó la caja del fondo del armario y la dejó a la vista, de modo que se viese nada más entrar en la habitación. Una vez dispuesto lo relativo a la pequeña caja fuerte que contenía sus tesoros, tomó la carta ya lacrada y, subiendo las escaleras, la dejó sobre la mesa del vestidor de su marido. Salió deprisa, en un instante, como si ese lugar le resultase insufrible.

Tras llegar al otro extremo del pasillo, entró en su propio dormitorio y se puso una cofia y una capa. Sobre la cama le esperaba un bolso de cuero. Lo tomó y contempló el amplio y lujoso dormitorio con un estremecimiento de desagrado. Lo que había tenido que sufrir dentro de esas cuatro paredes no lo sabía ningún ser humano salvo ella misma. Salió corriendo, igual que había salido del dormitorio de su marido.

Su sobrina estaba todavía en la sala de estar. Cuando ya estaba ante la puerta, vaciló y se detuvo. La muchacha en el fondo no era mala, sino muy al contrario, aunque fuese, a su manera, plácida y tediosa. Tal vez una última muestra de amabilidad con ella sería buena cosa para dejársela de recuerdo. Abrió la puerta tan repentinamente que Regina se sobresaltó y emitió un gritito de alarma.

—¡Ay, tía! ¡Qué susto me has dado! ¿Vas a salir?

—Sí, voy a salir —esa fue toda su respuesta—. Ven, dame un beso.

Regina la miró con los ojos como platos.

La señora Farnaby dio un pisotón de impaciencia. Regina se puso en pie, tan graciosa como perpleja.

—Mi querida tía, ¡qué rarezas tienes! —dijo, y le dio el beso que le pedía con una serena aunque sorprendida elevación de sus finas cejas.

—Sí —dijo la señora Farnaby—. Esta es una de mis… rarezas, como tú dices. Anda, vuelve a tu labor. Adiós.

Salió de la estancia tan bruscamente como había entrado. Con paso firme y pesado bajó al vestíbulo, salió a la calle y cerró la puerta para nunca más volver.