Capítulo 2
La dueña de la casa en que se alojaba decidió qué era lo que se debía hacer.
—Señor mío, tenga la bondad de desalojar mi casa de inmediato —dijo a Amelius—. Teniendo en cuenta la brevedad con que se lo notifico, no le exigiré el pago del alquiler correspondiente a esta semana. Esta es una casa respetable y le aseguro que seguirá siéndolo, cueste lo que cueste.
Amelius se explicó y protestó; apeló al sentido de la justicia y al sentido del deber que pudiera tener la buena señora en calidad de cristiana.
Su razonamiento, que en Tadmor habría sido irrefutable, en Londres fue descartado de un plumazo. La dueña de la casa permaneció tan impasible como la Esfinge de Egipto.
—Si esa criatura que está en el dormitorio no sale de mi casa en el plazo de una hora, no dude que llamaré a la policía.
Tras responder con estas palabras a los argumentos de su inquilino, salió de la estancia dando un portazo.
—Gracias, señor, por haber sido tan amable conmigo. Ahora mismo me marcho. Así, tal vez la señora quiera perdonarlo.
Amelius se dio la vuelta: Sally la Simple lo había oído todo. Estaba vestida con sus ropas miserables, de pie en la puerta abierta, sollozando.
—Espera, espera un poco —dijo Amelius a la vez que le secaba los ojos con su propio pañuelo—. Nos marcharemos juntos. Quiero comprarte unas ropas algo mejores, más presentables, y la verdad es que no sé bien por dónde empezar. No llores, querida mía. No llores más.
La criada, sorda como una tapia, entró mientras hablaba. También estaba llorando. A su manera, Amelius también se había portado bien con ella, y ella era la culpable de que se hubiera descubierto la presencia de la muchacha en el dormitorio.
—Si me lo hubiera advertido, señor… —dijo en tono de penitencia—. Yo lo habría guardado en secreto, pero es que vine con su jarra de agua caliente, como de costumbre, y… ¡Dios mío! ¡Me asusté! Se me cayó la jarra y bajé corriendo y…
Amelius prefirió que la disculpa no se prolongase más.
—No la culpo de nada, María —dijo—, pero ahora estoy en un aprieto. Ayúdeme a salir de él, me hará un gran favor.
María le oyó solo en parte, pero no oyó más. Temeroso de levantar la voz para que le entendiera, de modo que también le oyese la dueña de la casa, le preguntó si sabía leer. Sí, sí que sabía, siempre y cuando fuese con letra sencilla. Amelius redujo de inmediato toda expresión de sus necesidades a ponerla por escrito con letra redonda y grande. María estuvo encantada. En efecto, sabía dónde estaba la tienda más cercana en la que se podía adquirir todo tipo de prendas de vestir femeninas listas para llevar; a modo de guía infalible para un hombre que lo ignoraba todo en tales cuestiones, le bastaría con dos trozos de cordel. Con el primero midió la estatura de Sally la Simple; con el otro tomó la medida de su talle esbelto mientras Amelius abría el escritorio para hacerse con el último resto de dinero suelto que le quedaba. Acababa de cerrar el escritorio cuando la voz de la despiadada dueña de la casa de huéspedes se dejó oír: llamaba imperiosamente a María.
La criada entregó a Amelius los dos cordeles.
—En la tienda le valdrán de ayuda —dijo, y salió casi a la carrera.
Amelius se volvió hacia Sally la Simple.
—Voy a comprarte ropa nueva —empezó a decir.
La muchacha no le dejó seguir: fue incapaz de seguir oyendo una sola palabra más. De su rostro desapareció todo rastro de pena en un solo instante, y dio una palmada de alborozo.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Ropa nueva! ¡Ropa limpia! ¡Déjeme ir con usted!
El propio Amelius se dio cuenta de que sería imposible sacarla a la calle en plena luz del día tal como iba vestida.
—No, no —le dijo—. Espera a que venga con tus prendas nuevas. Ni siquiera tardaré media hora. Si tienes miedo, cierra con pestillo, y no le abras a nadie hasta que yo regrese.
Sally vaciló; parecía asustada.
—Piensa en tu vestido nuevo, piensa en tu cofia nueva —sugirió Amelius, hablando sin darse cuenta tal como prometería un juguete nuevo a un niño.
Había adoptado la estrategia más acertada. De hecho, a ella se le iluminó la cara de nuevo.
—Haré todo lo que usted me diga —le dijo.
Él depositó la llave en la mano de ella y se echó a la calle. Amelius poseía una valiosa calidad moral que resulta extremadamente infrecuente entre los ingleses. No tenía la menor vergüenza cuando se trataba de ponerse en una situación en la que pudiera hacer el ridículo, siempre y cuando fuera plenamente consciente de que los motivos que justificasen semejante empeño eran dignos de ello. Cuando explicó la naturaleza de su encargo en la tienda, cuando mostró los dos cordeles, las risitas y los murmullos de las tenderas no le fastidiaron en lo más mínimo. También él se echó a reír.
—Tiene gracia, ¿verdad? —dijo—. Un hombre como yo, fíjese usted que venir a comprar un vestido y todo lo demás… Resulta que ella no puede venir en persona, y estoy seguro de que ustedes dos me sabrán aconsejar como dos buenas dependientas, ¿no es así?
Aconsejaron a su apuesto y joven cliente de la mejor de las maneras, de modo que no pasaron siquiera diez minutos hasta que tuvo en Su poder un sencillo vestido gris de paseo, una chaqueta de tela negra, una cofia de color lavanda, un par de guantes negros y un envoltorio lleno de horquillas. El fabricante de baúles y maletas más cercano le proporcionó una caja para guardar todos esos tesoros; un coche de punto que acertó a pasar por allí condujo a Amelius de vuelta a su alojamiento, adonde llegó a la media hora. Sin embargo, algo había ocurrido durante su ausencia. La dueña de la casa había llamado a la puerta y había dado un grito con voz terrible.
—¡Solo media hora más! —dijo, y se retiró sin esperar respuesta.
Amelius introdujo la maleta en el dormitorio.
—Sally, date toda la prisa que puedas —le dijo, y la dejó a solas para que disfrutase, embelesada, al descubrir todas sus nuevas prendas de vestir.
Cuando abrió la puerta y se mostró, la transformación operada resultó tan maravillosa que Amelius se quedó literalmente sin habla. El alborozo daba color a las pálidas mejillas de la muchacha, y difundía su tierna coloración incluso hasta sus ojos azulísimos. Jamás vio un hombre a una criatura tan encantadora en esa instantánea transformación de orgullo y de deleite. Ella atravesó la habitación casi corriendo y se arrojó en brazos de Amelius.
—¡Déjeme ser su criada! —gritó—. ¡Quiero vivir con usted el resto de mi vida! ¡Déjeme dar un brinco, que estoy loca de contento! ¡Me entran ganas de echarme a volar por la ventana!
Se vio entonces en el espejo y de pronto recobró la compostura y la seriedad.
—¡Oh! —dijo con una inigualable mezcla de reverencia y de asombro—. ¿Ha visto usted alguna vez una cofia tan hermosa? ¡Mírela! ¡Mírela, se lo ruego!
Amelius, de buen humor, se acercó a mirarla. En ese mismo instante se abrió la puerta de la sala de estar sin la ceremonia preliminar de que alguien llamase a ella, y entró Rufus en la sala.
—Son las diez y media —dijo—, y el desayuno se va a echar a perder a toda velocidad…
Antes de que Amelius pudiera presentarle sus disculpas por haber olvidado completamente su compromiso, Rufus descubrió la presencia de Sally. No hubo jamás mujer joven ni de mediana edad ni tampoco anciana, de clase alta o de clase baja, que alguna vez sorprendiera al natural de Nueva Inglaterra sin estar preparado para reconocer a su característica manera la deuda de cortesía que tenía contraída con el sexo opuesto. Con sus grandes zancadas de costumbre, avanzó hacia Sally e insistió en estrecharle la mano.
—¿Qué tal se encuentra usted, señorita? Me complace sumamente conocerla.
La muchacha se volvió hacia Amelius con los ojos como platos, en parte de pasmo y en parte por la duda.
—Sally, haz el favor de esperarme un minuto en la habitación contigua —le dijo—. Este caballero es amigo mío, y tengo algo que decirle.
—Pues hay que ver qué muchachita tan activa —dijo Rufus viendo cómo salió corriendo en busca de refugio al dormitorio—. Me recuerda a una de nuestras muchachitas, naturales de Coolspring. De veras que sí. Bien, dígame ahora: ¿quién puede ser esta pequeña Sally?
Amelius respondió a su pregunta como siempre, sin la más mínima reserva. Rufus aguardó envuelto en un silencio impenetrable a que diera por terminada su narración; solo entonces lo tomó amablemente por el brazo y lo condujo a la ventana. Con las manos en los bolsillos y sus largas piernas algo separadas, plantadas sobre sus grandes pies, el americano estudió con atención la cara de su joven amigo a la luz más intensa que pudo encontrar.
—No —dijo Rufus—. Definitivamente, no: el joven no está más loco que una cabra, al menos por lo que a mí se me alcanza. Da toda la impresión de que lo que dice lo dice muy en serio. Supongo que será esto lo que se debe a las enseñanzas de la Comunidad de Tadmor, ¿no es así? Bien, pues las libertades civiles y religiosas son algo que a veces hay que pagar muy caro en Estados Unidos. Así es.
Amelius se dio la vuelta para seguir guardando sus cosas en su baúl de viaje.
—No le entiendo —dijo.
—No contaba con que me entendiese —dijo Rufus—. Yo más o menos estoy igual en lo que se refiere a usted. Suele ser copioso mi fondo de comentarios sensatos para casi todas las ocasiones, pero así me parta un rayo si no se me ha secado el fondo ante lo que estoy viendo con mis propios ojos. ¿Me permite aventurarme a preguntarle qué es lo que diría el muy venerable jefe de los cristianos de Tadmor si llegara a sus oídos el apuro en que he encontrado a mi joven amigo el socialista esta mañana?
—¿Que qué diría? —repitió Amelius—. Pues lo mismo que dijo cuando Mellicent vino a parar al seno de nuestra Comunidad: «¡Ay, Dios mío! ¡He ahí otra de las hojas caídas!». Ojalá estuviera aquí el anciano para ayudarme. Él sí que sabría cómo restituir a esa pobre criatura, medio muerta de hambre, ultrajada, golpeada, al feliz lugar que sobre la faz de la tierra sin duda le tiene destinado Dios.
Rufus lo tomó bruscamente del brazo.
—¿Lo dice en serio? —preguntó.
—¿De qué otro modo iba a decirlo? —respondió Amelius de manera cortante.
—¡Pues tráigala a desayunar al hotel! —exclamó Rufus dando toda la impresión de haber sentido un gran alivio en lo más íntimo de su ser—. No diré yo que pueda facilitarle la presencia del muy venerable jefe de los cristianos, pero sí puedo encontrarle a una mujer que se acerca a la categoría de ser angelical, quitando las alas, eso sí, tanto o más que cualquier criatura que haya pisado la tierra desde los tiempos de nuestra madre Eva.
Llamó a la puerta del dormitorio haciendo oídos sordos a toda petición de información adicional que pudo dirigirle Amelius.
—¡El desayuno está esperando, señorita! —grito—. Y es mi deber añadir que el temperamento que se gasta la cocinera de nuestro hotel dista mucho de quedar al otro lado de lo incierto. Bien, Amelius; sepa usted que estamos en la época de las exposiciones, y si alguna vez he visto una exposición de ignorancia en el arte de preparar un baúl, no le quepa duda de que es usted candidato a la medalla de oro de la categoría. ¡Seguro que un jurado ecuánime se la otorgaría a cierto joven de Tadmor! Vamos, quítese de en medio y déjelo en mis manos.
Se quitó la levita y superó las dificultades propias del equipaje en un santiamén, casi como si no hubiera hecho otra cosa a lo largo de su vida. La propia dueña de la casa, que apareció con despiadada puntualidad al expirar el plazo de una hora, suavizó su espantoso semblante al encontrarse en presencia del cortés y cordial Rufus. Insistió en estrecharle la mano; manifestó que le complacía conocerla; le aseguró que le recordaba a la señora del capitán general de la sucursal que tenía en Coolspring la Comandancia de la Orden de San Vito; si no le molestaba, se iba a tomar la libertad de preguntarle si acaso era pariente de tan distinguida dama. Gracias a esta conversación tan amena, Sally la Simple salió de la habitación con ayuda de Amelius sin llamar la atención de nadie. Insistió en llevarse sus ropas deshilachadas dentro de la caja en que recibió el vestido nuevo y los demás accesorios.
—Quiero verlas de vez en cuando —dijo—, para no olvidarme de que así estoy muchísimo mejor.
Rufus fue el último en salir; insistió en conversar con la dueña de la casa mientras bajaba las escaleras e incluso ya en la calle.
Mientras Amelius esperaba a su amigo en el portal, un joven que conducía un coche de punto se volvió a mirarlo con detenimiento al pasar. Era Jervy, que había pasado por la tumba del señor Ronald e iba camino de un lugar llamado «el común de los médicos».