Capítulo 2

Impulsivamente, Amelius se puso de pie.

La señora Farnaby se volvió en ese mismo instante y le indicó que tomara asiento.

—Recuerde lo que me prometió al principio —dijo en un susurro—. ¡Todo lo que le pido es que guarde silencio! —Extrajo la llave de la cerradura sin hacer ruido y se la mostró—. Ahora no podrá salir, a no ser que me arrebate la llave por la fuerza.

Al margen de lo que pudiera pensar Amelius de la situación en la que se encontraba, lo único que con honor pudo hacer fue permanecer en silencio y plegarse a los deseos de la señora Farnaby. Permaneció quieto junto al fuego. No existía ninguna consideración imaginable, según resolvió mentalmente, que pudiera inducirlo a consentir la celebración de una nueva entrevista confidencial en la estancia de la señora Farnaby.

El criado abrió la puerta de la calle, y se oyó desde el vestíbulo la voz de Regina.

—¿Ha llegado mi tía?

—No, señorita.

—¿Y no ha tenido noticias suyas?

—En modo alguno, señorita.

—¿No ha venido el señor Goldenheart?

—No, señorita.

—Esto es sumamente extraordinario. ¿Qué habrá sido de ellos dos, Cecilia?

Se oyó la voz de la otra damisela.

—Es posible que no los viéramos al marcharnos del concierto, pero no te alarmes, Regina. Yo debo volver a toda costa, pues el coche me estará esperando. Si veo a tu tía, le diré que estás aguardándola en casa.

—¡Un momento, Cecilia! Thomas, no es preciso que espere. Dime, ¿de veras que no te gusta el señor Goldenheart?

—¡Cómo! ¿Conque esas tenemos? No te preocupes, Regina. Procuraré esforzarme para que me caiga algo mejor. Adiós.

El ruido de la puerta al cerrarse reveló que las dos damiselas se habían despedido. A ese ruido siguió otro, el de la puerta del comedor. La señora Farnaby regresó a su sillón junto al fuego.

—Regina ha entrado en el comedor para esperarnos —declaró—. Comprendo que no le agrade la posición en que se encuentra, Amelius, de modo que solo pienso retenerlo unos minutos. Comprendo que no tenga usted manera de entender lo que le estaba diciendo cuando nos interrumpió su llegada. Siéntese durante otros cinco minutos, por favor; me pone nerviosa verlo ahí de pie, mirándose las punteras de los zapatos. Le iba diciendo que todavía cabe la posibilidad de que me quede un consuelo. Juzgue usted mismo qué representa esa esperanza, pues le reconozco que hace mucho tiempo que debería haber puesto fin a mi vida, y que sin duda lo habría hecho si no me quedara ese atisbo de esperanza. No piense que estoy diciendo tonterías; le hablo muy en serio. Uno de mis infortunios es que carezco de un escrúpulo religioso que me contenga. Hubo un tiempo en que estuve segura de que la religión tal vez me serviría de consuelo. Le abrí mi corazón a un clérigo, una persona muy valiosa, que hizo todo cuanto pudo por ayudarme. No sirvió de nada. Mi corazón estaba demasiado endurecido, supongo yo. No tiene importancia, salvo para darle una prueba más de que hablo completamente en serio. ¡Paciencia, tenga paciencia! A punto estoy de llegar al meollo del asunto. ¿No le hice alguna pregunta un tanto extraña el día en que vino usted a cenar a esta casa y así nos conocimos? Claro, lo habrá olvidado usted.

—No, señora. Lo recuerdo perfectamente bien —repuso Amelius.

—¿Lo recuerda? Pues diríase que ha tenido tiempo de pensar en lo que le pregunté. Vamos, dígame con toda claridad qué piensa al respecto.

Amelius se lo dijo a las claras. Ella fue sintiéndose cada vez más interesada, cada vez más excitada, mientras lo oía hablar.

—¡Así es! —exclamó ella poniéndose en pie y caminando rápidamente, de un extremo a otro de la habitación—. En efecto, hay una muchacha perdida a la que deseo encontrar; tal como suponía usted, tiene entre dieciséis y diecisiete años. ¡Ojo! No tengo ninguna razón, ni la sombra siquiera de una sola razón, para creer que aún siga con vida. Tan solo dispongo de mi estúpida, obstinada convicción, y la tengo aquí arraigada —y con ambas manos se oprimió el corazón—, tan a fondo que nada ni nadie podría arrancármela. He vivido con esa creencia… ¡No, no me pregunte desde hace cuántos años! ¡Hace tanto tiempo que solo me produce una inmensa tristeza recordarlo! —Se detuvo en el centro de la estancia. Respiraba entrecortadamente, jadeando casi; asomaron a sus ojos las primeras lágrimas que suavizaron la desdicha inmisericorde que transmitía su mirada, y esta se transfiguró con la divina belleza del amor materno—. No pretendo consternarle —dijo a la vez que daba un pisotón contra el suelo, esforzándose por contener la pasión de la histeria que la azotaba por dentro—. Concédame un minuto, que lograré sobreponerme.

Tomó asiento, apoyó ambos brazos sobre la mesa y se derrumbó sobre ellos. Amelius pensó en la cofia y la mantilla infantiles que había visto en el armario. Toda la nobleza varonil de su carácter afloró por vez primera y lo llevó a compadecerse de la pobre infeliz cuyo secreto le iba siendo, poco a poco, tenuemente revelado. El egoísmo propio de la molestia que le producía aquella incómoda situación en la que ella lo había colocado se disipó del todo. Se acercó a ella y le puso la mano sobre el hombro.

—Lo lamento muchísimo por usted —dijo—. Dígame de qué modo puedo ayudarla, y lo haré de todo corazón.

—¿De veras? ¿Lo dice en serio? —Se frotó de cualquier manera los ojos para secarse las lágrimas y se puso en pie al hacerle esa pregunta. Sujetándolo por una mano, con la otra le retiró el cabello de la frente—. He de ver todo su rostro —dijo—, su rostro no me engañará. Sí. Veo que lo dice en serio. El mundo todavía no ha echado a perder su bondad. Dígame, ¿cree usted en los sueños?

Amelius la miró algo sobresaltado por tan súbita transición. Ella repitió despacio la pregunta.

—Se lo pregunto de todo corazón —dijo—. ¿Cree usted en los sueños?

Amelius respondió con toda seriedad.

—Sinceramente, no puedo decirle que sí.

—¡Ah! —exclamó ella—. Igual que yo. Yo tampoco creo en los sueños. ¡Ojalá pudiera creer en ellos! En fin, no es propio de mí creer en las supersticiones. Soy demasiado dura, y de veras lo lamento. He conocido a bastantes personas que hallaban consuelo en sus supersticiones; eran personas felices, poseídas por la fe. ¿No cree usted siquiera que los sueños a veces llegan a cumplirse por obra del azar?

—Eso no podría negarlo —repuso Amelius—. Hay demasiados ejemplos de que sí es posible. Sin embargo, por cada sueño que se cumple gracias al azar, hay…

—Al menos cien que no se cumplen —le interrumpió la señora Farnaby—. Muy bien. Cuento con eso. ¡Hay que ver qué pocas esperanzas siguen vivas con el tiempo! Tan solo existe una mínima posibilidad de que lo que yo soñé sobre usted la otra noche llegue a hacerse realidad. Por escasa que sea, esa posibilidad es la que me ha animado a hacerle estas confidencias y a pedirle su ayuda.

Esta extraña confesión, esta triste revelación de la desesperanza que seguía engañándose de forma inconsciente bajo el disfraz de la esperanza, tan solo sirvió para fortalecer la compasión que Amelius ya sentía por ella.

—¿Y qué es lo que soñó sobre mí? —le preguntó con amabilidad.

—No vale la pena contarlo —repuso ella—. Me encontraba en una habitación que me resultaba desconocida, y allí entró usted trayendo de la mano a una muchacha joven. «Conténtese», me dijo usted, «que por fin aquí la tiene». En mi corazón la reconocí al instante, aunque mis ojos no la habían visto desde que tan solo tenía unos pocos días de vida. Y me desperté llorando de alegría. ¡Espere! Aún no he terminado. Volví a dormirme y de nuevo soñé lo mismo; desperté y permanecí tendida un rato; me dormí de nuevo y tuve el mismo sueño por tercera vez. ¡Ay, si pudiera tener la confianza de algunas personas tres veces seguidas…! Pero no; me produjo una simple impresión, y eso fue todo. Llegué al extremo de pensar que existe un resquicio; no hay nadie en el mundo que pueda ayudarme, y por eso me dije que tal vez podría hablar con usted. Ah, no es preciso que me recuerde la posibilidad de que exista una explicación racional de mi sueño. Lo he leído todo, está todo en la enciclopedia que hay en la biblioteca. Una de las ideas más favorecidas entre los sabios es que, al parecer, pensamos algo, consciente o inconscientemente, de día, y luego lo reproducimos en sueños. Yo diría que ese ha sido mi caso. Cuando usted me fue presentado y cuando supe dónde se había criado usted, pensé en el acto que ella bien podría haber sido una de aquellas desamparadas criaturas que habían encontrado algo de paz en el seno de su Comunidad, y que tal vez fuera posible localizarla a través de usted. Digamos que ese pensamiento vino conmigo a mi cama, y así se explica mi sueño. ¡No importa! Ahí sigue en pie mi escasa y única posibilidad, una sola entre cien. ¿Se acordará de mí, Amelius, caso de que llegue a encontrarse con ella?

La confesión implícita de su carácter más bien intratable, sin una fe religiosa que lo ennobleciera y sin imaginación siquiera que lo refinase, así como la revelación inconsciente del único instinto tierno y amoroso que existía en su naturaleza y que penosamente se esforzaba por no desaparecer, pero sin un ápice de simpatía que lo respaldase, sin luz que lo guiara, habrían bastado para conmover el corazón de cualquier hombre que no fuese un depravado incurable. Amelius habló con el fervor propio de su juvenil entusiasmo.

—Iría hasta el último confín de la tierra si creyera que le puede beneficiar de algún modo, se lo aseguro. ¡Pero suena más bien imposible!

Ella sacudió la cabeza y esbozó una tenue sonrisa.

—¡No diga eso! Goza usted de libertad, tiene usted dinero, va a recorrer mundo y a divertirse. En una semana verá usted más cosas de las que vería en un año una persona que no salga de su casa. ¿Cómo vamos a saber qué es lo que nos guarda el futuro? Yo tengo una idea al respecto. Puede que ella esté perdida en el laberinto de Londres y puede que esté a cientos de miles de millas de distancia. Diviértase, Amelius. No deje de divertirse. Tal vez mañana, tal vez dentro de diez años, cabe la posibilidad de que se encuentre con ella.

Por pura misericordia hacia la pobre criatura, Amelius se negó a fomentar su autoengaño.

—Aun suponiendo que pudiera suceder una cosa así —objetó—, ¿cómo voy a reconocer a la muchacha perdida? Usted no me la puede describir, pues no la ha visto desde que era un bebé. ¿Sabe usted algo de lo que pudo pasar por entonces? Me refiero a la época en que se perdió.

—No sé nada.

—¿Absolutamente nada?

—Absolutamente nada.

—¿Nunca ha tenido siquiera una sospecha de cómo pudo suceder?

Le cambió la expresión; frunció el ceño al mirarlo.

—No la tuve hasta que pasaron semanas, meses incluso —dijo—, y entonces ya era tarde. Yo estaba enferma por entonces. Cuando me restablecí comencé a sospechar de una persona en concreto, aunque fue muy poco a poco, ya sabe usted; me fijé en algunos detalles, comencé a pensar en ellos después. —Calló; evidentemente, trataba de contenerse cuando estaba a punto de decir algo más.

Amelius trató de incitarla a proseguir.

—¿Sospechaba usted de esa persona…? —comenzó a decir.

—Sospeché que él había dejado a la pobre niña desamparada en el mundo —exclamó la señora Farnaby con un súbito estallido de furia—. No me pregunte nada más; de lo contrario, lo contaré todo y le dejaré asombrado. —Apretó los puños al decir esto—. Es buena cosa, sobre todo para ese hombre —murmuró con los dientes apretados—, que nunca haya ido más allá de las sospechas, que nunca haya averiguado la verdad. ¿Por qué ha tomado usted ese curso de pensamiento? No debería haberlo hecho. Ayúdeme a volver a lo que estábamos diciendo hace un minuto. Hizo usted alguna objeción, dijo usted que…

—Dije —le recordó Amelius— que incluso si efectivamente me encontrase con la muchacha perdida, nunca podría saber si se trata de ella. Y debo decir algo más: no veo de qué modo podría estar usted segura de reconocerla si estuviera delante de usted en este mismo instante.

Lo dijo con suma amabilidad, temeroso de irritarla de nuevo. Ella no dio muestras de irritación. Lo miró y lo escuchó atentamente.

—¿Pretende usted tenderme una trampa? —preguntó ella—. ¡No! —exclamó sin dar tiempo a que Amelius contestara—. No soy tan mezquina como para desconfiar de usted. Ha dicho usted con toda inocencia algo que todavía me desgarra por dentro. Y no puedo dejar las cosas tal como usted pretende que se queden; no me agrada que me diga usted que es imposible que la reconozca. Permítame unos momentos para pensar en este punto; es preciso que lo aclare.

Se paró a considerar sus pensamientos sin quitar la vista de Amelius.

—Voy a hablar con toda sencillez —anunció como si acabara de tomar una resolución—. Escúcheme bien. Cuando cerré de golpe la puerta de ese armario grande, fue porque no deseaba que viera usted algo que había en uno de los estantes. ¿Vio usted alguna cosa a pesar de todo?

No era fácil responder a esa pregunta. Amelius titubeó; la señora Farnaby insistió en que respondiera.

—¿Vio usted alguna cosa? —repitió.

Amelius reconoció que había visto algo.

Ella apartó la cara y contempló el fuego. La firmeza de su voz bajó hasta un tono tan quedo, cuando volvió a tomar la palabra, que él apenas pudo oírla.

—¿Era un objeto perteneciente a una niña chica?

—Sí.

—¿Una mantilla y una cofia? Respóndame. Ya hemos ido demasiado lejos, y no es posible volver atrás. No quiero disculpas ni explicaciones. Quiero que me conteste sí o no.

—Sí.

Se hizo el silencio. Ella no se movió; siguió mirando el fuego, y lo miraba como si todo el pasado estuviera representado en los carbones que ardían despacio.

—¿Me desprecia usted? —dijo por fin en voz muy baja.

—Pongo a Dios por testigo de que solamente siento lástima de usted —repuso Amelius.

Cualquier otra mujer se hubiera fundido en lágrimas. Esta siguió mirando el fuego, eso fue todo.

—¡Qué buen hombre! —dijo para sí—. ¡Qué bueno es!

Hubo otra pausa. Ella se volvió hacia él con la misma brusquedad con que antes había apartado la vista.

—Había esperado ahorrárselo y ahorrármelo también yo —dijo—. Si la penosa verdad ha salido a la luz, no se debe a su curiosidad y tampoco, se lo aseguro, a que yo lo desee así. No sé si antes tenía usted algún sentimiento amistoso hacia mí, pero es preciso que ahora sea usted mi amigo. ¡No, no diga nada! Sé que puedo confiar en usted. Una última palabra, Amelius, sobre mi hija perdida. Duda usted de que pueda yo reconocerla incluso si ahora mismo la tuviera ante mí. Puede que fuera cierto, sobre todo si solo tuviera por guía mis pobres esperanzas y mis angustias, pero tengo algo más que me guía, y después de lo que hemos hablado hasta ahora creo que puede usted saber de qué se trata; tal vez, aunque sea de forma accidental, también le sirva a usted de guía. No se alarme; esta vez no se trata de algo desazonante. ¿Cómo podría explicárselo? —siguió diciendo, aunque hizo una pausa y habló con cierta perplejidad, como si hablara a solas—. Lo más fácil sería mostrárselo, así que… ¿por qué no? —Se dirigió una vez más a Amelius—. Soy una extraña mujer —dijo—. Primero le preocupo por culpa de mis asuntos; luego lo sumo en la confusión; más tarde le inspiro lástima, y ahora, e imagino que no lo puede creer, le voy a divertir. Amelius, ¿es usted admirador de los pies bonitos? Amelius tenía noticia, por los libros, de algunos hombres que habían tenido sobradas razones para dudar que sus propios oídos les estuvieran engañando. Por primera vez en su vida, comenzó a comprender a tales individuos y a sentir cierta simpatía por ellos. No sin desconcierto reconoció que sí, que admiraba los pies bonitos, y aguardó lo que pudiera suceder entonces.

—Cuando una mujer tiene unas bonitas manos —siguió diciendo la señora Farnaby—, suele estar más que dispuesta a mostrarlas. Si acude a un baile, tiende a obsequiar a los hombres con una bella vista de su escote y de parte de su espalda. Dígame una cosa. Si no existe nada impropio en un escote desnudo, ¿por qué iba a ser impropio enseñar un pie descalzo?

Amelius estuvo de acuerdo, pero como si estuviera en un sueño.

—¡Desde luego! —comentó, y aguardó lo que pudiera suceder.

—Mire por la ventana —dijo la señora Farnaby.

Amelius la obedeció. La ventana estaba abierta unos centímetros por su parte superior, sin duda para ventilar la estancia. La mortecina vista del patio ganaba variedad con los establos del fondo y con la lucerna de la cocina que se alzaba en el medio. Mientras miraba, Amelius observó que, en aquellos momentos, alguien que estaba en la cocina necesitaba al parecer gran cantidad de aire fresco. La ventana batiente, en el lateral de la lucerna que más cerca le quedaba, fue invisible e inaudiblemente abierta desde abajo; la ventana análoga que había en el lado opuesto ya estaba abierta de par en par. A juzgar por las apariencias, los habitantes de la cocina poseían un mérito que en modo alguno es corriente entre los criados domésticos: comprendían las leyes de la ventilación y apreciaban la bondad del aire fresco.

—Así es suficiente —dijo la señora Farnaby—. Ya puede volverse.

Amelius se volvió. Las botas y las medias de la señora Farnaby descansaban sobre la alfombra, y uno de los pies de la señora Farnaby estaba colocado sobre la silla que él había dejado vacante, listo para su inspección.

—Fíjese primero en mi pie derecho —dijo hablando con gravedad, muy compuesta, en su tono de costumbre.

Bien valía la pena mirarlo: era un pie igualmente bello por su forma y su color, con la planta arqueada y alta, el tobillo a un tiempo delicado y fuerte, los dedos teñidos de rosa en las yemas. En breve, era un pie idóneo para fotografiarlo, para hacerle un molde de yeso, para acariciarlo y besarlo. Amelius trató de expresar su admiración, aunque no se le permitió ir más allá de dos o tres palabras.

—No —explicó la señora Farnaby—, no se trata de vanidad, sino de mera información. Ha visto usted mi pie derecho y ha comprobado que nada tiene de particular. Muy bien. Pasemos ahora a mi pie izquierdo.

Lo colocó sobre la silla.

—Fíjese en el espacio entre el tercer y el cuarto dedo —dijo.

Siguiendo sus instrucciones, Amelius descubrió que, en este caso, la belleza del pie se echaba a perder por culpa de un singular defecto. Los dos dedos estaban unidos por una carnosidad flexible o una membrana que los juntaba incluso hasta el nacimiento de la uña.

—¿Se pregunta usted —inquirió la señora Farnaby— por qué le muestro este defecto? ¡Amelius! Mi pobre y queridísima hija nació con esta misma deformidad, y si deseo que la conozca con toda exactitud es porque ni usted ni yo sabemos si habrá en el futuro motivos fundados para recordarla. —Calló, como si quisiera darle la oportunidad de añadir algo. Un hombre de naturaleza superficial y displicente podría haberse fijado en el aspecto grotesco de tal revelación. Amelius permaneció callado y entristecido—. Cada vez me agrada más usted, Amelius —dijo ella—. No es usted como el común de los hombres. Nueve de cada diez habrían hecho un chiste con lo que yo acabo de comentarle; nueve de cada diez me habrían dicho si es que deben pedir a todas las muchachas que conozcan que les muestren su pie izquierdo. Usted está por encima de esas fruslerías; usted me comprende. ¿Acaso no dispongo de un medio para reconocer a mi hija?

Sonrió y bajó el pie de la silla. Luego de cavilar un momento, volvió a señalarlo.

—Que esto quede en secreto, igual que todo lo demás —le dijo—. En el pasado, cuando contraté a algunas personas para que en privado me ayudasen a encontrarla, esta era mi única defensa frente a las imposturas. Los malhechores y los vagabundos pensaron en otras marcas personales, pero a nadie se le ocurrió que existiera una señal como esta. ¿Tiene usted a mano su agenda, Amelius? En caso de que nos veamos separados con el tiempo, quiero anotar el nombre y la dirección de una persona en la que los dos podemos confiar. Ya ve usted que insisto en estar precavida de cara al futuro. Solo hay una posibilidad entre cien de que mi sueño se haga realidad, y usted tiene muchos años por delante, e infinidad de muchachas a las que conocerá entretanto.

Le devolvió la agenda que Amelius le había entregado tras anotar un nombre y una dirección en una de las páginas en blanco que encontró.

—Era el abogado de mi padre —le explicó—. Tanto él como su hijo gozan de mi entera confianza. Supongamos que caigo enferma, por ejemplo. No, eso es absurdo. No he pasado un solo día de mi vida postrada por la enfermedad. Supongamos que muero quizás por accidente, quizás por mi propia mano. Los abogados disponen de mis instrucciones por escrito, para actuar en el caso de que mi hija sea encontrada. Por otra parte, siendo una mujer tan imprevisible, también cabe la posibilidad de que me vaya a vivir a otro lugar, a solas. ¡No importa! Los abogados dispondrán de mi dirección, y tendrán órdenes mías (aunque lo mantengan en secreto del mundo entero) para comunicársela a usted. No le pediré perdón, Amelius, por causarle todas estas perturbaciones. Las leyes del azar están terriblemente en mi contra; es punto menos que imposible que yo vuelva a verlo tal como le vi en mi sueño, entrando en la habitación con mi hija de la mano. Es poco probable, ¿verdad? Así es como oscilo yo entre la esperanza y la desesperación. Bien, tal vez le divierta recordar todo esto algún día. Dentro de algunos años, cuando yo descanse en el seno de la madre tierra, cuando sea usted un hombre casado y de mediana edad, tal vez pueda contar a su esposa de qué forma tan extraña llegó a ser usted la única y vana esperanza de la mujer más desdichada que jamás ha vivido en la tierra, y tal vez puedan decirse el uno al otro, cómodamente sentados ante la chimenea, que quizás esa pobre hija perdida siga viva en alguna parte, preguntándose quién era su madre. ¡No! No dejaré que vuelva a ver usted lágrimas en mis ojos. Estoy dispuesta por fin a dejarlo marchar.

Se dirigió a la puerta; era un ser digno de toda conmiseración, en el supuesto de que tal ser existiera. Era una mujer cuya naturaleza era por entero de orden maternal, que nada era si no era madre, y que había vivido dieciséis años una vida yerma, con el desesperado anhelo de recobrar a su hija perdida.

—Adiós y gracias —dijo—. Prefiero quedarme a solas, querido, con esa mantilla y esa cofia que vio usted muy a mi pesar. Vaya y dígale a mi sobrina que no pasa nada, y no cometa la estupidez de enamorarse de una muchacha que no tiene amor que darle a cambio del suyo. —Empujó a Amelius al vestíbulo—. ¡Aquí está, Regina! —exclamó—. ¡Ya he terminado con él!

Sin que Amelius tuviera tiempo de hablar, se encerró en su habitación. Él recorrió el vestíbulo y se encontró a Regina en la puerta del comedor.