Capítulo 5
—Veamos esa ampolla.
Sally contemplaba el fuego con una mirada de anhelo.
—¿Le importa que antes me caliente los pies? —preguntó—. Los tengo helados.
Con esas simples palabras, con toda su inocencia, postergó el descubrimiento que, caso de haberse producido en ese instante, podría haber alterado por completo el curso de los acontecimientos. Amelius solo pensó en que era preferible prevenir que contrajera un resfriado. Mandó a Toff por un par de calcetines bien abrigados y le pidió que se los pusiera. Ella sonrió, meneó la cabeza y se los puso por sí misma.
Cuando hubieron terminado de reírse de la absurda apariencia que le daban sus pies pequeños dentro de unos calcetines tan grandes, tan solo fueron alejándose poco a poco, más y más, del asunto de los pies doloridos. Sally se acordó de la terrible matrona y preguntó si habían recibido noticias de ella a lo largo de la mañana. Cuando se enteró de que la señora Payson había escrito, cuando supo que las puertas de la institución le habían sido cerradas para siempre, recuperó el ánimo y comenzó a preguntarse si al menos las autoridades, a pesar del ultraje, le permitirían recobrar sus exiguas pertenencias. Toff se ofreció a ir al hogar para hacer las indagaciones de turno más avanzado el día; se ofreció también a comprar las chinelas y las medias entretanto, mientras Sally terminaba de desayunar. A Amelius le pareció excelente su ofrecimiento, de modo que Toff salió a hacer el recado con una de las botas de Sally para no equivocarse de talla.
Para entonces, ya eran las diez de la mañana.
Amelius se encontraba de pie ante la chimenea, hablando, mientras Sally desayunaba. Tras explicarle en primer lugar las razones por las cuales era literalmente imposible que ella residiera en la casa de campo en calidad de criada suya, la dejó pasmada cuando le anunció que se había propuesto asumir personalmente la supervisión de su educación. Iban a ser en lo sucesivo profesor y alumna, al menos mientras dieran las lecciones; serían en otras ocasiones como hermano y hermana, por ver qué tal se entendían, de acuerdo con sus planes, sin necesidad de preocuparse en modo alguno por el futuro. Amelius creía con absoluta sinceridad que había encontrado el único acuerdo posible a tenor de las circunstancias.
—¡Oh, qué bueno es usted conmigo! —exclamó Sally alborozada—. ¡Por fin llega la felicidad a mi vida!
Durante las mismas horas en que tales palabras salieron de labios de la hija, el descubrimiento de la conspiración asestó a la madre un golpe tremendo, con toda la vileza y todo el horror imaginables.
La suspicacia que le inspiró su infame patrón, que de hecho indujo a la señora Sowler a tratar de ganarse casi por la fuerza la confianza de Phoebe, la llevó a realizar una visita de indagación al alojamiento de Jervy más avanzado el día. Informada, tal como lo estuvo Phoebe, de que no se encontraba en la casa, volvió a visitarlo horas después. Para entonces, el casero había descubierto que Jervy se había llevado sus pertenencias sin previo aviso, en secreto, y que su inquilino lo había abandonado, dejándole a deber el pago de las dos mejores habitaciones de la casa.
Sin tener ya la menor duda sobre lo acontecido, la señora Sowler dedicó las restantes horas de la tarde a indagar sobre el paradero del hombre desaparecido. Hasta las ocho de la mañana siguiente no encontró ni rastro de él.
Poco después de las nueve, es decir, más o menos a la hora a la que Phoebe acudió a visitar a Amelius, la señora Sowler, resuelta a enterarse de lo ocurrido, así fuera lo peor, se presentó en los aposentos que ocupaba la señora Farnaby.
—Deseo hablar con usted —comenzó a decir bruscamente— acerca de ese joven a quien las dos conocemos. ¿Lo ha visto usted últimamente?
La señora Farnaby, que ya estaba en guardia, aplazó su respuesta.
—¿Cuál es el motivo de que desee saberlo? —preguntó a su vez.
La respuesta fue instantánea.
—Tengo razones para pensar que se ha dado a la fuga con su dinero en el bolsillo.
—No ha hecho una cosa así —replicó la señora Farnaby.
—¿Tiene en su poder el dinero de usted? —insistió la señora Sowler—. Dígame la verdad… y yo haré lo mismo con usted. Me ha engañado. Si la engaña a usted también, creo que le interesara muchísimo no perder tiempo en encontrarlo. Todavía es posible que la policía localice su paradero. ¿Tiene él su dinero?
La mujer hablaba en serio, terriblemente en serio: su mirada y su voz, eran testigos de su seriedad. Siguió de pie como si fuera la encarnación misma de los miedos y las dudas que había confesado la señora Farnaby, por escrito, a Amelius. Su situación, en esos momentos, era sobre todo una situación de mando. La señora Farnaby lo notó incluso a su pesar. Y reconoció que su dinero estaba en poder de Jervy.
—¿Se lo hizo llegar o se lo dio en persona? —preguntó la señora Sowler.
—Se lo di en persona.
—¿Cuándo?
—Ayer por la noche.
La señora Sowler cerró los puños y los agitó presa de la rabia y la impotencia.
—Es la mayor sabandija que hay sobre la faz de la tierra —exclamó enfurecida—, y usted es tonta de remate. Póngase el bonete y vayamos a la policía. Si recupera usted su dinero antes de que se lo gaste del todo, no se olvide de que ha sido gracias a mi intervención.
La audacia del lenguaje empleado por la mujer despertó a la señora Farnaby. Señaló a la puerta.
—Es usted una insolente —dijo—. No quiero saber nada más de usted.
—¿Qué no quiere saber nada más de mí? —repitió la señora Sowler—. Supongo, entonces, que usted y el joven tienen cerrado un acuerdo. —Se rio burlona—. Diría que cuenta usted con volver a verlo.
A la señora Farnaby le irritó tener que responderle.
—Cuento con verlo esta misma mañana —dijo—, a las diez en punto.
—¿Y espera que lo acompañe la damisela perdida?
—¡No se le ocurra decir nada de mi hija perdida! No pienso tolerar una palabra suya al respecto.
La señora Sowler tomó asiento.
—Fíjese en su reloj —dijo—. Ya deben de ser las diez. Causará un gran escándalo en la casa si se empeña en echarme de aquí. Tengo la intención de esperar hasta las diez en punto.
A punto de darle una respuesta colérica, la señora Farnaby logró contenerse.
—Está usted buscando una riña conmigo —dijo—, pero no pienso consentir que estropee el momento más feliz de mi vida. Si así lo desea, espere a solas.
Abrió la puerta que daba al dormitorio y se encerró. Perfectamente impermeable a toda muestra de repulsa que se le pudiera dar, la señora Sowler contempló la puerta cerrada con una sonrisa sardónica y se dispuso a esperar tan tranquila.
El reloj dio las diez. La señora Farnaby regresó a la sala, se dirigió a la ventana y se dispuso a mirar a la calle.
—¿Alguna señal de que llegue? —dijo la señora Sowler.
No había ni rastro de él. La señora Farnaby arrimó una silla a la ventana y tomó asiento. Tenía las manos heladas. No perdía de vista la calle.
—Me voy a permitir aventurar una suposición sobre lo que ha ocurrido —dijo acto seguido la señora Sowler—. Soy una persona muy sociable, ¿sabe usted?, y de algo hemos de hablar. ¿Le parece que hablemos del dinero? ¿Habrá cubierto ese joven sus gastos de viaje gracias a usted? Tal vez haya ido a un lugar lejano, en el extranjero, para traer de vuelta a su joven muchachita, ¿eh? Supongo que así debió de ser. Verá usted: lo conozco tan bien como la palma de mi mano. ¿Y qué sucedió, si no le importa que hablemos de ello, ayer por la noche? ¿Le dijo acaso que la traería de vuelta, que estaba alojada con él? ¿Dijo tal vez que no le permitiría verla mientras no le pagase usted una recompensa para costear sus gastos de viaje? ¿Olvidó usted mi advertencia, en el sentido que no se fiase de él? Cuando me pongo a ello, esto de las adivinanzas se me da mejor que a nadie. Veo que usted piensa lo mismo. ¿Y bien? ¿Alguna señal de él?
La señora Farnaby apartó la vista de la ventana. Su actitud había cambiado por completo; se mostraba nerviosa, pero cortés con la desgraciada que la estaba torturando.
—Le ruego me disculpe, señora, si la he ofendido —dijo a duras penas—. Es tanta la ansiedad que me embarga solo de pensar en mi pobre hija… ¿Tiene usted hijos, por ventura? No debería usted amedrentarme; debería tratar de comprender cómo me siento. —Hizo una pausa y apoyó la cabeza en una mano—. Ayer por la noche me dijo —siguió diciendo, despacio, medio ausente— que mi queridísima hija estaba en sus aposentos; dijo que estaba tan agotada por el largo viaje desde el extranjero que debía descansar a toda costa, al menos una noche, antes de estar en condiciones de venir a mí. Le pedí que me indicase dónde vivía, que me permitiera ir a verla. Dijo que estaba dormida, que nadie debía molestarla. Le prometí que iría de puntillas, aunque solo fuese para verla; le ofrecí más dinero, el doble del pactado, con tal de que me dijera dónde se encontraba. Fue muy duro conmigo. Se limitó a decirme que esperase hasta las diez de la mañana… y me dio las buenas noches. Eché a correr tras él, caí por las escaleras y me lastimé. Los residentes de la casa fueron muy amables conmigo. —Volvió la cabeza hacia la ventana y de nuevo oteó la calle—. He de tener paciencia —dijo—, tan solo viene con un poco de retraso.
La señora Sowler se puso en pie y le dio un golpecito en el hombro.
—¡Todo es mentira! —estalló—. ¡No tiene ni la menor idea de dónde está su hija, como tampoco lo sé yo! ¡Y se ha largado con su dinero!
El odioso tacto de la mujer encendió una chispa en los rescoldos del fuego que llevaba dentro la señora Farnaby. Con su natural fuerza de voluntad, se reafirmó en su postura.
—¡Es usted la que miente! —replicó—. ¡Fuera de aquí!
Se abrió la puerta cuando le decía esto. Una criada muy compuesta apareció con una carta. La señora Farnaby la tomó mecánicamente de sus manos y leyó el remite. La caligrafía de Jervy le resultó conocida al punto. En el instante en que la reconoció, fue como si la vida la abandonase como se extingue una luz. Palideció, quedó muy quieta y en silencio, con la carta en la mano, aún sin abrir.
Observándola con curiosidad y con malicia, la señora Sowler se apoderó fríamente de la carta, la miró y reconoció a su vez la caligrafía.
—¡Alto! —exclamó cuando la criada estaba a punto de marcharse—. La carta viene sin franquear. ¿La han traído en persona? ¿Está esperando el mensajero?
La muy compuesta criada manifestó qué opinión le merecía la señora Sowler con una simple mirada. Replicó con toda la brevedad y la contundencia que le fue posible:
—No.
—¿Hombre o mujer? —preguntó acto seguido.
—¿Debo responder a esta pregunta? —preguntó la criada mirando a la señora Farnaby.
—Respóndame ahora mismo —la interrumpió la señora Sowler—, por el bien de la señora Farnaby. ¿O es que no se da cuenta de que no está en condiciones de decirle nada?
—Bien —dijo la criada—; en tal caso, era un hombre.
—¿Un hombre algo bizco?
—Sí.
—¿Hacia dónde se fue?
—Hacia la plaza.
La señora Sowler arrojó la carta sobre la mesa y salió a toda prisa. La criada se acercó a la señora Farnaby.
—Señora, todavía no ha abierto la carta —dijo.
—No —dijo la señora Farnaby como si estuviera en otra parte—. Todavía no la he abierto.
—¿Son malas noticias, señora?
—Sí, me temo que son malas noticias.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—No, gracias. Sí, sí. En una cosa. Ábrame la carta, por favor.
Fue una extraña petición. La criada se maravilló, pero no dejó de obedecer. Era una mujer de buen corazón; de veras sufría por la pobre señora. Sin embargo, ese diablillo familiar de los hogares que llaman Curiosidad, cuyas ocasiones de enredar son innumerables, le llevó a hablar de nuevo nada más extraer la carta del sobre:
—¿Quiere que se la lea, señora?
—No. Déjela sobre la mesa, por favor. Ya la llamaré cuando requiera sus servicios.
La madre quedó a solas. A solas, con su sentencia de muerte sobre la mesa.
Abajo, el reloj dio las diez y media. Se movió por vez primera desde que recibió la carta y de nuevo se arrimó a la ventana para mirar al exterior. Fue tan solo un instante. De nuevo se dio la vuelta, llena de desprecio por sí misma. «¡Qué boba soy!», se dijo, y tomó la carta abierta.
La miró y de nuevo la dejó sobre la mesa. «¿Por qué iba a leerla —se dijo—, cuando sé de sobra qué dice?». Algunos grabados enmarcados, tomados de la prensa ilustrada, colgaban de las paredes. Uno de ellos representaba la escena de un rescate de unos náufragos. Una madre que abrazaba a su hija, salvadas en el bote con otros pasajeros, se hallaba entre los grupos que estaban en primer plano. El grabado se titulaba Misericordia de la Providencia. La señora Farnaby lo contempló con atención unos instantes. «La Providencia tiene a sus favoritos —se dijo—, pero no me cuento yo entre ellos».
Tras pensar un rato, entró en el dormitorio y sacó dos papeles de su neceser. Eran dos recetas médicas.
Se dirigió entonces a la chimenea. Sobre la repisa descansaban dos frascos de medicina. Tomó uno de ellos, un frasco de tamaño normal en farmacia, con una capacidad de 150 gramos. Contenía un líquido incoloro. La etiqueta señalaba que la dosis no debía exceder «dos cucharadas soperas»; como de costumbre, ostentaba un número que correspondía al de la receta. Tomó esta en una mano. Era una mezcla de bicarbonato sódico y ácido prúsico; estaba aconsejada para aliviar cualquier indigestión. Observó la fecha y de inmediato se acordó de una de las contadas ocasiones en las que requirió los servicios de un doctor en medicina. En una cena que celebraron unas amistades suyas tuvo lugar un serio accidente. Ella había comido con generosidad un plato determinado por efecto del cual otros invitados tuvieron graves padecimientos. En su caso, tan solo sufrió una pesada digestión, nada más. El médico le recetó un medicamento en consonancia. Tan solo había tomado una dosis, pues su muy saludable constitución física la animaba a despreciar la medicina. El resto de la mezcla seguía intacto en el frasco.
Lo pensó otra vez, y volvió a la repisa de la chimenea para tomar el segundo frasco.
Contenía también un líquido incoloro, aunque su tamaño no llegaba ni siquiera a la mitad del primero. No había tomado una sola gota. Dejó pasar el tiempo, observando las diferencias entre ambos frascos con una atención extraordinaria. En este caso obraba en su poder la receta, aunque no fuera la original. La primera línea de la hoja estatuía que se trataba de una copia hecha por el farmacéutico a petición de un cliente. Ostentaba una fecha de tres años atrás. A la receta estaba pegado un pedazo de papel con caligrafía de mujer: «Teniendo en cuenta tu envidiable salud y tu fortaleza, querida, pensé que serías la última persona del mundo que necesitara un tónico. Sin embargo, esta es mi receta si de veras quieres poseerla. Pon mucho cuidado en tomar la dosis adecuada, porque contiene veneno». La prescripción contenía tres ingredientes: estricnina, quinina y ácido nitro-hidroclorídrico, la dosis era de quince gotas disueltas en agua. La señora Farnaby prendió una cerilla y quemó las líneas que le había escrito su amiga. «Hace ya mucho tiempo que pensé en quitarme la vida —reflexionó—. ¿Por qué no lo hice entonces?».
Destruido el papel, dejó la receta contra la indigestión en el neceser; vaciló unos instantes y abrió la ventana del dormitorio. Daba a un patio pequeño y desierto. Arrojó el peligroso contenido del segundo frasco, el más pequeño, por la ventana; luego lo dejó sobre la repisa. Tras otro momento de vacilación regresó a la sala con el frasco de la mezcla y la receta, copiada de las gotas de tónico a base de estricnina en la mano.
Dejó el frasco sobre la mesa y avanzó hasta la chimenea para llamar a la criada. La ansiosa vida que palpitaba en ella, ¿llegó a sentir el propósito fatal que estaba sopesando, y acaso se amedrentó? En vez de llamar a la criada se inclinó hacia el fuego, tratando de entrar en calor.
«Otras mujeres hallarían consuelo en el llanto —pensó—. Ojalá fuera yo como las demás».
Toda la triste verdad acerca de su persona se encontraba en esa melancólica aspiración. No hallaría el consuelo en las lágrimas, no hallaría el perdón del olvido en un simple desmayo. La terrible fortaleza vital de esta mujer no sabía ceder ante la inexpresable tristeza que agarrotaba su alma. Invocaba a la resistencia con todas sus fuerzas; la sostenía en una pétrea quietud, en un puño de hierro.
Se apartó del fuego. «¿Qué vileza hay en mí para temer a la muerte? ¿Cuál es, ahora, el sentido de mi vida?». La carta abierta sobre la mesa le llamó la atención. «¡Con esto será suficiente!», se dijo, y la tomó con la intención, por fin, de leerla.
Lo menos que puedo hacer por usted es comportarme como un caballero y ahorrarle todo suspense innecesario. Esta mañana a las diez no me verá, pero por la sencilla razón de que en verdad desconozco dónde encontrar a su hija. Nunca lo he sabido. Ojalá fuera rico y pudiera devolverle su dinero. Como me temo que no podré hacerlo, le daré a cambio un consejo. La próxima vez que le confíe sus secretos al señor Goldenheart, ponga más cuidado y cerciórese de que no la escuche una tercera persona.
Leyó estas líneas atroces sin que visiblemente se alterase la terrible compostura que la poseía por entero. Mentalmente no hizo el menor esfuerzo por identificar a la persona que la había oído y la había traicionado. Estaba ya moralmente muerta para toda curiosidad y toda emoción corrientes.
El único pensamiento que habitaba en ella era un pensamiento que bien pudiera habérsele ocurrido a un hombre. «Si al menos pudiera echarle la mano al cuello, ¡cómo le arrancaría la vida! Tal como son las cosas…». En vez de seguir su reflexión, arrojó la carta al fuego y tocó la campanilla.
—Lleve esto de inmediato al farmacéutico más cercano —dijo, y dio la receta de la estricnina a la criada—. Y haga el favor de esperar a que el preparado esté listo para traérmelo cuanto antes.
Abrió el cajón cuando estuvo a solas; rasgó todas las cartas y papeles que contenía. Hecho esto, tomó papel y pluma y escribió una carta dirigida a Amelius.
Cuando la criada volvió a la habitación con el preparado, el reloj dio las once.