Capítulo 1
Esa misma tarde, a altas horas, Amelius estaba sentado a solas en su habitación mientras tomaba notas para la conferencia que se había comprometido formalmente a dar en el plazo de una semana.
Gracias a su educación americana (como había supuesto Rufus), tenía cierta práctica en el arte de hablar en público. Había aprendido a dar la cara ante sus congéneres mediante la oratoria, y sabía escuchar el sonido de su propia voz en medio de una congregación silenciosa sin echarse a temblar de la cabeza a los pies. Los periódicos ingleses llegaban a Tadmor con regularidad, y en el pequeño parlamento de la Comunidad a menudo se hablaba de la política inglesa. La perspectiva de dirigirse a un nuevo público, con la probabilidad de que al menos de entrada los asistentes estuvieran predispuestos en su contra, sin duda revestía ciertos motivos de terror. No obstante, la consideración más formidable, a ojos de Amelius, fue debida a los límites que se le impusieron en lo relativo a la duración de su charla. La conferencia daría lugar (por solicitud de los miembros de la Institución que pertenecían al clero) a una discusión pública; por propia experiencia, el secretario sugirió que el conferenciante acertaría si redujera su intervención al lapso de una hora. «El socialismo es un tema demasiado amplio para comprimirlo en tan poco tiempo», había objetado Amelius. El secretario suspiró y repuso: «Puede ser, pero dudo que le presten atención por más tiempo».
Mientras tomaba notas sobre los puntos en los que le parecía más deseable insistir, y sobre las posiciones relativas que cada uno de dichos puntos debiera ocupar en su charla, la memoria de Amelius fue tornándose más y más distraída al recordar las escenas por las que había transcurrido su vida hasta entonces.
Dejó la pluma sobre el escritorio cuando el reloj de la iglesia más cercana daba la primera hora oscura de la madrugada, y dejó que sus pensamientos lo llevaran, sin interrupción ni constricción alguna, a las colinas y los valles de Tadmor. Una vez más, el Hermano Anciano le enseñó con amabilidad las más nobles lecciones del cristianismo tal como las había recibido de los propios e inspirados labios del Maestro; una vez más arrimó el hombro en los sanos trabajos del huerto y de los campos; una vez más, las voces de sus compañeros se unieron a la suya en las canciones del atardecer, y la tímida, frágil figura de Mellicent, se encontró a su lado, contenta de sostener el libro de las partituras y de escuchar los cánticos. Qué mezquina, qué corrupta parecía la vida que ahora llevaba en comparación con la vida que llevó en los felices días de antaño. Qué vergonzosamente había olvidado los sencillos preceptos de la humildad cristiana, de la compasión cristiana, de la contención cristiana, en los que confiaban plenamente sus maestros por ser las salvaguardias que habían de mantenerlo libre de todo contacto espurio con el mundo. En los últimos dos días se había negado a la misericordia de albergar un cierto margen de error que le permitiera perdonar al hombre cuya vida se había malgastado en la sórdida pugna que lo llevó a ascender de la pobreza a la riqueza. Peor aún, había inquietado con crueldad a la pobre muchacha que tanto lo amaba, y lo había hecho dejándose llevar por las pasiones del egoísmo que tenía de hecho por primer y principal deber mantener a raya. El mero hecho de recordarlo le resultó intolerable en su estado anímico. Con su ímpetu habitual, tomó la pluma para arrepentirse de sus pecados antes de decidirse a descansar. Escribió en pocas palabras al señor Farnaby, declarando que lamentaba haber hablado con impaciencia y con desprecio en la entrevista que mantuvieron los dos, y expresando la esperanza de que la experiencia que cada uno tenía del otro, en un futuro inmediato, tal vez desembocara en una serie de concesiones aceptables por ambas partes. No será preciso señalar que su carta a Regina fue escrita en términos más cálidos y con mayor extensión: fue un sincero desbordarse de su amor y de su penitencia. Cuando tuvo ambas cartas dentro de los sobres correspondientes tampoco se dio por satisfecho. Al margen de qué hora fuese, esa noche no gozó Amelius de paz espiritual, y no había de conseguirla hasta ponerlas en el correo. Bajó sigilosamente las escaleras y, sin hacer ruido, abrió la puerta de la calle para ir corriendo al buzón más cercano. Cuando entró de nuevo en la pensión, por fin sintió cierto alivio. «Ahora —pensó al encender la vela de su dormitorio—, ahora por fin puedo dormir».
El primer suceso del día siguiente fue la visita de Rufus.
Los dos se pusieron a trabajar en el borrador del anuncio de la conferencia, que calcularon al detalle para atraer la máxima atención en determinados sectores. El anuncio iba dirigido, en mayúsculas, a todas las personas sinceras que fuesen pobres y estuvieran descontentas. «Venga usted a escuchar el remedio que el socialismo cristiano le propone para sus cuitas, según ha de exponerlo un amigo y un hermano; no habrá de pagar más que seis peniques por su localidad». Seguía a esta apelación la información necesaria sobre el día, la hora y el lugar del evento; también se ofrecía la reserva de localidades a un precio algo más elevado. Por consejo del secretario, el anuncio no se envió a ningún periódico que circulase entre las capas más altas de la población. Apareció en lugar destacado en un diario y en dos semanarios; los tres medios poseían unas ventas conjuntas de cuatrocientos mil ejemplares.
—Supongamos que solo son cinco los lectores que acceden a cada ejemplar del periódico —exclamó Amelius rebosante de optimismo—, y resulta que habremos apelado a un público potencial de dos millones de asistentes. ¡Qué espléndida publicidad!
Tan espléndida publicidad produciría un resultado inevitable en el que Amelius no se paró a pensar. Los anuncios sin duda tendían a reunir bajo un mismo techo a personas que, de lo contrario, jamás se hubieran encontrado en el gran mundo londinense. Por toda Inglaterra, Escocia e Irlanda extendió su invitación a un gran número de desconocidas para que pasaran una velada con él. En semejantes circunstancias, era muy posible que se produjera el reconocimiento de dos personas que se hubieran perdido de vista durante años; era posible que hubiera conversaciones que, de lo contrario, jamás habrían tenido lugar; era posible que se dieran resultados de los que el héroe de la velada pudiera ser responsable en toda su inocencia, solo porque dos o tres de los asistentes ocuparan sus localidades para oír su charla a escasa distancia unos de los otros, e incluso en un mismo banco. Un hombre que abre las puertas de su casa y que invita al público indiscriminadamente corre el riesgo de jugar con materiales altamente inflamables, y nunca podrá estar seguro del momento en que exploten ni de la dirección en que se propague el fuego.
Rufus en persona llevó las copias del anuncio, en limpio, al agente más próximo. Amelius se quedó en la pensión a repasar su conferencia.
Le interrumpió en su trabajo la llegada de la respuesta del señor Farnaby a su carta. El hombre de los bigotes engominados le escribió con gran cortesía, aunque con todas sus precauciones. Era evidente que se sintió adulado y complacido por la ventaja que se le había concedido; se mostraba muy dispuesto, «habida cuenta de las circunstancias», a conceder a los amantes las debidas oportunidades para que se encontrasen bajo su techo. Al mismo tiempo, ponía coto al número de tales oportunidades. «De momento, solo una vez por semana, mi querido señor. Regina sin duda querrá escribirle en cuanto regrese a Londres».
Regina le escribió a vuelta de correo. A la mañana siguiente, Amelius recibió una carta suya que le entusiasmó. Nunca le había amado tanto como le amaba ahora; anhelaba encontrarse con él; había logrado convencer a la señora Ormond para abreviar su estancia en su mansión, y para que intercediera en su nombre ante las autoridades de su domicilio. Tenían previsto regresar juntas a Londres al día siguiente por la tarde. Amelius podía dar por supuesto que la encontraría en su casa si accedía a visitarla allí para tomar el té de las cinco.
A eso de las cuatro del día siguiente, cuando Amelius ya daba los últimos retoques a su atuendo, se le informó de que «una joven deseaba verlo». La visitante no era otra que Phoebe, que apareció con el pañuelo en los ojos y sin contener su pena, en una humilde imitación del método con que procedía su joven señora en ocasiones semejantes.
—¡Dios santo! —exclamó Amelius—. ¿Le ocurre algo a Regina?
—No, señor —murmuró Phoebe sin retirar el pañuelo—. La señorita Regina está en casa y está bien.
—Entonces, ¿por qué lloras?
Phoebe olvidó el comedido método de su señora, y respondió con gran profusión de sollozos.
—¡Porque estoy en la ruina, señor!
—¿Qué quieres decir? ¿Quién te ha hecho eso?
—¡Ha sido usted, señor!
Amelius se sobresaltó. Sus relaciones con Phoebe habían sido de índole puramente pecuniaria. Era una muchacha bonita, de muy buen ver, de talle esbelto y agraciado, aunque con algunos rasgos poco favorecedores en las cejas y en la boca, en los que tan solo se habría fijado un fisonomista muy atento. Amelius no era un fisonomista y estaba enamorado de Regina, hecho que a sus años implica un amor fiel. Solo un hombre de más de cuarenta años podría cortejar a la señora y reservar parte de su admiración para la criada.
—Siéntate —dijo Amelius— y explícame en dos palabras qué quieres decir.
Phoebe se sentó y se secó las lágrimas.
—La señora Farnaby me ha tratado de manera infame —comenzó a decir, pero calló al verse abrumada por el mero recuerdo de los malos tratos. En ese momento estaba tan enojada que bajó la guardia. El natural vindicativo de la muchacha encontró una vía de escape, y se le notó en la cara. Amelius notó el cambio y comenzó a dudar que Phoebe fuese de veras merecedora del lugar que hasta ese instante había ocupado en su estima.
—Sin duda, tiene que haber un error —dijo—. ¿Qué ocasión ha tenido la señora Farnaby de maltratarte? Si acabas de regresar a Londres…
—Le ruego que me perdone, señor, pero regresamos antes de lo previsto. La señora Ormond tenía asuntos que resolver en la ciudad, y dejó a la señorita Regina en la puerta de su casa hace ya casi dos horas.
—¿Y bien?
—Bien, señor, apenas había tenido tiempo de quitarme el sombrero y el echarpe cuando la señora Farnaby me mandó llamar. «¿Ya has deshecho la maleta?» me dice. Le contesté que no había tenido tiempo todavía. «Pues no te apures, no hace falta que te tomes la molestia», me dice. «Ya no estás al servicio de la señorita Regina. Aquí tienes tu salario, junto al salario de otro mes, en vez del mes de aviso correspondiente». Yo no soy más que una pobre chica, señor, pero le planté cara y le hablé tan claro como ella a mí. «Quiero saber», le dije, «por qué me despide de una manera tan maleducada». No podría repetir ahora lo que me dijo, porque me hierve la sangre solo de pensarlo —afirmó Phoebe con vehemencia melodramática—. Alguien nos ha descubierto, señor. Alguien ha contado a la señora Farnaby su encuentro en privado con la señorita Regina cerca del cobertizo, y también sabe que usted me dio un dinero. Creo que detrás de todo esto esta la señora Ormond; seguramente recordará usted que nadie sabía dónde se encontraba, cuando yo pensé que estaba en la casa hablando con la cocinera. Reconozco que, por el momento, no son más que suposiciones mías. Lo que sí es cierto es que me han hablado como si fuera yo la criatura más ínfima que jamás haya caminado por la calle. La señora Farnaby se niega a darme una carta de recomendación, señor. De hecho, dijo que estaba más que dispuesta a llamar a la policía si no me marchaba de su casa en el plazo de medía hora. ¿Y cómo voy a entrar a servir en otra casa sin una carta de recomendación, dígame? Estoy en la ruina, señor. Así es. ¡Y todo ha sido por su culpa!
A esas alturas, con la amenaza de un nuevo estallido de sollozos, Amelius tuvo el candor de probar a ver qué efecto surtía, como consuelo, la influencia de un soberano.
—¿Por qué no hablas con la señorita Regina? —le preguntó—. Sabes de sobra que está dispuesta a ayudarte.
—Ya ha hecho todo lo que ha podido, señor. No tengo nada en contra de la señorita Regina. Es una buena persona. Entró en la sala, suplicó, rogó, quiso cargar ella con todas las culpas. La señora Farnaby se negó a escucharla. «Aquí la señora soy yo», dice. «Más te vale volver a tu habitación». Ay, señor Amelius, le aseguro que la señora Farnaby es tan enemiga suya como mía. Si está en su mano impedirlo, le aseguro que jamás se casará usted con su sobrina. Gracias a Dios, tengo la conciencia tranquila. He tratado de servir a la causa del amor verdadero, y no me avergüenzo por ello. ¡Da lo mismo! Ya me llegará la hora. Solo soy una pobre criada que se ha quedado a dos velas en este mundo, sin una carta de recomendación de la que valerse. ¡Espere, espere un poco! Ya verá cómo no ha de pasar mucho tiempo antes de que me ponga a la par de la señora Farnaby, y más que a la par; si no, al tiempo. Por algo sé lo que sé. Y no voy a decir ni una palabra más. Llegará el día en que se arrepienta —exclamó Phoebe, arrebatada de nuevo por su talante melodramático—, ya se arrepentirá, se lo aseguro, de haberme echado de su casa como si fuese una vulgar ladrona.
—¡Vamos, vamos! —dijo Amelius con vigor—. No debes hablar de ese modo.
Phoebe se había hecho con su dinero; podía permitirse una cierta independencia. Se puso en pie. Esa insolencia que casi de forma invariable acompaña la sensación de ultraje entre las mujeres inglesas de su clase se expresó a las claras en la respuesta que dio a Amelius.
—Hablo igual que pienso, señor. No me falta el nervio, y tengo redaños. No soy yo una mujer que se deje pisotear de cualquier manera, y ya lo verá la señora Farnaby, ya lo verá, antes de que pase mucho tiempo.
—¡Phoebe! ¡Phoebe! ¡Estás hablando como si fueras una pagana! Si la señora Farnaby te ha tratado con una severidad injusta, dale un ejemplo de moderación por tu parte. Como buena cristiana, tienes el deber de saber perdonar las ofensas.
Phoebe se echó a reír.
—¡Ji, ji, ji! Gracias, señor, por un sermón como ese; gracias también por el soberano. ¡Ha sido usted muy amable, ya lo creo!
De pronto, pasó de la ironía a la cólera.
—¡Nunca, jamás en mi vida me habían llamado pagana! Teniendo en cuenta todo lo que he hecho por usted, señor, creo que al menos podría tratarme con mejores modales. Que tenga buenas tardes, señor.
Alzó su naricilla chata y se fue de la estancia con toda dignidad.
Amelius se quedó perplejo por un instante, aunque en el fondo le divirtió el incidente. Al oír cómo se cerraba la puerta de la calle, sin dejar de reír, se asomó a la ventana para ver por última vez a Phoebe investida de los rasgos de una cristiana ultrajada. Al cabo de un momento, la sonrisa abandonó sus labios. Dio la espalda a la ventana con un respingo.
En la calle había un hombre esperando a Phoebe. En el momento en que se asomó Amelius ella le había tomado del brazo. Cuando se alejaban caminando, él se volvió a mirar la casa. Amelius reconoció de inmediato al compañero (y novio) de Phoebe, un irlandés vagabundo que respondía al apodo de Jervy. La última vez que le vio había sido en Tadmor. Empleado como uno de los agentes de la Comunidad para realizar diversas transacciones con la ciudad vecina, fue despedido por su mala conducta; alguien cometió sin embargo el error de readmitirlo debido a la intercesión de una persona respetable que quiso creer sus promesas y sus propósitos de enmienda. Amelius había sospechado que ese individuo fue el espía que, de manera oficiosa, dio información en contra de Mellicent y de él mismo; como no pudo descubrir pruebas suficientes que justificaran sus sospechas, permaneció callado en lo tocante a ese asunto. En ese momento, en cambio, le resultó evidente que la aparición de Jervy en las calles de Londres solo se podía atribuir a un nuevo despido de la Comunidad, y supuso que su ofensa había sido tan grave como para obligarle a refugiarse en Inglaterra. Era casi imposible que Phoebe se hubiera podido relacionar con una persona de peor reputación. Teniendo en cuenta su ánimo vindicativo del momento, sería un compañero y consejero no solo peor, sino mucho más peligroso que en otras circunstancias. Amelius se dio cuenta de ello hasta el punto de que decidió seguirlos con la esperanza de averiguar dónde vivía Jervy, Por desgracia, tomó esa resolución al cabo de un minuto, puede que dos. Salió corriendo a la calle, pero ya era demasiado tarde; no encontró ni rastro de ellos. Camino de casa del señor Farnaby decidió comentarle a Regina lo ocurrido. Su tía no había actuado con sabiduría al negarle a la criada una carta de recomendación. Haría bien si estuviera en paz con Phoebe, sobre todo en este sentido, antes de que fuera demasiado tarde.