Capítulo 2
La investigación en torno a las circunstancias de la muerte de la señora Farnaby comenzó el día siguiente a mediodía. El señor Melton sorprendió a Amelius exigiendo su presencia. El coche de punto hizo un alto a mitad de camino y se les sumó un individuo que le fue presentado como el consejero del señor Melton en materia legal. Habló con Amelius sobre la investigación; como excusa por hacer determinadas preguntas, le comunicó que su finalidad era suprimir toda revelación que pudiera resultar dolorosa para los implicados. Al llegar a la casa, el señor Melton y su abogado departieron un instante con el comisario mientras se constituía el jurado del caso en el piso de arriba.
El primer testigo al que se interrogó fue la casera.
Tras indicar la fecha en que la difunta señora Farnaby le había alquilado las habitaciones y verificar la información que apareció en los periódicos, se le preguntó por la vida que llevaba y las costumbres que tenía la difunta. Describió a su inquilina y dijo que era una señora respetable, puntual en sus pagos, silenciosa y ordenada; recibía algunas cartas, pero no veía a nadie. En algunas ocasiones sí fue a visitarla una mujer de edad; tales visitas parecían sentar bien a la difunta. Cuando se le preguntó si sabía algo de dicha mujer o de lo que habían hablado durante sus entrevistas, contestó que no estaba al corriente. Cuando llegaba la mujer, siempre indicaba a la criada que la anunciase diciendo que era «la enfermera».
Se interrogó después al señor Melton para que demostrase la identidad de la difunta.
Declaró que era de todo punto incapaz de explicar por qué había abandonado el hogar de su marido y había asumido un nombre falso. Cuando se le preguntó si el señor y la señora Farnaby habían convivido afectuosamente, reconoció que en varias ocasiones había tenido noticia de que la armonía brillaba entre ellos por su ausencia, aunque desconociera las causas. El carácter del señor Farnaby y su posición en el mundo del comercio hablaban por sí solos: la contención propia de un caballero guiaba su modo de relacionarse con su esposa. Luego mostró el certificado de su enfermedad extendido en París, y así terminó el testimonio del señor Melton.
El tercer testigo fue el farmacéutico que había preparado el medicamento. Conocía a la mujer que le llevó la receta; estaba al servicio del primero de los testigos que prestaron declaración, una señora que era cliente suya desde antiguo y que era una residente muy respetada de la zona. Él mismo se ocupaba de preparar todas las recetas en cuya composición entrasen ingredientes venenosos; en el frasco colocó de hecho una etiqueta que decía «Veneno» en grandes caracteres. Expuso e identificó el frasco en cuestión; las indicaciones de la receta figuraban copiadas con exactitud en la etiqueta.
La aparición del siguiente testigo causó un revuelo considerable: era la criada. Se daba por supuesto que su declaración explicaría cómo tuvo lugar el fatal error relativo al medicamento: tras responder a las preguntas de turno, pasó a explicar lo siguiente:
—Cuando oí la campanilla y acudí a su llamada en el momento que ya he indicado, me encontré a la difunta de pie ante la chimenea. Sobre el escritorio había depositado un frasco de medicina. Era mucho más grande que el identificado por el anterior testigo; aún contenía tres cuartas partes de un líquido incoloro. La difunta me entregó una receta que yo debía llevar al farmacéutico y aguardar allí a que preparase el medicamento para llevárselo de inmediato. «Esta mañana no me encuentro nada bien; he pensado que este medicamento me ayudaría a reponerme», dijo señalando el frasco del escritorio, «pero no estoy segura de que sea lo que más me conviene. Creo que me hace falta un tónico. La receta que le acabo de dar es la de un tónico especialmente aconsejado». Fui enseguida a la farmacia y esperé hasta que estuvo listo. A mi regreso la encontré escribiendo una carta que acabó de inmediato y apartó de delante de sí. Cuando dejé sobre la mesa el frasco que le llevé de la farmacia, ella contempló el otro frasco, el más grande, que tenía a su lado. «Pensará que estoy indecisa», me dijo. «Desde que la envié al farmacéutico», añadió, «he pensado si no sería mejor que probase este medicamento antes de tomar el tónico. Es una medicina para el estómago, y tal vez lo que tenga no sea sino una simple indigestión». «Señora», le dije, «esta mañana ha desayunado muy poca cosa. No seré yo quien le dé consejos, pero como quiera que parece dudar, ¿no sería mejor que llamase al médico?». Ella negó con un gesto y dijo que, mientras pudiera evitarlo, prefería no tener trato con los médicos. «Probaré primero el medicamento contra la indigestión», me dijo; «si no me alivia, ya veremos después qué se puede hacer». Mientras hablábamos, el tónico quedó en el envoltorio sellado, tal como lo traje de la farmacia. Tomó el frasco que contenía el medicamento para el estómago y leyó las instrucciones: «Dos cucharadas diluidas en agua, en vaso de medida, dos veces al día». Le pregunté si tenía un vaso de medida y dijo que sí; me envió al dormitorio a buscarlo. Mientras procedía, la oí exclamar algo y volví a la sala a ver qué sucedía. «¡Oh!», dijo, «qué torpe soy. Se me ha roto el frasco». Sostenía en alto el frasco de la medicina para el estómago, que se le había partido por debajo del cuello sin que se derramase el contenido. «Vuelva al dormitorio y vea si encuentra un frasco vacío; no quisiera que se me echase a perder este medicamento». Solo había un frasco vacío en el dormitorio, sobre la repisa de la chimenea. Se lo llevé de inmediato; me dio el frasco roto y, mientras vertía el medicamento en el frasco que encontré en el dormitorio, ella abrió el envoltorio del tónico que le llevé de la farmacia. Cuando hube terminado, los dos frascos quedaron sobre la mesa: el que había rellenado y el que le llevé de la farmacia. Me di cuenta de que los dos eran del mismo tamaño y que ambos llevaban una etiqueta que decía «Veneno». «Tenga usted cuidado, señora», le dije; «los dos frascos son exactamente iguales». «Eso tiene fácil solución», me dice; mojó la pluma en el tintero y copió las instrucciones del frasco roto en el frasco que yo le había vuelto a llenar. «Hecho», me dijo. «¿Así se quedará usted tranquila? Me lo dijo en son de chanza, como si bromease conmigo». «¿Dónde está el vaso de medida?». Volví al dormitorio a buscarlo, pero tampoco lo encontré. Cambió de pronto su estado de ánimo; se enojó, comenzó a caminar de un lado a otro, echándome en cara mi falta de diligencia. Me pareció muy impropio de ella, porque siempre se mostraba muy considerada. No le di mayor importancia, pues la había visto muy alterada a primera hora de la mañana, cuando recibió una carta que, según me dijo, contenía malas noticias. Y sí, en ese momento estaba presente otra persona, la mujer de edad a la que se refirió mi señora. La mujer contempló la dirección de la carta como si supiera de quién provenía. Le dije que la había traído a la casa un hombre bizco y ella salió de inmediato. Sin decir palabra, bajé por un vaso pequeño y una cuchara para que midiera el medicamento. Ella no se fijó en mí. Al subir y ver que no estaba con ánimo de hablar, me marché. No volví a verla hasta que nos alarmó su chillido. Encontramos a la pobre señora en el suelo, como si acabara de tener un ataque. Fui corriendo en busca del médico más cercano. Esta es toda la verdad del caso, lo juro; esto es todo lo que sé.
Llamaron a la señora de la casa por petición expresa del jurado, y de nuevo la interrogaron acerca de la mujer de edad. No supo aportar más información. Cuando se le preguntó si se habían encontrado papeles o cartas que pertenecieran a la difunta, o que ella hubiera escrito, afirmó que, tras una búsqueda a fondo, solo se habían descubierto dos recetas médicas. El escritorio estaba vacío.
El médico fue el testigo siguiente.
Describió el estado en el que se encontró a la paciente cuando le llamaron para que acudiera a la casa. Sus síntomas eran los típicos de un envenenamiento por estricnina. Al examinar las recetas y los frascos con la ayuda de la información que le proporcionó la criada, quedó convencido de que la difunta había cometido un fatal error, la naturaleza del cual explicó al jurado tal como se la había relatado a Amelius. Una vez señalado su encuentro con Amelius en el portal de la casa y los acontecimientos que se sucedieron, terminó su intervención reseñando el resultado de la autopsia. La muerte fue causada por ingestión de estricnina.
La dueña de la casa y la criada fueron de nuevo llamadas a declarar. Se les instruyó que indicaran al jurado con toda exactitud el tiempo que había transcurrido entre el momento en que la criada dejó a solas a la difunta en su salita de estar y el momento en que se oyeron sus primeros gritos. Como ambas manifestaron lo mismo a este respecto, se les preguntó si, aparte de la mujer de edad, alguien más había visitado a la difunta, o si tal vez acudió alguien a la casa con la intención de visitarla. Las dos afirmaron que no había llamado nadie a la casa, que la cancela del jardín estaba cerrada y la llave obraba en poder de la dueña. Habida cuenta de este indicio, quedó comprobado que la difunta había ingerido el veneno por sus propios medios. Tan solo quedaba por aclarar si lo había ingerido por accidente o no, y Amelius fue llamado a declarar.
El abogado contratado por el señor Melton para presenciar el interrogatorio en nombre del señor Farnaby no había intervenido hasta el momento. Quedó sin embargo patente que prestaba una gran atención al proceso, sobre todo cuando llegó a este punto.
Amelius se mostró nervioso en principio. Su educación norteamericana, que tan bien le había preparado para hablar en público sobre cuestiones sociales y políticas, en modo alguno le sirvió para afrontar la dura prueba que le supuso su primera aparición en calidad de testigo. Una vez contestadas las preguntas de costumbre, se le vio tan dolorosamente agitado al describir el sufrimiento de la señora Farnaby que el comisario suspendió el interrogatorio durante unos minutos con la esperanza de que se controlase. Sin embargo, no pudo recobrar del todo la presencia de ánimo hasta que hubo terminado la narración de los acontecimientos. Cuando comenzaron las preguntas críticas en lo tocante a su relación con la señora Farnaby, se le notó que alzaba la cabeza y que por vez primera hablaba como un hombre en pleno dominio de sus facultades, resuelto y sosegado.
Siguieron las preguntas:
¿Gozaba de la confianza de la señora Farnaby en lo tocante a sus diferencias domésticas con su esposo? ¿Fueron tales diferencias las que la llevaron a mudarse a otro domicilio distinto del conyugal? ¿Le había informado la propia señora Farnaby del lugar en que se hallaba retirada? A las tres preguntas, con voz firme y clara, el testigo respondió afirmativamente. A continuación, cuando se le interrogó sobre la naturaleza de dichas «diferencias domésticas», y si a su juicio podían haber afectado gravemente el ánimo de la señora Farnaby, así como sobre por qué había asumido un nombre falso y había confiado sus penalidades matrimoniales a un joven como él, a quien conocía tan solo desde hacía unos meses, el testigo lisa y llanamente rehusó responder a tales preguntas.
—La confianza que la señora Farnaby depositó en mí —indicó al comisario— era una confianza que me obliga, por mi palabra de honor, a respetarla todavía. Una vez dicho esto, tengo la esperanza de que el jurado comprenda que debo a la memoria de la difunta el guardar absoluto silencio sobre tales asuntos.
Se oyó un murmullo de aprobación entre los asistentes, que de inmediato acalló el comisario. El portavoz del jurado se puso en pie y señaló que cualquier escrúpulo propiciado por el honor estaba fuera de lugar en una investigación de semejante profundidad. Nada más oírlo, el abogado comprendió que había llegado su oportunidad y se puso en pie.
—Represento al esposo de la difunta —dijo—. El señor Goldenheart ha apelado al honor para justificar su silencio. Me asombra que haya un solo hombre en esta reunión que no sea capaz de mostrarle la comprensión debida. Comoquiera que tal persona parece estar entre nosotros, pido permiso, señor, para hacer una pregunta al testigo. Puede que satisfaga al portavoz del jurado, puede que no, pero sin duda contribuirá a aclarar el objeto de la presente investigación.
El comisario, tras mirar al señor Melton, permitió que el abogado formulase la pregunta.
—El conocimiento que tiene usted de las desavenencias domésticas de la señora Farnaby, ¿le hace pensar que tuviera motivos para suicidarse?
—Desde luego que no —respondió Amelius—. Cuando fui a visitarla la mañana misma en que murió, no tenía yo recelo alguno en este sentido. Fui a visitarla en calidad de portador de buenas noticias; así se lo dije al médico cuando me recibió en el portal.
El médico confirmó este punto. El portavoz, si no convencido, tuvo al menos que callar. Uno de los componentes del jurado, quien sin duda percibió la fuerza del ejemplo, interrumpió el interrogatorio y formuló a Amelius otra pregunta.
—Tenemos entendido que usted acudió a visitar a la difunta en compañía de una damisela, y que incluso la llevó al piso de arriba. Deseamos saber qué asuntos debía resolver tal damisela en la casa.
El abogado volvió a intervenir.
—Protesto —dijo—. El propósito de esta investigación no es otro que aclarar de qué modo falleció la señora Farnaby. ¿Qué tiene que ver la damisela? Según las declaraciones del médico, ya sabemos que no estaba presente en la casa cuando tuvo efecto la mortífera acción del veneno. Apelo, señores, a las pruebas y a ustedes, así como a usted, comisario, por ser la autoridad competente, para que se remitan a las mismas. El señor Goldenheart, que está familiarizado con las circunstancias de la muerte de la señora Farnaby, ha declarado bajo solemne juramento que en tales circunstancias no hay una sola cosa que le inspire aprensión y le lleve a sospechar que la señora Farnaby pudo haberse suicidado. La declaración de la criada apunta claramente a la misma conclusión a la que ya ha llegado el médico, esto es, que su muerte fue resultado de un lamentable error. Nada más y nada menos. ¿Hemos de perder el tiempo en cuestiones irrelevantes? ¿Han de ser cruelmente lacerados los sentimientos de los parientes de la difunta sin que tal empeño tenga mayor sentido, solo por satisfacer la curiosidad de los desconocidos?
El público dio muestras de aprobación.
—¡Ya está hecho! —susurró el abogado al señor Melton.
Una vez restablecido el orden, el comisario indicó que la pregunta del miembro del jurado no procedía; añadió que la declaración de la criada, sumada a las del médico y el farmacéutico, eran las únicas pruebas que debía tener el jurado en consideración. Para redondear sus palabras volvió a llamar a Amelius para preguntarle si, en calidad de testigo, sabía algo de la mujer de edad a la que se había aludido con frecuencia en el transcurso de la investigación. Amelius respondió con toda la honestidad con que había contestado a las preguntas anteriores. No sabía ni el nombre de dicha mujer ni su paradero. Con un deje de ironía, el comisario preguntó al jurado si era su deseo aplazar la investigación a tenor de las circunstancias.
Para mantener las apariencias, los miembros del jurado celebraron una consulta. Se acercaba ya la hora del almuerzo; la declaración de la criada era clara y concluyente; el comisario, al reanudar la investigación, pidió al jurado que no olvidase, sino que tuviera muy en cuenta, que la difunta había perdido los estribos con la criada, y que una mujer enojada bien puede cometer un error que de ninguna manera hubiese cometido en caso de estar en pleno dominio de sus facultades. Todas estas influencias se combinaron para terminar por superar de modo absoluto los obstáculos y reparos del jurado. Tras una demora innecesaria, regresaron con el veredicto: «muerte accidental». El secreto del suicidio de la señora Farnaby siguió intacto; la reputación de su vil esposo continuó siendo tan sólida como siempre; la futura vida de Amelius, a partir de ese momento fatal, viró irrevocablemente y adquirió un nuevo tumbo.