Capítulo 2

Amelius volvió directamente a la casa de campo, con el único y desesperado propósito de recurrir al plan de antaño y enterrarse bajo sus libros. Repasando sus bien provistos anaqueles con una impaciencia indigna de erudito, la Historia de Inglaterra, de Hume, fue el título que por desdicha le llamó la atención. Tomó el primer volumen. En menos de media hora descubrió que Hume nada podría hacer por él. Con sabia inspiración echó mano de esa otra historia más veraz, la que suelen denominar ficción. Los libros de un genio supremo, que descuella entre todos los demás novelistas tal como destaca Shakespeare entre todos los demás dramaturgos, los de Walter Scott, gozaban de un lugar de honor en su biblioteca. En Tadmor, la colección de las novelas de Waverley no estaba completa. Con una suerte envidiable, a Amelius aún le quedaba por leer Rob Roy. Abrió el libro. Pasó el resto del día enamorado de Diana Vernon, y cuando en una o dos ocasiones miró al jardín para dar descanso a sus ojos, vio a Andrew Fairservice ajetreado entre los arriates de las flores.

Cerró la última página de tan noble relato cuando Toff entró a poner el mantel para la cena.

El amo sentado a la mesa y el criado a sus espaldas estaban acostumbrados a charlar durante las colaciones. Amelius hizo todo lo posible para que la conversación se desenvolviera como de costumbre, aunque ya no se encontraba en el delicioso mundo de ilusión cuyas puertas le abrió Scott de par en par. La dura realidad de su vida cotidiana había vuelto a cerrarse ante él. Observándolo con atención, pero sin inmiscuirse, el francés pronto percibió la ausencia del buen humor y del apetito excelente que distinguían a su joven señor en casi todas las ocasiones.

—¿Me permite aventurar un comentario, señor? —preguntó Toff tras una larga pausa en la conversación.

—Desde luego.

—¿Y podría tornarme la licencia de expresar mis sentimientos con entera libertad?

—Por supuesto que sí.

—Mi querido señor, hoy tiene ante sí una cena bien sencilla —comenzó diciendo—. Discúlpeme si soy yo quien canta mis alabanzas; me influye, tal vez me vence el natural orgullo de ser yo quien la ha cocinado. La sopa es una Croûte au pot; la carne, un Tourne-dos à la sauce poivrade; de postre, Pommes au beurre. No puede ser más grata de paladear, si quiere que le diga la verdad; sin embargo, apenas ha probado usted bocado, y también me percato de que su siempre amable conversación decae en un melancólico silencio que me colma de pesar. ¿Es usted quien tiene la culpa? ¡No, señor! La culpa la tiene la vida que usted lleva. Yo diría que lleva una vida monacal; lleva usted la vida de un ermitaño. Incluso le diré, a riesgo de pecar de osadía, que lleva usted la vida que menos conviene a un joven como usted. Perdone la franqueza de mi expresión; en realidad desearía que mi lenguaje fuera de la máxima delicadeza. ¿Me permite usted citarle la letra de una canción? Es una antigua canción francesa, muy antigua, poco menos que olvidada, que se titula «Les Maris Garçons». En esa canción hay dos versos (muy a menudo se los oí entonar a mi buen padre) que, con su permiso, aplicaré a su caso: «Amour, délicatesse, et gaîté; D’un bon Français c’est la devise!». Señor, no cabe duda alguna de que goza usted de delicadeza y de alegría, pero el último de estos dos conceptos, de un tiempo a esta parte, diríase que lo tiene a usted anublado. ¿Y qué es necesario para disipar una nube? L’Amour! El amor, como dicen ustedes en su idioma. ¿Dónde está esa encantadora mujer, el último ornato que falta en esta dulce casa? ¿Por qué sigue siendo invisible? Remedie usted esa desdichada carencia, señor. Vive usted, aquí mismo, en el paraíso de la gran ciudad, en sus aledaños. Si consulto con mi dilatada experiencia, debo rogarle que invite usted a Eva. ¡Ja! Veo que sonríe; regresa a usted la alegría perdida; veo que se siente como yo. ¿Me permite proponerle otra copa de clarete, y la reaparición en la mesa del Tourne-dos à la poivrade?

Era imposible sentirse melancólico en presencia de ese hombre. Amelius dio su visto bueno al regreso del Tourne-dos y probó otra copa de clarete.

—Mi buen amigo —dijo como si hubiera vuelto a él su natural buen humor—, me habla usted de mujeres encantadoras, de su dilatada experiencia. Cuénteme, cuénteme en qué consiste esa experiencia.

Por vez primera, Toff pareció un tanto confuso.

—Me ha honrado usted, señor, llamándome su buen amigo —dijo—. Con esto, estoy seguro de que no me despedirá si me atengo a la verdad de los hechos. ¡No! Me dice el corazón que no he de apelar yo en vano a su indulgencia. Mi querido señor, durante los días de asueto que tiene usted la bondad de concederme, le proporciono personas competentes que se ocupan de la casa durante mi ausencia, ¿no es cierto? Una de tales personas, si mal no recuerdo, era un joven particularmente atractivo. Si no le importa que se lo confiese, es hijo de mi primera esposa, ahora ya un ángel en el cielo. Otra persona que cuidó de la casa, en la siguiente ocasión, fue un muchacho de ojos negros: un prodigio de discreción para la edad que tiene. Es hijo mío y de mi segunda esposa, que ahora también es otro ángel en el cielo. Discúlpeme, aún no le he dicho nada. Hace ya algunos días, creyó usted oír a un bebé que lloraba en la planta baja. Como un miserable pecador, yo le mentí; le dije que debía de ser el bebé de la casa de los vecinos. Ah, señor: era mi propio hijo, un querubín, habido de mi tercera esposa: un ángel que tengo aún bien cerca, en Edgeware Road, en un pequeño establecimiento de modas y sombreros, que con el tiempo habrá de expandirse hasta ser un gran negocio. Los intervalos transcurridos entre cada uno de mis matrimonios ni siquiera vale la pena que los comente. ¡Caprichos fugaces, señor! ¡Caprichos fugaces! En resumidas cuentas, como dicen ustedes en su idioma, no seré yo quien se resista a los encantos del sexo opuesto. Si muere mi tercer ángel, le aseguro que me arrancaré el cabello, pero a pesar de todo tomaré a un cuarto.

—Tome usted una docena si así lo desea —dijo Amelius—. ¿A qué se debe que me haya mantenido todo esto en secreto?

Toff permaneció cabizbajo.

—Creo que ha sido uno de mis errores de extranjero —murmuró como si quisiera pedir perdón—. Los anuncios para encontrar criado que se ponen en sus periódicos ingleses la verdad es que me aterran. ¿Y cómo se anuncia el criado más capaz, más meritorio, cuando desea encontrar el mejor trabajo? Dice que «no tiene impedimentos». ¡Dios del cielo, qué palabra tan terrible para describir a los pobres, inofensivos niños! Mucho me temía yo, señor, que pusiera usted alguna típica objeción inglesa a mis «impedimentos». Un joven, un chiquillo, un bebé que parece un querubín, por no hablar del sagrado recuerdo de dos mujeres y de la encantadora, ocasional compañía de una tercera, todos ellos inexplicablemente envueltos en la vida de un francés tan cariñoso como meritorio. ¿Seguro que hay en ello alguna razón para la duda? Da lo mismo; bendigo a mi buena estrella ahora que sé por qué y me retiro de su presencia. Permítame llamarle la atención sobre ese queso de Roquefort, acompañado de un buen bocado de ensalada de patata para corregir su excesiva fuerza.

Por fin terminó la cena. Amelius de nuevo estuvo a solas. Era una velada apacible. Ni una brizna de viento se agitaba entre los árboles del jardín; ningún vehículo transitaba por la apartada carretera en que se encontraba la casa de campo. De vez en cuando se oía a Toff en la planta de abajo cantando audiblemente en francés con un vozarrón algo quebrado, mientras fregaba los platos y las fuentes y ponía las cosas en orden antes de retirarse a pasar la noche. Amelius contempló los anaqueles… y entendió que, después de Rob Roy, esa noche no iba a leer nada más. Fueron pasando los minutos con cansina lentitud; la terrible depresión que vivió a primera hora del día de nuevo caía con fuerza renovada sobre su ser. ¿De qué modo podría mejor resistirse a esa influencia? Sus saludables hábitos adquiridos en Tadmor, la vida al aire libre, le hicieron pensar en el único remedio que se le ocurrió. Fueran cuales fueren sus problemas, su único método de plantarles cara, en cualquier ocasión, era el sencillo método al cual recurrió. Salió a dar un paseo.

Por espacio de dos horas vagó sin rumbo fijo por el gran suburbio del noroeste de Londres. Tal vez acusara la opresión de la climatología, tal vez no le hubiera sentado bien una cena tan copiosa. En cualquier caso, terminó por hallarse tan completamente fatigado que se vio obligado a detener a un coche de punto para regresar a la casa.

Toff le abrió la puerta, aunque no con su presteza de costumbre. Era tanto el cansancio que embargaba a Amelius que ni siquiera prestó atención a tan insignificante circunstancia. De lo contrario, sin duda habría parado mientes en la extrañeza de la cara con que le miraba el viejo francés. Contempló a su señor cuando este se quitaba el sombrero y el abrigo con una rarísima expresión, mezcla de interés y de ansiedad, aunque modificada por la sardónica sonrisa con que siempre disimulaba las más serias emociones.

—Una noche pesadísima —dijo Amelius con hastío.

—Sí, señor —se limitó a contestar Toff, siempre deseoso de conversar con él, antes de retirarse a la cocina.

El fuego ardía con brillantez en la chimenea; las cortinas estaban echadas; la lámpara de lectura, con su amplia pantalla verde, estaba sobre la mesa. Ningún hombre encontró jamás una habitación tan acogedora al cabo de una larga caminata. Reclinándose a sus anchas en su sillón, Amelius pensó en llamar al criado para que le sirviera un restaurador brandy con agua. Mientras lo estaba pensando se quedó adormilado; mientras dormía, soñó.

¿Acaso fue un sueño?

Vio sin duda la biblioteca, y no fantásticamente transformada, sino exactamente igual que la estancia en la que de hecho se encontraba. Hasta ese punto lo mismo pudiera haber estado despierto, contemplando los conocidos objetos que le rodeaban. Sin embargo, al cabo de un rato se produjo un acontecimiento que desafió las leyes de la realidad. Sally la Simple, pese a estar a muchas millas de distancia, en el hogar, hizo sin embargo acto de presencia en la biblioteca. Vio que se abrían las cortinas; vio que la muchacha salía entre ellas, la vio detenerse y mirarlo con timidez. Iba ataviada con el sencillo vestido que él mismo le había comprado, y estaba más encantadora que nunca. La belleza que otorga la salud reclamó su parentesco, en su hermosa faz, con la belleza de la juventud; sus mejillas macilentas habían comenzado a rellenarse, sus pálidos labios estaban coloreados por un tono rojo rosáceo y natural. Poco a poco parecieron remitir los primeros temores que tuviera. Sonrió y, con dulzura, atravesó la estancia para colocarse a su lado. Tras mirarlo con una expresión de embeleso, de ternura y deleite, puso ambas manos sobre el brazo del sillón y le habló de aquella manera extraña, comedida, que tan bien recordaba.

—Deseo besarle —le confesó. Se inclinó sobre él y lo besó con la inocente libertad de una niña. Volvió a ponerse en pie y miró alternativamente a Amelius y a la lámpara—. Es mejor la luz del fuego —le dijo.

Las tinieblas se apoderaron de la estancia cuando ella habló; no volvió a verla, no la oyó más. Siguió un intervalo en el que no ocurrió nada, al cual sucedió el olvido del sueño perfecto. Su próxima sensación de conciencia fue la de tener frío. Se estremeció y despertó.

La impresión causada por el sueño seguía íntegra en su ánimo en el momento de despertar. Se sobresaltó al ponerse en pie. ¿Acaso seguía soñando? No, estaba despierto; sin duda. Ciertamente, la estancia se hallaba a oscuras.

Miró y miró en derredor. Fue algo que no pudo negar, ni tampoco explicarse de inmediato. El fuego apenas ardía; al notar la estancia helada, perfectamente visible sobre la mesa, a la luz de las llamas casi extintas, encontró la lámpara apagada.

Atizó el fuego y echó mano de la campanilla para llamar a Toff, pero se lo pensó mejor. ¿Qué necesidad tenía de la lámpara? Estaba demasiado cansado para leer; prefirió adormilarse de nuevo, soñar de nuevo con Sally. ¿Qué daño podía causarle el soñar con la pobrecita, que tan lejos estaba de él? A tales alturas, los momentos más felices de su vida eran los momentos que pasaba dormido.

Cuando los carbones volvieron a prender, aunque con débiles llamas, miró de nuevo a la lámpara. Como mínimo, era sumamente extraño que la luz se hubiese apagado por puro accidente, y exactamente en el momento preciso para cumplir la caprichosa extinción de la luz en su sueño. ¿Cómo era que no se notaba el olor característico de la vela agotada? Sentía demasiada pereza o demasiado cansancio para indagar en la cuestión. Que el misterio siguiera siendo misterio, se dijo, y que le permitiera descansar a sus anchas y en paz. Inquieto, se acomodó en el sillón. ¡Qué estúpido era por preocuparse de la lámpara, en vez de cerrar los ojos y adormilarse de nuevo!

La sala comenzó a recobrar su temperatura idónea. Cambió de sitio el cojín, de modo que pudiera apoyar la cabeza con total comodidad, y se dispuso a descansar. No obstante, la caprichosa influencia del sueño lo había abandonado; probó una postura y otra, todas ellas en vano. Cerrar incluso los ojos era mera burla. Se resignó a las circunstancias, estiró las piernas y escrutó el fuego, que ardía por toda compañía.

De un tiempo a esta parte había dado en pensar más a menudo acerca de los días que pasó en el seno de la Comunidad. Su mente volvía una y otra vez a aquel tiempo pasado. El reloj de la repisa dio las nueve. A tal hora estarían todos cenando en Tadmor, comentando los acontecimientos del día. Volvió a verse sentado ante la larga mesa de madera desnuda, con la tímida Mellicent en la silla de al lado, con su perro favorito a sus pies, a la espera de recibir su alimento. ¿Dónde estaría Mellicent? Fue una carta muy triste la que ella le había escrito, en la que destacaba la extraña idea de que un día él había de regresar junto a ella. Había algo irresistible en esa pobre mujer, que había llevado una vida tan ardua en su casa y que había sufrido con tanto aguante. Le consoló pensar que ella seguramente volvería a la Comunidad. ¿Podía acaso concebir ella un destino más feliz? ¿Cuidaría ella de su perro cuando regresara? Todos habían prometido tratar con amabilidad a sus animales mientras se prolongara su ausencia, pero aquel perro tenía especial cariño por Mellicent, y por eso estaría más a gusto con Mellicent que con todos los demás. Y su cervatillo domesticado, y sus pájaros… ¿cómo estarían? Ni siquiera había escrito para interesarse por ellos; había caído en un cruel olvido de todos aquellos amigos inofensivos, cariñosos. En la soledad que lo embargaba, en sus temibles dudas a propósito del futuro, ¿qué no daría por sentir al perro acurrucado sobre sus rodillas, o la áspera lengua del cervatillo al lamerle la mano? Le dolía el corazón solo de pensarlo; una histérica sensación de asfixia se apoderó de su respiración. Trató de ponerse en pie y de llamar a Toff para que prendiera las luces, trató de invocar su virilidad para aguantar y resistir. No pudo. ¿Adónde fue a parar su valor? ¿Dónde quedó el ánimo que nunca le había fallado en ocasiones semejantes? Volvió a hundirse en el sillón y ocultó la cara entre las manos por sentir vergüenza de su propia debilidad, antes de echarse a llorar.

El tacto de unos dedos suaves y persuasivos de pronto le estremeció.

Alguien le apartó las manos de la cara con gran suavidad. Le habló una voz conocida, dulce, queda.

—Oh, no llore usted —le dijo. A duras penas, entre las lágrimas, vio la figurita que tan bien recordaba, la vio de pie entre el fuego y él. Presa de su insufrible soledad, había echado en falta al perro, había echado en falta al cervatillo. Allí estaba, en cambio, la martirizada criatura de las calles, a la que salvó él de un horror innombrable, a la espera de ser su compañera, su criada, su amiga. Allí estaba la niña que fue víctima del frío y del hambre, que todavía avanzaba a tientas hacia la plena condición de mujer; allí estaba, inocente y ajena a toda otra aspiración, al menos mientras pudiera ocupar el lugar que en otros tiempos fue propio del perro, del cervatillo.

Amelius la contempló envuelto por la momentánea duda de estar despierto o durmiendo.

—¡Santo Dios! —exclamó—. ¿Es que estoy soñando otra vez?

—No —le dijo ella con toda sencillez—. Esta vez está usted despierto. Deje que le seque los ojos; sé bien dónde guarda el pañuelo. —Se arrimó a su rodilla y le secó las lágrimas, antes de alisarle el pelo y apartárselo de la frente—. Me daba miedo mostrarme hasta que le oí sollozar —le confesó—. Y luego pensé: «¡Vamos! Ahora no puede estar enojado conmigo», y salí de mi escondite, de detrás de las cortinas. Me dejó entrar el viejo. Y es que no puedo vivir sin verle a usted; lo he intentado, pero no puedo más. Se lo reconocí al viejo cuando me abrió la puerta. «Solo deseo verle un momento», le dije. «¿No me va a dejar pasar?». Y él va y me dice: «¡Dios bendito, Eva ya está aquí!». No sé qué quiso decir, pero lo cierto es que me dejó pasar, y eso es lo único que me importa. Es un viejo extranjero muy gracioso. De todos modos, despídalo; yo seré su criada a partir de ahora. ¿Por qué estaba usted llorando? ¡Cuántas veces he llorado yo por usted! Por usted, sí. No, eso no puede ser, no puedo yo contar con que llore usted por mí. Solo puedo contar con que me regañe. Sé que he sido muy mala.

Lo miró dubitativa y se quedó cabizbaja, a la espera de una regañina. Amelius perdió el control de sí mismo. La tomó en sus brazos y la besó una y mil veces.

—¡Eres una criatura buena, agradecida, queridísima para mí! —estalló, y de pronto se calló, consciente, aunque fuera demasiado tarde, del acto de imprudencia que había cometido. La apartó de sí; trató de hacerle severas preguntas, de administrarle la reconvención que merecía. Aun cuando lo hubiera logrado, Sally estaba sumamente feliz de escucharle.

—¡Está bien, ahora todo está bien! —exclamó—. ¡Nunca, nunca, nunca más volveré al hogar! ¡Oh, qué contenta estoy! ¡Qué feliz soy! ¡Encendamos esa lámpara!

Encontró la caja de fósforos en la repisa. En unos instantes, la sala estuvo de nuevo iluminada. Amelius se sentó mirándola, perfectamente incapaz de tomar una decisión, sin saber qué decir ni qué hacer. Para redondear su perplejidad, la voz del atento criado francés se dejó oír a través de la puerta, bien que en un tono discreto y confidencial.

—He preparado uno apetitoso refrigerio, señor —dijo Toff—. Le ruego me avise cuando la damisela y usted se encuentren listos.