Capítulo 5
Los últimos y lúgubres días de noviembre tocaron a su fin. Sin ver ya su ánimo oscurecido por las sombras del crimen, del tormento y de la muerte, la vida de Amelius transcurría en paz, sin sentir casi, en una apacible reclusión, iluminada por la compañía de Sally. Los días del invierno se sucedían unos a otros en una feliz uniformidad de ocupaciones y diversiones. Dedicaban las mañanas a las clases y las tardes a dar paseos; por las noches, unas veces cantaban y otras leían, mientras otras no hacían más que dedicarse al perezoso lujo de la charla amistosa. En el vasto mundo londinense, con sus monstruosos extremos de riqueza y de pobreza, y con esa dolencia de la vida enfebrecida, que todo lo impregna, residía una criatura sumamente inocente y sumamente dichosa. Sally había oído hablar del cielo y sabía que era alcanzable con una dura condición: primero era preciso pagar el precio de la muerte.
—He encontrado un cielo mucho más apetecible —dijo un buen día—. Está aquí, en la casa de campo, y es Amelius quien me ha mostrado el camino para llegar a él.
Su aislamiento social fue absoluto. Eran dos personas carentes de amistades, perfectamente ajenas a todo lo peligroso y a todo lo lamentable. De noche se despedían con un beso y por la mañana se saludaban con un beso; estaban libres de todas las aprensiones que pudiera provocarles el futuro, libres como dos aves en pleno vuelo. Ningún visitante acudía a la casa; los contados amigos y conocidos de Amelius, olvidados por él, también lo olvidaron por su parte. De vez en cuando iba a la casa de campo la mujer de Toff y exhibía a su querubín. De vez en cuando, el propio Toff (que era un buen músico, amén de tener muchas otras cualidades) subía con el violín.
—Un poco de música siempre viene bien para pasar el rato —decía, y tocaba ante el señor y la señorita las animadas melodías de los viejos vodeviles franceses. A ellos les agradaban estas interrupciones; tampoco les molestó que pasaran los días y que el bebé y los vodeviles fueran acallados por el silencio de su ausencia. De este modo transcurrió feliz el invierno; los vendavales no trajeron consigo ningún reuma; el propio recaudador de impuestos, tras echar un vistazo a ese paraíso terrenal, hubo de partir profiriendo una maldición al dejar su recibo en la casa.
Ocasionalmente, entre largos intervalos de tiempo, el mundo exterior se hacía sentir por medio de una carta. Regina escribía siempre con la misma placidez y afecto; siempre se entregaba a la misma y minuciosa narración del lento restablecimiento que experimentaba su «querido tío». Se le había prohibido que hiciera el menor esfuerzo. Se encontraba en un penoso estado de irritabilidad. «Ni siquiera me atrevo a mencionarle tu nombre, querido Amelius; no consigo entender el porqué, pero parece que le hace ponerse irracionalmente enojado. Tan solo puedo someterme a sus designios y rezar para que pronto vuelva a ser el de siempre». Amelius le contestaba invariablemente en el mismo tono de consideración y gentileza; echaba la culpa de sus aburridas cartas a la uniformidad con que transcurría su vida, dedicada por entero al estudio. Con la conciencia absolutamente tranquila perseveró en el más completo silencio por lo tocante a Sally. Mientras fuera fiel a Regina, ¿qué razón había para reprocharse la protección que había brindado a una pobre huérfana? Cuando se casara, tal vez podría señalar las circunstancias en las que conoció a Sally, dejando que el espíritu compasivo de su esposa hiciera el resto.
Una mañana, en las cartas de París apareció una variación: llegaron unas líneas de Rufus.
Todas las mañanas, mi querido y brillante muchacho, me despierto y me digo: «Bueno, supongo que ya va siendo hora de emprender el regreso a Londres». Todas las mañanas, de veras lo digo, termino por aplazarlo para el día siguiente. Sea por la buena comida (algo cara, lo reconozco, aunque cuando un cocinero nos hace más llevadera la digestión, en vez de ser un estorbo, cualquier hombre aquejado por mi dispepsia se sentiría demasiado agradecido para quejarse), sea por el aire, que me recuerda, se lo aseguro, al ambiente de nuestro Coolspring natal, en Massachussets no sabría explicárselo por medio de una pluma de metal duro y una bola de papel quebradizo. Habrá oído usted decir aquello de que «Cuando muere un buen americano, se va a París». Tal vez, si es suficientemente listo, sabrá ahorrarse la muerte y disfrutar racionalmente del futuro en el momento presente. Esto que aquí ve es la luz de la poesía. Sin embargo, la moraleja que se desprende de mi residencia en París no puede ser más sencilla si no puedo ir a visitar a Amelius, Amelius ha de venir a visitarme. Anote la dirección del Grand Hotel y haga las maletas, sea un buen muchacho, nada más recibir la presente. Me permito recordarle que aquí está la señorita morena. La vi salir a tomar el aire en un coche descubierto, y la saludé quitándome el sombrero. Ella miró al otro lado. Británico. ¡Eminentemente británico! Sin embargo, no le guardo rencor: soy su criado más obediente, y soy afectuosamente su
RUFUS
Posdata: Quiero que vea a algunas de las muchachas que hay en este hotel. Genuino material americano, señor, pero perfeccionado por la valía.
Otra mañana le llegaron unas tristes líneas de Phoebe:
Después de lo que había ocurrido, se sintió completamente incapaz de dar la cara ante sus amistades. No tuvo ánimos para buscar un nuevo empleo en su propio país, su vida era demasiado penosa, demasiado carente de esperanzas. Una benévola dama le hizo el ofrecimiento de que la acompañase en un barco de emigrantes con rumbo a Nueva Zelanda, y ella aceptó la propuesta. Es posible que entre sus nuevos conocidos pueda recuperar el respeto de si misma y su buen ánimo de antaño, y vivir para ser una mujer mejor. Entretanto, se despide del señor Goldenheart y le pide que la disculpe por tomarse la libertad de desearle la felicidad con la señorita Regina.
Amelius escribió unas amables líneas de respuesta a Phoebe y una cordial contestación a Rufus, disculpándose con el pretexto de sus estudios para permanecer en Londres. Después de esta, no hubo nuevas cartas. Las mañanas se sucedían sin alteraciones, el cartero no acudió con más noticias del mundo exterior.
Sin embargo, siguieron adelante con las clases; tanto el profesor como su alumna eran desmedidamente felices en compañía el uno del otro. Atento, con inagotable interés, a los progresos de Sally en su desarrollo intelectual. Amelius tardó en percatarse del desarrollo físico que se producía en ella al mismo tiempo. Era completamente ignorante del papel que su propia influencia desempeñaba en el gradual, delicado cambio que se operaba en ella. No pasó mucho tiempo hasta que se presentaron los primeros avisos del inminente trastorno que se daría en sus inofensivas relaciones. No pasó mucho tiempo hasta que aparecieron muestras de que Sally había cambiado, que para Amelius fueron misterios insondables y que para la propia muchacha fueron motivo de maravilla y, en ocasiones, pruebas muy duras de superar.
Un día se asomó por la puerta de su habitación, con su bata blanca de andar por casa, y pidió que la disculpara si le hacía esperar un rato para dar la lección matinal.
—Pasa, pasa —dijo Amelius—, y explícame el porqué.
Ella titubeó.
—¿No le pareceré una perezosa si me presento en bata?
—¡Pues claro que no! Tu bata, querida mía, es tan buena como la mejor. Y una jovencita como tú siempre está muy bien vestida de blanco.
Entró con la cesta de las labores y el vestido de andar por casa colgándole del brazo. Amelius se echó a reír.
—¿Por qué no te lo pones? —preguntó.
Ella se sentó en un rincón y miró la cesta de las labores en vez de mirar a Amelius.
—No me queda tan bien como antes —respondió—. Debo retocarlo.
Amelius la miró; miró su encantadora y juvenil figura, algo rellena; miró el suave perfil, donde ya no sobresalían los ángulos y las oquedades de antes.
—¿Es culpa de la modista? —preguntó.
Ella seguía mirando la cesta.
—Es culpa mía —dijo—. ¿Recuerda usted qué delgaducha estaba cuando usted me conoció? Creo que estoy engordando —añadió—, y espero que no por eso deje de gustarle. No sé por qué es. Dicen que las personas felices engordan, tal vez sea por eso. Ahora ya nunca paso hambre, nunca tengo miedo, nunca estoy triste… —se calló. El vestido se le escurrió al suelo—. ¡No me mire! —exclamó, y se cubrió la cara con las manos.
Amelius vio las lágrimas que asomaban entre sus bellos dedos gordezuelos, que recordaba haber visto muy delgados y huesudos al principio. Atravesó la sala y la tocó con gentileza en el hombro.
—¡Mi querida niña! ¿He dicho algo que te haya molestado?
—No, nada.
—Entonces, ¿por qué lloras?
—No lo sé. —Vaciló, le miró e hizo un desesperado intento por decirle lo que tenía en mente—. Me da miedo que se canse usted de mí. Ahora ya no hay nada en mí que despierte su compasión. Es como si usted fuera… Como si no fuera el mismo de antes. ¡No! No es eso. No sé qué me sucede. Soy más tonta que nunca. ¡Deme la clase, Amelius! ¡Por favor, deme la clase!
Amelius sacó los libros no sin sorprenderse de la extraordinaria ansiedad que puso Sally en comenzar la clase, mientras el vestido seguía tirado sobre la alfombra, sin retocar, a sus pies. El primero de los libros resultó ser un resumen de la historia de Inglaterra, publicado precisamente para el uso de los jóvenes. El sistema educativo aplicado por Amelius se plegaba a las leyes del azar: comenzaron por la historia, por ser la primera asignatura que apareció. Sally empezó a leer en voz alta, y su profesor le explicó los pasajes más oscuros, corrigiendo sus ocasionales errores de pronunciación. Esa mañana en concreto no hubo gran cosa que explicar, ni nada que corregir.
—¿Lo estoy haciendo bien? —preguntó Sally al terminar la lectura.
—Muy bien, desde luego.
Cerró el libro y miró a su profesor.
—Me pregunto cómo es posible —dijo— que progrese tanto con mis clases aquí, cuando en el hogar iba tan despacio. Ya, ya sé que es una bobada. Si progreso tanto es porque usted me da clase, por supuesto. Pero no me siento satisfecha del todo. Soy la misma criatura desvalida… Me llega su amabilidad, pero no puedo hacer nada por devolvérsela a pesar de lo mucho que aprendo. Me gustaría mucho… —dejó el pensamiento sin expresar y abrió su cuaderno de caligrafía—. Pasemos a la caligrafía —dijo con resignación—. Tal vez un día llegue a mejorar tanto como para llevarle a usted las cuentas. —Empuñó la pluma un tanto distraída y comenzó a escribir. Amelius miró al cuaderno por encima de su hombro y se echó a reír: estaba escribiendo el nombre de él. Le señaló el renglón que debía copiar, impreso en letras de molde en la parte superior de la página, y que contenía una innegable máxima moral en caracteres que se hallaban por encima de toda crítica: «El cambio es una ley de la Naturaleza».
—Querida, eso es lo que has de copiar hasta que te canses —le dijo—; luego pasaremos a la página siguiente.
Sally dejó la pluma.
—No me gusta eso de que «El cambio es una ley de la Naturaleza» —dijo, y frunció el ceño—. Ayer mismo leí esas palabras y de noche me sentí muy desdichada. Fui tan tonta como para creer que siempre estaríamos juntos tal como lo estamos ahora, pero entonces vi esa máxima. ¡La detesto! Me vino a la cabeza cuando yacía despierta, a oscuras, y me pareció como si me dijera que un día también nosotros hemos de cambiar. Eso es lo peor del aprendizaje: una acaba por saber demasiado, y así termina la felicidad que se pueda sentir. Se me ocurren pensamientos que no deseo tener. Pensé en la damisela a la que vimos la semana pasada en el parque.
Hablaba con gravedad, con tristeza. El luminoso contento que había dado un nuevo encanto a su mirada desde que residía en la casa de campo se apagó del todo cuando la miró Amelius. ¿Qué había sido de su actitud infantil, de su sonrisa sincera? Arrimó la silla a ella.
—¿A qué damisela te refieres? —preguntó.
Sally meneó la cabeza y trazó unas líneas sobre el papel secante.
—¡Es imposible que la haya olvidado! Era una damisela que cabalgaba en un grandioso caballo blanco. Todos la admiraban. Me extraña que usted me mirase después de verla pasar. Ay, esa damisela sabe toda clase de cosas que yo desconozco; seguro que sabe tocar el piano a la perfección, cada nota en el momento preciso; seguro que se sabe las tablas de multiplicar; seguro que conoce todas las ciudades del mundo. Me atrevería a decir que es casi tan culta como usted. Si ella viviera aquí, con usted, ¿no la preferiría a ella antes que a mí?
Apoyó los brazos sobre la mesa y, con gesto de fatiga, los descansó sobre la cabeza.
—¡Esas calles terribles! —murmuró con un punto de desesperación—. ¿Por qué pensé en las calles terribles, en la noche que lo conocí, nada más ver a aquella damisela? ¡Oh, Amelius! ¿Se ha cansado usted de mí? ¿Acaso se avergüenza de mi? —irguió la cabeza sin darle tiempo a contestar, y se controló con súbita resolución, no sin esfuerzo—. No entiendo qué me sucede esta mañana —añadió mirándolo con ojos suplicantes—. Disculpe mis tonterías, enseguida me pongo a copiar la máxima.
Y procedió a copiar la insoportable afirmación de que el cambio es una ley de la naturaleza con dedos temblorosos, con la respiración alterada.
Amelius le quitó la pluma con amabilidad. Se le quebró la voz, cuando le habló.
—Hoy dejaremos la clase, Sally. Has pasado una mala noche, no has descansado bien, y eso se te nota. No pasa nada más. ¿Crees que te encuentras tan bien como para salir a pasear conmigo, a ver si el aire te reanima?
Ella se puso en pie, le tomó la mano, se la besó.
—Créame que, aunque me estuviera muriendo, siempre me repondría lo suficiente para salir con usted. ¿Puedo pedirle un pequeño favor? ¿Le importaría mucho que hoy no fuésemos al parque?
—¿Por qué razón ha dejado de agradarte el parque, Sally?
—Es que tal vez nos encontremos de nuevo con la bella damisela —respondió cabizbaja—. Y eso no me apetece.
—Iremos a donde tú quieras, mi niña. Eres tú quien decide, no yo.
Ella recogió el vestido del suelo y se apresuró a llegar a su habitación sin volverse a mirarlo, como solía hacer cada vez que abría la puerta.
Una vez a solas, Amelius siguió sentado ante la mesa pasando mecánicamente las páginas de los libros de texto. Sally le había dejado perplejo, e incluso inquieto. La capacidad que tuviera Amelius para mantener intactas las inofensivas relaciones entre ambos dependía sobre todo de la muda apelación que la ignorancia y la inocencia de la muchacha le habían hecho de forma inconsciente. Era algo que sentía vagamente, sin caer del todo en la cuenta. Debido a un misterioso proceso de asociaciones mentales que no fue capaz de seguir, revivió en su memoria una de las frases que le dijo el Hermano Anciano en Tadmor, cuando él trataba de abrirse paso en medio de las dificultades que lo cercaban. «Hallarás muchas tentaciones, Amelius, cuando abandones nuestra Comunidad —le dijo el anciano al despedirse—, y la mayoría se te ha de presentar por medio de las mujeres. Has de estar sobre todo en guardia, hijo mío, si te encuentras con una mujer que te inspire auténtica compasión. De ser así, irá derecha camino de tus pasiones, por la puerta abierta de tu simpatía, tanto más si ella ni siquiera es consciente de hacerlo». Amelius acusó la verdad expresada en tales palabras con una claridad insólita. En Sally había detectado algunas señales de que su naturaleza comenzaba a cambiar, aunque se habían manifestado con demasiada delicadeza, de modo que no atrajeron la atención de un hombre que no estaba preparado para mostrarse vigilante. Solo esa misma mañana se habían presentado con la fuerza necesaria para que él las percibiese. Solo esa mañana le habló ella y lo miró de un modo como nunca lo había hecho. Amelius comenzó a entrever el peligro que a los dos les rondaba, un peligro al cual había cerrado los ojos de momento. ¿Cuál era el remedio? ¿Qué cabía hacer? Esas preguntas se le ocurrieron con toda naturalidad, a pesar de lo cual quiso ahorrarse las respuestas.
Se levantó con impaciencia y se dio prisa en guardar los libros de texto, deber que hasta entonces siempre había dejado en manos de Toff.
Fue inútil. Su mente seguía prendida con gran insistencia en Sally.
Mientras deambulaba por la sala seguía viendo la manera en que Sally lo miró, seguía oyendo su voz cuando le habló de la damisela del parque. Acudieron a su memoria las palabras del buen médico al que consultó sobre el estado de Sally. «El natural desarrollo de sus sentidos, y me refiero a los sentidos del intelecto y a los de la mera sensibilidad, se ha truncado exactamente igual que el natural desarrollo de su cuerpo, es decir, debido al hambre, al miedo, a la constante exposición al frío y la humedad, y a otros influjos que son inherentes a la penosa vida que ha llevado hasta ahora». Después, el médico le había indicado una alimentación nutritiva, el aire puro, un tratamiento cuidadoso; le indicó, en resumidas cuentas, que disfrutara la vida que había disfrutado en la casa de campo, y había predicho que llegaría a ser «una jovencita sana e inteligente». Volvió a preguntarse qué debería hacer.
Se acercó a mirar por la ventana. Se le ocurrió una idea. ¿Qué sucedería, se dijo, si hiciera acopio de valor y le dijera que estaba prometido a otra mujer?
No. Una vez descartado el natural espanto que semejante sorpresa causaría a la pobre y agradecida muchacha, que tan solo conocía la felicidad desde que estaba bajo sus cuidados, el detestable obstáculo que representaba el señor Farnaby se interpuso en su camino de manera inapelable. Sally sin duda le haría toda clase de preguntas sobre su compromiso matrimonial, y no descansaría hasta que él se las contestara. Había sido forzosamente imposible ocultarle el nombre de su madre. El descubrimiento del padre, cuando tuviera noticias de Regina y del tío de Regina, era tan solo cuestión de tiempo. ¿Qué no sería capaz de hacer un hombre semejante? ¿Qué nuevo acto de traición no cometería si se viera reclamado por la hija a la que había abandonado? Aun cuando la expresión de los últimos deseos de la señora Farnaby no fuera sagrada para Amelius, esa única consideración le obligaba a guardar silencio aunque solo fuera por el bien de Sally.
Dudó por primera vez de sus cálculos, de la sabiduría implícita en la intención de confiar la triste historia de Sally a la simpatía de su esposa una vez se hubiera casado con ella. Los celos que de forma natural podría inspirarle una muchachita que era objeto de interés para su marido no eran, ni de lejos, la peor de las dificultades a que habría de hacer frente. Ella creía en la integridad de su tío con una fe idéntica a la de su religión. ¿Qué diría ella, qué podría hacer, si la inocente testigo de la infamia de Farnaby le fuera presentada, y si Amelius solicitaba la protección de Sally, que su propio padre le había negado en su más tierna infancia? ¿Cómo reaccionaría si él le decía: «Esa es la obra de tu tío»?
No obstante, ¿qué otra perspectiva se le abría, aparte de la de proceder a la revelación, cuando acto seguido pensaba en sus intereses y en el día de su boda? Una vez más se hallaba frente a la siniestra figura de Farnaby. ¿Cómo recibiría a la desdichada a quien Regina, en toda su inocencia, acogería en su morada? Ya no tendría posibilidad de elección; contraería sin duda el deber de comunicar a su esposa la terrible verdad del caso. ¿Y cuál sería el resultado? Rememoró todo el transcurso de su noviazgo y vio a Farnaby en todo momento a su misma altura en la estima de Regina. A pesar de su natural optimismo, a pesar de su innata valentía, Amelius notó que le fallaba el ánimo cuando pensaba en lo que estaba por venir.
Al apartarse de la ventana se abrió la puerta de Sally; se reunió con él lista para dar un paseo. Se la veía de nuevo animada; le había sentado bien la tarea de vestirse para salir. Su encantadora sonrisa le iluminaba la cara. Completamente desesperado, sin importarle lo que dijera, lo que hiciera, Amelius le tendió ambas manos para darle la bienvenida.
—¡Eso está mucho mejor, Sally! —exclamó—. No dejes de estar complacida, no dejes de mostrar tu belleza, querida mía. Seamos felices y disfrutemos mientras podamos. Ya llegará el futuro. Por el momento, ¿qué importa?