Capítulo 1
El día que había testimoniado el reencuentro de la madre con la hija, aunque solo para verlas despedirse para siempre en este mundo, había avanzado hacia el crepúsculo.
Amelius y Sally de nuevo estaban juntos en la casa de campo, sentados frente a la chimenea de la biblioteca. Nada alteraba el silencio reinante. Sobre la mesa, cerca de Amelius, yacía la carta que la señora Farnaby le había escrito la mañana misma de su muerte.
Había encontrado la carta, con el sobre sin cerrar, en el suelo de su dormitorio; por fortuna, la había guardado antes de que la casera y la criada se aventurasen a entrar en la habitación. El médico, que regresó minutos más tarde, había advertido a las dos mujeres que tendría lugar una investigación por parte de las autoridades, y en vano previno a todos los presentes de que tuviesen cuidado con lo que dijeran y con lo que hicieran. No solo el fallecimiento, sino también un descubrimiento que se produjo después y que sirvió para revelar el nombre de la desdichada mujer por aparecer bordado en sus ropas —demostrando que había empleado un nombre falso cuando se alojó en casa de la señora Ronald—, dieron pie a no pocos cuchicheos que menudearon por el barrio en cuestión de pocas horas. En semejantes circunstancias, la catástrofe apareció recogida en un solo párrafo en los periódicos vespertinos; en tal información se incluyó el nombre de la difunta por el bien de cualquier familiar que pudiera desconocer aún el luctuoso acontecimiento. Si la casera hubiese encontrado la carta, con toda probabilidad esa circunstancia habría formado parte de la información que se publicó, y el secreto de la vida y la muerte de la señora Farnaby habría quedado expuesto a las habladurías del público en general.
Puedo confiar en usted y solamente en usted —escribió a Amelius—, para que cumpla los últimos deseos de una mujer moribunda. Usted me conoce, y sabe bien con cuánto afán aguardaba yo la perspectiva de llevar una vida feliz y retirada en compañía de mi hija. La única esperanza que me mantuvo con vida ha resultado un cruel desengaño. Esta misma mañana he descubierto, más allá de toda duda, que he sido víctima de unos desgraciados que me mintieron y me tuvieron engañada desde el principio. Si fuera yo una mujer más feliz, tal vez dispusiera de otros afanes que me ayudaran a sobrellevar este pavoroso desastre. Siendo como soy, la Muerte es el único refugio que me queda.
Mi suicidio solo ha de ser conocido por usted. Hace algunos años se me ocurrió la idea de mi autodestrucción, bien que disimulada bajo el disfraz de un sencillo error. Siempre tuve los medios a mi alcance, medios muy sencillos, con la convicción de que tal vez todo terminase de este modo. Cuando usted lea esta carta, yo ya descansaré para siempre. Hará usted lo que aún debo pedirle; lo hará con misericordia y en recuerdo de mi persona; de eso estoy segura.
Le queda una larga vida por delante. Amelius. Mi estúpido encaprichamiento con respecto a usted y a mi hija perdida todavía persiste en mi ánimo; todavía pienso que tal vez sea posible que usted la encuentre con el transcurso de los años.
Si así sucediera, le imploro en nombre de la ternura y la compasión que tuvo usted hacia mí que no diga absolutamente a nadie que es mi hija; si John Farnaby aún viviera por entonces, le prohíbo terminantemente, con la autoridad que pueda tener una amiga que se muere, que le permita verla; no le deje saber siquiera que existe tal persona. ¿Tal vez no logra usted entender cuáles son mis motivos? En tal caso, le haré una vergonzosa confesión que le ayudará a esclarecerlos, y se la haré ahora que sé bien que ya nunca nos volveremos a ver. Mi hija nació antes de que yo me casara; el hombre que se convirtió en mi esposo —un hombre de baja extracción, debo decirlo— era el padre de la misma. Se basó en esta desgraciada circunstancia para obligar a mis padres a entregarle toda su fortuna; por ello me desposó. Ahora sé bien lo que antiguamente tan solo sospechaba de manera más bien vaga, y es que abandonó adrede a su bija por considerarla un posible estorbo, un escándalo tal vez perjudicial para la próspera trayectoria que le aguardaba en esta vida. ¿Cree ahora que es demasiado lo que le pido cuando le ruego encarecidamente que jamás hable de mi hija perdida con ese hombre maligno, que obró contra natura? En cuanto a la fama que yo pueda tener, no es en mí en quien pienso ahora. Ahora que la Muerte está muy cerca, a mi lado, pienso en mi pobre madre y en todo lo que hubo de sufrir y sacrificar por mí para salvarme de la desgracia que tan merecida me tenía. Es por ella, y no por mí, por lo que le pido que guarde silencio con los amigos y los enemigos si es que le preguntan quién es mi hija, con la sola excepción de mi abogado. Hace ya muchos años que puse en sus manos los medios de donar una pequeña provisión de fondos para mi hija, con la esperanza de que viva lo suficiente para disfrutarla. En caso de necesidad, muéstrele esta carta para que no haya duda alguna.
Procure no olvidarme, Amelius, pero tampoco se apene por mí. Voy hacia mi muerte como puede ir usted hacia el sueño cuando está fatigado. Le dejo mi amor y mi agradecimiento; usted siempre ha sido bueno conmigo. Ya no hay más que escribir. Oigo que la criada ha vuelto de la farmacia y que me trae la liberación final de la pesada carga que me supone esta vida sin esperanzas. ¡Ojalá sea usted más feliz de lo que yo he sido! ¡Adiós!
Así se despidió para siempre. Sin embargo, la fatal relación de la desdichada mujer y de sus penas con la vida y la fortuna de Amelius todavía no había terminado.
Amelius no tuvo ni vacilaciones ni recelos a la hora de tomar la resolución de cumplir con el natural respeto los deseos de la difunta. Ahora que la muy triste historia del pasado le había sido revelada sin reservas de ninguna clase, se sentía obligado por el honor, incluso sin instrucciones que lo guiasen, a mantener en secreto el descubrimiento de la hija, aunque fuera solo por la madre. Con esa convicción leyó la carta que tanto lo turbó. Con esa convicción se dispuso a salvaguardarla bajo llave.
Nada más guardar la carta en lugar seguro, en uno de los cajones de su escritorio, llegó Toff con una tarjeta de visita para anunciarle que un caballero deseaba verle. Amelius miró la tarjeta y se sorprendió al ver el nombre del «señor Melton». Había escrito un mensaje a lápiz: «He venido a visitarle por un asunto de la mayor importancia». Preguntándose qué podía desear de él su rival de mediana edad, Amelius indicó a Toff que lo hiciera pasar.
Sally se puso en pie de un salto por su inveterada desconfianza frente a los desconocidos.
—¿Puedo marcharme antes de que llegue? —le preguntó.
—Como quieras —le respondió Amelius muy tranquilo.
Ella corrió hacia la puerta de su habitación en el momento en que regresaba Toff para anunciar la llegada de la visita. El señor Melton entró justo antes de que desapareciera: vio agitarse su vestido cuando se cerraba la puerta.
—Me temo que he venido a verle en mal momento —dijo mirando hacia la puerta.
Iba perfectamente ataviado; el sombrero y los guantes eran el espejo mismo de la propiedad; se mostró entristecido y cortés, mansamente desconfiado de las faldas fugitivas que había visto por la puerta. Cuando Amelius le ofreció un sillón, lo aceptó con un misterioso suspiro, como si lastimeramente se resignara a la necesidad de tomar asiento.
—No quisiera prolongar esta intromisión —dijo—. Seguramente habrá visto usted la triste noticia en los periódicos vespertinos.
—No he visto los periódicos vespertinos —repuso Amelius—. ¿A qué noticia se refiere?
El señor Melton se recostó en el sillón y expresó su pesar y su sorpresa con perfecto comedimiento, alzando con suavidad sus blancas manos.
—¡Ay, ay, ay! Esto es sumamente triste. Confiaba encontrármelo en pleno conocimiento de los detalles, reconciliado, por así decirlo, con los inescrutables caminos de la Providencia. Permítame hacérselo saber con toda la delicadeza posible. He venido a preguntarle si ha tenido usted noticias de la señorita Regina. ¡Comprenda mis motivos! Sobre este particular no debiera haber inquina entre nosotros. Se trata de una gravísima necesidad, y le ruego que me siga con atención; se trata, como le digo, de una gravísima necesidad, y es preciso que me ponga inmediatamente en contacto con el tío de la señorita Regina. No conozco a nadie que haya tenido la probabilidad de saber algo acerca de los viajeros cuando han transcurrido tan pocos días desde su partida. Tal vez usted… Usted es, en cierto modo, miembro de la familia…
—Alto. Un momento —dijo Amelius.
—¿Cómo dice? —dijo el señor Melton con extremada cortesía, incapaz de entender la razón de tal interrupción.
—En un principio no supe a qué se refería usted —le explicó Amelius—. Se expresa usted, si me disculpa que se lo diga, con demasiados circunloquios. Si en todo momento ha hecho usted alusión al fallecimiento de la señora Farnaby, debo decirle con toda honestidad que estoy enterado.
La insulsa serenidad que denotaba el rostro del señor Melton comenzó a resquebrajarse. En cierto modo se dejó engañar para dar muestras de su elocuencia y su fluidez, tan convencionales, con una selecta modulación de su torrente de voz; por ello, lastimó su autoestima el encontrarse en semejante tesitura.
—Me pareció entender —dijo muy envarado— que no había leído los periódicos vespertinos.
—Tiene usted toda la razón —replicó Amelius—. Ni siquiera los he visto.
—En tal caso, permítame preguntarle —siguió diciendo el señor Melton— de qué modo se ha enterado usted de la muerte de la señora Farnaby.
Amelius respondió con su franqueza de siempre.
—Esta misma mañana fui a visitar a la pobre señora sin saber qué había ocurrido. Me encontré con el médico en la puerta; estuve presente cuando murió.
La cuidadosa, educada compostura del señor Melton no estaba hecha a prueba de la revelación que se le acababa de hacer. Como cualquier hombre normal y corriente, prorrumpió en una exclamación de asombro.
—¡Dios santo! ¿Qué significa eso?
Amelius se lo tomó como una pregunta dirigida a él.
—Le aseguro que lo desconozco —dijo con calma.
El señor Melton, al no haber comprendido a Amelius, interpretó sus palabras inocentes como una vulgar interrupción.
—Le ruego que me disculpe —dijo fríamente—. Estaba a punto de explicarme, de modo que entenderá usted enseguida a qué se debe mi sorpresa. Después de ver un periódico vespertino fui de inmediato a hacer mis pesquisas en la dirección que se daba. En ausencia del señor Farnaby, y en calidad de viejo amigo suyo, me sentí obligado a hacerlo. Vi a la casera y, con su ayuda, vi también al médico. Ambos me hablaron de un caballero que había estado de visita por la mañana acompañado de una damisela, un caballero que insistió en que la damisela subiera con él al piso de arriba. Hasta que no me dijo usted que estuvo presente en el momento de la muerte, no me recelaba yo de que fuera usted dicho caballero. Creo que la sorpresa es por mi parte la reacción más natural que cabe. Difícilmente podía esperar nadie que yo supiera de su confianza con la señora Farnaby, y menos que conociera el domicilio en que se había retirado. En cuanto a la damisela, me siento de todo punto incapaz de entender…
—Con que entienda usted que las personas de esa casa le han dicho la verdad en lo que a mí respecta —le interrumpió Amelius—, espero que le sea suficiente. En cuanto a la damisela, le ruego que me disculpe por hablar con toda claridad. No tengo nada que decir acerca de ella, ni a usted ni a nadie.
El señor Melton se puso en pie con absoluta dignidad, en plena posesión de sus facultades vocales.
—Permítame asegurarle —señaló con gélida cortesía— que no es mi deseo obligarle a que confíe en mí. Un apunte sí que me permitiré hacerle. Le ha de ser muy fácil, qué duda cabe, conservar sus secretos mientras hable conmigo. En cambio, me temo que tendrá ciertas dificultades si pretende mantener esa misma actitud con las autoridades y el jurado. Y supongo que será usted consciente de que se le citará a declarar en calidad de testigo a lo largo de la investigación.
—A tal fin le dejé al médico mi nombre y mi dirección —replicó Amelius con la misma calma de siempre—, y estoy más que dispuesto a ser testigo y relatar lo que vi en el lecho de muerte de la pobre señora Farnaby. Sin embargo, aunque me interrogasen todos los comisarios de Inglaterra sobre cualquier otro asunto, tan solo les diría lo que acabo de decirle.
El señor Melton sonrió con bien sazonada ironía.
—Ya lo veremos —dijo—. Entretanto, supongo que puedo pedirle, por el interés de la familia, que me remita la dirección de la señorita Regina tan pronto como tenga noticias de ella. No dispongo de otro medio para comunicarme con el señor Farnaby. Respecto al triste suceso, debo añadir que me he ocupado de los preparativos del funeral, de pagar las pequeñas deudas que pueda haber dejado la difunta, etcétera. En calidad de viejo amigo y representante del señor Farnaby…
La conclusión de la frase la interrumpió la aparición de Toff, que traía una nota y se disculpó por la intromisión.
—Le ruego que me disculpe, señor, pero hay una persona que espera. Dice que es preciso firmar el recibo. La caja que ha traído se encuentra en el vestíbulo.
Amelius examinó el papel: era un documento formal en el que se reconocía el recibo de las prendas de Sally que le habían devuelto las autoridades del hogar. Al tomar la pluma para firmar el recibo, miró hacia la puerta de la habitación contigua. El señor Melton, al observar su mirada, se dispuso a retirarse.
—No deseo molestarle por más tiempo —dijo—. Tiene usted mi tarjeta. Buenas noches.
Al salir se cruzó con una mujer de edad que aguardaba en el vestíbulo. Toff se apresuró a abrirle la cancela del jardín y se encontró con la desabrida voz del cochero que la esperaba. La señora a la que había llevado a la casa de campo no le había pagado lo que le debía; se proponía cobrar esa cantidad a toda costa, o bien averiguar la dirección de la señora y exigirle el pago. Al cruzar el camino, el señor Melton oyó la voz de la mujer; disponía del recibo y lo había seguido al salir. En la discusión sobre tarifas y distancias que se emprendió a sus espaldas, las dos partes en liza mencionaron varias veces el nombre y la dirección del hogar. En poder de esta información, el señor Melton consultó en su club un directorio en el que figuraba un epígrafe titulado «Instituciones de caridad» y resolvió el misterio de las faldas que había visto desaparecer tras la puerta. Había descubierto a una interna de un orfelinato de mujeres descarriadas, ¡nada menos que en la casa del hombre al que estaba prometida Regina en matrimonio!
El correo de la mañana siguiente llevó a Amelius una carta de Regina. Estaba fechada en un hotel de París. Su querido tío, había sobrestimado sus propias fuerzas. Se había negado a pasar la noche descansando en Boulogne; tan grave había sido el padecimiento debido a la fatiga causada por el largo viaje que se vio obligado a guardar cama desde su llegada. El médico inglés al que consultaron declinó decirle en qué momento podría volver a emprender el viaje, pues se encontraba muy escaso de fuerzas. Tras informarle con el debido esmero acerca de la opinión del médico, Regina se tomó la libertad de permitirse una expresión de afecto y de asegurar a Amelius la necesidad que sentía de conocer noticias suyas tan pronto le fuera posible. De nuevo, la salud de su «querido tío» volvía a ser su primera consideración. Al disculparse por haber escrito la carta con tantas prisas, de nuevo adujo la delicada situación del señor Farnaby. El pobre convaleciente padecía una seria depresión; en su enfermedad, su único consuelo consistía en que su sobrina le leyera; de hecho, en ese mismo momento la requería. La inevitable posdata contenía una suave efusión de cariño. «¡Ojalá pudieras estar con nosotros! Por desgracia, no puede ser».
Amelius copió la dirección y la remitió de inmediato al señor Melton.
Era el día 24 del mes. Ese día no salió de Londres el primer tren de la mañana, y la investigación sobre las causas de la muerte de la señora Farnaby quedó aplazada hasta el 26 para que las autoridades del caso resolvieran otros asuntos pendientes. Tras su entrevista con Amelius, el señor Melton decidió que la situación era suficientemente grave y tan urgente como para que él mismo siguiera a su telegrama a París. Allí comunicaría al señor Farnaby lo que había descubierto en la casa de campo, amén de añadir lo que había sabido por la casera y por el médico, dejando que el tío actuase a su entera discreción para defender los intereses de la sobrina. No se paró a preguntarse si dicho acto no convenía también a sus propios propósitos en calidad de pretendiente de la mano de Regina. Al menos por el momento no era su deber cuidarse de sus propios asuntos.
Esa noche, los dos caballeros mantuvieron una consulta privada en París. El médico había certificado previamente que su paciente no estaba en condiciones de emprender el viaje de regreso a Londres bajo ningún concepto.
Una vez discutida y resuelta la necesidad de proceder a una investigación formal sobre las causas de la muerte de la señora Farnaby, el señor Melton se lanzó de lleno a relatar las obligaciones que la amistad exigía imperativamente de él. Con gran asombro y alarma por su parte, el señor Farnaby se incorporó en su lecho como si fuera presa del pánico.
—¿Ha dicho usted —balbució en cuanto pudo hablar— que se propone investigar a dicha… dicha muchacha?
—Desde luego, habida cuenta de la situación que ocupa el señor Goldenheart en su familia, me parece lo más deseable.
—¡Ni se le ocurra! No le diga nada a Regina ni a nadie. Espere a que me reponga, deje que yo me ocupe del asunto. Yo soy el más indicado, ¿o es que no se da cuenta? Además, durante la investigación es posible que se hagan determinadas preguntas. Alguna impúdica sabandija tal vez quiera meterse donde no le llaman. En el momento en que regrese usted a Londres, contrate a un abogado que nos represente; que sea el profesional más agudo que pueda usted pagar. Dígale que ponga coto a todas las preguntas que no hagan al caso. Quién pueda ser la muchacha, o por qué la llevó ese maldito socialista de Goldenheart al piso de arriba… Esos son asuntos que nada tienen que ver con el modo en que haya fallecido mi esposa. ¿Lo entiende? En usted confío, Melton, para que así se haga. Cuanto menos se diga en el transcurso de esa infernal investigación, mejor para todos. En la situación en que me hallo ahora, sería un riesgo que mis enemigos sin duda aprovecharían. Estoy demasiado enfermo para afrontar esa posibilidad. No, no llame a Regina. Vaya con ella a la sala de estar y pida algo de comer y de beber al camarero. Por Dios, no se retrase usted y coja el tren de Boulogne mañana a primera hora.
Una vez a solas, el señor Farnaby dio rienda suelta a su furia. Maldijo a Amelius y lo tachó de improperios que no cabe poner por escrito.
Había quemado la carta que la señora Farnaby le escribió al despedirse de él para siempre, pero no había quemado ni borrado de su memoria las palabras que contenía esa carta. Con las palabras de su esposa presentes en su ánimo, después de lo que le dijo el señor Melton solo pudo alcanzar una conclusión: Amelius estaba implicado en el descubrimiento de su hija abandonada y había llevado a la muchacha al lecho de muerte de su madre. Con sus estúpidas ideas socialistas era perfectamente capaz de reconocer la verdad si se le preguntaba al respecto. La reputación intachable que John Farnaby se había forjado a lo largo de una vida de hipocresía y de egoísmo estaba a merced de un joven loco y visionario, convencido de que los ricos debían obrar en beneficio de los pobres, y que además se proponía regenerar la sociedad reviviendo la moralidad obsoleta de los primitivos cristianos. ¿Era acaso posible que llegase a un acuerdo con una persona semejante? No disponían de un solo palmo de terreno en común. Se dejó caer, desesperado, en los almohadones; permaneció un rato tendido, con el ceño fruncido y mordiéndose las uñas. De pronto se volvió a incorporar y se secó el sudor de la frente no sin antes soltar un profundo suspiro de alivio. ¿Acaso su enfermedad le nublaba la inteligencia? ¿Cómo no se había dado cuenta de la facilísima manera de salir del aprieto que le ofrecía la situación misma? «He ahí un hombre, prometido a mi sobrina —se dijo—, al cual se le ha descubierto con una muchacha en su casa de campo, y que incluso tuvo la audacia de llevarla consigo cuando fue a visitar a mi esposa». Lo propio era acusarlo con toda naturalidad, romper el compromiso matrimonial públicamente, con pleno conocimiento de la sociedad; si ese disoluto libertino tratara de defenderse diciendo la verdad, ¿quién iba a creerlo, cuando habían visto a la muchacha salir corriendo de su habitación, y cuando además se negaba a revelar su identidad por más que se le preguntase?
Así, desconocedor de las últimas instrucciones que dio su esposa a Amelius, e ignorando por igual el compasivo silencio que guarda un hombre de honor cuando tiene a su merced el buen nombre de una mujer, el desdichado siguió intrigando sin ninguna necesidad, empeñado en restituir su reputación, aunque no sin ver todas las cosas, como suele suceder a tales individuos, a la difusa luz de su propia vileza y crueldad. No le animaba ninguna emoción emparentada con la vergüenza o el remordimiento al contemplar este segundo sacrificio, en aras de sus propios intereses, de la hija a la que ya abandonó en su más tierna infancia. Si le quedaba algún recelo, era solo en lo tocante a sí mismo. Le palpitaban las sienes, tenía la lengua seca; de pronto sospechó que su malestar iba en aumento. Bebió un sorbo de limonada que tenía en la mesilla y se tendió con la intención de dormir.
No le fue posible; le ardían los ojos, el corazón le latía de manera irregular, no lograba conciliar el sueño. Al menos en cierta medida, la venganza parecía haber encontrado el camino hacia él.
El señor Melton, que administraba con delicadeza su simpatía y sus consuelos a Regina —por su naturaleza afectuosa, sentía en lo más hondo la calamidad que había su puesto la muerte de su tía—, resultó de gran utilidad al leerle en voz alta ciertos poemillas devotos que Regina tenía en alta estima. De pronto lo llamó el camarero.
—Acabo de pasar a ver al señor Farnaby —dijo—, y mucho me temo que se encuentra peor.
Mandaron llamar al médico. Pensó que era tan serio el estado de su paciente que obligó a Regina a contratar los servicios de una enfermera. Cuando el señor Melton emprendió el viaje de regreso a la mañana siguiente, dejó a su amigo con una fiebre muy alta.