Capítulo 4

Amelius contempló a sus compañeros con ciertas dudas sobre la posibilidad de que ambos mantuvieran la seriedad en ese punto crítico de su relato. Los dos indicaron que su aprensión no estaba mal encaminada. Se sintió algo dolido, y en el acto lo manifestó.

—He de reconocer, para mi vergüenza, que me eché a reír a carcajadas. Ustedes dos, caballeros, son mayores y experimentados, más sabios que yo. Por eso, no esperaba que estuvieran tan dispuestos a reírse de la pobre señorita Mellicent como lo estuve yo en su día.

El señor Hethcote rehusó que alguien le recordase los deberes elementales de un caballero de mediana edad, y lo hizo a su manera, con esa peculiaridad suya, tan difícil de precisar si era cumplido o grosería.

—Con calma, Amelius. No espere persuadirnos así, no se le ocurra decirnos que nadie debe reírse de algo tan risible. Una mujer que ronda los cuarenta y que se enamora de un muchacho de veintiuno…

—Es una circunstancia risible —interrumpió Rufus—. En cambio, que un hombre de cuarenta años se encapriche de una muchacha de veintiuno es algo que responde al orden de la naturaleza. Así lo han decidido los hombres. Sin embargo, señor mío, el porqué deben las mujeres renunciar a tal quimera es una cuestión sobre la cual desde hace mucho tiempo me gustaría conocer qué sentimientos tienen las propias mujeres.

El señor Hethcote despachó los posibles sentimientos de las mujeres al respecto haciendo un gesto con la mano.

—Oigamos el resto del relato, Amelius. Deduzco que fue usted a pescar, ¿no? Y deduzco que allí se encontró con la señorita Mellicent.

—Llegó al recodo del río en que pescaba yo, como tenía por costumbre —prosiguió Amelius—. Y de pronto se abstuvo de estrecharme la mano. Tan solo acierto a suponer que algo debió de ver en mi rostro, algo que la sobresaltó. No sabría decir cómo sucedió, pero tuve la impresión de que el ánimo me abandonaba al verme en su presencia. Dudo que nunca me hubiese visto tan serio como entonces. «¿Acaso te he ofendido?», me preguntó. Yo, claro está, negué tal extremo, pero mi respuesta no bastó para satisfacerla. Se echó a temblar. «¿Ha dicho alguien alguna cosa contra mi? ¿Te fatiga mi compañía?». Esas fueron las preguntas que me hizo, y fue inútil decirle que no. De súbito se apoderó de ella una perversa desconfianza hacia mi persona, o tal vez su propia desesperanza. Se hundió en el suelo y se echó a llorar; no fue un estallido de lágrimas y sollozos, un arranque del corazón, sino una especie de llanto silencioso, tristísimo, resignado, como si hubiera perdido todas las esperanzas de que los otros se compadecieran de ella y tuviese todo el derecho de sentirse lastimada. Me sentí tan consternado que no se me ocurrió nada mejor que intentar al menos darle consuelo. Con mi mejor intención, actué como un estúpido. Un hombre sensato la habría puesto en pie, supongo, y la habría dejado a solas. Yo la puse en pie y rodeé su cintura con mi brazo. Me miró a los ojos, y puedo asegurar que por un instante rejuveneció veinte años al menos. Se puso tan colorada como jamás he visto a una mujer, ni antes ni después de ella; se le enrojeció toda la cara, hasta el cuello. Sin darme tiempo a decir ni una sola palabra, me tomó de la mano y me la besó. ¡Nunca me sentí tan confuso! «¡No!», exclamó. «¡No me desprecies! ¡No te rías de mí! Espera a que te cuente cómo ha sido mi vida, y entonces comprenderás por qué me abruma incluso una pequeña muestra de amabilidad». Miró en derredor, temerosa de que hubiera alguien. «Prefiero que nadie nos oiga», dijo. «Todavía no he perdido todo mi orgullo, por más que me hayan apaleado en esta vida. Vayamos al lago, demos una vuelta en el bote de remos». Hice lo que me pidió. Desde luego, allí nadie podía oírnos, pero ella olvidó que cualquiera podría vernos, y yo también lo olvidé. Lo que en el lago era mera apariencia podría conducir a erróneas conclusiones en la orilla.

El señor Hethcote y Rufus intercambiaron una mirada significativa. No habían olvidado las reglas de la Comunidad en lo referente a dos miembros de la misma que manifestaran cierta preferencia por estar juntos y a solas.

Amelius siguió su narración.

—Bien, pues estábamos en el bote, en medio del lago. Yo iba remando y ella me abrió su corazón. Sus complicaciones habían comenzado de manera muy corriente, con la muerte de su madre y con el segundo matrimonio de su padre. Tenía un hermano y una hermana; esta se casó con un comerciante alemán y se fue a vivir a Nueva York, mientras el hermano se instaló en Australia y se dedicó a la cría de ovejas. Ella quedó sola en casa, a merced de su madrastra. No entiendo yo mucho de estas situaciones, pero la gente que las conoce me ha dicho que, por lo común, abundan los fallos por ambas partes. Para empeorar las cosas, eran una familia más bien pobre; el único pariente acaudalado era una hermana de la primera esposa que jamás vio con buenos ojos la segunda boda del viudo, por lo cual nunca volvió a poner los pies en su casa. La madrastra era una mujer lenguaraz, y Mellicent fue la primera que padeció sus aguijonazos. Se le reprochó que fuese una carga para el padre, se le dijo que debería hacer algo por sus propios medios. No fue preciso que le insistieran: al día siguiente contestó a un anuncio por palabras. Antes de que pasara una semana, comenzó a ganarse el pan con el sudor de su frente. ¿Cómo? Trabajando como institutriz.

En este punto interrumpió Rufus el relato, pues tenía una interesante pregunta que formular.

—¿Me permite preguntarle, señor, a cuánto ascendía su salario?

—Treinta libras al año —repuso Amelius—. Daba clases de nueve a dos, y por las tardes volvía a su casa.

—Pues en lo tocante a los salarios, tal como está el mundo, no creo que sea ese un motivo de queja —comentó el señor Hethcote.

—Y ella no se quejó —indicó Amelius—. Estaba satisfecha con su salario, pero no con su vida. La mansedumbre de la mujer se tornó ira cuando habló de ello. «No tenía ninguna razón para quejarme de las personas que me daban trabajo», dijo. «Me trataron con civismo y me pagaron con puntualidad, pero nunca nos hicimos amigos. Traté de ganarme la amistad de los niños, y alguna vez llegué a pensar que lo había logrado, pero cuando se mostraban perezosos y yo me veía en la obligación de hacerles estudiar sus lecciones, comprendí bien pronto qué poco les importaba el amor que yo tanto deseaba que me dieran. En los libros vemos a niños que son perfectos angelitos, que nunca tienen envidia, ni son codiciosos, ni mohínos, ni engañosos; siempre son las mismas criaturas dulcísimas, piadosas, tiernas, agradecidas, inocentes. Yo he tenido el infortunio de no haberme topado jamás con niños así, por más sitios a los que fuera. Este mundo es muy duro, Amelius, o al menos lo es el mundo en que yo he habitado. Dudo mucho que existan vidas tan miserables como las vidas de los ciudadanos de clase media de Inglaterra. De año en año se mantiene la misma y terrible pugna por guardar las apariencias, y se mantiene intacta la misma y descorazonadora monotonía de una existencia en la que nada cambia nunca. Vivíamos en la última calle de un barrio humilde. Te aseguro que no teníamos más que una fuente de entretenimiento en todo el año, un año largo y fatigoso: el concierto anual que organizaba el clérigo para recaudar fondos para sus escuelas. El resto del año consistía, para mí, en dar clase por las mañanas y en coser y hacer labores de punto para la familia por las tardes. Mi padre era un hombre de escrúpulos religiosos; prohibía la asistencia a los teatros y a los bailes, y prohibía las lecturas ligeras. Incluso nos prohibía mirar los escaparates de las tiendas, porque no nos sobraba el dinero, y los escaparates eran una tentación de gastar. Iba a trabajar por la mañana y volvía por la noche; se dormía después de la cena y se levantaba a hacer sus oraciones a la mañana siguiente, y volvía a trabajar, a cenar y a dormirse. Y así era la vida sin descanso, semana tras semana, mes a mes, salvo los domingos, que eran siempre el mismo domingo, la misma iglesia, el mismo servicio, la misma cena, el mismo libro de sermones por la noche. Incluso cuando pasábamos dos semanas al año en la costa, íbamos siempre al mismo lugar y nos alojábamos en la misma pensión barata. Los pocos amigos que teníamos llevaban exactamente la misma vida que nosotros, y todos estaban igual de apaleados por esa misma monotonía a la que parecían someterse de buen grado todas las mujeres, con mi única y miserable excepción. ¡Era muy poco lo que yo pedía! Tan solo un poco de variedad de vez en cuando, tan solo un poco de simpatía cuando estaba cansada y harta de todo, alguien a quien pudiera amar y servir, alguien que me recompensara con una sonrisa y una palabra de amabilidad. Las madres meneaban la cabeza, las hijas se reían de mí. ¿Es que tenemos tiempo para ponernos sentimentales? ¿Es que no tenemos más que suficiente con la costura y los zurcidos, con dar la vuelta a nuestros vestidos y lograr que todo dure tanto como sea posible, con tener limpios a los niños, con hacer la colada en casa, con tener un poco de té con azúcar y con los gruñidos de nuestros maridos cada vez que hemos de pedirles dinero para la casa? ¡Basta, basta con eso! Las personas destinadas a cosas mejores terminan aplastadas al mismo y sórdido nivel. ¿Es acaso grato contemplar una situación así? ¡Me estremezco solo de pensar cómo han sido los últimos veinte años de mi vida!». Así me manifestó sus quejas, señor Hethcote, estando a solas en medio del lago, sin que nadie, salvo yo, acertase a oír sus lamentos.

—En mi país —comentó Rufus—, el Comité de Conferencias se hubiese ocupado de su necesidad de solazamiento en términos económicos. Y supongo que si aspiraba a llevar una vida de mujer casada, podría haber probado suerte entre nosotros, aunque fuese para variar.

—Esa es la parte más triste de la historia —dijo Amelius—. Llegó un momento, hace tan solo dos años, en que sus perspectivas cambiaron de golpe a mejor. Murió su tía (la hermana de su madre, la que tenía dinero) y ¿qué les parece? Le dejó una herencia de seis mil libras. ¡Un rayo de sol en su sombría vida! La pobre institutriz se vio convertida en una heredera, con una pequeña fortuna a su disposición. En su casa se celebró una especie de fiesta por primera vez en la historia; hubo regalos para todos, hubo besos y abrazos y felicitaciones, hubo por fin vestidos nuevos. Por si fuera poco, se produjo otro maravilloso acontecimiento. Apareció en el círculo de la familia un caballero con un interesante objetivo a la vista: un caballero que acudió de visita a la casa en la que ella estaba contratada de profesora por entonces, que la vio de hecho ocupada con sus alumnos. Sin duda guardó para sí sus sentimientos, pero en secreto la admiró desde el momento mismo en que la vio, y esa admiración salió a la luz. Nunca había pensado ella en un pretendiente, eso hay que tenerlo en consideración. Y él era un hombre de notable apostura, que vestía con elegancia, sabía cantar y tocar algún instrumento, y que era ante todo humilde y entregado. ¿Les parece a ustedes maravilloso que ella accediera cuando él le propuso matrimonio? A mí no me lo parece en absoluto. Durante las primeras semanas del cortejo, el sol brilló más que nunca. Luego empezaron a acumularse las nubes. Llegaron cartas anónimas en las que se describía al apuesto individuo (por debajo de su bella superficie) como una perfecta sabandija. Ella rompió las cartas con gran indignación; era tan delicada que ni siquiera se las llegó a enseñar. Llegaron después cartas firmadas, dirigidas a su padre por un tío y una tía, y en ambas se hacía una misma advertencia: «Si tu hija insiste en casarse con él, dile que tenga cuidado con sus dineros». Días más tarde se presentó un visitante, un hermano, que se manifestó con más claridad si cabe. Como hombre de palabra, no era capaz de saber lo que estaba ocurriendo sin hacer la muy dolorosa confesión de que su hermano tenía prohibida la entrada en su casa. Dicho esto, se lavaba las manos de toda responsabilidad. Ustedes dos son hombres de mundo, así que supondrán cómo terminó la cosa. Hubo disputas y trifulcas en la casa; la pobre mujer de mediana edad, inmersa en su paraíso de locura, fue ciegamente fiel a su pretendiente; se convenció de que todos se habían conjurado para perjudicarle; se puso frenética cuando él afirmó que de ninguna manera pensaba trabar relación con una familia en la que se desconfiaba de su persona. ¡Ah, se me agota la paciencia solo de pensarlo! ¡Casi preferiría no haber empezado a contar esta historia! ¿Saben ustedes qué hizo ella? Era libre, por supuesto, de decidir lo que quisiera, sobre todo a su edad. No hubo manera de impedírselo. Se fijó el día de la boda. Su padre había afirmado que no estaba dispuesto a dar su consentimiento; su madrastra le hizo cumplir su palabra. Ella acudió sola a la iglesia para encontrarse allí con su prometido. Él no se presentó. La dejó plantada ante el altar, la abandonó sin misericordia el día mismo de la boda. Tuvieron que llevarla a casa medio inconsciente, con fiebre cerebral. Los médicos no garantizaron que siguiera con vida. A su padre le pareció que era el momento de echar un vistazo a su libro de cuentas bancarias. De sus seis mil libras de herencia había entregado nada menos que cuatro mil a la sabandija que la había engañado de ese modo. No pasó siquiera un mes hasta que el desalmado se casó con una jovencita que tenía fortuna propia, por supuesto. En los periódicos y en los libros abundan esta clase de relatos, pero encontrarse con uno así delante de mis propias narices, estando como yo estaba acostumbrado a vivir entre personas honradas… ¡Les aseguro que me dejó estupefacto!

No dijo nada más. Abajo, en el comedor, se oían voces y risas, y un animado tintineo de cubiertos. Alrededor de los tres se extendía la exultante gloria del cielo y el mar. Todo lo que oían, todo lo que veían los tres, estaba en acusada y cruel falta de armonía con el mísero relato que acababa de llegar a su fin. De común acuerdo, los tres se pusieron en pie y comenzaron a pasear por cubierta. Los tres sintieron la misma necesidad física de movimiento, de algo que animase su espíritu. De común acuerdo dejaron pasar un tiempo hasta que se reanudó la narración.