20

—TU padre es un gran hombre —dijo Amir cuando por fin la puerta se cerró tras los huéspedes—. Lo he sabido desde que reunió un ejército para liberarte; otro se habría limitado a pagar el rescate, pero él no: prefirió presentar batalla. Un hombre terco, pero un magnífico ser humano. Igual que su hija.

Beatriz sonrió.

—¡Un ser humano magnífico, igual que mi magnífico esposo! No imagináis cuánto os agradezco esta velada, pero hacedme un favor y quitadme este corsé antes de que me asfixie.

Amir fingió seriedad y negó con la cabeza.

—Es imposible. Al fin y al cabo, no soy tu esposo, tal como comentó ese fraile gordo, sino solo tu prometido y, durante una velada castellana, los prometidos no juguetean con los vestidos de las muchachas. ¡Prefiero bailar con vos, doña Beatriz! He estado a punto de desenvainar el puñal y enviar a ese don Simón al infierno, pero los movimientos de la danza parecían interesantes. ¡Enséñame los pasos!

Beatriz olvidó sus incómodas prendas en cuanto Amir la rodeó con el brazo. El sarraceno aprendió los pasos con rapidez y Beatriz apoyó la cabeza en el hombro de su amado al tiempo que ambos danzaban. Ya no pensaba en Diego, estaba centrada en el estupendo bailarín, disfrutaba del aroma a sándalo que lo envolvía y del olor muy especial de su piel que ella habría reconocido bajo cualquier perfume.

—Bueno, ¿lo hago tan bien como el caballero? —preguntó Amir—. ¿O preferirías estar comprometida con don Simón?

Amir habló en tono de chanza, pero Beatriz se percató de su inquietud y sacudió la cabeza con vehemencia.

—¡Por nada del mundo! Y ahora enviad a las muchachas a casa, por favor, ya hemos bailado bastante. Os ruego que me liberéis de esta ropa y me llevéis de vuelta a nuestro mundo.

Cuando por fin le quitó la almidonada gorguera, Amir le besó la nuca y le acarició la espalda al tiempo que soltaba los ganchitos del corpiño. Hizo un gesto de desaprobación cuando sus dedos chocaron con las duras ballenas del corsé.

—Vuestros hombres se acorazan con hierro y acorazan a sus mujeres con ballenas. Una costumbre extraña. Claro que vuelve dóciles a las mujeres, porque no les permite tomar aire para protestar —dijo Amir, y le guiñó un ojo.

Ella enrojeció al recordar todos los comentarios malévolos que le había soltado al principio, cuando acababan de conocerse.

—Pues a mí me gusta que mis mujeres sean libres —dijo Amir, y le arrancó el corsé.

—¡Ay! —protestó Beatriz, pero se encontró mejor en el acto.

Amir depositó un beso en los lugares presionados por las ballenas.

—¡Deteneos, querido, estoy totalmente sudada! Bajo ese corsé debo apestar como esos caballeros mugrientos. Vayamos...

—¡Oh, sí, quítate ese vestido entonces! Pero ¿y esto qué es? —preguntó el emir, fascinado, contemplando el liguero, y empezó a estirar las medias por encima de los muslos de Beatriz—. Es divertido, como desenvolver dos bellísimos regalos.

Muy lentamente, le quitó el liguero y le bajó las medias; besaba cada centímetro de piel blanca que destapaba. Beatriz gimió de placer y arqueó el cuerpo, pero aún se sentía sucia y sudada.

—Y ahora ven —dijo Amir cuando por fin estuvo completamente desnuda—. ¡Limpiemos los últimos restos de Castilla!

Hacía un buen rato que Amir se había quitado la capa de brocado y entonces también se quitó el resto de la ropa interior blanca. Desnudo, alzó a Beatriz en brazos, la llevó al jardín y la metió en la laguna. Luego se sumergió y comenzó a frotarle el cuerpo con las hojas de los nenúfares. Cuando le tocó los pechos y le hizo cosquillas en el vientre con una rama, y cuando por fin la penetró para lavar los sueños infantiles de Beatriz con su semilla, ella gimió.

Por fin ambos salieron del agua y se quedaron contemplando la refulgente Granada mientras la cálida brisa nocturna los secaba.

—Baila conmigo una vez más... —susurró Amir, y ella se acurrucó contra su pecho. Al compás de dulces melodías, solo audibles para los amantes, ambos se mecieron acariciados por la brisa. Entonces Beatriz creyó oír el sonido del arpa surgiendo de los aposentos de las mujeres.

—Chitón, amado mío, chitón. ¿Ahora también lo oís vos?

Amir y Beatriz se quedaron escuchando, y la música se volvió embriagadora. Blodwen volvía a hechizar con las cuerdas de su arpa mágica, que en esa ocasión proporcionaban vida. La música de Blodwen bendecía la unión entre Beatriz y el emir, acariciaba a ambos con sus melodías al tiempo que giraban y danzaban desnudos, y condujeron a Amir por caminos desconocidos hasta la puerta del placer de Beatriz cuando por fin ambos se tendieron en la cama. Salvaje y delicada, lenta y vehemente: la música marcaba el ritmo con el que ambos se amaban. Por fin alcanzó un crescendo apasionado, una cima formada de notas, colores y aromas que transportaron a ambos más allá del mundo, mucho más allá de las orillas del gozo, hasta una isla donde solo importaba el amor. Por fin ambos permanecieron tendidos en el lecho de Amir, completamente agotados y estrechamente abrazados. Beatriz le acarició el pecho con pequeños movimientos mientras él cubría sus cabellos de besos diminutos.

—¿Ahora quieres casarte conmigo, amada mía? —le preguntó Amir, finalmente—. ¿Estás dispuesta a fijar la fecha de la boda?

Beatriz asintió. Nunca se había sentido tan segura.

—Mañana, si queréis.

—Es una pena que no cambies de harén... —dijo Ayesha, que lamentaba profundamente que Beatriz se perdiera el recorrido por la ciudad de Granada a lomos de la mula blanca, que para Ayesha había sido la culminación de la fiesta de su boda.

—¡Estoy encantada de poder quedarme donde estoy! —dijo Beatriz, riendo de felicidad.

Llevaba días sin dejar de reír y no recordaba haberse sentido tan feliz y despreocupada como entonces. Amir había fijado la fecha de la boda lo antes posible, claro está, y siguiendo las recomendaciones de toda clase de astrólogos de la corte, puesto que el matrimonio debía gozar de buena estrella y ser bendecido con numerosos hijos.

La propia Beatriz no creía demasiado en las estrellas y no se equivocaba al argumentar que, cuando Amir se había casado con Zarah, los astrólogos se habían equivocado estrepitosamente. Ella prefería confiar en el arpa mágica de Blodwen, que había conjurado la felicidad para ella. Para Beatriz, la verdadera boda ya solo era una formalidad. El matrimonio con Amir se había consumado la noche en que el arpa los había trasladado a un mundo encantado donde el amor y la música habían unido para siempre sus cuerpos. A partir de esa noche Beatriz siempre se sentía próxima a Amir, y daba igual que estuviera tendido a su lado o se ocupara de los asuntos del gobierno en alguna parte del emirato. La soledad y la sensación de estar perdida en una tierra extranjera pertenecían al pasado.

Esto último también se debía a la visita de don Álvaro Aguirre: aunque la conducta de sus caballeros había enfadado al emir, el padre de Beatriz no tardó en establecer una buena relación con su yerno. Tanto Aguirre como el emir eran hombres realistas para quienes la buena vecindad resultaba más importante que todas las rencillas causadas por las distintas religiones. Don Álvaro no rechazó como su capellán el intercambio de muchachos entre sus propiedades y el palacio con el fin de proporcionarles una formación adecuada. Hizo saber a Amir que estaba dispuesto a enviar a sus hijos a la Alhambra para que se formaran como militares. Para él, un noble regional de escasa importancia, era un honor que acogieran a sus muchachos en una corte real, aunque fuera de infieles.

—Confío en que aquí recibirán una educación más esmerada y cortesana que mis caballeros —le dijo a Amir, volviendo a disculparse—. ¡Un par de años sin probar vino y aprendiendo el arte de la poesía solo puede hacerles bien!

En compensación, el pequeño Alí sería enviado a Castilla cuando fuera mayor. Tras recibir una educación de caballero en ambas culturas, poseería conocimientos muy valiosos que le abrirían el camino a un futuro brillante.

Por fin llegó el día de la boda. Ayesha ya había acudido esa mañana: aunque, como mujer casada, no a lomos de una mula blanca sino en la acostumbrada litera cerrada. Se moría de ganas de averiguarlo todo sobre la velada castellana de Beatriz, y casi se murió de la risa cuando esta le dijo que los caballeros apestaban a moho y repartían besos húmedos.

—Te lo dije, ¿verdad? ¡No tienen cultura! Eso es algo que no se consigue sin más. Los hombres solo aprenden a comportarse correctamente cuando han recibido una buena educación desde el principio. ¡Y las muchachas, también! —comentó, mirando de soslayo a Yasmina, que como siempre, estaba pegada a sus faldas. Desde la boda de Ayesha, los movimientos de la pequeña se habían vuelto mucho más elegantes. Había aprendido a imitar a las alumnas de Khalida. Ayesha confesó que en casa casi siempre llevaba algo sobre la cabeza: las muchachas le habían explicado que así aprendería a mantenerse erguida y a andar con elegancia.

Una vez más, la celebración en el harén resultó muy animada. Las muchachas bailaban y reían desde la madrugada y practicaban las costumbres de una cultura extranjera. Beatriz había mandado traer los muebles castellanos y rogado a las cocineras que volvieran a preparar el menú de la velada española. De momento, las muchachas del harén se divertían tomando asiento en las sillas desacostumbradamente altas y saboreando los platos castellanos. Algunas también se probaron la ropa confeccionada por Susana y Ayesha causó sorpresa: con el vestido de Beatriz, la beldad oriental parecía una grande de España. Gracias a las enseñanzas de Khalida, incluso sabía moverse con gracia llevando el corsé de ballenas, aunque dio gracias a Alá por haberle ahorrado la desgracia de ser vendida a Castilla, porque seguía siendo muy feliz con Hammad.

Alrededor de mediodía, Beatriz se retiró con sus amigas más íntimas para vestirse. Su traje de novia consistía en una túnica de seda azul índigo y unos pantalones más claros, aparte de los siete velos de todos los colores del mar, desde el azul noche hasta el resplandeciente turquesa. Ayesha le regaló unos pendientes a juego con el colgante de la aguamarina de Amir y, en esta ocasión, no adornaron sus cabellos con perlas sino con cadenas de oro con pequeñas aguamarinas. Eran el regalo de boda del visir: Tibbon al Taíf las había hecho confeccionar especialmente para Beatriz. Además, la cubrieron de oro y piedras preciosas hasta tal punto que al final creyó que no podría ponerse de pie.

—¿Cómo voy a bailar con todo esto? ¡El peso me arrastra hacia abajo! —protestó, riendo.

—No hace falta que bailes, nosotras nos encargaremos de eso —dijo Blodwen, que tenía como misión entretener a los invitados a la boda—. Las bailarinas ya se están vistiendo. Hemos preparado un programa selecto que seguramente deleitará a tu esposo y a sus huéspedes. La pareja de novios solo tendrá que permanecer sentada y observar.

—Y en cuanto a ti, Beatriz, acopia tesoros —le advirtió Ayesha—. Ese oro no es una dote, seguirá siendo tuyo pase lo que pase. Nuestras joyas son nuestra única riqueza. En caso de divorcio...

—¡Calla, no hables de divorcio! Trae mala suerte —chilló Katiana, que era muy supersticiosa.

Ayesha rio.

—Khalida solía decirnos que una muchacha siempre debe estar preparada para todo.

Beatriz también rio.

—A mí puedes hablarme de divorcio cuanto quieras. Amir y yo estamos unidos para siempre, ya no hay nada que pueda separarnos.

Susana le colocó otro velo más y se lo sujetó con otra cadena de oro, ignorando las protestas de Beatriz.

—Las joyas —dijo por fin—, también atestiguan el aprecio de tu esposo. Y eso nunca está de más.

Ayesha maquilló a Beatriz y, en vez de los habituales zarcillos de alheña, Blodwen le dibujó extraños símbolos en manos y pies.

—Es lo que hacen en mi país —dijo con una sonrisa—. Son símbolos de suerte y sobre todo de fertilidad. Ojalá des muchos hijos al emir. No solo varones, también hijas que hereden tu belleza y tu inteligencia.

Beatriz la contempló radiante de felicidad.

—Y tú les enseñarás a tocar el arpa —dijo.

Tras ponerle el último velo y un pesado atuendo del más precioso brocado, llamaron a la puerta de los aposentos de Beatriz. Susana la abrió y se sorprendió al ver al emir.

Amir quiso entrar, pero Susana no le franqueó el paso y solo permitió que atisbara por una rendija.

—No, señor, no podéis pasar —le advirtió en tono enérgico—. Una antigua costumbre de nuestra tierra prohíbe que el novio vea a la novia antes de la boda.

—No seas necia, mujer —dijo Amir, riendo—. Hace medio día que te dedicas a ocultar a mi mujer tras los siete velos de la boda. Apuesto a que de momento no queda ni una pizca de su piel que no esté cubierta de sedas y brocados.

En efecto: el atuendo de Beatriz apenas dejaba adivinar la belleza de su figura, pero la gasa no podía ocultar sus ojos azules, que brillaron de alegría cuando Amir, pese a las protestas de Susana, entró y cogió a su novia de la mano.

—¡Ven a la luz, sol mío! Antes de casarme, quiero asegurarme de quién eres. ¿Cómo he de saber si las mujeres no te han reemplazado por otra muchacha?

Beatriz soltó una risita.

—¿Cómo pretendes asegurarte? ¡No te atrevas a quitarme los velos! —exclamó, arreglándoselos.

Simulando seriedad, Amir la ayudó a alisarse una arruga de la túnica.

—No será necesario. Me aseguraré en cuanto te muestre mis regalos, porque ninguna otra podría apreciarlos tanto como tú.

Expectante e ilusionado, el emir sacó a su amada de sus aposentos y la condujo por los pasillos del harén. Las muchachas con las que se cruzaban soltaban risitas y chillidos cuando no lograban ocultarse de Amir tras la melfa, y aplaudieron a la novia. Pese a las pesadas cadenas y los brazaletes, Beatriz se sentía ligera como una pluma. ¿De verdad había temido que las muchachas del harén envidiaran su felicidad? De momento no había observado ninguna expresión malvada o envidiosa en la cara de nadie. Se sorprendió al ver que Amir la conducía por los jardines y los salones hasta una puerta oculta de la muralla de palacio que conectaba el harén directamente con el exterior. Cuando el emir la abrió, contuvo el aliento.

En la calle, ante la entrada al harén, la aguardaban una litera tapizada de tela azul y dorada y una mula blanca como la nieve ricamente enjaezada. Seis gigantescos nubios estaban dispuestos a cargar con la litera.

—Tu litera, tu mula y tu guardia de corps, querida mía. A partir de hoy, están a tu disposición siempre que tengas ganas de abandonar mi harén. Sin embargo, procuraré no darte motivos con demasiada frecuencia para hacerlo. Quiero que tu felicidad consista en permanecer a mi lado y compartir mi vida y mi gobierno.

Beatriz olvidó sus velos y le rodeó el cuello con los brazos.

—¿No me encerraréis como se encierra un ave en una jaula? —preguntó, casi llorando de alegría—. ¿Me dejaréis ir adonde yo quiera?

Amir asintió.

—Lo único que te sujeta son los lazos del amor —susurró.

Beatriz apartó los velos y lo besó. Sería feliz llevando esos lazos.