17
—¡DEBES decírselo esta noche! ¡Y debes obligarlo a ir a sus aposentos en persona y descubrirla mientras comete sus actos impúdicos!
Hacía unos minutos que Ayesha había entrado precipitadamente en los aposentos de Beatriz y, tras rechazar los refrescos ofrecidos, se había puesto a dar vueltas por la sala de estar. El emir había invitado a la castellana a pasar la noche con él y esta se preparaba renovando los dibujos de alheña de sus manos.
—Pero ¿por qué de manera tan repentina? Aún tiene muchas cosas en la cabeza tras la revuelta y el viaje al este. Esas relaciones comerciales...
—Olvida las relaciones comerciales con Portugal o China o donde sea. Lo primero que ha de hacer un hombre es poner orden en su propio harén. Amir lo comprenderá. ¿Que por qué ha de ser hoy? ¿Acaso Mustafá no te importa? Acaba de pasar a mi lado pálido como la muerte; si las cosas siguen así, será el próximo en arrojarse al vacío desde las almenas. —Ayesha parecía a punto de zarandear a su amiga. La joven, siempre tan controlada, parecía consternada: no llevaba el peinado perfecto como de costumbre e iba desaliñada.
—¿Desde cuándo te preocupas tanto por Mustafá? —le preguntó Beatriz, desconcertada—. ¿Acaso hace un par de semanas no dijiste que debía aprender a arreglárselas con esas cosas? ¿Limitarse a no tomárselas personalmente?
Ayesha se retorció las manos.
—Sí, sí, lo sé, y lo lamento. Pero insisto: tu Mustafá y Blodwen y los demás... Si se encallecen lo bastante podrán soportarlo. ¡Pero Yasmina, no! ¡La niña, no!
—¿Yasmina? ¿Ha mandado llamar a la pequeña? —exclamó Beatriz, y el pincel se le cayó de la mano. Como una huella de sangre, la alheña le manchó las manos cuidadas y estropeó los zarcillos esmeradamente dibujados.
Ayesha asintió enfurecida, pero con lágrimas en los ojos.
—Tiene nueve años. Y la invitación ha sido muy cortés; se alegra de ello, Beatriz. Ha ido a los baños, ¡y está muy contenta porque una de las muchachas se ha ofrecido a pintarle zarcillos de alheña en las manos! Cree que podrá servirle frutas al ama y escuchar a Blodwen tocando el arpa. Es una niña, y por Alá: ¡mañana cuando la recupere, ya no será la misma!
Beatriz cogió las manos de su amiga y la alheña también manchó los dedos nerviosos de Ayesha.
—No te preocupes —dijo en tono firme—. Haré todo lo posible para que Yasmina no se convierta en la próxima víctima.
El emir llegó con bastante retraso a su cita con Beatriz; hacía más de una hora que ella lo esperaba en la pequeña sala de estar que daba al jardín, donde habían instalado braseros para que la temperatura fuera más agradable. En realidad resultaban innecesarios. La mera idea de contarle a su amado las andanzas de Zarah la hacía sudar, y ¿cómo había podido prometer que resolvería todo el asunto esa misma noche y creer que el emir estaría dispuesto a recorrer el harén a hurtadillas e irrumpir en los aposentos de su primera esposa?
Cuando Amir llegó por fin, parecía agotado. Había pasado todo el día en interminables audiencias y negociaciones con una delegación del rey de Portugal sobre restricciones comerciales y negociaciones de paz, el comercio con China, la construcción de navíos y la fabricación de instrumentos de navegación. En el fondo, quien llevaba todas las negociaciones era el visir, pero Amir debía estar presente y se esforzaba por comprender, aunque fuera a medias, de qué trataban todos los asuntos. Así que acababa irritado y agotado.
—¡Mi sol de las mañanas, tu luz ilumina mi vida! —dijo, no obstante, y abrazó a Beatriz; luego le enseñó un cofrecito forrado de terciopelo—. Mira: esta gema es uno de los obsequios del enviado portugués; una aguamarina azul casi tan maravillosa como tus ojos.
Al verla, Beatriz se quedó sin aliento. El emir, al igual que antes Mammar, la había cubierto de joyas valiosas, pero aquel collar las superaba todas: una enorme aguamarina rodeada de diminutos diamantes engarzados en una pesada pieza de oro que colgaría de una cadena de oro de su cuello.
—Deja que te la ponga...
Amir se puso detrás de ella, le abrochó la cadena, le besó los hombros, le pasó las manos por debajo de las axilas y le tocó los pechos, le quitó la túnica y la dejó caer al suelo. En realidad, Beatriz quería hablar con él antes de lo que se proponía hacer, pero cedió a su deseo y gimió cuando Amir se apretujó contra ella, soltó las cintas que le sostenían los pantalones, se mecieron ambos en una danza voluptuosa y el pantalón de seda resbaló de las caderas de Beatriz. Amir le besó la espalda, la cintura y por fin cayó de rodillas y besó sus muslos, la delicada piel del interior de sus rodillas y por fin le quitó las sandalias azules.
Ya solo llevaba la joya. Amir la hizo girar sobre sí misma y la contempló en toda su belleza.
—El dorado de la tierra y el azul del mar —dijo—. Para que la imagen de la diosa sea completa debo soltarte la melena, sin embargo.
Con cierta impaciencia, retiró las horquillas y las perlas que Susana había entretejido tan primorosamente en su cabello dorado rojizo hasta que los rizos le cubrieron los hombros, la espalda y los pechos como una cascada de oro. Beatriz permaneció de pie ante él, temblando, de espaldas al cielo invernal de Granada iluminado por una luna de plata.
—¡Nunca he visto nada tan hermoso!
La mirada de Amir era de adoración, pero su cuerpo expresaba otra cosa: no solo quería acariciarla con la mirada, quería sentirla, abrazarla y fundirse con ella. ¿Por qué no hacía nada para facilitárselo? Por lo común se apresuraba a desnudarlo también a él.
—¿Qué ocurre, sol de mi vida? ¿He hecho algo para ofenderte?
Beatriz se sonrojó y negó con la cabeza.
—No, amado mío. Más bien soy yo la que está avergonzada. Un regalo semejante debiera colgar del cuello de una reina. No lo merezco.
—Cuando me tomes como esposo serás una reina. ¡Fija la fecha de la boda de una vez, Beatriz! ¿Te supone un esfuerzo tan grande convertirte al islam? No puedo ahorrártelo: la esposa de un musulmán tiene que convertirse a su religión.
Con ademán tierno, Amir le acarició las mejillas y el cuello. Ella estaba excitada y empezó a quitarle la ropa, pero sin entusiasmo. Algo se lo impedía.
—No, no se trata de eso. Da igual cómo llamemos a Dios: él bendecirá este amor. Pero hoy no he acudido solo debido a mi amor por vos, Amir, amado mío, amigo mío, mi emir. Debo... Debo deciros algo. He de pediros un favor.
Beatriz apenas lograba controlarse y no abrazarlo fuerte e intercambiar palabras de amor en el idioma de sus cuerpos. ¡Ojalá su petición no hubiera sido tan urgente!
—Cualquier favor te está concedido de antemano, sol mío. Pero ahora...
Amir se quitó la ropas, abrazó a Beatriz y la alzó. Ella le rodeó las caderas con las piernas. Giraron un par de veces y luego él la llevó hasta el lecho, embriagado por el perfume de granadas y miel que ella llevaba, y Beatriz se dejó arrastrar por la corriente del amor.
Abajo, en los aposentos de Zarah, una corriente oscura se abría paso. Mustafá se vistió para su encuentro con la señora sin dejar de buscar desesperadamente una salida. Tendría que seguir sometiéndose a la voluntad de Zarah, de eso no cabía duda. Lo soportaría hasta que un día se hartara de él. Entretanto, le habían hablado de dos eunucos mayores que ya habían recorrido ese camino. Zarah siempre ansiaba algo nuevo; al cabo de uno o dos años como mucho, perdía el interés por sus víctimas. Y, entonces, ¿qué? Había cifrado sus esperanzas en el momento en que eso sucediera, pero ahora el miedo lo atenazaba. ¿Zarah lo dejaría en paz, como a los demás, o aprovecharía para deshacerse tanto de Mustafá como de Beatriz? ¿Aún le resultaba lo bastante importante como para que ella se valiera de sus servicios? Quería deshacerse de Beatriz, el intento de asesinato lo había demostrado; pero ¿estaría dispuesta a correr el riesgo de escenificar otro accidente? ¡Resultaba mucho más fácil acabar con Beatriz recurriendo a la difamación! Y contemplar el rostro de Amir mientras lapidaban a Beatriz, ¿no sería la cúspide de la lujuria para Zarah? ¡Durante una ejecución que el propio emir se habría visto obligado a ordenar para que su harén no se sumiera en el caos!
A Mustafá se le ocurría una única solución: debía morir, al igual que Kalim.
El joven eunuco jugueteó con un puñal enjoyado, uno de los regalos del emir. No había otra salida: se clavaría el arma en el corazón.
—¡Mustafá, Mustafá, tienes que ver esto!
La voz clara procedía del exterior y Mustafá apenas tuvo tiempo de ocultar el puñal bajo un cojín cuando la pequeña Yasmina abrió la puerta. Al parecer, Ayesha aún no le había enseñado a ser discreta, pero a los tres días de estar en el harén, la pequeña ya había aprendido a llevar la melfa con dignidad y a entrelazarse perlas en el cabello.
—¡Mira, Mustafá! ¿A que han quedado preciosas? —exclamó Yasmina, tendiéndole las manos regordetas; él admiró los motivos de alheña que una criada amable había dibujado en ellas.
—Las muchachas dicen que no se me borrarán hasta dentro de dos lunas —dijo Yasmina—, después habrá que retocar el dibujo. La señora Zarah siempre se lo encarga a las criadas, pero Ayesha dice que debo aprender a hacerlo yo misma.
Al oír el nombre de Zarah, Mustafá se sobresaltó.
—Oye, pequeña —susurró—, mientras vivas en el harén, no te despegues de Ayesha, ¡y haz todo lo posible por evitar a Zarah!
—¡Eso no será posible! —dijo Yasmina, riendo y parpadeando con coquetería.
Con su carita redonda y sus ojitos castaños no prometía convertirse en una belleza del harén, pero irradiaba alegría de vivir y un día hechizaría a su amo.
—Porque resulta que esta noche la señora Zarah me ha invitado a sus aposentos. Tiene invitados y quiere que yo les sirva. ¡Yo! ¿Te lo imaginas?
Un frío entumecedor invadió a Mustafá, pero también sirvió para derrotar su miedo. Sí, podía imaginárselo demasiado bien. Cuando esa noche llegara a su fin, la alegría se habría borrado del rostro de la pequeña, tal vez sustituida por la astucia. Mustafá recordó la noche en que el pequeño León se había convertido en el esclavo efebo llamado Mustafá, lo sucio y herido que se había sentido pese a que, en comparación con la bruja Zarah, su antiguo amo era compasivo.
¡No lo permitiría! Con gesto decidido, ocultó el puñal bajo la ropa.
—¿De qué se trataba ese favor? —quiso saber Amir.
Se habían amado; solo la aguamarina, los diamantes y la cadena se interponían entre ellos, y Beatriz se había quitado la cadena para hacerla oscilar como un péndulo por encima del cuerpo de su amado. La joya se movía en línea recta, y Beatriz recordó que una de las muchachas del harén le había dicho que eso indicaba virilidad. «Cuando lo sostienes por encima de la mano de una mujer traza círculos», le había asegurado, y luego las muchachas habían hecho oscilar un péndulo sencillo por encima de las manos de sus amigas y de las del eunuco. Habían llorado de risa porque el péndulo no lograba decidirse entre el movimiento masculino y el femenino al oscilar por encima de la mano de Hassan.
Bien, en el caso de Amir la pregunta era absurda.
Pero aquel truco y pensar en el eunuco... Beatriz dio un respingo, consciente de pronto del tiempo transcurrido sin que ella cumpliera su misión. Como sucedía a menudo, fue como si Amir le leyera el pensamiento.
—¿De qué se trataba ese favor?
Beatriz inspiró profundamente.
—He de contaros algo, amado mío, algo que os disgustará oír.
—No hay palabra que brote de tus labios que no me deleite, querida mía.
Amir quiso volver a abrazarla, pero Beatriz meneó la cabeza con gesto enérgico.
—No, no me interrumpáis con bonitas palabras, de lo contrario será demasiado tarde. Limitaos a escucharme y por favor, ¡creedme! —Se apresuró a hablarle de las orgías nocturnas de Zarah, de las muchachas trastornadas y del joven eunuco que prefirió la muerte a seguir sometiéndose a más torturas.
Amir la escuchó con el ceño fruncido.
—Amor mío, mi sol, semejantes historias... No quiero llamarte mentirosa, pero esas cosas ocurren en todos los harenes. Alguien grita e inmediatamente urden tenebrosas historias. Una mujer se granjea un par de enemigas y estas hacen circular rumores. Y con respecto a Zarah..., es una hija de la sombra, soy el último que lo negaría; pero has roto el poder que tenía sobre mí, ya no tienes por qué estar celosa.
Beatriz no encontraba las palabras para convencerlo. ¡Ojalá otra persona se lo dijera! Alguien a quien no pudiera echarle en cara el arma siempre afilada de los celos.
—¡No estoy celosa, Amir! Es decir sí, claro que estoy celosa, pero jamás hasta el punto de mentir sobre Zarah. Os lo ruego, Amir, yo misma oí los gritos y también Ayesha. Y yo misma apliqué pomada en las heridas de Mustafá. Si no fue Zarah, ¿quién se las hizo? ¿Acaso creéis que él mismo se azotó?
Amir se encogió de hombros, pero asintió, aunque de mala gana.
—Bien, querida, investigaré el asunto. Mañana hablaré con las muchachas, con Mustafá y con Zarah, desde luego. Seguro que todo se aclarará, y si no...
—¡Mañana no, Amir, ahora! —insistió ella en tono firme—. Ahora me acompañaréis hasta los aposentos de Zarah. Si mi acusación fuera falsa... bien, ¡que pida mi cabeza! Correré ese riesgo, pero debe ser ahora: ha mandado llamar a la pequeña, a la niña de las cocinas a la que ascendisteis. Y si permitís que esta noche Zarah la quiebre, tendréis que cargar con la culpa el resto de vuestra vida. ¿Así le agradeceréis que contribuyera a salvarme la vida? —añadió en tono sereno pero decidido.
Amir suspiró profundamente. Después se puso de pie y se vistió.
—De acuerdo. Te acompañaré. Pero si ante los aposentos de Zarah reina la tranquilidad y todos parecen dormir pacíficamente, entonces te ruego que seas indulgente conmigo si no irrumpo en sus habitaciones.
Beatriz asintió.
—No reinará la tranquilidad —dijo en tono sosegado—. Una hiena suelta alaridos cuando el placer se apodera de ella.
Con los ojos muy abiertos por el terror, la pequeña observaba el trato que le daba su admirada ama a la esclava Tarub. No comprendía lo que estaba ocurriendo, pero oía los gritos de Tarub mientras la señora, sentada en su pecho al igual que Ahmed, su descarado hermano, se había sentado en el suyo en cierta ocasión, se agitaba y se retorcía. Lo de su hermano había sido una lucha en broma, sin embargo, mientras que lo de ahora...
Yasmina quería apartar la mirada, pero estaba como hipnotizada, y no lograba despegar la vista del látigo con el que Zarah azotaba los blancos muslos de la esclava y del rostro enrojecido de vergüenza del eunuco Daud al que ordenó que lamiera la sangre de los muslos de Tarub como un perro.
—No... —dijo de pronto una voz a sus espaldas—. Todo esto no es real. No es más que una pesadilla.
La voz de Blodwen, la arpista, la obligó a volverse. Tal vez los pesados aromas que flotaban en el ambiente producían esas imágenes tenebrosas, pero Yasmina oía los gritos, quería volverse y auxiliar a la víctima.
—No, no la escuches. Escucha el sonido del arpa. Sigue al arpa hasta mi tierra.
La mirada misteriosa de Blodwen sujetaba la de la niña. Muy al principio creía que podría vencer con la magia de la música las oscuras artes de Zarah, pero había fracasado. Blodwen nunca había sido una gran arpista, pero para esa niña su arte bastaría.
Blodwen entonó una canción de su patria, las notas evocaban colinas verdes, flores, arroyos cristalinos y piedras mágicas. Su canción apagaba los gritos agudos de Zarah y los sollozos de Tarub. Condujo a Yasmina hasta el círculo de piedras y le dijo que se tendiera. La pequeña se acurrucó a los pies de la arpista con el pulgar en la boca. El aroma floral de Blodwen la protegía del aire cargado de la habitación. Yasmina se durmió, protegida y a salvo, pero ¿por cuánto tiempo? Seguro que Zarah no la había mandado llamar para que hiciera solo de espectadora. Entonces Blodwen sintió la magia de su patria fluyendo de sus dedos, el poder de innumerables hechiceras que habían impuesto su voluntad a reyes. El saber de Blodwen era escaso porque había sido raptada a los doce años, pero la niña inocente acurrucada a sus pies redobló sus fuerzas y el sonido del arpa se volvió más exigente: ya no era una salmodia sino un grito de batalla.
—Pues si esos son gritos... —dijo el emir divertido, y despegó la oreja de la puerta de Zarah—. Es Blodwen, la cantante y arpista. Sus canciones irlandesas siempre son un poco melancólicas; seguro que siente nostalgia de su hogar.
—¡Aguardad! —se defendió Beatriz, aunque el hechizo también la había afectado—. Ya he oído otras canciones en este lugar.
Se arrebujó en los velos porque en los pasillos hacía frío. Temía haber quedado en ridículo. ¿Por qué Blodwen interpretaba una inofensiva canción primaveral? ¿Y por qué no se oían los gritos de placer de Zarah ni los gemidos de sus víctimas?
Pero entonces el ritmo de la melodía cambió; Beatriz creyó oír voces, pero no logró distinguir las palabras ni quién las pronunciaba.
—Bien —dijo Zarah con voz pesada y melosa—. Ahora te toca a ti, Mustafá, el joven que se muere por servirme. Quiero, querido León, que me abras un recipiente, un pequeño recipiente del placer. Y como ya no posees una lanza propia...
Zarah cogió uno de sus juguetes y el asco crispó el rostro de Mustafá, pero su miedo empezó a desvanecerse. Había vuelto a sentirlo hacía un momento, al entrar en aquella habitación, pero el arpa despertaba algo en él.
—¿Dónde está el angelito al que debemos la supervivencia de nuestra bellísima señora Beatriz? —ronroneó Zarah. Miró en torno y vio a Yasmina tendida a los pies de Blodwen.
—La niña está dormida —dijo Blodwen en tono sereno.
Mustafá la contempló y notó el cambio en el rostro de la arpista. El instrumento imitaba el ritmo de los latidos de su corazón y le proporcionaba nuevas fuerzas.
—¿Qué está tocando, por Alá? —Amir se había puesto serio—. Eso es... Nunca he oído nada semejante. ¿Qué está ocurriendo ahí dentro?
También Beatriz percibía la fuerza de la música.
—¡Pues entrad! ¡Averiguadlo! —le gritó.
—¡Entonces despertadla! —ordenó Zarah—. ¡Mustafá!
Las duras notas del arpa crearon una muralla protectora en torno a Yasmina.
Mustafá se acercó a ella, reacio, pero la mirada de Blodwen lo detuvo.
Zarah soltó una carcajada enloquecida.
—Tendré que ir a buscarla yo misma.
Mustafá se irguió delante de la niña. No era Mustafá el eunuco, era León el caballero con el arpa de guerra colgada del hombro y la espada en la mano.
—Os equivocáis, señora —dijo el muchacho, metiendo la mano entre los pliegues de su túnica—. Poseo una lanza.
El sonido del arpa alcanzó un crescendo, se convirtió en un grito que se confundió con el grito agudo de Zarah cuando el puñal se clavó en su cuerpo.
Sintiéndose liberada, Tarub soltó un sollozo. Yasmina abrió los ojos y contempló un prado florido en una tierra desconocida.
Blodwen se desmoronó encima del arpa... y Beatriz abrió la puerta violentamente.
Atónito, Amir clavó la mirada en la habitación manchada de sangre, vio a Tarub, desnuda y cubierta de verdugones entre los brazos de Daud, que procuraba consolarla, vio los látigos y los repugnantes juguetes desparramados por el suelo, junto a Zarah. Y el rostro blanco como la nieve de la arpista que acariciaba su instrumento como si fuera un animal salvaje al que había que tranquilizar. Aún resonaban algunas cuerdas, un réquiem débil y extraño por la mujer que, semidesnuda, obscenamente maquillada y cubierta de sangre, estaba tendida a los pies de un hombre tembloroso pero completamente erguido. Incluso muerta, su cara expresaba maldad y voracidad, pero también la infinita sorpresa porque alguien había osado enfrentarse a ella.
El rostro de Mustafá estaba pálido, pero su expresión era contenida y serena, de una tranquilidad casi inquietante. Después su mirada osciló entre la muerta, el emir y el puñal que sostenía en la mano. Lo limpió lentamente en una alfombra y luego, llevando el arma en ambas manos como una ofrenda, se acercó a su soberano.
—Es vuestro regalo, señor. Os lo agradezco, pero ya no lo necesitaré. Y tampoco la libertad. Os ruego que no castiguéis a los demás, yo soy el único culpable. Daud no tocó a vuestras mujeres. Que Alá me perdone, haced conmigo lo que os plazca.
—¡Qué sencillo resulta decir «haced conmigo lo que os plazca»!
El emir estaba sentado junto a Beatriz en un diván de sus habitaciones; ambos temblaban aún tras los acontecimientos. Amir no había perdido la serenidad. Lo primero, había hecho prometer a todos los presentes que guardarían silencio sobre lo sucedido. Después había permitido que Tarub y Daud se retiraran y mandado llamar a Ayesha para que se hiciera cargo de Yasmina. Entretanto, Beatriz se había ocupado de Blodwen, a la que alojó en sus aposentos. La arpista compartía la habitación con otras muchachas y Beatriz no quería exigirle que le rindiera cuentas de inmediato. La muchacha temblaba como una hoja y no había dicho ni una palabra; solo cuando Beatriz quiso quitarle el arpa soltó un grito y se abrazó al instrumento para protegerse.
Amir hizo encerrar a Mustafá en el calabozo. El joven eunuco siguió a los guardias con actitud indiferente: resultaba evidente que se había despedido de la vida.
Solo cuando el orden volvió a reinar en los aposentos de Zarah y hubieron retirado su cadáver, Amir y Beatriz también recuperaron la calma. Ella se acurrucó contra el pecho del emir en busca de protección, pero cuando su inquietud empezó a ceder, preguntó por Mustafá.
—No pensaréis castigarlo, ¿verdad?
Amir la abrazó más estrechamente, pero se encogió de hombros.
—Lo haré ejecutar, Beatriz, sol mío... —contestó en voz baja.
—¿Qué? —gritó Beatriz, y se soltó de su abrazo—. ¿Queréis acabar con su vida? ¡Pero si ha actuado en legítima defensa! ¡Ella iba a hacer daño a la niña! —añadió, echando chispas por los ojos azules como una tormenta en el mar.
Amir suspiró.
—No es que quiera, amada mía, se trata de una razón de estado. No puedo tolerar que un eunuco mate a una mujer en mi harén. ¡Menos todavía tratándose de mi propia esposa! Si se divulgara, y créeme, no sería el primer asunto relacionado con el harén sobre el cual se rumorea, me vería comprometido. ¿Qué motivo tengo para indultarlo? ¿El hecho de que Zarah era un monstruo?
Beatriz le lanzó una mirada furibunda.
—Lo era. ¿Es que aún no lo creéis?
—Doy crédito a cada una de tus palabras, mi sol —procuró apaciguarla Amir en tono cansino—, pero, pese a todo, la verdad de esta historia no debe salir a la luz. Entre otras cosas para proteger a los demás implicados, ¡y también a mí! De otro modo, demostraría que no soy capaz de mantener el orden en mi harén.
—¿Entonces Mustafá debe pagar por vuestros errores, por los vuestros y los de Zarah? —exclamó Beatriz, indignada.
El emir asintió con la cabeza.
—Sí, las cosas acabarán así. Por más que lo sienta y por más que tenga que cargar con ello el resto de mi vida. También hay otros motivos: la familia de Zarah sigue ejerciendo una gran influencia y exigirá que su asesino sea castigado.
—¿Y qué? ¡Nos limitaremos a decir a la gente que era una bestia perversa! —dijo Beatriz, apartándose la melena de la cara con actitud belicosa.
Amir se la acarició.
—¿Y si no lo creen? ¿Piensas llamar a Tarub y a Daud como testigos y condenarlos a muerte? Puedo hacer caso omiso de lo que vi y oí de su relación, pero ¿y si reconocen públicamente que han cometido actos perversos? Aunque sea por obligación, el cadí tendrá que entregarlos al verdugo. ¿Y Blodwen? ¿O acaso pretendes que la pequeña Yasmina describa en público lo que presenció en las habitaciones de Zarah?
Beatriz agachó la cabeza.
—Tu Mustafá lo sabe, amada mía, créeme. No suplicará clemencia, es demasiado orgulloso. Y ahora ven, recuéstate en mis brazos, estás temblando. Borremos las imágenes de esta noche; no sé cómo te encuentras tú, pero yo me siento manchado y sucio por lo que he tenido que presenciar. ¡Límpiame, lávame con tu amor, por favor!
Amir le besó la frente, las sienes y los hombros. Cuando el sol se elevó tras las montañas, ambos permanecían estrechamente abrazados, el cuerpo moreno de él y el blanco de Beatriz fundidos en uno solo. Ella fue la primera en despertar y ver la piel de Amir resplandeciendo al sol. Amaba cada músculo de aquel cuerpo, su aroma y el sonido de su respiración sosegada. Sin embargo, seguía siendo un extranjero y su tierra jamás podría reemplazar a su patria. Todas aquellas costumbres crueles e insólitas, como la de castrar a los jóvenes y destinarlos a vigilar a las mujeres apiñadas en esa jaula dorada denominada harén que alimentaba las pasiones. Cientos de mujeres insatisfechas y aburridas que se reservaban y se acicalaban para un único hombre; la muerte como castigo del error más mínimo...
Beatriz sentía nostalgia de Castilla, de una vida quizá mucho menos culta pero más sencilla y diáfana. Añoraba el viento barriendo los campos de trigo y una cabalgada salvaje con la melena suelta. El camino de regreso estaba cerrado: por los muros del harén y por el profundo amor que la sujetaba. Beatriz no quería llorar, pero notó que las lágrimas se abrían paso. Amir no debía verlas en ningún caso. Se levantó sin hacer ruido, se puso la túnica y depositó un apresurado beso de despedida en la frente de Amir. Hacía frío, así que lo cubrió con una manta; el joven sonrió en sueños y se acurrucó en la delgada tela que hacía un momento había envuelto el cuerpo cálido de Beatriz.
¿Cómo podía sonreír con tanta dulzura e inocencia y solo unas horas después condenar a muerte a un hombre inocente?
Beatriz se dirigió al harén; debía hablar con Ayesha. A lo mejor se le ocurría algo para salvar a León.
—Es inútil.
Tanto la opinión de Ayesha como la del visir Al Taíf resultaron negativas, puesto que Beatriz no fue la única que trató de encontrar una solución: en cuanto despertó, también Amir congregó a sus más importantes consejeros, ninguno de los cuales logró dar con una.
—Contarán esta historia en todos los harenes, desde aquí hasta Bagdad —dijo Tibbon al Taíf—. Como nadie posee información detallada, supondrán lo más obvio: un amor prohibido en el harén, celos, y un muchacho cuyos sentimientos enardecidos le hicieron coger un puñal. Esas cosas suceden y, en este caso, resulta más picante porque la mujer implicada en los hechos era la esposa del emir de Granada. Cotillearán sobre ello chismosas con velo y sin él, pero después lo olvidarán. Si el asesino no recibe su castigo, sin embargo, cuando la verdad salga a la luz... ¡Es imposible! Tenéis que castigarlo, señor.
—Abogo por una condena rápida y una ejecución inmediata —dijo el cadí, que también era un hombre sensato que no tomaba sus decisiones a la ligera—. Cargaré con la culpa de la sangre derramada de ese muchacho, pero un indulto resulta imposible, y no deberíamos torturar a ese hombre más tiempo del necesario.
Amir asintió y se frotó las sienes.
—Bien. Pero he de decírselo yo mismo. Debo hablar con él. ¡Por Alá! ¡Si hubiera controlado mi harén, yo mismo no habría caído en las redes de esa mujer! Todo esto jamás tendría que haber sucedido.
Tibbon al Taíf puso una mano en el hombro del joven emir.
—Yo puedo hacerlo por ti, señor —dijo en tono amable—. No os aflijáis demasiado, no había gran cosa que pudierais hacer. Un harén siempre es un semillero de intrigas, a menudo de violencia. ¡Santo cielo! Ni siquiera mis tres hijas dejan de reñir. ¡Prefiero no pensar qué pasaría si encima estuvieran encerradas y se vieran obligadas a compartir un único hombre!
—El harén de la Alhambra es enorme —protestó Amir—. ¡Ha sido proyectado por los mejores arquitectos! ¡Los artistas concibieron los jardines! ¡Es un paraíso!
—Puede que para vos sea un paraíso, pero ¿deseáis pasar toda vuestra vida en él? —preguntó el anciano judío con una sonrisa amable y un tanto sumisa, en la que Amir no dejó de notar la suave crítica. Al Taíf desdeñaba la institución del harén. Sus hijas podían moverse por Granada con bastante libertad, y su esposa tampoco aceptaba restricciones. Claro que al judío su fe solo le permitía tener una esposa.
Amir pensó en Beatriz. Debía apresurarse a poner fecha a la boda. Seguro que no pondría objeciones, puesto que ahora era la única.