16

HACÍA dos días y dos noches que Beatriz no abandonaba los aposentos privados del emir. Allí se sentía feliz y segura, casi vivía su sueño de un matrimonio completamente normal con un hombre completamente normal. Mientras Amir se ocupaba de los asuntos de gobierno, ella se solazaba en los baños o tocaba el laúd en el jardín. Cuando el emir la visitaba, ella ya le había preparado un baño o tomado otras medidas para distraerlo. Ambos eran muy felices. Sin embargo, Beatriz sabía que, a la larga, aquello no podía durar. Antes o después, y quizá más bien antes, pues en ningún caso quería esperar a que Amir la echara, tendría que regresar al harén. Y eso significaría enfrentarse a Zarah y exponerse a su rabia y sus celos.

Cuando se lo comentó a Amir, este soltó una carcajada.

—¿Pero qué temes que te haga, sol mío? Los eunucos tienen órdenes de vigilarte y una criada prueba cada uno de los platos que te sirven. Además, los celos de Zarah no sobrepasarán cierto límite; ella nunca ha contado con ser mi única esposa. La educaron para saberlo. Para una sarracena compartir el esposo con otras es muy normal y no tiene celos de mis concubinas.

Beatriz no se tomaba el asunto tan a la ligera y frunció el ceño con escepticismo.

—Para una mujer jamás será normal compartir a su marido —dijo—. No se trata de la educación, se trata de los sentimientos. Quien ama de verdad quiere a la otra persona solo para sí. ¿Acaso vos estaríais dispuesto a compartirme con otros hombres?

Amir la abrazó con gesto tierno.

—Eso es distinto, sol mío... ¡La mera idea de que otro pudiera sentir un hálito de tu respiración me vuelve loco! Ven, deja que te ame otra vez, deja que te marque con mi sello, que plante mi semilla en ti. ¡Lo que más anhelo en este mundo es un hijo tuyo!

«Y puede que a Zarah le ocurra exactamente lo mismo —pensó Beatriz antes de sumergirse en la marea de la pasión—. En cualquier caso, ya está bastante cerca de la locura.»

Esa noche, cuando regresó al harén, el corazón le latía apresuradamente. Pero solo Susana y Ayesha la aguardaban en sus habitaciones. Ambas urdían planes de matrimonio: Ayesha para ella y Hammad; Susana para su señora y Amir.

Cuando Beatriz interrumpió su parloteo preguntando por Mustafá, ambas parecieron bastante desilusionadas.

—Lo he visto hace un momento, pero parecía muy ensimismado y triste —dijo Susana—. Seguro que te echa de menos. ¿Quieres que lo mande llamar?

Resultó más difícil arrancar a Ayesha de su mundo de ilusiones. Consternada, alzó la vista de las telas que debía escoger para su vestido de novia.

—¡Deberíamos habernos ocupado de eso, por Alá! Si hubieras requerido su presencia en los aposentos del emir, habría estado a salvo. ¡Temo que Zarah está furibunda! Blodwen también anda por ahí con una cara como si la espada del verdugo pendiera encima de su cabeza. Anoche estuvo en los aposentos de Zarah, pero solo tuvo que tocar el harpa. Dice que Zarah pasó toda la noche sentada en la alfombra, inmóvil y con la mirada perdida, como en trance. Además, oscureció la habitación y quemó unas hierbas extrañas. Fue aterrador, y Blodwen dijo que creyó que le estallaría la cabeza por el calor y los olores.

—¿Crees que Zarah realizó un hechizo? —preguntó Susana, ávida de sensacionalismos.

Un escalofrío le recorrió la espalda a Beatriz.

Ayesha se encogió de hombros.

—He aprendido a no creer en la magia. Puede que las drogas te quiten la voluntad, y también los venenos. Es muy probable que Zarah haya aprendido a preparar venenos, pero ¿la magia? No, eso es una superstición. Si se limita a invocar espíritus y trata de inmovilizar a Beatriz mediante la fuerza de sus pensamientos, no supone ningún peligro.

—Muy consolador —dijo Beatriz—, pero ¿quién me asegura que se limitará a eso?

Esa noche, el sueño de Beatriz fue inquieto. No dejaba de tener confusas pesadillas. En algún momento, ya no pudo soportarlo más y, tras recorrer sigilosamente el pasillo, se apostó ante la puerta de los aposentos de Zarah. No oyó gritos, solo el sonido lastimero del harpa que lloraba por Blodwen y luego una salmodia aguda y suplicante en una lengua que no comprendía. Por fin logró identificarla: un latín eclesiástico semiolvidado, un coral, el ruego desesperado de un alma que pedía libertad y que se interrumpió cuando estalló una carcajada. Beatriz creyó oír resuellos y gritos de éxtasis al tiempo que la música alcanzaba un crescendo surrealista.

Beatriz se tapó los oídos y huyó, temblando.

Tenía que hablar con el emir. ¡Había que poner fin a esas actividades fantasmagóricas!

La sangre y el sudor de sus víctimas apagaron la cólera ardiente que paralizaba a Zarah. Sus gritos apagaban las voces que oía en su cabeza. Por la mañana se sentía fría y vacía, un recipiente de la venganza. No soltaría a Amir de sus garras sin presentar batalla. La castellana debía morir; pero darle muerte no sería fácil. Envenenarla era imposible, porque Amir la hacía vigilar y, además, las pruebas la señalarían directamente a ella. Lo mejor sería un accidente. ¿Lograría arrojar a Beatriz desde las almenas de la torre de las mujeres? No, seguro que no. La castellana era más joven y tal vez más fuerte que ella. Aparte, necesitaría un pretexto para conseguir que subiera las escaleras de la torre y tendría que estar a solas con ella. El peligro de que la descubrieran sería demasiado grande. Zarah reflexionó un buen rato, sin resultado. No obstante, eso no la inquietó: la venganza era un plato que se servía frío y el corazón de Zarah se había vuelto frío como el hielo. Se tomaría todo el tiempo del mundo para observar a Beatriz, estudiar sus costumbres y determinar cuándo estaba más sola e indefensa. Al final triunfaría. ¡Cuando acabase con Beatriz, él se arrastraría por el suelo a sus pies!

Mustafá estaba pálido como un fantasma y Blodwen parecía haber menguado: la pequeña arpista, cuya delicada belleza no era evidente de entrada, parecía confundirse con su instrumento. Casi no hablaba, solo el arpa transmitía su dolor.

Beatriz estaba firmemente decidida a hablar con Amir aquella misma noche, pero él tuvo que ausentarse: un enviado de África había llegado a Málaga y quería proseguir viaje hasta Portugal para hablar con el rey sobre ciertas restricciones comerciales. El nuevo visir insistió en aconsejarle a Amir que recibiera al enviado en uno de los palacios de la fortaleza y lo atendiera a cuerpo de rey. Era importante averiguar en qué consistía su misión y si las consecuencias de esta suponían una oportunidad para la flota mercante de Granada o más bien un peligro. A ello se sumaba que, al cabo de pocos días, el gobernador de Almería contraería matrimonio con una prima del emir. Su presencia en las celebraciones sería útil desde un punto vista diplomático y afirmaría el poder de Amir en el este.

Cuando se despidió de ella, Beatriz tomó dolorosamente conciencia de las diferencias entre la vida granadina y la castellana. En España, la esposa del soberano habría viajado con él, pomposamente ataviada, y habría recibido el homenaje del pueblo y de los dignatarios. En cambio allí, en Granada, el emir viajaba solo y ella permanecía encerrada en el harén.

—Pronto estaré de vuelta —dijo Amir, procurando consolarla, y volvió a abrazarla—. Entonces planearemos nuestra boda. Estoy muy impaciente por verte envuelta en los siete velos de una novia.

Beatriz soltó una risa forzada.

—¡Pero si querréis arrancármelos cuanto antes! Aguardad, os lo pondré más fácil. —Se soltó el cinturón y la túnica azul cayó a sus pies.

Al ver su sonrisa y su cuerpo desnudo, rodeado de seda azul como el de Afrodita surgida de la espuma del mar, Amir inspiró profundamente.

—Debo irme, sol mío...

—Sois el emir. —Beatriz se arrodilló en medio de la seda y, fingiendo una súplica, alzó las manos y le masajeó las caderas y la cara interna de los muslos. No se sorprendió al ver que se excitaba y, sonriendo, soltó las cintas que le sostenían las calzas.

Un instante después, ambos estaban tendidos en la fresca seda y disfrutaban estropeando la imagen de la diosa virginal.

—Ahora aún conservo un poco de vos en mi interior —dijo Beatriz satisfecha cuando por fin él volvió a ponerse de pie, se arregló la ropa y se despidió de ella con un casto beso en la mejilla; sabía que volvería a poseerla si fundían sus labios.

—Pronto volverás a tenerme a tu lado, mi sol. Mientras tanto, me consolaré con el astro celestial. Solo es un sucedáneo de tu calor, pero cada vez que me roza un rayo lo tengo por una caricia de tus dedos y, cuando el sol de mediodía me calienta, evoco el ardor de tu cuerpo.

Beatriz lo siguió con la mirada desde las almenas de sus aposentos, como si fuera una esposa castellana, pero ante el jardín ya aguardaba el forzudo eunuco que debía vigilarla: su protector, pero también su carcelero. Con un suspiro, Beatriz volvió al harén.

Para Zarah y sus tenebrosos planes la ausencia del emir era un golpe de suerte, porque de momento la rival ya no podría ocultarse en los aposentos privados de Amir, ni pasar una noche tras otra con él, avivando la cólera de Zarah.

La sarracena adoptó un aire indiferente y relajado, pero al día siguiente ya había encontrado la manera de deshacerse de la castellana.

Beatriz todavía evitaba compartir los baños con todas las otras muchachas. Se había acostumbrado, pero de día el ajetreo que reinaba en el baño turco y en la piscina, la naturalidad de las muchachas respecto a su desnudez y los juegos que compartían, que para la modosa española rayaban en la perversión, le causaban un profundo rechazo. Así que solía visitarlos muy temprano, cuando todas las demás aún dormían, a excepción de las martirizadas criaturas que abandonaban los aposentos de Zarah liberadas por el amanecer y, agotadas y a hurtadillas, volvían tambaleándose a sus habitaciones. Sin embargo, durante esos días, Zarah renunció a la compañía nocturna, concentrada en planificar el asesinato. No quería testigos.

Así que Beatriz se encontraba a solas en los baños, donde no era difícil que se produjera un accidente. Por desgracia, la española había aprendido a nadar, pero aun así podría ahogarse. Un calambre repentino, un resbalón al borde del estanque... Zarah quería evitar la lucha que sin duda se produciría antes de una muerte semejante, así que prefería no estar presente.

Se recostó en un banco alicatado del baño turco y reflexionó al tiempo que perfumadas vaharadas de vapor caliente acariciaban su cuerpo. De repente dio un respingo. ¡Eso era! ¡El baño turco! Los esclavos lo calentaban de madrugada y lo controlaban cada dos horas. Cuando Beatriz quisiera utilizarlo estaría preparado, quizás el calor fuese todavía más intenso que en aquel momento. Allí dentro nadie aguantaba más de unos minutos. Zarah sonrió: acababa de idear un plan diabólico.

Beatriz adoraba pasar las horas matutinas en los baños. Debía confesar que en Castilla apenas había placeres comparables al ingenioso sistema sarraceno de baños. Sobre todo el de vapor era una idea refinada, que, justo entonces, en invierno, sabía apreciar.

Claro que incluso en los meses invernales Al Andalus disfrutaba de un clima benigno, pero Granada estaba situada a gran altura, en las montañas. De noche hacía mucho frío y, aunque en las habitaciones de las mujeres los braseros se encargaban de mantener una temperatura agradable, por las mañanas el baño de vapor caliente era un lujo principesco. Beatriz tiritó al quitarse la ropa y se dejó envolver por el agradable calor húmedo. Azulejos finamente ornamentados mimaban la vista y el aroma a azahar y canela o el de aceite de eucalipto o de manzanilla acariciaban las vías respiratorias. Beatriz se entregó al calor y la humedad. Inspiró profundamente y absorbió los aromas y las minúsculas partículas de agua. Su cuerpo se cubrió de sudor en el acto, como debía ser: la idea era deshacerse de las ponzoñas y las impurezas del cuerpo, puesto que el objetivo de los baños consistía en alcanzar una limpieza tanto interior como exterior. Beatriz soñaba con sudar entre los brazos de Amir. Podía amarlo lenta y placenteramente, alcanzar el clímax en grandes y cálidas oleadas; pero también podía desencadenar una tormenta, entregar su barca del amor a las olas salvajes del mar que la arrastraba hasta las orillas de la lujuria casi con violencia. La mera idea la excitó. Se acarició los pechos, se llevó la mano a la caracola y se acarició la cara interna de los muslos hasta que las olas volvieron a agitarse para luego regresar a la calma. Sería maravilloso sumergirse en las aguas heladas del estanque situado en la cámara contigua. Beatriz se incorporó y se acercó a la puerta.

Pero ¿qué estaba pasando? La puerta no se abría, algo la había atascado. Bueno. Pasaría a los otros baños cruzando el vestidor anexo. Trató de abrir la otra puerta, que tampoco cedió. Beatriz se asustó, pero aún no demasiado. La puerta tenía que abrirse; al fin y al cabo, acababa de pasar por ella. Forzó el pomo y empezó a jadear. Las húmedas vaharadas que hasta hacía unos instantes eran un placer casi le impedían respirar.

En un baño turco se descansaba, nadie contaba con forzar el corazón y los pulmones, pero Beatriz descubrió con rapidez que el intento de abrir la puerta a la fuerza aceleraba los latidos de su corazón. Sin embargo, no dejó de aporrear la puerta y pedir socorro hasta que la debilidad hizo que se tambaleara. ¡No debía desmayarse! Si perdía el control sobre sus sentidos encontraría la muerte. Procuró respirar más despacio y se arrastró hasta el banco. Quizá pudiera apagar el fuego... Junto a las estufas había cubas con agua. Beatriz cogió tres cubas y se apresuró a derramar agua sobre las brasas. Se desplomó, tosiendo. El agua se evaporaba a gran velocidad y las vaharadas de vapor se volvieron tan densas que casi la cegaron. Tenía el cuerpo bañado en sudor, se sentía afiebrada, el corazón le palpitaba aceleradamente.

Descansar, tenía que descansar. El banco. Cada vez que respiraba era una tortura, como si se ahogara; inspiraba humedad y estaba sedienta. La cabeza le estallaba, sombras rojas le nublaban la vista. Amir... ¿Podía convocar su imagen? Se presionó el pecho con las manos, pero luego cedió. Dormir... Dormiría un poco.

Mustafá estaba muy inquieto. De hecho tendría que haberse tranquilizado, porque hacía días que Zarah no había mandado llamar a sus compañeros de juego. Algo no iba bien, sin embargo. Una gran tensión reinaba en el harén, una atmósfera sofocante, un clima de espera. Era como si una araña tejiera su red, y Mustafá estaba seguro de que no solo él lo percibía: también las muchachas parecían notar el ambiente cargado. Sus movimientos eran más lentos, sus risas menos sonoras y en sus conversaciones de los pasillos, las acostumbradas risitas se habían convertido en murmullos temerosos.

Como atraído por un hechizo, Mustafá dirigió sus pasos a los aposentos de Beatriz. A lo mejor todavía no había ido a los baños y podría acompañarla. Rara vez los eunucos entraban en los baños de las mujeres; no estaba expresamente prohibido, pero tampoco era deseable que disfrutaran contemplando los cuerpos desnudos de las mujeres, pues el peligro de que conservaran un resto de virilidad era demasiado grande. Era un peligro que estallara el amor, aunque ya no fueran capaces de satisfacer su deseo. Solo de vez en cuando Beatriz permitía que Mustafá echara un vistazo a sus pechos desnudos o a sus caderas; pero él adoraba su aroma, su piel sonrosada después del baño, sus rasgos distendidos y su sonrisa. Tan temprano por la mañana, tampoco estaban presentes las encargadas de los baños, y Susana se negaba a acompañar a su señora día y noche, así que Mustafá disfrutaba cepillándole el cabello húmedo, untándoselo con esencias perfumadas y por fin secando sus rizos. Sumergir las manos en esa cabellera sedosa era un regalo; a veces el muchacho se llevaba una mecha a los labios y soñaba las imágenes de siempre: el caballero había conquistado a su dama y le preparaba un baño antes de conducirla a las orillas del placer.

Pero ese día Beatriz ya se había marchado; al menos nadie respondió cuando llamó a la puerta. Mustafá no se sorprendió: Susana tenía el sueño profundo. El joven eunuco se disponía a marcharse cuando una niña pequeña se acercó a la puerta, con un frasquito de perfume en las manos regordetas. Vestía con sencillez, como si hubiera salido de la cocina, y, al ver la puerta cerrada con llave, sus ojos se llenaron de lágrimas de desilusión.

—¡Oh no, no me digas que tu ama ya está en los baños! —exclamó—. No puede ser. Antes he de entregarle esto. El emir envía desde un taller de Al Mariya un aroma preparado especialmente para ella. El mensajero cabalgó toda la noche para que la señora Beatriz lo recibiera antes de bañarse. El amo conoce su costumbre de dirigirse a los baños al amanecer, y también he de decirle algo acerca de un sol de la mañana. ¡Oh Alá, ayúdame! Lo he olvidado. ¡Y he llegado demasiado tarde! ¡Mi madre me castigará!

Entonces Mustafá recordó que la madre de la pequeña era cocinera, ¡y un auténtico dragón!

Le sonrió a la niña.

—No te aflijas, Yasmina. Iré a los baños y le entregaré el regalo del emir a la señora. Y estoy seguro de que se me ocurrirán unas palabras bonitas —dijo, guiñándole un ojo—, algo sobre el sol de las mañanas.

El rostro de la pequeña se iluminó.

—¡Muchas gracias, señor, muchas gracias! ¿Puedo regresar y decir que se lo he entregado personalmente?

Mustafá rio.

—Sí que puedes. Pero también puedes aguardar un momento aquí. Pronto traerán el desayuno del hijo del ama y estoy seguro de que habrá más tarta de miel y leche dulce de lo que el pequeño Alí puede comer. Lo ayudarás un poco y, cuando regrese el ama, podrás transmitirle su agradecimiento al mensajero.

Sonriendo de oreja a oreja, Yasmina se sentó ante la puerta de Beatriz, de donde sin duda Susana la recogería y le daría de comer: Susana adoraba a los niños.

Mustafá se dirigió a los baños a toda prisa. ¡Qué golpe de suerte tan inesperado! No solo disfrutaría contemplando el cuerpo perfecto de su ama, no: encima podía entregarle un regalo de su amado y hacerla feliz. Se imaginó su expresión cuando recibiera el perfume, el resplandor de su mirada, la dulce sonrisa Ni siquiera ver a Zarah desapareciendo en sus aposentos con el rabillo del ojo empañó su felicidad.

Ante los baños aguardaba Bazo, el gigantesco nubio que vigilaba a Beatriz. Solo hablaba un poco de árabe, pero saludó a Mustafá con cordialidad y lo dejó entrar, claro está. El joven entró en el vestidor y vio las cosas de Beatriz. Estaba allí. Solo debía registrar los baños, era poco probable que estuviera en el de vapor.

Mientras reflexionaba, notó un embriagador aroma a azahar y canela que de costumbre no se percibía en el vestidor. Mustafá vio las vaharadas de vapor surgiendo por debajo de la puerta del baño. Algo no encajaba, tenía que avisar al jefe de los baños. Pero tal vez primero debía airear. Tal vez alguien había derramado demasiada agua y esencias sobre las brasas.

Mustafá abrió la puerta sin dificultad y una nube de vapor lo envolvió. Tuvo que cerrar los ojos durante unos segundos antes de poder orientarse en la habitación. Entonces el corazón le dio un vuelco: Beatriz estaba desplomaba encima del banco, con los labios entreabiertos en una mueca de dolor, la piel hinchada por el calor y la humedad, el cuerpo empapado de sudor y los ojos cerrados.

—¡Señora! —gritó, precipitándose dentro con la esperanza de que ella abriera los ojos.

Estaba inconsciente. El joven eunuco la cargó en brazos y la sacó a toda prisa del baño. ¿Adónde llevarla? ¿Al estanque de agua fría? Quizá debía comprobar si el corazón aún le latía. Dejó el cuerpo de Beatriz en un banco del vestidor y llamó al eunuco apostado ante la puerta.

—¡Bazo! La señora se ha desmayado en el baño de vapor. ¡Ve en busca del médico, date prisa!

Entretanto las primeras mujeres entraron en los baños. Al ver a su amiga inconsciente, tendida en el banco, Ayesha gritó. Se controló enseguida y le tomó el pulso mientras Mustafá comprobaba si respiraba.

—¡Está viva! —exclamaron ambos al unísono, e intercambiaron una mirada de alivio.

Beatriz gimió.

—Debemos refrescar su cuerpo poco a poco —dijo Ayesha—, de lo contrario le fallaría el corazón. Llévala a los baños, Mustafá, y ve a buscar hielo.

Con mucho cuidado, Ayesha restregó los miembros de su amiga con agua fría, empezando por las manos y los pies, y después las caderas y el vientre. Otra muchacha le aplicó compresas frías en la frente y le frotó las sienes con los cubitos de hielo que Mustafá se había apresurado a traer.

Cuando Ayesha le rozó el cuello con la esponja, Beatriz se movió. Su respiración y los latidos de su corazón eran ya más normales.

—¡Se está despertando, gracias a Alá! —dijo Ayesha cuando su amiga parpadeó. De inmediato, empezó a interrogarla—: Beatriz, corderita, ¿qué ha pasado? ¿Por qué has estado tanto tiempo en el baño turco si sabes que...?

—Cerradas... Estaban cerradas —tartamudeó Beatriz—. Las puertas, ambas puertas.

Ayesha la miraba sin entenderla.

—¡Pero si las puertas del baño turco no tienen cerradura, corderita! ¿Te ha costado mucho abrirlas, Mustafá?

El joven eunuco negó con la cabeza.

—No —afirmó—, ha sido fácil. Al menos la puerta del vestidor solo estaba entornada, tal como debe ser.

—Lo has soñado, pequeña...

Entretanto apareció el médico y las muchachas se apresuraron a cubrirse con el velo. Abochornado, Mustafá cubrió la desnudez de Beatriz. Con una sonrisa amable, sin embargo, el hakim dijo que había visto más mujeres desnudas que las que ocupaban ese harén, aunque rara vez una tan perfecta, reconoció. Después la examinó y el resultado lo satisfizo.

—Vaya, la niña ha tenido suerte —dijo, complacido. Era un hombre mayor, cordial, de manos cálidas y diestras que también podían examinar el cuerpo de una mujer sin la menor lujuria—. No puedo hacer nada más que lo que ya han hecho sus amigas. La muchacha debe refrescarse un poco más y descansar, descansar mucho. Mañana se habrá recuperado, pero debe evitar el baño turco durante unos días y no volver a entrar sola en él. Que una comadrona la examine para averiguar si quizás está embarazada. Lo primero que falla en una mujer que espera un niño es la circulación.

—¡No estoy embarazada! ¡Y la puerta estaba atrancada! —protestó Beatriz.

—Quizá se trate de un ataque de debilidad. Lo dicho: agradece a Alá su misericordia, sayida; unos minutos más y habrías despertado en el paraíso —dijo el médico. Hizo una reverencia cortés y se marchó.

Beatriz se incorporó.

—¿Queréis que os lleve en brazos hasta vuestros aposentos, señora? —preguntó Mustafá.

Beatriz negó con la cabeza.

—No, descansaré aquí un momento y después quiero que una de las muchachas me ayude a sumergirme en un estanque de agua fresca para asearme. Luego podrás acompañarme. ¡No estoy loca, León! ¡Me iba la vida en abrir esas puertas y estaban atrancadas!

Mustafá trató de no parecer demasiado incrédulo y, para distraerla, le aplicó compresas frías en las pantorrillas, tal como había recomendado el médico. ¡Cuán dulce resultaba tocar su cuerpo! Mustafá ansiaba ser un hombre.

Por fin, Ayesha ayudó a Beatriz a sumergirse en el estanque y Mustafá aguardó a ambas.

«¡Tienes que creerme, León, las puertas estaban atrancadas!» Mustafá no podía quitarse de la cabeza la afirmación de Beatriz, así que decidió examinar las puertas minuciosamente. La puerta y el marco del vestidor estaban en perfecto estado, ¡pero en la que daba a los estanques de agua fría descubrió algo! Había rasguños en el marco y Mustafá tanteó el suelo delante de la puerta y descubrió minúsculas astillas de madera, tal vez fragmentos de una cuña. Jamás lograrían demostrarlo, pero Mustafá no lo dudó ni un instante: ¡Beatriz no lo había soñado! Alguien había atrancado las puertas introduciendo cuñas entre la hoja y el marco. El episodio del baño turco no había sido un accidente sino un intento de asesinato.

—En tal caso, ¿cuándo volvieron a quitar las cuñas? —preguntó Ayesha, que tras el baño había acompañado a su amiga hasta sus aposentos y después escuchado el informe de Mustafá mientras Beatriz se tomaba una copa de zumo de frutas tras otra, muerta de sed. Consternada, Susana no dejaba de llenarle la copa.

La pequeña Yasmina fue enviada una vez más a la cocina con miles de palabras de agradecimiento y un gran pedazo de tarta de miel.

—Además, ¿cómo se las arregló otra persona para acceder a los baños sin ser vista? Porque ante la puerta estaba apostado ese nubio gigantesco que últimamente le sigue los pasos a Beatriz —comentó Susana con escepticismo—. Nadie pudo pasar a su lado sin ser visto.

Mustafá se encogió de hombros.

—Puede que el culpable ya la aguardara en los baños, o que accediera a ellos por otra puerta. Seguro que él, o ella, salió por otra. Eso no es difícil. Y en cuanto al momento. La señora debe de haber gritado y aporreado las puertas; el asesino solo ha tenido que aguardar a que cesara el ruido y luego esperar un momento más. Desde que las fuerzas la han abandonado hasta que ha perdido el conocimiento deben de haber pasado apenas unos minutos.

—Parece factible —admitió Ayesha.

—No solo lo parece: es la única explicación —dijo Beatriz—. Sé que las puertas estaban atrancadas, estaba perfectamente consciente cuando he tratado de abrirlas; pero diez minutos después Mustafá ha podido hacerlo con un solo dedo. ¡Alguien las atrancó, no se trata de un truco de magia!

Ayesha asintió: comprendía la insinuación.

—No —dijo—, quien ideó esto ya no apuesta por conjurar espíritus. ¡Esa bruja se ha encargado de meter mano en el asunto!

El emir no dio crédito a la teoría del intento de asesinato ni quiso creer que en su harén se urdiesen conspiraciones. Prefería confiar en que las sospechas del médico se confirmaran, pero Beatriz meneó la cabeza, convencida: después de todo, solo se había entregado por completo a Amir hacía escasos días. Aunque hubiese engendrado un hijo, los síntomas del embarazo tardaban bastante más en manifestarse.

En todo caso, Amir estaba muy feliz y agradecido, y colmó de regalos tanto a Mustafá como a la pequeña Yasmina, puesto que solo gracias a su descuido había sido posible salvar a Beatriz. La pequeña no comprendía lo que sucedía cuando de pronto pudo abandonar a su gruñona madre y trasladarse al harén para ser criada allí. El emir le prometió que, cuando tuviera la edad suficiente, pondría a su disposición una dote considerable y la casaría con un dignatario del reino. De momento, quien se encargó de educarla fue Ayesha.

—Siempre deseé tener una hija —afirmó—. Puede que la pequeña no sea muy bonita, pero estaba en el lugar indicado en el momento indicado. ¡Un talento muy especial!

Mustafá recibió abundante oro y, aún más importante para él, ¡su libertad! Feliz, le mostró a Beatriz el documento que lo confirmaba.

—¡Eso es maravilloso! —exclamó Beatriz, alegrándose por él—. Nunca más tendrás que someterte a la voluntad de Zarah.

La mirada de Mustafá se volvió sombría.

—Sí, pero aunque me haya convertido en empleado y cobre un sueldo, tendré que obedecer las órdenes de esa mujer. Además, puede seguir extorsionándome igual que antes: un eunuco libre tampoco puede tocar a las mujeres del harén.

—Pues entonces búscate otro trabajo en otro harén —sugirió Beatriz, aunque le apenaba que se marchara: lo echaría muchísimo de menos.

El pequeño eunuco se arrojó a sus pies.

—¿Cómo puedes decir eso, ama? Nunca podría abandonarte, justo ahora que tu vida corre peligro. Además, sería muy... extraño que un eunuco abandonase el harén de la Alhambra por el de una casa menos importante. ¿Cómo habría de explicárselo a mi nuevo amo, y cómo se lo tomaría el emir?

Beatriz le ordenó que se pusiera de pie.

—Es hora de que le digamos la verdad al emir, de que sepa las cosas que hace Zarah. Aunque quién sabe si nos creerá, puesto que ni siquiera dio crédito al asunto del intento de asesinato cuando había pruebas. En cualquier caso, haré lo posible por convencerlo, y en mi propio interés, porque seguro que habrá un segundo intento de asesinarme.

Beatriz se preparó para la discusión con el emir, pero los acontecimientos se precipitaron. Esa noche, Zarah mandó llamar a Mustafá a sus aposentos por última vez.

—Me han dicho que te han concedido la libertad.

La voz aterciopelada sorprendió a Mustafá en el jardín donde estaba recogiendo flores para la sala de estar de Beatriz. El pequeño eunuco se sobresaltó; no había oído llegar a Zarah, aunque tal vez lo estuviera aguardando allí, como una araña en su telaraña.

—Sí, señora... —contestó Mustafá, mirando a su alrededor. A lo mejor había otras mujeres o criados en el jardín entre los cuales refugiarse.

—Fue muy valiente de tu parte arrancar a la pequeña Beatriz de su desmayo. ¡Qué feliz casualidad que te encontraras allí! Me pregunto si también estarías dispuesto a llevar a cabo actos heroicos por mí.

Zarah estaba sentada en un banco, a la sombra de un manglar. Se puso de pie y se acercó por detrás a Mustafá, tanto que le rozó la cadera con la suya. El chico se alegró entonces de que no hubiera nadie más en el jardín: si alguien lo hubiera visto...

—No me hizo falta un valor especial, ama —dijo Mustafá, procurando hablar en tono normal y zafarse de su oscuro abrazo—. Bastó con que abriera la puerta.

—Esta noche mi puerta también estará abierta para ti. Te espero... la última vez tus canciones me resultaron muy entretenidas...

Mustafá se ruborizó. Recordó su intento inútil de suplicar la ayuda del Dios de los cristianos cuando, en la cima del placer, ella le exigió que entonara una canción española.

Pensó que a lo mejor Zarah lo dejaría en paz si le recordaba su nueva condición.

—Ya no soy un esclavo, señora, y cuando no estoy de servicio no tengo la obligación de ponerme a vuestra disposición y, además, no quiero hacerlo.

Zarah posó una mano caliente en la nuca del muchacho, como si quisiera zarandear y castigar a un cachorro.

—¿Dices que no quieres servirme? —le preguntó en tono áspero y peligroso—. Pero a tu pequeña Beatriz sí, ¿verdad? ¿Y qué pasaría, amigo mío, si mañana alguien informara al emir de que la bella Beatriz mantiene relaciones no precisamente deseadas, que digamos? Seguro que aparecerán un par de testigos. Incluso podría declarar que yo misma he observado a la bella Beatriz y a su León estrechamente abrazados bajo una mimosa. —Zarah agarró a Mustafá del cabello y acercó su rostro al suyo—. Sabrás que lapidan a la mujer antes de descuartizar al hombre. Para mí supondría una alegría contemplar tu cara mientras eso sucede. Y la del emir... No, Mustafá, creo que estarás encantado de servirme.

Una enorme tensión se apoderó del eunuco. Al igual que todas las víctimas de Zarah, a menudo había pensado en sacrificar su propia vida con el fin de desvelar sus costumbres y prácticas secretas. Según murmuraban, alguien ya lo había intentado en cierta ocasión: un eunuco al que después decapitaron en el patio interior de la Alhambra por abusos deshonestos. Zarah se le había adelantado y lanzado acusaciones infames contra él. Así que sin duda cabía ese peligro, pero... ¡Beatriz! ¿Cómo podía pensar en involucrar a Beatriz?

Zarah aún lo aferraba del cabello. Mustafá fue incapaz de pronunciar palabra, pero logró asentir.

—Muy bien. Quiero oírlo: eres un maestro de las palabras, mi pequeño León. ¡Así que habla! —dijo, y lo soltó.

—Estaré encantado de serviros, señora.

Zarah le lanzó una mirada furibunda y él se encogió como si le hubiera pegado un latigazo.

—¡Un poco más de entusiasmo, amigo mío!

Mustafá cayó de rodillas.

—Considero vuestra invitación un honor y una alegría, señora. Os serviré con mi cuerpo y mi espíritu.

Zarah rio con sorna y le palmeó la cabeza.

—Bien dicho. Te veré esta noche en mis aposentos.