11

LA ALHAMBRA y sus paradisíacos jardines se habían convertido en un infierno para Mustafá.

Después de aquella primera noche en los aposentos de Zarah, el temor de que lo volviera a llamar lo hacía temblar. Era incapaz de mirar a las muchachas del harén a los ojos, sobre todo a las más jóvenes, a las que observaba con mucha preocupación. ¿Acaso esa beldad delicada y de piel oscura era también una de las víctimas de Zarah? ¿Lo obligaría a realizar actos impúdicos con aquella niña de melena rubia que se desperezaba en el baño turco?

Cada vez que se encontraba con la pequeña arpista enrojecía de vergüenza, pese a que ella simulaba no conocerlo en absoluto. Huía de los otros dos eunucos a los que creía reconocer como copartícipes de los juegos de Zarah, y ellos también lo esquivaban. Los aposentos privados de Beatriz eran el único lugar donde Mustafá aún se sentía a salvo, pero en la inocente admiración por la bella castellana también se mezclaba un asomo de deseo y de candente vergüenza. Podría satisfacerla, podría conducirla hasta las oscuras orillas de la voluptuosidad que Zarah le había mostrado. Antes de que lo desproveyeran de su virilidad, Mustafá jamás había amado a una mujer. Lo ignoraba todo sobre el brillo aterciopelado de su piel cuando ella le permitía acariciarla cariñosamente, jamás había experimentado una unión deseada por ambos y bendecida por todos los dioses. En lugar de eso, lo que había quedado grabado en su mente había sido la actitud lasciva de piernas abiertas de Zarah, sus dientes puntiagudos, sus uñas y sus carcajadas al contemplar su humillación. Cuando se imaginaba a Beatriz en una situación similar, Mustafá se ruborizaba profundamente. Sabía que seguía negándose al emir, pero la alegría que le había causado convertirse en su emisario del amor se había esfumado.

Las huellas rojas de la alheña dejadas por sus juegos con Amir aún no se habían borrado, así que solo visitaba los baños de madrugada. Claro que siempre había otras madrugadoras y seguro que en el harén cuchicheaban. Beatriz no confiaba en poder mantener el asunto en secreto. Ya tenía bastante con que Susana y Ayesha oscilasen entre la risa y la admiración.

—¿De verdad pintaste al emir con alheña? ¿Le pintaste el pecho? —preguntó Ayesha, muerta de la risa.

—No solo el pecho —comentó Beatriz con una sonrisa maliciosa—. ¡Seguro que evitará los baños durante tanto tiempo como yo!

Tres días después del juego amoroso entre Beatriz y Amir, a Zarah le apetecía tomar un baño y, mucho antes de que el muecín llamara a la oración matutina, se dirigió a los baños. Adoraba los juegos salvajes con sus víctimas, pero después el hedor a sangre y miedo la asqueaban. Permaneció mucho tiempo recostada en el baño turco, luego se aseó a fondo en el agua tibia y por fin pasó al patio del estanque. Allí encontró a Beatriz disfrutando del baño en un estanque lleno de agua de rosas. Sus largos cabellos sueltos flotaban en el agua, rodeando su rostro blanco como una nube dorada; pétalos de rosa flotaban en torno a sus pechos grandes y blandos. ¡Y llevaba escrito en el cuerpo la declaración de amor de su amo y señor!

Zarah inspiró, invadida por las llamas de los celos. Amir nunca había jugado con ella de ese modo, aunque tampoco se lo hubiera permitido jamás. Era ella quien escogía los juegos, ella era el ama.

—¿Acaso ahora marcan a una esclava con palabras de alheña? —preguntó en tono cortante—. Tienes suerte, antes la marcaban a fuego.

Asustada, Beatriz abrió los ojos y procuró cubrir su desnudez, pero el agua era demasiado transparente. Incluso sumergida, las letras escritas en su cuerpo seguían siendo visibles bajo la humedad rosada. Decidió que la mejor defensa era el ataque.

—Es curioso. Creía que todas las muchachas sarracenas aprendían a leer para poder entretener a su amo y señor con una conversación inteligente... —replicó sin perder la calma, mirando las caderas huesudas de Zarah y sus muslos parecidos a columnas—, en caso de ser incapaces de ofrecerle otros encantos merecedores de ese nombre. Al parecer, vos no sabéis, porque de lo contrario sabríais que estas palabras no son de desdén. Aunque supongo que podéis hechizar a los hombres sin palabras...

Zarah estaba furibunda. ¡Aquella castellana osaba burlarse de ella! ¡Contradecirla! ¡No temblaba cuando ella le dirigía la palabra! La haría pedazos, la... Pero antes debía encontrar una réplica.

—Un arte muy apreciado en estas tierras —contestó en tono sosegado—. Al parecer también lo practican en Castilla, a juzgar por ti. Sin embargo, ignoraba que allí también se lo enseñaran a las nobles; hasta ahora creía que solo lo aprendían las prostitutas bien instruidas de los prostíbulos de los ricos.

También Beatriz se sintió invadida por la ira, pero procuró reprimirla. Ayesha la había advertido: Zarah no solo era una maestra del arte del amor, sino también una experta manipuladora. No debía dejarse provocar.

—Sí. Algunas lo aprenden con mucho esfuerzo, mientras que para otras es un don de la naturaleza. —Beatriz, abandonando el intento de ocultar la escritura que le cubría el cuerpo, volvió a desperezarse revelando toda su belleza—. Igual que sucede con un cuerpo bonito —añadió, casi risueña, mirando con desprecio el cuerpo huesudo y tosco de Zarah que, sin un atuendo elegante que rodeara sus formas y las hiciera parecer menos toscas y un poco más rellenas, era mediocre en el mejor de los casos—. Unas lo poseen y otras deben luchar toda la vida para conservarlo. No quiero apartaros de esa tarea durante más tiempo, Zarah, ¡seguro que deseáis nadar!

Con el empaque de una reina, Beatriz se incorporó y salió del estanque. Zarah contempló el movimiento armonioso de sus caderas, sus muslos firmes y sus pechos redondeados.

—La belleza desaparece con el tiempo —dijo con la voz crispada por el odio—, y la alheña se borra. El amor de un príncipe es veleidoso.

Beatriz se volvió y disparó un último dardo.

—Entonces debería renovar mi sello en el cuerpo de vuestro esposo varias veces. De momento me he limitado a decorar su lanza con rosas, pero cuando escriba mi nombre en ella, estará perdido.

Zarah abandonó los baños y pasó el día incubando su ira en sus aposentos. Por la noche la ira ardía en llamas. No descansaría hasta que otro se abrasara en ellas. Pero no podía convocar a Amir, antes tenía que enfriar su ira. ¡La venganza es un plato que se sirve frío! Había sin embargo otro admirador fiel de Beatriz: Mustafá, el joven eunuco a quien ella mimaba como si fuera una mascota. Esa noche le rompería el juguete.

Cuando abandonó los baños, Beatriz estaba tan nerviosa como Zarah.

Inquieta, paseó por los jardines del harén y por fin mandó llamar a Mustafá para entretenerse escuchando poemas.

Pero el joven eunuco estaba tan descentrado como ella, pálido e inquieto. Le derramó el zumo de frutas en los pies y, muerto de pánico, se arrojó al suelo temblando y suplicando clemencia. Parecía esperar que ella lo azotara y no osó alzar la vista hasta que Beatriz se limpió y le habló en tono tranquilizador.

—¿Qué te pasa, León? ¿Alguien te ha hecho daño? ¿Te han golpeado? No creo que Hassan te maltrate. ¿Ha sido una de las mujeres? ¿Alguien te tortura? Dímelo, León, seguro que podré impedirlo; solo he de decirle a Hassan que quiero que estés a mi disposición todo el día.

Mustafá negó con la cabeza y, cuando Beatriz quiso acariciarle los cabellos, se encogió todavía más.

—No pasa nada, señora... —musitó.

¿De qué le serviría que Beatriz lo mantuviera con ella todo el día? Zarah había ordenado que acudiera a sus aposentos por la noche, y él obedecería.

Kalim, uno de sus compañeros de desgracia, no acudió. Zarah, que había convocado a dos eunucos y tres muchachas, se puso furiosa e intentó averiguar el paradero de Kalim azotando a Mustafá y a las muchachas, sin conseguirlo. Finalmente adaptó sus juegos a la nueva constelación. Entonces Mustafá y las muchachas se vieron envueltos en un remolino de lascivia y sadismo, de dolor, vergüenza y temor.

Esa mañana, aún más temprano que el día anterior para no toparse con Zarah, Beatriz oyó un gemido cuando iba hacia los baños. No había logrado conciliar el sueño. Una vaga inquietud la había mantenido casi toda la noche en vela y, en sueños, había visto el rostro infantil de León en un mar de sangre y oído a Diego llamándola. Sentía un deseo doloroso, pero se negaba a admitir que anhelaba el cuerpo esbelto y flexible de Amir. Por fin se levantó, bañada en sudor, y se encaminó a los baños para refrescarse. Pero ¿de dónde procedía ese llanto, esos gemidos agudos que iban en aumento y de pronto se interrumpían? Alarmada, Beatriz se dirigió hacia el origen de los gritos.

Le pareció que procedían de detrás de la puerta de Zarah, pero cuando se detuvo y aguzó el oído, solo oyó una carcajada y la melodía triste y suave de un arpa. Beatriz pensó en Blodwen, la muchacha pelirroja de la remota Irlanda que dominaba dicho instrumento con tanta maestría. Hacía poco, cuando había interpretado piezas musicales con Blodwen y Ayesha, la irlandesa le había hablado de su tierra natal.

—Los dioses nos hablan a través del sonido del arpa. El arpa anuncia los nacimientos y la muerte, puede conjurar la guerra o el amor, y a algunos arpistas los dioses les conceden el don de crear vida y también de aniquilarla con sus melodías.

El arpa que alguien tocaba allí dentro quería matar.

De pronto a Beatriz se le quitaron las ganas de ir a los baños. Necesitaba aire fresco, espacio. ¿Dónde encontrar un panorama vasto en el harén, sin embargo? Entonces vio la puerta del otro extremo del pasillo: curioso, puesto que siempre había apostado un eunuco vigilándola, así que debía de dar al exterior. Muy nerviosa, accionó el picaporte.

Y la puerta se abrió, efectivamente. Conteniendo el aliento, la joven pasó a otro pasillo que no daba a aposentos principescos. El sencillo mobiliario indicaba más bien que las habitaciones eran las de los eunucos u otros miembros de la servidumbre. Había una escalera y Beatriz subió por ella empujada por la curiosidad y animada por un impulso emprendedor, aunque combinado con cierto temor. ¿Qué pasaría si alguien la descubría en aquel lugar?

No tardó en notar una brisa fresca. Subió corriendo los últimos peldaños y se encontró en un mundo maravilloso de flores y fuentes. Por lo visto, estaba en el jardín de una azotea. Los rosales trepadores formaban arcos, las orquídeas diseminaban su perfume sensual, los magnolios extendían las ramas hacia ella y las mimosas retrocedían pudorosas. Y aquella magnificencia estaba enmarcada por un panorama aún más bello: una vista sobrecogedora de la ciudad.

Granada, roja como la sangre, resplandecía al sol naciente. Beatriz no se cansaba de contemplar el espectáculo, pero resultaba peligroso que se entregara a esa borrachera de colores y libertad. Tenía que serlo porque aquel no era un jardín público para disfrute de eunucos y criados. Era un jardín particular y Dios sabía a quién pertenecía. ¿Dios sabía a quién? Era una necia. Beatriz recordó las palabras de Ayesha: «Todos los harenes disponen de un acceso a los aposentos del señor.»

Se volvió apresuradamente. Debía huir, debía...

—Beatriz —dijo una voz cálida y profunda—. ¡Has venido a mí, Beatriz!

El emir se encontraba en el otro extremo del jardín. Solo llevaba un taparrabos. Al igual que la mayoría de los patios sarracenos, quizás este daba a las salas de estar, tal vez al dormitorio del soberano. ¿Le había ocurrido a Amir lo mismo que a ella? ¿Él tampoco había podido conciliar el sueño durante la noche sofocante preñada de terrores?

—No, yo... me he perdido —dijo, sobresaltada al notar que solo llevaba un fino camisón, que iba sin velo y que aquella prenda apenas cubría su desnudez—. Quería ir a los baños. Yo...

—Entonces, Alá te ha traído hasta mí.

Amir se aproximó y Beatriz no tuvo fuerzas para marcharse; permaneció inmóvil, como hipnotizada, y consintió que él la abrazara.

—Beatriz, mi sol de las mañanas, me pertenecerás bajo las primeras luces del día. Está decidido, deja de resistirte.

Amir le besó la frente, los ojos, las mejillas y la apretó contra su pecho duro. Beatriz se lo permitió. Como si estuviera en trance, se sentía extrañamente ligera y flotando en el cálido amanecer, bajo el todavía estrellado firmamento de Granada. Era casi como si se hubiera desprendido de su cuerpo, de sus temores y recelos; como si por fin su espíritu fuera libre y estuviera dispuesto a un nuevo encuentro; como si el amor pudiera arrastrar todo lo que hasta entonces se interponía entre ella y Amir. Palpitaba al ritmo del cuerpo de Amir, se apretaba contra él y quería llevarlo a ese nivel más elevado de conciencia, a esa alfombra voladora del anhelo.

Por fin, los labios de él encontraron los de ella y los separaron ansiosamente. La boca de Amir sabía a miel y jengibre, su lengua exploraba y acariciaba la carne rosada que rodeaba los dientes blancos como perlas de Beatriz, jugueteaba con su lengua con movimientos tiernos.

No pudo evitar devolverle el beso. ¿Así que de verdad sucedería? ¿Allí, con los primeros rayos del sol, en un jardín encantado en la cumbre de Granada, en un paraíso al que el ángel de la muerte de Diego no tenía acceso?

El emir la condujo hasta un banco junto a la balaustrada. Se cogieron de las manos y contemplaron el resplandor de las murallas de Granada. Volvieron a unir sus labios en un beso.

—Quiero verte, mi sol del amanecer, quiero verte entera. —Amir, la apartó ligeramente de sí, le quitó el camisón y empezó a acariciarle los pechos.

Beatriz contempló por encima de su hombro los jardines al pie de las murallas, y descubrió allí un bulto encogido.

—Amir... deteneos. Amir, ¿qué es eso? —exclamó, lo apartó de un empellón y su voz insistente y alarmada hizo que él se detuviera.

Ambos se asomaron a la balaustrada y echaron un vistazo.

—¡Por Alá, Beatriz, allí hay una persona tendida! Alguien se ha precipitado desde la muralla. —Amir lo dijo decepcionado y con expresión apenada, porque su unión con Beatriz tendría que esperar—. Lo siento, amor mío. Me hubiese agradado iniciar el día con una excursión a la cima de la vida, pero al parecer la muerte me llama. Debo encargarme de este asunto. Tenemos que enterarnos de quién está allí tendido y qué ha sucedido aquí.

No tardaron en identificar al muerto: era Kalim, el eunuco que aquella noche había sido destinado a vigilar la puerta que daba a las habitaciones de los criados y también a los aposentos del emir. No había rastro de lucha ni de la intervención de nadie. Por lo visto, Kalim se había arrojado al vacío por propia voluntad.

Sin el menor entusiasmo, Hassan, el jefe de los eunucos, interrogó a un par de mujeres y criados, pero no parecía demasiado dispuesto a proseguir la investigación. Claro que la pérdida del joven resultaba dolorosa, le dijo al emir, pero era más importante tranquilizar el harén, porque, al fin y al cabo, que trataran de averiguar el motivo de su acto de desesperación a Kalim ya no le serviría de nada.

Ayesha y sus amigas opinaban todo lo contrario, y en el harén reinaba un gran alboroto. Beatriz, que buscaba a Ayesha para contarle su encuentro nocturno con el emir, pasó junto a numerosos grupos de mujeres y muchachas nerviosas. Algunas discutían en voz alta y otras estaban histéricas. También su amiga y las otras intérpretes hablaban de Kalim cuando Beatriz se les unió.

—¿Qué motivos puede haber tenido? Era un eunuco, un guardián del harén, y ese no es precisamente un destino desagradable —comentó Katiana, una rusa de cabellera rubia y bellísimos ojos almendrados—. Quizás estuviera harto de vigilar a las mujeres de otro hombre.

Algunas muchachas rieron a su pesar, pero Ayesha meneó la cabeza con expresión seria. Al parecer, ella conocía bien al joven criado.

—Kalim fue castrado a los ocho años —les contó a las demás—. No aquí, en Granada, sino en un país cristiano, ya no recuerdo cuál. En todo caso, poseía una hermosa voz de soprano y algún señor devoto lo quería para el coro de la iglesia. Durante un ataque de los piratas, el muchacho fue raptado y vendido. Acabó aquí y desde entonces servía en el harén. Si hay que dar crédito a sus afirmaciones, consideraba que era lo mejor que podía haberle pasado. Hacía años que se había convertido al islam y le faltaba poco para comprar su libertad, así que no creo que tuviera motivos para suicidarse.

—¿Por qué fue vendido como esclavo de harén y no como cantante? —preguntó una de las muchachas—. Hubieran obtenido mucho más dinero por él como músico.

Ayesha se encogió de hombros.

—Algo salió mal cuando lo castraron, su voz se volvió más profunda. Además, no tenía el aspecto de un eunuco típico.

—¡Entonces no era un auténtico castrado! —exclamó Katiana, que adoraba las historias románticas—. A lo mejor tenía una aventura amorosa. Estaba enamorado de una muchacha que no le correspondía y...

—Eso también es imposible —dijo Ayesha, y puso los ojos en blanco—. ¿Es que estáis ciegas, por Alá? Kalim era amable con las muchachas, ¡pero le gustaban los muchachos!

Beatriz se preguntó cómo se habría dado cuenta. Cuando se trataba de asuntos sexuales, sin embargo, en comparación con la alumna predilecta de Khalida, todas eran un tanto ingenuas. Ella ya cavilaba acerca de otras cosas. Gritos nocturnos en el harén; la melodía melancólica del arpa; Mustafá, que se arrastraba por el pasillo como un cervatillo temeroso, y ahora un cadáver en el jardín.

Miró con curiosidad a Blodwen. Sentada un poco aparte, pálida como la muerte, parecía escuchar la conversación a medias. Por lo visto, la joven estaba sumida en sus propios pensamientos y solo volvió a la realidad cuando Beatriz le hizo un par de cautelosas preguntas sobre los gemidos oídos de camino a los baños.

Alarmada, Blodwen se enderezó y Beatriz captó la mirada aterrada y angustiada de sus ojos verdes. Así que su oído no la había engañado: era Blodwen quien tocaba el arpa.

Las otras muchachas también reaccionaron de un modo curioso al relato de Beatriz. A excepción de Katiana, que era nueva en el harén y quizá nunca había pasado por delante de los aposentos de Zarah de noche, todas parecían incómodas: al parecer los lloros y los gritos en plena noche, en esa parte del harén, era un tema del que no se hablaba. Algunas guardaron silencio, otras murmuraron que se trataba de imaginaciones o del viento silbando en las rejas del harén. Blodwen se mordió los labios hinchados y lastimados.

Cuando por fin todas se marcharon, Beatriz retuvo a Blodwen. No le costó hacerlo, puesto que fue la única en dirigirse a las habitaciones privadas. Todas las demás se fueron a los baños.

La acorraló en un pasillo desierto.

—¡Tú sabías lo que pasaba con Kalim! ¡No lo niegues! ¡Tú interpretaste su toque de difuntos!

Blodwen, como un animal atrapado, miró aterrada a su alrededor.

—No debes contárselo a nadie. No debes decirle a nadie lo que has oído. Lo que has dicho ya ha sido demasiado. Te lo ruego, Beatriz. —La pequeña arpista, delicada como un elfo, la miró suplicante. La larga y rizada melena roja le caía sobre la túnica verde pálido que ocultaba su cuerpo de niña.

—Eso depende de lo que me digas. —Beatriz tuvo que esforzarse por hablarle con dureza—. ¡Quiero saberlo, Blodwen! ¿Qué ocurre detrás de esa puerta?

—¡No puedo decírtelo! —Blodwen sacudió la cabeza—. ¡Antes seguiré a Kalim a la tumba! Y además te equivocas. Hasta esta mañana no sabía que había muerto. Tampoco lo lloro. Lo envidio. Por fin... por fin es libre —dijo, sollozando.

Beatriz intentó abrazarla, pero la joven retrocedió como si hubiera querido lanzarla a la hoguera.

—¿Para quién interpretaste esa melodía, entonces? —insistió Beatriz—. ¿Y a quién lloraba tu arpa esta noche? ¿Y a qué dioses oscuros querías convocar?

Blodwen se secó las lágrimas.

—Tienes buen oído, castellana —dijo en voz baja—. Mejor que los dioses, que han vuelto a guardar silencio. El arpa, Beatriz, lloraba por mí.

Consternada, Beatriz se marchó a sus aposentos, donde Susana reprendía a Mustafá.

—Dios mío, muchacho, ¿cuántas cosas más se te caerán? ¡Recógelo, deprisa! Normalmente no eres tan torpe.

Beatriz observó al muchacho mientras juntaba los pedazos de una frasca que seguramente había sido tremendamente cara. En general los criados se esforzaban por tratar aquellas cosas con sumo cuidado. Tras echar un vistazo a la expresión martirizada de Mustafá, sin embargo, se olvidó del recipiente de cristal. El joven eunuco parecía haber envejecido años. Tenía el rostro más bien redondeado demacrado y los ojos hundidos e inyectados de sangre; a todo ello se sumaban sus movimientos torpes e inseguros. Su lentitud no se debía a la pereza. Era evidente que cada paso le causaba dolor.

Beatriz reflexionó febrilmente: la actitud asustada de Mustafá el día anterior; una muchacha que había experimentado el infierno; un joven eunuco que había alcanzado la libertad quitándose la vida. ¿Acaso Mustafá lo había reemplazado?

—¡Deja eso, León! —dijo Beatriz, apartando los trozos de cristal con el pie—. Y tú, Susana, déjanos solos un momento. ¡Pero no te quedes en la habitación de al lado! ¿Dónde está tu sentido de la discreción? Vete a pasear, Susana, y llévate a Álvaro: necesita aire fresco.

Beatriz esperó a que la enfurruñada doncella desapareciera con el niño para hablarle a Mustafá, que seguía poniendo orden y no parecía haberse dado cuenta de su presencia.

—León... —Le puso una mano en el hombro.

—Perdonad, señora. —El muchacho dio un respingo, como si hubiera recibido un latigazo. Era obvio que carecía de la fuerza necesaria para hacer la acostumbrada reverencia e hincarse de rodillas, gestos mediante los cuales los criados del harén solían pedir perdón por un error. Se desplomó entre los restos de la frasca, intentando reprimir los sollozos.

—¡Ahora mismo me dirás qué ha sucedido, León! He hablado con Blodwen.

—¡Ella no tenía derecho! No debía... ¡Dios mío! ¡Creía que no podía caer más bajo y ahora ella os ha hablado de mi humillación! Quiero morir, señora. ¡Ojalá hubiera reunido el valor suficiente de seguir a Kalim ayer! —Se cubrió la cara con las manos, encogido.

Beatriz se dio cuenta horrorizada de que llevaba la ropa manchada de sangre.

—¡Quítate la camisa! —le ordenó.

—No, señora, os lo ruego. ¡No me torturéis, señora! —exclamó Mustafá, retrocediendo, como si pudiera ocultarse.

Beatriz perdió la paciencia.

—¡Basta ya, León! Quizá no lo creas, pero ya he visto antes el cuerpo desnudo de un hombre y también las huellas de los latigazos. Porque eso es lo que son, ¿verdad? No pretenderás decirme que has vuelto a caer por las escaleras, ¿verdad?

—¡Me despreciaréis!

—Te ruego que por una vez me dejes decidir a mí por qué debo condenarte. De momento, no veo en ti nada despreciable a excepción de cierta cobardía. ¡Eres el hijo de un caballero castellano, León! ¡Compórtate como tal!

León no la miró mientras hablaba y, en voz baja pero clara y curiosamente impersonal, como si narrara la historia de otro, le contó el infierno que se montaba en los aposentos de Zarah.

No fue benévolo consigo mismo ni con la atónita Beatriz. Describió todas las perversiones, todas las torturas y las repugnantes y perversas poses que Zarah los obligaba a adoptar tanto a él como a los demás.

Cuando por fin acabó, Beatriz se había quedado sin palabras, presa del horror.

—Lo sabía. Os doy asco... —musitó Mustafá—. Yo mismo me desprecio.

Beatriz se esforzó por recuperar el control. Aquella mujer le provocaba una cólera helada... y también todos aquellos que no le ponían coto. Aquello tenía que acabar. Ella haría... ¿Qué haría ella? Tenía que reflexionar. Debía compartir el secreto con alguien más experimentado; pero eso sería más adelante. De momento, debía ocuparse de aquel niño maltratado y quebrado.

—El despreciable no eres tú —le dijo con suavidad al joven eunuco, acurrucado en un rincón—. Y tampoco me repugnas. Ven...

Beatriz lo rodeó con los brazos y él apoyó la cabeza contra su pecho.

—Todo irá bien, León, todo irá bien. —Le acarició el cabello para consolarlo.

Mustafá temblaba entre sus brazos y su tensión se disolvió en un sollozo. Pudo llorar por fin, y el torrente de lágrimas arrastró el odio que sentía por sí mismo y también su desesperación. Cuando por fin se separó de ella, estaba exhausto pero sereno.

—Qué pensaréis de mí... —murmuró, avergonzado.

—¡No empieces otra vez, León! —exclamó Beatriz—. ¡Y ahora escúchame! Te quedarás aquí. Susana te curará las heridas. No, basta ya, León. No tenemos por qué contárselo todo, pero este silencio también ha de llegar a su fin. Iré a buscar a Ayesha: ella sabrá qué hacer.

Al ver el rostro horrorizado de Beatriz y su ropa sucia y manchada, Ayesha se separó de sus amigas de inmediato.

—¡Qué aspecto, Beatriz! —Se quitó un velo para taparle el vestido manchado de lágrimas a la castellana—. Tienes que volver a maquillarte, o al menos cúbrete con la melfa. ¡Parece que hayas visto un fantasma!

—No cabe duda de que es una criatura infernal, pero por desgracia corpórea —replicó Beatriz—. Ahora lo sé, Ayesha.

—¿Qué sabes? —le preguntó la otra con dureza—. ¿Acaso Blodwen ha soltado prenda?

—No. Ha sido Mustafá —dijo Beatriz, meneando la cabeza—. Pero tú..., ¿lo sabías? ¿Acaso todas sabéis lo que ocurre en los aposentos de Zarah?

—¡Baja la voz! ¡Por Alá, baja la voz! ¡Tus palabras nos costarán la cabeza a todas! No, no lo sé, y no quiero saberlo. Beatriz, ¿no puedes ahorrármelo? —dijo Ayesha de mala gana, aunque no tan desesperada como Blodwen y León. ¡Tenía que ayudarlos!

—Alguien debe hacer algo, Ayesha, y tú entiendes de estos asuntos. Al menos ven conmigo y escucha el relato del muchacho.

Ayesha suspiró, pero la siguió. Sin embargo, insistió en que guardaran silencio por los pasillos y solo cuando hubieron llegado a los aposentos de Beatriz consintió en escuchar la historia.

—Sí. Es lo que imaginaba, más o menos —dijo con voz cansina—. Esas cosas ocurren, Mustafá. No te lo tomes como algo personal. Intenta pasarlo por alto.

—¿Qué? —gritó Beatriz, indignada—. ¿Que no se lo tome como algo personal? ¿Te has vuelto loca?

Ayesha hizo un gesto de indiferencia.

—Las personas como Zarah quieren destruir a los demás y solo puedes defenderte de ellas separando el alma del cuerpo en cuanto entras en su cámara de torturas.

—¿Eso también lo aprendiste en la escuela? —la increpó Beatriz—. ¿Aprendiste esas técnicas en casa de la maravillosa Khalida?

Mustafá aún ocultaba el rostro entre las manos.

—Me dijeron que esas cosas existían —contestó Ayesha en tono sosegado—. Y cómo sobrevivir a ellas si te sucedían. Khalida vende esclavas para el placer, pero solo vemos el rostro que un ser humano nos muestra de día. Por las noches, puede convertirse en una máscara perversa, y no solo aquí, Beatriz. En Castilla, una muchacha casta y cristiana también puede acabar en manos de un sátiro, pese a que su padre deseara lo mejor para ella cuando lo eligió para ser su esposo. El mundo es así, muchacha, no podemos cambiarlo.

—¡Eso ya lo veremos! —replicó Beatriz—. No pretenderás decir que Zarah tiene derecho a hacer esas cosas. ¡Vuestro Corán no lo permite!

—Claro que no. —Ayesha negó con la cabeza—. Lo que Zarah hace acarrea la condena a muerte: pero, ¿cómo pretendes demostrarlo?

—Hablaré con Hassan.

La experimentada odalisca le sonrió sin ganas.

—Hassan lo sabe. No creerás que algo se le escapa en este harén, ¿verdad? ¿Quién crees que le ordenó a Kalim vigilar esa puerta?

—¿Lo sabe? ¿Y no hace nada por impedirlo? —preguntó Mustafá, incrédulo.

—¿Qué quieres que haga? ¿Hablar de ello con Zarah? ¡Lo haría descuartizar!

—Podría informar al emir —dijo Beatriz—. ¿O acaso él también lo sabe? —La mera idea de que Amir tolerara semejante cosa le partía el corazón.

—No, seguro que el emir no lo sabe. Pero si le pide explicaciones a Zarah, sería la palabra de ella contra la de un eunuco. Lo negaría todo, y el emir haría descuartizar a Hassan —dijo Ayesha en tono tan sosegado como si hablara de un juego de sociedad.

—¡Tiene que haber una solución que no implique descuartizar a nadie! —dijo Beatriz, furibunda—. ¿Y si el emir descubriera a Zarah con las manos en la masa?

Mustafá gimió de terror.

—En tal caso se limitarían a cortarles la cabeza a todos los implicados —comentó Ayesha con objetividad—. Tal vez también los lapidaran, al menos a las muchachas. ¡Despierta, Beatriz! Ya sea a la fuerza o no, tu amiguito ha realizado actos impúdicos con muchachas del harén, incluso con una esposa. Si lo acusan de ello y demuestran que es verdad, todo habrá acabado para él. Por eso ninguno de los partícipes declarará nada sobre el asunto. Eso es lo más diabólico de toda esta historia: Zarah convierte a sus víctimas en cómplices. Blodwen, Mustafá, Kalim y todos los demás son los principales interesados en que nada salga a la luz.

—Sin embargo, el emir debe enterarse de lo que sucede. ¡Es el emir, maldita sea! Puede perdonarles la vida a las personas, pasar por alto sus errores. Tiene el poder absoluto. Y Zarah tiene poder sobre él... —Beatriz se interrumpió al recordar la cara de Amir la última vez que se habían visto. Era una mujer que despojaba a los hombres de su voluntad. Rasgos torturados, promesas rotas... Zarah era un poder tenebroso tras el trono de Granada. Desgarró el velo de Ayesha.

—¡Pues entonces, ruégaselo! —la retó esta—. Si alguien puede triunfar sobre el poder de Zarah, esa eres tú; pero tienes que dejar de jugar con él. Tendrás que echar mano de todos tus encantos, ¡de todo tu amor!, para liberar a Amir de su influencia. Tendrás que apostar la cálida luz del paraíso contra las llamas abrasadoras del infierno. ¿Te atreves, Beatriz? ¿Osarás hacerlo?

Beatriz tragó saliva y tomó una decisión.

—León —dijo en voz baja—, ahora te lavarás. Mantente oculto aquí o en otra parte hasta esta noche. Entonces te dirigirás a la puerta que separa el harén de los aposentos privados del emir. Le dirás al eunuco allí apostado que Hassan ha cambiado los turnos de guardia y que lo relevas. Inventa un motivo o no digas nada, me da igual. Pero quiero encontrarte ante la puerta a la puesta del sol. Me franquearás el acceso al jardín de mi amo y señor.