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—¡ESTO no es una breve cabalgada, es una expedición militar! ¿Qué es lo que habéis robado, por Alá, para que su pérdida haya enfurecido a ese tal Aguirre hasta semejante punto? —rugió Abdallah I, emir de Granada, mirando furioso a su hijo.
Amir no se dejó intimidar. En cuanto había regresado de Castilla, su padre lo había mandado llamar, pero Amir se había tomado un baño y se había vestido con elegancia antes de presentarse ante él, porque sabía lo mucho que el emir apreciaba que se guardara la etiqueta. Recibió a su hijo de manera muy formal, en la sala del consejo de la Alhambra, y le ofreció café y pastas de dátiles antes de sacar a colación el verdadero motivo de la entrevista. Al parecer, la noche anterior se habían producido escaramuzas en la frontera con Castilla. Un tal don Álvaro Aguirre había lanzado un violento ataque con un pequeño ejército de campesinos y nobles, y el emir no se equivocaba al suponer que la última misión de Amir guardaba relación con ello.
—Recuperamos el semental, tal como tú ordenaste —dijo Amir sin perder la calma—. Y, de paso, mandamos al infierno al ladrón, algo con lo que tú seguramente estarías de acuerdo. Por otra parte...
Amir no sabía cómo explicarle a su padre el asunto de Beatriz. Hacerse con una esclava como botín no tenía mucha importancia, el emir no lo reprendería por ello, pero confesar que quería pujar por la muchacha para incorporarla cuanto antes a su harén era harina de otro costal. Nada se lo impedía, puesto que su padre no tenía por costumbre controlar sus gastos. No obstante, Amir no consideraba a Beatriz una esclava y no quería hablar de ella como si lo fuera. Estaba enamorado, ¡quería conquistarla! Y, algún día, convertirla en su mujer. Amir se mordió los labios.
Resultó, sin embargo, que el emir ya estaba al tanto de la situación.
—¡Bien! Ahora cuéntamelo todo. ¡Sobre todo el asunto de esa muchacha! —dijo, contemplando ceñudo a su hijo—. Puesto que todo el mundo ya lo comenta... ¿Quién es? ¿Es la mujer de Aguirre, su concubina?
Amir negó con la cabeza y bajó la vista.
—Es su hija. Era la prometida del ladrón de caballos. Pero aún es virgen y bella como la mañana...
—Ajá —dijo el emir con una sonrisa—. Bien, supongo que Aguirre habrá recibido una petición de rescate, ¿verdad?
Amir se encogió de hombros.
—Al menos esa era mi intención, pero ignoro si el mensajero logró llegar hasta él. Era imposible sospechar que Aguirre movilizaría un ejército para atacar Granada. ¡Si la información que hemos recibido es cierta, entonces ha estallado algo parecido a una guerra en la frontera!
—A la que tú pondrás fin de inmediato —le ordenó el emir—. No podemos permitir que los españoles nos hagan ir de acá para allá. Hoy mismo emprenderás la marcha con un regimiento y aplastarás el ataque; pero limítate a obligarlos a retroceder hasta el otro lado de la frontera. No intentes conquistar Castilla. No quiero seguir provocándolos, estoy harto de escaramuzas. A lo mejor deberíamos devolverles a la muchacha...
—¡No! —exclamó Amir, que inmediatamente se arrepintió de su arrebato pero no logró recuperar el control—. No, padre. Me hice con la muchacha tras librar un combate justo. No podéis... negar el botín a los hombres. ¡Cobrarán una fortuna cuando la subasten!
El emir lo miró con suspicacia.
—Sí, desde luego, pero el tesoro público no se verá incrementado, ¿verdad? ¿Es que tienes la intención de pujar por ella en beneficio de Ibn Saúl?
Amir desistió: nunca había logrado engañar a su padre.
—Sí, reconozco que tengo la intención de pujar por ella. Le di... esperanzas.
—¿Esperanzas, de qué? ¡No te metas en líos, Amir! Una cristiana que adquiere influencia en el harén afectará a tu reputación de manera negativa. Ya recibimos demasiadas críticas por no tratar a Castilla con mano más dura. Si encima tomas como esposa a una castellana... Y ya sabes cómo es Zarah: luchará a muerte contra una rival. No te arriesgues a dar pie a intrigas en el harén, hijo mío —le aconsejó el emir en tono severo e insistente.
Amir sabía que tenía razón, claro está. Zarah, su primera mujer, gobernaba el harén con mucha severidad. Amir no la amaba, el matrimonio había sido arreglado con el fin de vincular a la casa real con las mejores familias de Granada. Zarah, desde luego, conocía todas las artes del amor que una muchacha podía aprender en un harén. Por las noches, Amir se convertía en un pelele en sus manos. Y, aunque no gozara de la lealtad de todos los criados del harén, desde el primer eunuco hasta la última sirvienta le profesaban un temeroso respeto. La mujer convertiría la vida de Beatriz en un infierno.
Por otra parte, ¡si había alguien capaz de enfrentarse a ella esa era la fiera beldad castellana!
Amir sonrió.
—Ya veo que mis palabras no afectan a un hombre que solo piensa con su sexo —dijo el emir, suspirando—. Bien, hijo mío, eres adulto y sabes lo que haces. ¡Pero antes debes acabar con ese ataque! Coge el segundo regimiento de caballería y cabalga toda la noche. Hay que zanjar el asunto cuanto antes.
Amir asintió, aunque sin el entusiasmo que solía demostrar cuando su padre le confiaba la defensa de Granada. Al final se vio obligado a poner reparos.
—La subasta, padre..., la muchacha.
El emir puso los ojos en blanco.
—Ya la recuperarás —dijo—. Al fin y al cabo, bajarle los humos a ese Aguirre no te llevará más de tres o cuatro días.
Cuando Amir se despidió con cortesía y se marchó a toda prisa, su padre lo siguió con la mirada un buen rato: había muchos motivos para que emprendiera la marcha con el regimiento cuanto antes.
Abdallah I suspiró. Amaba a su hijo y detestaba lo que se veía obligado a hacer. Llamó a un criado y le ordenó que le trajera una pluma y papel.
Una hora después, Abraham ibn Saúl sostenía un mensaje del emir en la mano.
Ha llegado a mis oídos que has puesto en venta una esclava cristiana.
Por desgracia, la muchacha está causando problemas. Me complacería que su subasta tuviese lugar lo antes posible. Os pido, además, la máxima discreción. Nadie, tampoco ningún miembro de la familia real, ha de saber su paradero.
La esclava Ayesha estaba muy animada y dejó que Beatriz participara de su alegría. El visir había alabado su interpretación al laúd y su belleza con palabras encendidas. Aún no había cerrado el trato con Ibn Saúl, pero era evidente que tenía la intención de comprar a Ayesha y obsequiársela al emir el día de la celebración de su entronización. La muchacha se moría por ingresar en el harén de la Alhambra y conocer a todos los artistas y músicos con los cuales no tardaría en encontrarse. Charlando animadamente, devoraba pastas y bebía los zumos de frutas enfriados con hielo de Sierra Nevada que los criados le habían servido. A Beatriz le resultaba bastante extraño que prácticamente todo el personal estuviera formado por eunucos de aspecto blandengue, cuerpo rechoncho y voz aguda. Pero se comportaban con mucha amabilidad y los pastelitos crujientes de dátiles y miel eran exquisitos.
No obstante, Beatriz se contuvo. Ibn Saúl había dicho que debía aumentar de peso antes de la subasta y no tenía la menor intención de dejarse cebar.
—¿Por eso te enseñaron a hablar en español? ¿Para que puedas hablar con todos los visitantes? —le preguntó con malhumor a Ayesha, interrumpiendo sus ensoñaciones.
No lograba olvidar la mirada voraz del anciano recorriendo con lentitud su cuerpo, sus pechos y sus caderas. A duras penas había logrado reprimir el asco cuando la mirada de Mammar al Khadiz se había clavado en el diminuto trozo de piel de sus tobillos que dejaban ver los pantalones. Había fruncido los labios como si fuera a babear y era como si sus manos dibujaran el contorno de sus muslos y sus pechos en el aire. Beatriz se sentía mancillada, casi como si le hubieran permitido al anciano tocar su cuerpo y recorrerlo con dedos y labios húmedos. ¡En Castilla ningún hombre hubiese osado clavar la mirada en una hidalga de aquel modo! Pero allí ella no era una aristócrata, allí solo era una esclava. ¡Y encima Ibn Saúl había animado al viejo a pujar por ella!
¿Dónde estaba su joven secuestrador? ¿Por qué no acudía para tranquilizarla y quizá pagar el rescate? ¿Por qué no recibía noticias de su padre? La tensión se apoderó de Beatriz, pero no quería estallar en llanto de ninguna manera. Prefería seguir charlando de cosas intrascendentes con su alegre compañera.
Tras su encuentro con el visir, Ayesha se había quitado las joyas, el velo y el maquillaje, y se había soltado el pelo. Satisfecha, devoraba golosinas repantigada en el mullido diván.
Beatriz la contempló con expresión desconfiada: resultaba impensable que una muchacha bien educada de la sociedad castellana se atiborrara de esa manera, entre otras cosas porque el corsé se lo impedía. Tenía que reconocer que, sin el corsé y sus ballenas, estaba mucho más cómoda. El velo resultaba inofensivo y, además, era evidente que solo había que llevarlo en público.
Poco a poco, Beatriz iba dándose cuenta de que, en la intimidad del harén, las mujeres no tenían necesidad de fingir para cumplir las reglas o agradar a los hombres.
Ayesha pareció divertida cuando Beatriz le preguntó acerca de sus conocimientos lingüísticos.
—¡Por Alá, niña! ¿Con qué castellano habría de hablar yo sobre arte y música? ¡La mayoría de los cristianos ni siquiera sabe leer ni escribir! No: aprendemos vuestra lengua porque puede que nos vendan a un señor español. ¡Que Alá proteja a todas mis hermanas de semejante destino!
—¿Es que vuestra mentora vende muchachas en Castilla? —preguntó Beatriz, perpleja, pero recuperando cierta esperanza.
Si de verdad los caballeros españoles compraban esclavas en el mercado de Granada... ¡quizás alguno pujara por ella! Si le decía luego que era una hidalga, una mujer libre, no cabía duda de que la acompañaría a Castilla. Después su padre podría devolverle el doble del precio pagado por ella, si así lo deseaba. Aunque un verdadero caballero rescataría a una mujer sin ánimo de lucro.
Ayesha no tardó en frustrar aquel sueño.
—No, las ventas directas a España son muy poco frecuentes. Puede que se produzcan algunas, pero en ese caso el señor no hace acto de presencia sino que envía a un testaferro sarraceno. A veces envían a muchachas como obsequio, no siempre sin segundas intenciones. Un obispo cristiano que acepta una esclava como regalo se expone a que lo extorsionen. Es un destino atroz para la muchacha, que se ve obligada a vivir oculta y encima como única concubina de un señor que carece de experiencia en los asuntos del amor —dijo Ayesha, y se estremeció.
—¿Y las otras disciplinas? —preguntó Beatriz. Decidió comer un pastelito—. ¿El latín, el griego, leer y escribir? ¿Para qué lo aprendéis?
Le había picado la curiosidad. Las historias de Ayesha impedían que cavilara sobre su propio futuro.
—Bien, de una muchacha de la casa de Khalida se espera una cierta cultura. No solo hemos de ser capaces de entretener a nuestros amos de noche, también hemos de ser una compañía inteligente y cautivadora de día. Ello aumenta nuestras posibilidades de convertirnos algún día en esposas. El año pasado, dos amigas alcanzaron ese honor. Ambas dieron hijos a sus amos, ¡y uno de los niños incluso es el primogénito!
Ayesha parecía alegrarse sinceramente por las dos, aunque ella le otorgaba más importancia a su música que al matrimonio.
—¿Así que el hombre se casa con la esclava si esta se queda embarazada? —preguntó Beatriz—. Pero, entonces, si lo que dices es cierto y el emir tiene más de doscientas mujeres en su harén y pasa la noche con ellas... ¡En teoría todas podrían quedarse embarazadas y acabaría por tener cientos de esposas!
Ayesha soltó una carcajada.
—Nunca se quedan todas embarazadas, porque el amo dispensa sus favores a veces a una y, otras veces, a otra. Las cosas no son como en tierras de cristianos, donde una pobre mujer ha de cargar con todo y encima todos los años lleva un hijo en su seno. Si la esclava se queda embarazada, su hijo se convierte en un miembro reconocido del hogar, recibe una formación y, en caso de ser niña, la casan dignamente. Pero los hijos de las esposas ocupan una posición precedente y desde luego que no hay cientos de esposas, sino, en todo caso, cuatro. Es el número que permite el Corán.
Beatriz reflexionó y a punto estuvo de echarse a reír.
—Cientos de muchachas que intentan ganar cuatro premios. ¡Dios mío! La competencia debe de ser tremenda.
Ayesha asintió con aire grave.
—Sí, en algunos harenes es así, aunque las cosas no son exactamente como tú las describes. Casi ningún hombre tiene cuatro esposas. Mi amo anterior solo tenía una. En general, suelen tener dos. El primer matrimonio lo concierta la familia. El hombre incorpora una mujer de su mismo rango a su hogar a la que no suele haber visto antes. Esa relación puede convertirse en amor, pero no es imprescindible. Si ambos no congenian, más adelante el hombre convierte a una o dos muchachas de su harén en esposas y, si es astuto, escoge a las amigas de la primera. Si no lo hace y ambas mujeres son enemigas a muerte, la envidia puede adoptar formas asesinas. Así que debes tratar de llevarte bien con la esposa de tu amo... y con su madre, en caso de que aún viva y gobierne su harén. —Ayesha se desperezó y bostezó—. Estoy muy cansada, te ruego que no sigas atosigándome con más preguntas, creo que me iré a dormir y tú también debes descansar. Tienes ojeras y la piel llena de arañazos. ¡Todo eso tiene que desaparecer antes de tu gran día! —Se puso de pie y le guiñó un ojo.
«¡La subasta! ¡Mi gran día!», pensó Beatriz, tratando de vencer el temor. Aún quedaba tiempo, todavía podía llegar una carta de su padre... o un mensaje de su raptor. Debería haberle preguntado cómo se llamaba, porque entonces quizás hubiera podido enviarle un mensaje. Por otra parte, no debía darse por vencida. Si él la había olvidado... ¡No, eso era imposible, eso no ocurriría!
Más tarde, acostada en un lecho cubierto de finas pieles y suaves cojines, nuevamente perfumada por Peri y Mariam, que le aplicaron en las heridas un ungüento aromático, se descubrió soñando con él. Volvió a ver sus ojos oscuros de mirada burlona, esa mirada que a veces podía expresar tanta compasión y comprensión, sus pobladas cejas y su alta frente. Asustada, procuró recordar el rostro de Diego, pero no lo logró.
«No temáis... no os dejaré sola.» Consolada por las palabras de despedida del joven, Beatriz se durmió profundamente.
—Hay un pequeño cambio, princesa... —dijo Ibn Saúl, entrando en el harén cuando los eunucos les servían un abundante desayuno a las jóvenes, consistente en fruta, pastas de almendras y pastel de miel. El propósito de Beatriz de no dejarse cebar se desvanecía con rapidez cada vez mayor.
Al notar la presencia del tratante, Ayesha se cubrió la cara con el velo. El día anterior, Beatriz había descubierto que ese fino tejido no era el chador sino la melfa. Las mujeres decentes se cubrían el rostro con la melfa en cuanto aparecía un hombre; lo hacían con un movimiento fluido y natural, sin mirarse en el espejo, desde luego. Beatriz intentó imitarla, pero Ibn Saúl le indicó que no insistiera con un gesto.
—Ante mí no necesitas cubrirte; será mejor que me muestres qué aspecto tienes, mi flor de Castilla —dijo el tratante, y la obligó a alzar la cabeza levantándole el mentón con un dedo. Al parecer, su aspecto lo complació.
—Estás muy bella, flor mía. Has dormido bien, tienes la tez sonrosada, los ojos claros. En cuanto a las pequeñas lesiones... bien, aún disponen de dos días más para cicatrizar. Para entonces, los rasguños del cuerpo seguramente habrán desaparecido. Así que nos limitaremos a cubrirte las piernas...
—A cubrirme las piernas... —dijo Beatriz, perpleja, nuevamente llena de temor.
—En el estrado, rosa mía. Por eso he venido tan temprano. La subasta se ha adelantado. Mañana el emir recibe a dignatarios de toda la comarca. Celebrarán un consejo de ministros y pasado mañana los señores quizás echen un vistazo al mercado, una circunstancia ideal para presentarte. Ya lo verás, harán todo lo posible por hacerse contigo y llevarte a su harén.
—Pero... mi padre... —balbuceó Beatriz, aterrada.
—Hasta ahora no ha dado señales de vida, rosa mía. Pero no pierdas la esperanza, aún le quedan dos días.
Desesperada, Beatriz luchó por contener las lágrimas. Al igual que Ibn Saúl, sabía perfectamente que el mensajero de su padre debiera de haber llegado hacía tiempo, en caso de que Álvaro Aguirre hubiera enviado a alguien. Un buen jinete en un corcel veloz y cambiando varias veces de montura era capaz de recorrer el trayecto entre la frontera y Granada en pocas horas. El rostro de Ibn Saúl lo expresaba con toda claridad: si hasta entonces no había llegado ningún mensajero, lo más probable era que no viniera ninguno.
Al parecer, don Álvaro la había abandonado.
Depositó entonces todas sus esperanzas en el cabecilla de sus captores.
«No te dejaré sola...»
Beatriz trató de no llorar aferrándose a aquellas palabras.
Dedicaron los dos días previos a la subasta de Beatriz a cuidar de su belleza, escoger prendas de vestir, joyas y adornos. El gigantesco eunuco, que por lo visto era el encargado del vestuario, eligió pantalones de la más fina gasa y una túnica transparente de un delicado azul para ella. Con siete velos en distintos tonos de azul le cubrieron la cabeza y el cuerpo.
Al principio, Beatriz se resistió violentamente.
—¡No puedo ponerme eso! ¡Es completamente transparente! ¡Sería como salir a la calle desnuda!
—No saldrás a la calle. Te trasladarán hasta el mercado en litera —le explicó Ayesha, tratando de tranquilizarla—. Además, los velos te cubrirán y en público nadie te verá ni un trocito de piel. El único que ha de admirarte con esa túnica es tu amo, puesto que su fin es realzar tus encantos, no ocultarlos.
Beatriz renunció a volver a explicarle que la mirada de su amo le resultaría tan ajena y lasciva como la de los transeúntes, pero era indudable que la gasa realzaba su belleza: hacía que sus curvas parecieran aún más suaves e incrementaba el encanto de sus movimientos elásticos. Ayesha le había demostrado que los andares se volvían mucho más eróticos si balanceaba las caderas, y Beatriz practicó ante el espejo de cobre, a pesar de que no tenía la menor intención de presentarse ante un posible comprador contoneándose de aquella manera. No obstante, asimiló las enseñanzas de Ayesha con avidez. Las mujeres del harén tenían unos conocimientos infinitamente superiores a los de las piadosas mujeres de Castilla (que le habían enseñado a Beatriz los aspectos más básicos del amor y de la fertilidad) acerca del cuerpo femenino, de las astucias de la seducción y de la alegría que suponía darles placer a otros y dárselo a una misma. Y en efecto: cuando todos los velos le cubrieron el cuerpo, Beatriz iba decentemente ataviada. La subasta sería por la tarde y, desde buena mañana, cuatro doncellas especialmente instruidas se afanaron en convertir a la muchacha en una beldad. El proceso se inició con la habitual ceremonia del baño; después la peinaron, la maquillaron y la vistieron interminablemente. Mientras tanto, en casa de Ibn Saúl el barullo era tremendo. La inquietud y los gritos y las voces masculinas llegaban hasta los aposentos de las mujeres; también en la cocina el ajetreo era descomunal. Una vez más, fue Ayesha quien le explicó el motivo.
—La subasta tendrá lugar aquí. Eres una pequeña sensación, Beatriz. Solo te ofrecerán a los señores de más rango, invitados personalmente por Ibn Saúl. Los hombres que pujarán por ti son los más ricos y poderosos de Granada. ¡Podrías sonreír al menos una vez, sayida!
Beatriz no veía ningún motivo para alegrarse por la ceremonia privada en la que habían convertido su subasta. Al contrario: el único hombre al que confiaba ver seguramente ni siquiera había recibido una invitación. Con toda seguridad, un comandante del ejército sin importancia no era uno de los más ricos y poderosos de Granada.
—Los hombres que... me apresaron, ¿también asistirán a la subasta? —le preguntó a Ibn Saúl desesperada cuando el tratante de esclavas acudió a los aposentos de las mujeres para asegurarse de que los preparativos marcharan viento en popa. Por lo visto, se había vestido ya para la subasta: llevaba pantalones de seda y una preciosa túnica corta de brocado multicolor.
—¿Por qué lo preguntas, mi flor? —Ibn Saúl le acomodó uno de los velos que le cubría los hombros—. ¿Los temes? Entonces los situaré tras una cortina. No puedo prohibirles el acceso, porque, al fin y al cabo, querrán comprobar la suma que pagan por ti.
Beatriz sintió cierto alivio.
—Su comandante... —No supo cómo continuar. En realidad, aquel hombre no le había prometido nada y tal vez solo fuera una tontería pensar que participaría en la puja.
Ibn Saúl asintió.
—Desde luego. Claro que envié una invitación a palacio. No te preocupes, mi rosa de Castilla, todo irá bien. Encontraremos un amo perfecto para ti. Ten paciencia. Si eres lista, en el futuro tus hijos estarán entre los hombres más destacados del emirato. Y ahora daos prisa, las primeras visitas ya han llegado y he de ocuparme de ellas. —El menudo tratante se marchó a toda prisa.
Entretanto, Mariam y Peri se encargaban de los últimos detalles del aspecto de Beatriz. También Ayesha entró en la habitación para desearle suerte.
Beatriz temblaba, a caballo entre el temor y la excitación.
—¿No podrías acompañarme, Ayesha? —susurró—. Todos hablarán de mí y no comprenderé ni una palabra. Podrías traducirme lo que dicen.
—Claro que no —dijo Ayesha, riendo—. ¡Qué ocurrencia! Ibn Saúl jamás permitiría que otra muchacha ocupara el estrado junto a ti. ¡Esta es tu gran salida a escena, Beatriz! Debieras disfrutarla y alegrar esa cara. ¡Por Alá, Beatriz! ¡En Castilla tampoco te habrían preguntado tu opinión si tu padre hubiese decidido casarte con un socio importante! Considéralo un matrimonio concertado y punto.
—¡Tenía un prometido! ¡Tenía un amor! ¡Nunca perteneceré a otro! —chilló Beatriz.
Ayesha hizo un gesto negativo con la mano. Durante los últimos días había escuchado aquella afirmación hasta el hartazgo.
—Pues lo aclaras con tu nuevo amo —dijo—. Y, ahora, ¡buena suerte! Oigo las voces de los criados, parece que el momento ha llegado.
—¿Volveremos a vernos? —le preguntó Beatriz con voz trémula.
Ayesha se encogió de hombros.
—Si es la voluntad de Alá... Quizá tu nuevo amo no te lleve directamente a su casa, tal vez sí. Ya veremos. Y a lo mejor tú también acabas en el harén de la Alhambra. Eres lo bastante hermosa para estar allí. ¡Alá te bendiga!
Ayesha la abrazó y le besó la mejilla, procurando no arrugar los velos ni emborronar el maquillaje. Luego se marchó.
Beatriz nunca se había sentido tan sola.
No obstante, no dispuso de mucho tiempo para lamentarse de su destino: Ayesha no se había equivocado y, un momento después, entraron dos eunucos, se inclinaron respetuosamente ante Beatriz y la condujeron por el pasillo que daba al salón y al jardín de Ibn Saúl. Una vez allí, le indicaron que montara en una litera cubierta de velos. En el jardín resonaban voces, risas y el ruido de sillas. Uno de los eunucos cubrió la entrada a la litera con una fina gasa e, inmediatamente después, Beatriz notó que la alzaban. Los eunucos la trasladaron hasta la sala de visitas abierta al jardín y, a través del velo, comprobó que la dejaban en un estrado. Habían dispuesto mesas y sillas. Por lo visto Ibn Saúl había pedido que sirvieran bebida y comida a sus huéspedes.
Las conversaciones de los hombres cesaron; todos clavaron la mirada en la litera en la que Ibn Saúl presentaba su mercancía.
Impulsada por el temor, la excitación y la cólera reprimida, Beatriz desgarró un velo. Verse obligada a permanecer allí, como un obsequio empaquetado, mientras Ibn Saúl pronunciaba un discurso de presentación, era frustrante.
Hablaba en árabe, claro está, y Beatriz no comprendió ni una palabra, pero descorrieron los velos que la ocultaban y el jardín atestado de hombres de todas las edades se abrió ante Beatriz; el resplandor del sol la deslumbró.
Ibn Saúl siguió hablando mientras se acercaba a la litera, le ofrecía el brazo con gesto galante y le indicaba que bajara y tomara asiento en un diván dispuesto en el centro del estrado.
Beatriz sabía que, dada su condición de pudorosa muchacha castellana, debía mantener la vista baja. Estaba decidida a no hacer el menor gesto que facilitara el propósito de Ibn Saúl. Por otra parte se moría de ganas de ver si su raptor se encontraba entre los presentes, así que alzó los ojos con disimulo. Al ver el brillo de sus pupilas azules, los hombres reaccionaron con exclamaciones de admiración y notaron su mirada inocente y temerosa, como el mar en un día lluvioso...
Ibn Saúl comentó su salida a escena con un torrente de palabras y, entonces, aterrada, Beatriz comprobó que quien tenía justo enfrente era Mammar al Khadiz, y que el anciano se alegraba manifiestamente de que lo reconociera y la saludaba con la cabeza, sonriendo de oreja a oreja. Beatriz echaba chispas por los ojos. ¿Dónde estaba su secuestrador, por el amor de Dios?
Mientras procuraba recorrer el jardín con la vista sin que nadie lo notara, Ibn Saúl se le acercó y, con un gesto rápido, le quitó el primer velo de la cabeza. Beatriz dio un respingo y retrocedió, pero no se inquietó demasiado. Aún seguía decentemente cubierta. Lo único que había quedado a la vista eran sus manos delicadas y gráciles y las babuchas de seda azul que llevaba en los pies.
Sin embargo, los hombres ya parecían embriagados de ver sus tobillos. Al Khadiz se humedeció los labios, luego alzó la mano y dijo algo.
Al parecer, se trataba de la primera puja.
Una voz más joven surgió del fondo del jardín y pasó al contraataque.
Beatriz olvidó su recato y trató de ver quién había hablado: conocía esa voz y, esperanzada, dirigió la vista hacia una mesita del rincón más alejado del jardín, ocupada por un único hombre, que, al parecer, tomaba sorbos de una infusión con aire bastante indiferente.
No: ese no era el que buscaba; sin embargo, era un rostro conocido: el de Hammad. Beatriz ya no comprendía nada, porque era obvio que el joven no le tenía mucho aprecio, así que, ¿por qué pretendía pujar por ella?
Ibn Saúl sonrió. Resultaba obvio que no se tomaba en serio esas primeras ofertas. Tras echar un breve vistazo a su alrededor, tiró del velo azul oscuro que le cubría los hombros a Beatriz. Se soltó de inmediato, como aflojado por la mano de un fantasma. La joven se imaginó lo peor: ¿acaso el hombre quería desnudarla poco a poco? ¿Retirar un velo tras otro para incitar más y más la lascivia de los hombres? La eliminación del segundo velo dejaba adivinar sus curvas y también la punta de un rizo dorado rojizo. Los hombres soltaron un gemido.
Entonces las cosas no se limitaron a una segunda oferta de Al Khadiz. Tres o cuatro hombres pujaron por sumas más elevadas. Hammad aumentó la oferta en tono indiferente y Beatriz se preguntó si quizás actuaba como hombre de paja. Tal vez su sarraceno no podía estar presente por algún motivo y había enviado a su amigo. Le lanzó una mirada esperanzada e interrogante, pero el joven no reaccionó.
Ibn Saúl pronunció unas palabras de desaprobación: era evidente que las ofertas aún no alcanzaban la cifra deseada. Haciendo un amplio ademán, acarició la cabeza de Beatriz y le quitó otro velo.
La muchacha se estremeció. Era muy consciente de que sus pechos se veían bajo las finas capas de gasa y seda, y se ruborizó, aunque nadie lo notó debido a los velos que aún le cubrían el rostro. El rubor le cubrió también el cuello y el escote.
La cara de Ibn Saúl también enrojeció por la excitación. Intercambió unas palabras con un hombre más joven sentado a su lado que hasta ese momento no había participado en la puja.
Las ofertas se sucedieron con rapidez e Ibn Saúl pareció recuperar la calma.
—¡Vamos, ponte de pie, rosa mía! —dijo, y le tendió la mano. Confusa, se puso de pie y, un instante después, dio otro respingo cuando Ibn Saúl le quitó el velo que le cubría las caderas, revelando sus piernas bien proporcionadas, los muslos blancos realzados por los finísimos pantalones, cuyo tejido los envolvía seductoramente. Beatriz trató de encogerse y cubrirse con el último velo, pero al hacerlo dejó al descubierto la delgada túnica de gasa que apenas le ocultaba los pechos. Los miembros del público estallaron en aplausos, soltaron silbidos... y aumentaron el precio de la oferta. Beatriz estaba a punto de echarse a llorar de vergüenza.
Aquello preocupó a Ibn Saúl. ¡Tenía que hacer algo!
El astuto tratante dirigió unas palabras a sus huéspedes y pasó a hablar en español.
—Como veréis, señores, se trata de una virgen pudorosa. Pero me han dicho que es mucho más experta en las artes del amor de lo que pudiera parecer...
Beatriz se volvió hacia él presa de la indignación, y entonces el tratante le quitó el primero de los velos que le cubría la cara. Los hombres sentados a las mesas vieron las chispas de ira de sus ojos azules, el expresivo y sonrosado rostro, los labios trémulos... y cuando la muchacha se incorporó iracunda cayó el último velo que ocultaba su preciosa figura de las miradas.
Los rasgos de la joven expresaron una mezcla de vergüenza, ira y temor. El color de sus pupilas parecía cambiar del azul oscuro al negro, pasando por el aguamarina.
Hammad sonrió con descaro e hizo otra oferta. Beatriz habría querido gritar de rabia porque adivinó el motivo de la presencia de Hammad. ¡Quería hacer subir el precio!
Beatriz lo fulminó con una brillante mirada azul marino.
Al principio los hombres instalados en el patio aplaudieron, pero cuando resonaron nuevas ofertas guardaron silencio. El número de pujas se redujo, pero todos las aguardaban en tensión: al parecer, las sumas hacían brotar el sudor en la frente de los ricos reunidos en el jardín. En todo caso, Al Khadiz, sudoroso, tenía el rostro enrojecido y se retorcía las manos. Sin embargo, hizo otra oferta, que fue inmediatamente superada por la de Hammad. Al Khadiz ocultó el rostro entre las manos; al parecer, había alcanzado su límite. Beatriz sintió cierto alivio: al menos se ahorraría la obligación de compartir el lecho con aquel hombre. El resto de los interesados estaban sentados en el centro del patio; Beatriz no lograba verles la cara, pero parecían más jóvenes que el anciano, aunque uno era muy obeso.
Fue este quien hizo la siguiente puja, y entonces las cosas se pusieron serias. Ibn Saúl repitió la suma dos veces y se dispuso a repetirla por tercera vez. Beatriz temblaba como una hoja.
Hammad alzó la mano con gesto vacilante e Ibn Saúl reaccionó con expresión exaltada.
Al Khadiz no logró dominarse y su mano se alzó como movida por hilos invisibles; en voz baja y tartamudeando, hizo su oferta, e ibn Saúl la repitió en voz alta.
—A la una... a las dos...
El hombre sentado junto al gordo inclinó la cabeza y ofreció otra suma aún más elevada.
Al Khadiz se desplomó encima de la mesa. Estaba derrotado, al parecer la última oferta casi lo había arruinado. También Hammad sacudió la cabeza, pesaroso: el hombre debía de haber ofrecido una fortuna.
Ibn Saúl parecía estar seguro de que aquel era el precio final y se apresuró a repetir las mismas palabras.
—A la una...
En el último instante, alguien lo interrumpió.
El hombre sentado junto a Al Khadiz alzó la mano con gesto displicente.
Ibn Saúl se quedó boquiabierto y contempló a Beatriz con expresión atónita, incapaz de concebir la suma que el hombre ofrecía por una única muchacha de cabello rubio rojizo.
—¡Ha... ha duplicado la última oferta! —susurró.
Como en trance, Beatriz notó que ambos eunucos volvían a meterla en la litera y la dejaban a cargo de Peri y de Mariam, que debían encargarse de que se cambiara de ropa y se preparara para emprender el viaje con su nuevo amo.
Le dijeron que se llamaba Ahmed ibn Baht, que era un muy acaudalado comerciante de Al Mariya, pero por lo visto también poseía una casa en Granada, puesto que Beatriz debía mudarse a su nuevo harén ese mismo día.
En un primer momento, Beatriz estaba como aturdida, pero cuando las doncellas volvieron a maquillarla y perfumarla se sintió invadida por la cólera.
¡Vendida! ¡Subastada como un caballo de las cuadras de su padre! ¿Dónde estaba Álvaro Aguirre? ¿Y dónde el traicionero sarraceno que la había animado con bellas palabras y después la había dejado en la estacada? ¡Ahora comprendía cuál había sido su propósito! ¡Que se quedara tranquila, que confiara sintiéndose a salvo con el fin de que se dejara arrastrar al matadero sin resistirse en vez de chillar y montar un número en el estrado! ¡Y encima su amigo había hecho subir el precio y luego había tenido el descaro de guiñarle el ojo con expresión compasiva!
¡Pero no le proporcionaría placer a Ahmed ibn Baht! Antes que permitir que la deshonrara le arrancaría los ojos. Permanecería fiel a Diego hasta la muerte; moriría como una mártir por su amor, erguida, sin temor... Beatriz Aguirre estalló en sollozos.