10

MIENTRAS BEATRIZ descansaba y amamantaba a su hijo, Susana realizó la primera excursión por los jardines y los patios interiores del harén. Cuando regresó, se deshizo en alabanzas.

—¡Debéis verlos, señora! Esos jardines, ese aroma... Las fuentes son una maravilla. A veces es como pasear junto a frescos arroyos que de pronto se convierten en cascadas y se derraman por encima de las piedras multicolores con un sonido incomparablemente melodioso. ¡Y vos os quedáis aquí sentada, sumida en la tristeza! Se diría casi que lloráis a vuestro antiguo amo.

Beatriz no pudo menos que echarse a reír.

—Pues no, Susana, pero me inquieta el nuevo. ¿Cuándo acudirá y me exigirá unos servicios que no quiero prestar? No quisiera darle ánimos de ninguna manera.

—¡Estáis loca! Puede que con el viejo Mammar vuestras artimañas tuvieran bastante éxito, ¡pero este es el emir! No podríais ascender más, a menos que os regalara al rey de Castilla; pero yo no contaría con ello. Y en cuanto a animarlo, ¡echad un vistazo al espejo! ¡Os veréis obligada a arrancaros la piel del rostro si pretendéis evitar que un hombre os desee! —Susana escogió con energía una túnica azul marino para Beatriz—. Vamos, poneos esto y mirad a vuestro alrededor. ¡Quizá después os sintáis un poco agradecida de que el emir os eligiese!

Beatriz lo ponía en duda, pero dejó que Susana la ayudara a ponerse la túnica y unos pantalones de finísima tela turquesa. Susana tenía razón: encerrarse era infantil.

Presa de la curiosidad, abandonó sus lujosos aposentos y deambuló por los pasillos y las habitaciones del harén. En las salas de estar, las otras muchachas la miraban, desconfiadas y curiosas. Beatriz mantuvo la vista baja: de momento no quería hablar con nadie, necesitaba tranquilidad y aire fresco. Era la hora del día en que el calor estival disminuía sin dar paso aún al frescor nocturno; durante el ocaso, cuando las sombras se alargaban, el calor húmedo y agobiante de agosto en Granada perdía intensidad y las fuentes proporcionaban sosiego. Beatriz dejó atrás las zonas habitadas del harén y descubrió un jardín en el que crecían viejos y frondosos árboles y arbustos floridos que daban sombra. El alargado estanque situado en su centro también estaba lleno de verdor, los nenúfares flotaban en las oscuras aguas y una fuente de azulejos lo alimentaba con el chorrito que manaba de una gran caracola de piedra.

—Soñaba con encontrarme contigo por primera vez en este lugar.

Asustada, Beatriz se volvió. El emir estaba de pie en el umbral del jardín secreto, con la esbelta figura discretamente vestida de blanco.

—Antes de que llegarais, este era un sitio umbrío: solo el sol matutino superaba los setos y los árboles. El resplandor de vuestra belleza, sin embargo, hace que las flores resplandezcan más todavía de lo que podrían hacerlas brillar las estrellas.

Beatriz buscó una salida; pasear sola por los jardines había sido una imprudencia. Si se abalanzaba sobre ella en aquel lugar, nadie la oiría. Por otra parte, nadie le prestaría ayuda en ningún caso. Aquel zalamero era su amo, su dueño. Estuviera donde estuviera, su honor dependía de la misericordia del emir.

Intentó controlarse y lo miró. Tal vez se le ocurriera una réplica dura que lo ofendiera y apagara su fervor. Vio entonces que los ojos de Amir no expresaban codicia, solo admiración e incluso cierta compasión.

—¡No me mires como una fiera acorralada, Beatriz! Es verdad que he salido a tu encuentro, pero no quería acorralarte.

—¿Decís que me habéis buscado? —preguntó ella, cortante—. ¿Dónde estabais cuando me vendieron y quedé en manos de un viejo lascivo? Aún oigo vuestra voz halagüeña cuando me dijisteis que no tuviera miedo, que no me dejaríais sola. Luego, cuando las cosas se pusieron feas, os limitasteis a enviar a vuestro compinche y ni siquiera le disteis el suficiente dinero para pujar con éxito. ¿Acaso creíais que os saldría mucho más barata, mi amo y señor? —le espetó Beatriz.

Amir negó con la cabeza, abochornado.

—Habría dado todo el dinero del mundo por ti, mi sol de las mañanas; también mi reino y mi vida. Pero lo ignoraba todo sobre esa infame subasta: creí que disponía de más tiempo y estaba en el extranjero.

—¿Para masacrar a un mayor número de mis amigos y parientes?

Amir bajó la vista. ¿Estaba al corriente de la suerte corrida por su padre?

—Beatriz... —El joven emir se le aproximó con actitud casi suplicante. Solo le rozó el hombro, pero ella retrocedió como si la hubiese golpeado. Amir suspiró e intentó infundir todo el amor y la convicción que sentía a sus palabras—. ¡Relájate, Beatriz! No te haré nada. Si tú no lo deseas, ni siquiera te tocaré; pero te ruego que tomes asiento y me escuches. —Le indicó un par de bancos de piedra ocultos tras un bosquecillo de mimosas y buganvillas.

De pronto, Beatriz se sintió débil: no quería enfrentarse a otra lucha, a otra seducción de la que no podía escapar y, sin protestar, se dejó caer en uno de los bancos. Amir se sentó a sus pies.

Con palabras suaves le habló de la petición de su padre, sin mencionar el papel de Álvaro Aguirre en el asunto. Le contó secretos e intrigas: había descubierto que Ibn Saúl organizó la subasta por deseo de un poder más elevado, sospechaba que del antiguo emir, pero que ya era demasiado tarde para los reproches y las preguntas. Además, en caso de que hubiera sido él el culpable, solo había actuado impulsado por el amor y la preocupación por su hijo y su tierra, porque era imposible que supiera cuán abrasador era el fuego que consumía a Amir.

—Créeme, sol de mis mañanas. Cuando te perdí vagué en la oscuridad, te busqué por todo mi reino; la inquietud por ti me impedía conciliar el sueño y la culpa me corroía —dijo, poniendo fin a su relato—. ¡Claro que pensaste que te había traicionado! Eso es algo que ha supuesto una tortura permanente para mí, porque mi mayor deseo es que pienses en mí con amor y amistad. —Trató de cogerle la mano y ella la apartó bruscamente.

—Podéis lograrlo en un solo día —le respondió con frialdad—. Enviadnos a mí y a mi hijo a Castilla. Quizá no tengáis mi amor, pero tendréis mi eterno agradecimiento.

Amir sacudió la cabeza.

—Si ese es tu auténtico deseo, te lo concederé; pero vuelve a reflexionar al respecto, Beatriz. Puede que hace un año me lo hubieses agradecido, pero hoy acabarías por maldecirme pasados unos días. Tómate tu tiempo y respóndeme a una pregunta, Beatriz: ¿qué futuro le aguardaría a tu hijo en Castilla?

Beatriz tenía el corazón desbocado. Si Amir hablaba en serio, al día siguiente podría estar camino de su casa y, al cabo de dos, abrazar a su padre. ¿Cómo los recibiría, sin embargo, a ella y a su bastardo? Porque así llamarían a Alí... a Álvaro. ¿Acaso su padre querría que aquel hijo llevara su nombre? Tal vez pudiera mentir y afirmar que Alí era hijo de Diego, pero, aun así, sería considerado ilegítimo. Diego tenía hermanos, que ahora seguramente ocupaban su puesto, un puesto al que no renunciarían en favor de un bastardo de origen incierto. No podía albergar esperanzas. Beatriz se sintió derrotada. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas ardientes y cualquier intento por reprimirlas fue inútil. Amir se dispuso a secárselas con delicadeza, pero ella le apartó la mano y el joven emir desistió.

—Tranquilízate, sol mío, tranquilízate. ¿No has oído lo que te he prometido? No te tocaré si no lo deseas. Cálmate: tu pena incluso marchita las plantas.

Amir cortó una rama de la mimosa bajo la cual estaban sentados y le acarició con ella la mano. En efecto: las hojas se encogieron al entrar en contacto con su piel.

Beatriz sonrió entre lágrimas, y Amir no dejó de acariciarla con la rama florida. Le rozó el dorso de la mano, empujó la manga de su vestido hacia arriba y Beatriz notó las delicadas hojitas que recorrían las venas azules de su antebrazo como un suspiro. Su piel reaccionó y el vello se le erizó mientras Amir la provocaba con las diminutas hojas de la mimosa. La sangre palpitaba en sus venas y él imitó el ritmo de la pulsación con la ramita.

—Al igual que la flor ansía el sol —le susurró—, mi alma te anhela.

Con la rama apartó el vestido del cuello de Beatriz, le rozó la delgada piel de la clavícula, le acarició la garganta y se burló de ella cuando tragó saliva.

Las delicadísimas caricias la hicieron estremecer. Su piel las ansiaba. Las delicadas venas del cuello le palpitaban y era como si las hojas de la mimosa se irguieran al calor de la piel de su mentón.

—Mira cómo llenas de vida las flores —musitó Amir—. Anhelan alimento y tú se lo proporcionas en abundancia.

La diminuta varita mágica recorrió sus pechos y las hojas frescas le acariciaron los pezones duros, de color rojo oscuro como una promesa de madurez.

Amir cogió una flor de buganvilla y dejó caer los pétalos en los blancos pechos de Beatriz, que se estremeció con la caricia de las hojas frescas en su piel ardiente y el recorrido de la ramita de mimosa por su cuerpo. Amir retiró las hojas de la flor, la piel de Beatriz recuperó su blancura inmaculada y ella gimió de placer.

La respiración de Amir también se aceleró, pero no rompió su promesa ni una sola vez cuando empezó a bajarle los pantalones con la rama. Solo un jadeo ahogado delató la excitación que sentía al contemplar la abrasadora promesa oculta en su pubis cuidadosamente depilado. Cuando empezó a acariciárselo, Beatriz se apartó instintivamente, lo que bastó para que él cejara en su empeño y depositara la rama en el cuerpo de Beatriz como una ofrenda en el altar del placer.

—Por favor, sol de mis mañanas —suplicó el emir con voz ronca—, deja que mi mano reciba una flor de la tuya.

Con dedos temblorosos, Beatriz arrancó una flor de buganvilla y se la puso en la mano morena. Aquellas manos que hasta entonces había imaginado duras y violentas cogieron la flor con mucha delicadeza. Amir se la llevó a los labios, besó los pétalos que ella había tocado, los lamió e introdujo la lengua en el cáliz como si quisiera beber el néctar de la flor.

Ella lo observaba, temblorosa. Creyó sentir aquellos labios y aquella lengua en su propia flor secreta, roja y ardiente; notó que florecía, húmeda e hinchada. Cuando Amir volvió a besar los pétalos y se los acercó, Beatriz se estremeció y sollozó de placer cuando una flor entró en contacto con la otra. Solo fue un breve beso de los pétalos rosados, pero Beatriz alcanzó la cima del placer envuelta en un estallido de flores rojas, bañada en el aroma de la buganvilla.

Amir la observaba con una sonrisa cariñosa y, al igual que antes, solo su respiración acelerada, el palpitar agitado de las venas de su cuello y el brillo de sus ojos revelaban su excitación. Cuando la joven recuperó el aliento y pudo volver a mirarlo, él volvió a llevarse la flor a los labios, agradecido, y le hizo una reverencia.

—Para mí ha sido una alegría poder servirte —dijo galante—. Confío en haberte llevado a unas orillas mucho más apetecibles que los muros de un castillo castellano.

Beatriz intentaba todavía recuperar el aliento, pero estaba lejos de darse por vencida.

—¿Y vos? ¿Qué haréis para calmar vuestra excitación? ¿Quién es la elegida? ¿Una odalisca experta o una niña de cuya inocencia podáis disfrutar?

Ofendido, Amir negó con la cabeza.

—Si por la mañana no saliera el sol, señora, ¿acaso crees que me conformaría con una lamparita de aceite? Si estuviera sediento de vino, ¿crees que el agua saciaría mi sed? No: prefiero aguardar a que salga el sol o cuidar de mis viñedos. Te quiero a ti, Beatriz. Mi dolor se mitigará solo cuando me pertenezcas. Mientras tanto, lo soportaré con dignidad. —El emir se puso de pie—. Está oscureciendo, sol mío. Permite que te indique el camino a casa. Espero haber disipado algunos de tus temores. Quiero que te sientas segura en tus nuevos aposentos.

Beatriz se arregló la túnica; el corazón aún le latía como un caballo desbocado.

Sí, él había disipado un par de temores y despertado en ella otros nuevos. Las palabras halagüeñas, la astucia demostrada con la rama de mimosa... ¡Qué cerca había estado de ceder a sus deseos! Pero eso no ocurriría. Tal vez no pudiera regresar a Castilla, pero tampoco rompería la promesa hecha a Diego. Nunca amaría a otro; lo que acababa de suceder solo era producto de la voluptuosidad.

Con una sonrisa tierna, Amir observó que recogía la flor de buganvilla y se la escondía en la manga.

En sus aposentos la aguardaba una sorpresa: su amiga Ayesha estaba tendida en los cojines comiendo pastelitos, charlando con Susana y haciéndole cosquillas al pequeño Álvaro, que, gorjeando alegremente, estaba acostado en el suelo entre ambas mujeres.

Beatriz abrazó a la intérprete de laúd con verdadera alegría por el reencuentro, aunque la carcomía algo que casi parecían celos. ¿Acaso Amir también había mimado a Ayesha en el jardín? Pero... un momento, ¿no habían comprado a su amiga para el harén del viejo emir?

—¡Tienes buen aspecto, umm Alí! —En boca de la odalisca, el tratamiento honorífico parecía una burla—. ¿Qué había dicho yo? ¡Al final también tú has acabado en el harén del emir!

—Al igual que tú —repuso Beatriz—. Primero el padre y después el hijo.

Ayesha rio.

—¿Estás celosa? ¡Oh, Beatriz! Al parecer los deseos del emir no tardarán en cumplirse. No, no te preocupes: ni el viejo emir ni el joven demostraron interés por mí como compañera de cama. En el caso del último, por desgracia. Aunque... —Se interrumpió—. En todo caso, me han apreciado como intérprete de laúd tanto el viejo emir como el joven, y también Zarah, la noble señora de este harén. Mi posición aquí está asegurada en todos los aspectos.

Beatriz hizo caso omiso de aquello, pero se sintió tranquilizada.

—Yo también toco mejor el laúd. ¿No crees que también podría ocupar un puesto como intérprete? Si pudiera asegurarme un puesto así y criar a mi hijo...

Ayesha puso los ojos en blanco.

—Ya hace casi un año que vives en el harén y sigues albergando sueños estúpidos —la reprendió—. ¿De verdad crees que le permitirían a una intérprete de laúd criar al hijo de otro en el harén del emir? Por otra parte, en el islam el niño pertenece a la madre hasta que cumple los cuatro años; después el padre puede exigir que se lo entregue. Algo que Mammar al Khadiz hará, no te quepa duda. ¡Si quieres conservar a tu hijo más tiempo, será mejor que cuides tu relación con el emir!

Beatriz suspiró y Ayesha le dio unas palmaditas para consolarla. Luego cambió de tema.

—Y, ahora, cuenta: hace una hora han visto al emir camino del patio de los nenúfares. Y, un rato antes, a ti. ¿Qué habéis hecho? ¿Coger flores?

Beatriz se rio. Ayesha no sabía lo cerca que estaba de la verdad. Por fin le contó una versión resumida, sin poder evitar mencionar con orgullo la promesa de lealtad del emir.

Ayesha volvió a reír.

—¡Ay niña, niña! ¡Aún crees en las promesas de los hombres! ¿Cuántos te han engañado ya, pequeña?

—¡Lo ha dicho en serio! —insistió Beatriz con tozudez.

Ayesha asintió con fingida seriedad.

—Mientras pronuncian las palabras siempre hablan en serio. Ese es el truco. Por lo demás, puede que de momento nuestro amado amo y señor no sienta interés por otra concubina que no seas tú. Pero Zarah, nuestra amada ama y señora, acaba de reclamar su presencia en sus aposentos. Y créeme: esa no coge flores.

La culpa volvía a corroer a Amir por no haberle dicho toda la verdad a Beatriz. Sí: ella era la única por la que se consumía de pasión hacía semanas. Cuando estaba en su sano juicio, no sentía el menor deseo por otra mujer.

Pero Zarah era una mujer capaz de hacerle perder el juicio y, aún más: se apoderaba de su fuero interno y lo convertía en una víctima jadeante de su propio deseo. Hasta entonces Amir nunca había logrado resistirse a ella, por más que ansiaba librarse de su oscura voluptuosidad. Si Beatriz era el sol de la mañana, Zarah era las sombras tenebrosas de la luna: sombras de deseo al borde del precipicio.

Amir no quería visitarla, pero sus deseos eran órdenes y, si no acudía, la próxima vez lo torturaría con crueldad aún mayor y, encima, urdiría intrigas que harían peligrar su posición en Granada.

Zarah era de la familia de los Abencerrajes, una de las más poderosas del emirato. Poseían fincas y tierras por toda Granada y generaban temor y dependencia entre sus campesinos, aparte de ser diestros manipuladores y agitadores. Bastaba con que Zarah enviara una carta a sus familiares para que el ánimo reinante en el emirato cambiara peligrosamente. Antes de enfrentarse, Amir se lo pensaría dos veces... aunque ya se había atrevido quitándole la esclava Beatriz a su visir.

Así que penetró en los aposentos de Zarah presa de la incertidumbre y se sumergió en un ámbito de cojines, pesados aromas e inescrutables secretos, donde cofrecillos de ébano ocultaban juguetes y tinturas que desposeían a un hombre de su voluntad e incluso podían quebrar su lanza con una mezcla de ansia y satisfacción, dulzura insoportable y dolor atroz...

Con expresión peligrosamente sosegada, Zarah, sentada en su diván fumando su pipa de opio, no invitó a Amir a tomar asiento, como si fuera un peticionario.

—¿Así que ella está aquí? —le preguntó indiferente; su voz era profunda y aterciopelada como el ronroneo de un tigre.

—Sí, está aquí, y te aseguro que no supone un peligro para tu posición.

Amir prefería zanjar el asunto con rapidez, pero fue inútil. Zarah se arrellanó y empezó a acariciarse los pechos con lascivia. Llevaba una túnica holgada de color rojo sangre, pero se la apretaba contra el cuerpo para destacar sus senos turgentes. Los pezones se le endurecieron de inmediato y parecían a punto de perforar la fina tela.

Amir procuró desviar la mirada.

—Hoy quería rogarte eso precisamente, amado mío —musitó ella con fingida humildad.

En realidad, Zarah no era bella sino de huesos grandes, caderas fuertes y piernas musculosas como columnas. Tenía los pechos grandes pero firmes y unos rasgos aristocráticos; sin embargo, sus ojos enormes parecían húmedos, al menos cuando deseaba hacer el amor, porque si quería guerra, aquellos carbones encendidos se convertían en hielo negro, crispaba los labios carnosos y las palabras moduladas de princesa se transformaban en un rugido de tigre.

—Me arrodillo ante ti, amado mío... —dijo Zarah, arrodillándose ante Amir y abrazándole las piernas, al principio con firmeza para impedir que escapara, después acariciando y hundiendo los dedos en sus muslos.

Amir no logró impedir que el deseo se apoderara de él. Como una gata juguetona, le desgarró los finos pantalones de hilo con los dientes.

—¡Oh! Tendremos que llamar a un eunuco para que te traiga otros —dijo, con una risita—. ¿O prefieres merodear por los aposentos de tu pequeña esclava con mis pantalones perfumados?

—No, Zarah... ¡Basta ya!

Zarah le metió la cabeza entre las piernas y su cabellera negra acarició el sexo de Amir al tiempo que le cubría los muslos de besos y mordisquitos.

Amir notó que su miembro viril se endurecía, la agarró del pelo y trató de apartarla. El roce de sus espesos rizos lo excitó aún más y ella restregó las mejillas contra su mano como una gatita, le chupó un dedo y siguió frotándose contra su entrepierna.

Amir abandonó la lucha, ya solo ansiaba sentir los labios de ella y derramarse en su boca... o más bien, deseaba que los labios fueron otros, más suaves y tiernos. Quería aspirar el aroma de melocotón de Beatriz, no dejarse aturdir por el pesado perfume de rosas y almizcle de Zarah. Cerró los ojos y evocó la imagen de una cabellera roja y dorada, de unos ojos azules como el mar, y soñó que estaba con Beatriz, no con Zarah. Tal vez no fuera una traición si en la cima del éxtasis la llamaba, susurraba su nombre...

Zarah se apartó de pronto y, en vez de proporcionarle desahogo, se tendió en los cojines con las piernas abiertas, desperezándose con lascivia.

—¿Qué habéis dicho, señor? ¿Que me detenga? Desde luego, vuestros deseos son órdenes para mí. —Con una provocativa sonrisa empezó a acariciarse.

Amir gimió cuando Zarah alcanzó el clímax con un quejido. Ciego de excitación, se abalanzó sobre ella e intentó dominarla. Haciendo caso omiso de su fingida resistencia, embistió con furia. Ella no dejaba de morderlo y arañarlo en lugares muy calculados que solo aumentaban la pasión de Amir. Para Zarah, el amor siempre era un combate y solo hallaba satisfacción en la victoria.

Así que aprovechó un instante de debilidad cuando por fin él se desplomó sobre ella. Lo obligó a tenderse boca arriba, lo montó, le sujetó las manos con un pañuelo de seda y comenzó a excitarlo nuevamente. Amir se entregó, permitió que acariciara y mordiera su entrepierna, que se la untara de tintura de opio y se la retirara con la lengua al tiempo que con su aroma lo volvía loco. Cuando su miembro viril volvió a endurecerse, corcoveó, tratando de incorporarse, pero ella se lo impidió y lo mantuvo en el umbral del éxtasis hasta que gritó suplicando alivio.

—¿Así que eres capaz de suplicar, mi señor? ¡Entonces di que me amas! ¡Di que soy la única, que renuncias a todas las demás, para siempre!

Amir quería negarse, quería recurrir a todas sus fuerzas para quitársela de encima; pero su cuerpo se había entregado hacía rato. Invadido por la furia y el asco, se oyó murmurar palabras de amor que para Beatriz eran una traición. Se oyó suplicar y sintió que todo su cuerpo gemía el nombre de Zarah.

Finalmente, ella optó por mostrase clemente y, con gesto triunfal, volvió a montarlo con ferocidad. De sus labios húmedos y entreabiertos surgió la carcajada enloquecida de la victoria.

No, en la cima del éxtasis Amir no pronunció el nombre de Beatriz. No anhelaba su cuerpo blanco. Zarah lo había dominado y esa noche le pertenecía a ella en cuerpo y alma.

De madrugada, agotado y corroído por la culpa, se tambaleó hasta sus propios aposentos. Su odio por sí mismo estaba mezclado con el temor. Zarah no solo era una experta en las artes más lúbricas de la noche, su maestro también debía haberle transmitido otros saberes. La inquietud por Beatriz lo hizo temblar. ¿Cómo iba a mantener a Zarah alejada de ella? ¿Cómo iba a impedir que le hiciera daño? ¿Acaso los poderes de la bruja podrían arrastrar a esa hija del sol al precipicio?

—¿No crees que eso es un poco exagerado? —preguntó Beatriz en un tono mezcla de enfado y perplejidad cuando una pequeña y humilde sirvienta insistió en probar cada bocado de los platos que le servían.

La muchacha hizo una profunda reverencia.

—Es una orden de nuestro amo. Quiere protegeros de cualquier peligro.

—Sería mejor que el emir cumpliera con lo prometido. ¡A mí no me impresionan semejantes jueguecitos! ¿Quién querría envenenarme? —dijo Beatriz, y cogió una de las frutas escarchadas consideradas seguras.

—No te tomes el asunto demasiado a la ligera —la advirtió Ayesha.

Ambas amigas se habían reunido en los aposentos de Beatriz para tocar el laúd y se recuperaban de la hora de clase tomando un refresco. Ayesha era una profesora mucho más severa que Fátima, y a Beatriz le dolían los dedos.

—El emir sabrá por qué lo hace. Nadie lo sabe con exactitud, pero corren rumores muy feos sobre Zarah, su primera esposa. Dicen que su madre era una bruja que le enseñó todas las artes de la seducción, pero también a asesinar y manipular. No quiero saber nada de todo eso y, además, no me incumbe. Pero, de vez en cuando, en las ocasiones en que toqué durante uno de los banquetes del emir y regresé tarde por la noche, vi salir a muchachas jóvenes o a eunucos de las habitaciones de Zarah como perros apaleados, y también oí risas y gritos. Esa Zarah tiene secretos y, si se sintiera amenazada por ti... —Ayesha no terminó la frase.

—Yo no supongo una amenaza para ella. No quiero a su Amir. Ella parece dominarlo por completo, puesto que se arrastra hasta sus aposentos en cuanto lo manda llamar, justo después de susurrarme a mí las palabras más dulces. Que se lo quede —dijo Beatriz con frialdad. Tenía un remolino de pensamientos en la cabeza, sin embargo. Una bruja, experta en las artes más tenebrosas del harén, capaz de dominar a los hombres. ¿Acaso la traición de Amir del día anterior era un pecado venial? Y si ella, Beatriz, realmente se lo proponía, ¿lograría vencer a la hechicera? Su mirada adquirió un brillo malicioso—. ¿Por qué se casa un emir con una bruja? —preguntó con indiferencia.

Ayesha sonrió. Al parecer, Beatriz se había tragado el anzuelo.

—Es un matrimonio dinástico. El primer matrimonio de los nobles granadinos es de conveniencia, como ya te he explicado, así que resulta complicado deshacer el vínculo si el hombre no es feliz.

—¿Ella no lo colma de felicidad? Creía que moría de éxtasis en su cama —comentó Beatriz con sarcasmo.

—¡Ay, pequeña! —Ayesha suspiró—. El éxtasis no es la clave de la felicidad. Solo lo crees porque te lo han inculcado, porque entre vosotros, los cristianos, una mujer ha de dárselo todo al hombre: amor, felicidad, éxtasis, hijos... Aquí, entre nosotros, las cosas son distintas. Las muchachas como yo, por ejemplo, recibimos una formación cuidadosa que nos permite llevar a un hombre a las orillas de la pasión, algo que no guarda ninguna relación con el amor: solo cumple la función de proporcionarle bienestar físico. Además, aprendemos a entretenerlo, a mantener conversaciones inteligentes, a recitar poemas y cantar melodías, todo ello para su bienestar espiritual. El objetivo es que el amo se sienta satisfecho. Si a ello se suma una simpatía personal, pues tanto mejor. Si la relación genera un hijo, el amo lo amará y honrará a la madre. Si crece el amor, supone una bendición para ambos. Pero lo importante no es el éxtasis, sino el alivio, la relajación. Y ahora échale un vistazo al emir cuando abandona los aposentos de Zarah: está cansado, de mal humor, sus criados lo temen y los condenados que en esos días suplican clemencia no han de confiar en salvarse del hacha del verdugo. Las mujeres como Zarah mantienen a sus amos y señores prisioneros de la tensión y del temor. Tú misma has visto el resultado: tras pasar una noche con ella, ordena que una criada pruebe todo lo que te llevarás a la boca, y seguro que ante tus aposentos está apostado un guardia de corps que vigila cada uno de tus pasos. ¡El emir teme por tu vida, Beatriz!

—Pero, en tal caso, ¿por qué no se limita a repudiarla? —replicó Beatriz—. Por lo visto aquí es muy fácil. Uno repite tres veces «te repudio» y el vínculo de por vida se acabó. —Se estremeció con repugnancia un poco fingida.

Ayesha creyó ver en sus ojos que le habría gustado deshacerse de Zarah y de las otras trescientas mujeres del harén.

—Sus familiares se lanzarían sobre él como buitres —dijo Ayesha—. Además, no resulta tan sencillo repudiar a una mujer como Zarah: antes de que pronunciara la fórmula por segunda vez, ella lo habría vuelto loco de excitación.

Beatriz se mordió los labios y Ayesha notó su consternación: luchaba entre serle fiel a un muerto y el desafío de conquistar a un vivo. Bien, que reflexionara. Ella no seguiría provocándola; en cualquier caso, no tenía la conciencia completamente limpia. Claro que le habría gustado que su amiga se convirtiera en la señora del harén, así como hacer algo por las muchachas que de noche salían arrastrándose de las habitaciones de Zarah, llorando desconsoladamente. Ayesha sospechaba que en ellas ocurrían más cosas de las que le había contado a la ingenua Beatriz. Pero Zarah era una adversaria peligrosa y no estaba nada segura de que su amiga saliera victoriosa de aquella batalla.

Ese día Amir no osó presentarse ante Beatriz; estaba seguro de que se había enterado de su visita a los aposentos de Zarah: en un harén había cientos de ojos. Así que en lugar de ello hizo que le llevaran flores y regalos y, por la tarde, cuando la inquietud no le permitía conciliar el sueño, tradujo un poema de amor al español y ordenó que se lo llevaran.

¿Acaso Hassan no había afirmado que el nuevo eunuco sabía recitar y que encima le había causado buena impresión a la castellana? Amir mandó llamar a Mustafá y le entregó el escrito.

—Vete a ver al ama y léeselo. Dile que me consumo de amor por ella y que expío mis pecados renunciando al placer de verla.

Mustafá asintió e hizo una reverencia. Cumpliría el encargo con alegría, desde luego: por su amo y señor, al que le estaba profundamente agradecido, pero también por su ama. Recitarle promesas de amor a Beatriz debía de ser algo celestial, aun haciéndolo por encargo de otro.

Contento, el eunuco recorrió los pasillos del harén. Las muchachas le sonreían. Mustafá sabía que cotilleaban sobre él. Aún no se había acostumbrado a su posición en el harén, pero los otros eunucos le habían dejado claro que, a los ojos de las mujeres, su sexo no lo convertía en alguien completamente neutro. Las muchachas del harén siempre estaban insatisfechas, ningún amo de este mundo podía satisfacerlas a todas, así que buscaban otras distracciones sexuales y se enamoraban las unas de las otras o de los castrados guardianes del harén. Por ese motivo, y para infinita sorpresa de Mustafá, un discurso sobre la abstinencia sexual había formado parte de su entrada en el harén.

—No creáis que no son capaces de excitaros —les había dicho Hassan con severidad a los nuevos—. Ni imagináis los placeres que una odalisca instruida puede proporcionar incluso a cuerpos como los nuestros. Pero, sobre todo, somos capaces de llevar a esas mujeres hasta las mismas orillas del placer. No en nuestro regazo, pero sí con nuestras manos y nuestra boca. Hay ciertos métodos, y creedme: esas muchachas los conocen. Así que no os dejéis seducir por ellas. El amor por una flor del harén significa la muerte y la condena se cumple sin la menor misericordia ante los demás eunucos y también ante las muchachas. En general, la mujer también recibe un castigo severo; que conserve la vida depende de la benevolencia del amo y de su posición en el harén. Es más probable que perdonen a una bailarina que a la favorita.

—¿Y qué ocurre con las esposas? —había preguntado otro eunuco recién llegado.

Una vez más, Mustafá había notado miradas desdeñosas y compasivas.

—Es de una esposa de quien se espera la más absoluta fidelidad. La mera sospecha de que alguien pretende seducirla es una sentencia de muerte. Manteneos alejados sobre todo de ella .

A Mustafá le había parecido oír que uno soltaba un bufido; otro se había puesto pálido como una mortaja.

En aquel momento, sin embargo, aquello a él no le preocupaba. No tenía intención de seducir a Beatriz, ¿cómo iba a poder? Pero la veneración no estaba prohibida, y presentarse ante ella como mensajero del amo suponía un ascenso.

Sin embargo, Beatriz no parecía muy entusiasmada por los regalos de Amir. Mandó sacar las flores de la habitación y echó los preciosos pendientes en el joyero sin prestarles atención.

Solo el recitado de Mustafá pareció despertar su interés y este sintió una profunda felicidad al comprobar que había logrado que una sonrisa iluminara su bello rostro.

—Ha sido maravilloso, León —dijo Beatriz, y le entregó una moneda de oro en señal de su aprecio—. Tienes una voz muy bonita y pones el alma en lo que recitas. ¿Has aprendido aquí o en Castilla?

Beatriz disfrutaba charlando en su lengua materna con el muchacho. León era cordial y amable, y la trataba como estaba acostumbrada a que lo hicieran en Castilla. Pero, sobre todo, era un hombre con el que no necesitaba ser precavida; le daba igual que se debiera a la radical intervención del curandero sarraceno o a la minuciosa educación de los grandes españoles.

Por su parte, y después de muchos años, León recuperó el papel del paje cortés. Cuando estaba con Beatriz, no necesitaba temer las trampas de la cortesía sarracena, sino que podía mostrarse abiertamente tal como antaño le agradaba a su madre.

Respondía a sus preguntas en tono mesurado y le hablaba de su amo anterior, aunque no de sus desmanes nocturnos. Quería que Beatriz creyera que se había criado en casa de un mentor amistoso. La cortesía impidió que ella le preguntara el motivo por el cual aquel hombre había acabado por repudiarlo y hacerlo castrar.

León le hacía compañía, con simpatía y discreción, cuando al atardecer Beatriz paseaba por los jardines. Puesto que debía ir acompañada por un guardia de corps, mejor que fuera aquel muchacho servil, porque los nubios silenciosos y fornidos que le seguían los pasos por orden de Hassan le daban un poco de miedo. Le haría saber al jefe de los eunucos que quería que Mustafá fuera su criado personal.

Feliz, Mustafá la seguía por los jardines, recogía una flor de aroma especialmente agradable y le indicaba fuentes de refinada construcción. Cuando ella hablaba con otras mujeres, se mantenía a una distancia respetuosa o se apresuraba a servirles un refresco.

—¡Es tan dulce! —dijo Ayesha, riendo, refiriéndose a la nueva adquisición de Beatriz—. Ese suave pelo castaño claro... Y seguramente todavía tiene la carne firme. No ha sucumbido aún a los placeres del vino y los dulces como muchos de nuestros amigos castrados. ¡Ay, yo sabría hacer algo más con él que pasear por los jardines! ¡Pero a ti ni se te ocurra, Beatriz: el emir lo haría descuartizar!

—¡Es un niño, Ayesha! —respondió Beatriz, sacudiendo la cabeza, escandalizada—. Jamás se me ocurriría tener una aventura con un eunuco ¡Eso sería absurdo!

Ayesha sonrió, pero parecía un poco preocupada.

—Pues entonces confiemos en que otros no lo vean de forma completamente diferente —murmuró.

Mustafá deambulaba por el paraíso con Beatriz, ignorando lo poco que tardaría en encontrarse con la serpiente que lo habitaba.

Ebrio de felicidad, no se inquietó cuando aquella noche, Zarah, la esposa del emir, lo mandó llamar. Envió a buscarlo al joven eunuco que se había puesto tan pálido durante el discurso de Hassan. El chico acompañó a Mustafá hasta los aposentos de Zarah como si quisiera protegerlo. Sin embargo, lo dejó solo.

—Te deseo mucha suerte, amigo mío —susurró.

Después de llamar a la puerta, una voz profunda lo invitó a pasar.

Zarah, sentada en el diván, llevaba un atuendo de gasa negra que suavizaba y realzaba las curvas de su cuerpo sin ocultar nada. Llevaba el cabello suelto y los pesados rizos le cubrían los hombros. Cortinas de terciopelo y cojines granate adornaban su sala de estar. Flotaban en el ambiente aromas embriagadores. En un rincón, una muchacha menuda tocaba una lenta melodía al arpa; cuando Mustafá entró, ni siquiera osó alzar la cabeza.

—¡Ah, el joven castellano al que le quitaron su fuerza viril, pero no su talento para la seducción! —dijo Zarah—. Según me han dicho, mi esposo te usa para enviar misivas amorosas, así que dime qué te ha dicho.

Mustafá se ruborizó. El poema de Amir estaba destinado a Beatriz, solo a ella, pero ¿cómo explicárselo a esa mujer sentada en el diván como una araña en su telaraña?

Desesperado, comenzó a recitar otra cosa, un poema árabe; la arpista lo acompañó: no cabía duda de que era una excelente intérprete.

—¡No me mientas! —exclamó Zarah, cortante, interrumpiendo el recitado—. Ese no es el texto escogido por mi esposo para enviárselo a la esclava. ¡No intentes engañarme, te lo advierto!

Mustafá dio un respingo y miró a la arpista en busca de ayuda, pero esta mantuvo la vista clavada en el instrumento como si en ello le fuera la vida.

—«Juro por el amor de aquella que me desdeña: la noche en la que me consumo de amor no tiene fin» —empezó a recitar Mustafá, procurando hacerlo con monotonía. El regalo del emir no debía conmover el corazón de aquella mujer.

No había peligro, sin embargo: hacía mucho que el corazón de Zarah era frío como el hielo.

—Eso está mejor, pero reprimes tu talento. Al parecer, necesitas un poco de ayuda, careces de refinamiento. ¡Sírveme de ese licor! —dijo Zarah, señalando la frasca de una mesita.

Con mano temblorosa, Mustafá llenó una copa, la puso en una bandeja y se la sirvió a la señora tal como había aprendido de niño, pero tropezó con un pie femenino cubierto de motivos de alheña y el licor se derramó en el empeine. El chico se arrojó al suelo balbuciendo disculpas.

Al principio Zarah le habló sin alterarse, pero después fue cortante.

—Lo dicho: careces de refinamiento. Ahora, límpiame, mi pequeño amigo castrado.

Mustafá buscó un paño con desesperación, pero Zarah lo derribó de un puntapié.

—Utiliza tu propia herramienta. Te despojaron de la lanza, pero aún tienes la lengua, ¿no? Esa capaz de recitar poemas tan bonitos aun cuando aquí no lo puede demostrar. ¡Veremos si logramos ponerla en movimiento de otro modo!

Rojo de vergüenza, Mustafá se inclinó sobre el pie del ama. El licor era dulce y embriagador, pero Mustafá solo experimentaba la tortura de su humillación.

A lo largo de la noche, ella se apoderó de todo su cuerpo. Mustafá se sumió en la vergüenza y el terror. Su alma quedó mancillada y su cuerpo lleno de verdugones y moratones. A Zarah le agradaba castigar a sus esclavos. Borracha de codicia y de ira, pagó todo su odio con el muchacho; un odio al que no podía dar rienda suelta con su esposo: lo que hacía con él solo era un juego, pero lo que le hizo a Mustafá aplacaba su auténtico deseo. Mientras, la arpista no dejaba de tocar dulces melodías, tan complejas que no podía despegar la vista del instrumento. No obstante, tenía las mejillas arrasadas de lágrimas cuando Zarah por fin los dejó marchar a ambos.

—No temas, no te delataré —dijo la muchacha. Se quitó un velo y restañó la sangre, el sudor y las lágrimas del rostro del muchacho. Mustafá se había desplomado en el pasillo, aliviado pero vencido por la debilidad y la vergüenza.

—Sé que no querías pasar por esto, nadie quiere. Yo tampoco acudo por propia voluntad, pero ¿qué puedo hacer? Intenta olvidarlo.

Mustafá se esforzó por conservar un resto de dignidad, pero las lágrimas se le escapaban.

—¿Cómo puedo olvidarlo? —gimió—. ¿Y qué pasa si vuelve a hacerlo?

—Oh sí, volverá a hacerlo —dijo la muchacha, suspirando—. Pero, en general, no convoca a uno solo, disfruta demasiado observando los actos impúdicos de los demás. Y pobre de ti si te resistes. Mira. —Se remangó y le mostró el hombro: tenía la espalda llena de verdugones cicatrizados.

—Si se lo dijera a Hassan... —dijo Mustafá, buscando una solución.

—Entonces ella dirá que mientes, o que pretendías seducirla. O delatará a las muchachas con las cuales te obligue a realizar esos actos. Hace dos años, mataron al eunuco y vendieron a la muchacha. Fue obra de Zarah. Unos días después, la muchacha fue víctima de un misterioso accidente en el mercado de esclavos. Desde entonces, todos callan.

—¿Cuántos son «todos»? —tartamudeó Mustafá—. ¿Estás diciendo que todos lo saben?

La muchacha negó con la cabeza.

—No. Los únicos que conocen los detalles son tus compañeros de desdicha. Dos eunucos, cuatro o cinco muchachas. Pero los demás lo comentan, claro está. Ya sabes cómo es el harén, no hay muchos secretos.

—Pero los más oscuros no salen a la luz —dijo Mustafá—. Que Dios se apiade de nosotros.

A la mañana siguiente, Beatriz se percató de que su joven amigo había cambiado. León parecía asustado y nervioso, y encima de la ceja derecha tenía una herida.

—¿Cómo te hiciste eso? —quiso saber. Preguntarle acerca de la herida le parecía inofensivo.

Murmurando, Mustafá dijo que había tropezado en la escalera que daba a la cocina. Beatriz meneó la cabeza: la herida parecía un latigazo, pero ¿quién podía haber azotado al muchacho?

Inquieta, estuvo pensando en el asunto mientras amamantaba a su hijo. Como siempre, el pequeño Álvaro era su única alegría y, con los párpados entrecerrados, se entregó al placer de sentir sus labios pequeños y sonrosados en el pecho. No prestó atención cuando alguien abrió la puerta casi sin hacer ruido, seguramente Susana.

—¡Qué feliz sería yo si pudiera ocupar el lugar que ahora ocupa tu hijo! —exclamó el emir en un susurro.

Beatriz se incorporó con tanta rapidez que el pequeño estuvo a punto de caer de sus brazos. Quiso cubrirse, pero Alí protestó sonoramente: aún no estaba saciado y ella no podía dejar de amamantarlo; así que, abochornada, trató de cubrir al niño y cubrirse el pecho con el velo.

El emir le lanzó una mirada suplicante.

—¡No seas tan cruel, sol mío! Déjame disfrutar del paisaje más hermoso que Granada puede ofrecer: suaves colinas, un dulce valle y un niño que saborea la leche del amor. No tienes motivo para ocultarlo ni para sentirte avergonzada.

—¿Ah, no? —le espetó Beatriz—. ¿Para qué me concedéis aposentos privados cuando no estáis dispuesto a concederme intimidad? ¿Es esa vuestra idea del respeto y la discreción? ¿Acaso no dijisteis hace unos días que debía sentirme segura en mis habitaciones? Pero olvidaba que no dejáis de romper vuestras promesas.

—No quería que me molestaran, mi sol de la mañana. Y no quería ordenarte que acudieras a verme como si fueras una esclava. Pero no lo dudes: estás tan a salvo de mí tras unas puertas cerradas con llave como en cualquier otro lugar. Te he dicho que no te tocaré.

—También dijisteis que no buscaríais satisfacción en los brazos de otra antes de que me decida a vuestro favor o en vuestra contra. —Beatriz se pasó al bebé al otro pecho.

Presa del vértigo a causa del deseo, Amir observó al niño rodear el pezón sonrosado con los labios y acariciar el pecho con sus dedos diminutos.

—El asunto con Zarah, Beatriz, es algo distinto —dijo en voz baja.

—¿Porque es tu esposa y yo solo una concubina? —Soltó un bufido—. ¿Porque todos los hombres están perdidos cuando ella los aferra?

Amir bajó la vista.

—¡Cuán débiles han resultado ser los de vuestro sexo! —se burló—. Y siempre estáis dispuestos a poner una excusa: esta mujer no quería, así que poseí a otra. Como no había ninguna dispuesta a entregarse, obligué a una muchacha a hacer el amor. Como no había ninguna adulta, poseí a una niña. Y ni siquiera os sentís culpables. Al fin y al cabo, tenéis derecho a vuestra satisfacción. ¿Acaso alguien se interesa por la de las mujeres?

Amir alzó la vista y Beatriz vio su rostro pálido y martirizado. Tenía profundas ojeras y duros y agotados los rasgos cincelados de halcón.

—¿Parezco tan satisfecho? —le preguntó—. ¿Parece que la culpa no me supone una carga? Te amo, Beatriz. Solo por ti me consumo, solo por ti. Zarah...

—¿Qué es lo que hace la buena de Zarah? —preguntó ella con sarcasmo—. ¿Te sujeta con cadenas de hierro?

Entretanto, el niño había saciado el hambre y se había dormido contra el pecho de su madre. Beatriz lo cogió suavemente y lo acostó en su camita.

—Hay cadenas más frías que el hierro... —musitó Amir.

—¡O más calientes!

Beatriz se disponía a cerrarse la túnica pero cambió de idea, cogió un tarrito de aceite perfumado, dejó caer unas gotas en la palma de la mano y se untó los pechos.

La respiración de Amir se agitó.

—¿Acaso esto encadena a un hombre? —preguntó Beatriz con voz ronca, jugueteando con su pezón—. ¿Alcanza para haceros perder el juicio?

Amir no respondió. Luchaba contra su excitación y su temor. ¿Estaba jugando con él? ¿Era como Zarah, impúdica e insensible? No: su mirada expresaba miedo y amargura... y la extraña dulzura de la inocencia. Ignoraba cuánto le excitaba lo que hacía.

El aroma del aceite de melocotón flotó en el aire y Beatriz se untó el vientre y deslizó los dedos hacia abajo.

Amir no sabía cuánto más lograría controlarse. Le palpitaba la entrepierna y se sentía invadido por la ira. Si seguía tocándose se abalanzaría sobre ella.

Entonces Beatriz se detuvo y, sintiéndose un poco culpable, se cubrió el pecho. Sin embargo, prosiguió con sus cuidados de belleza. Alzó el pie derecho, lo apoyó en el borde del diván y, con coquetería, repasó los motivos de alheña que le adornaban el empeine y el tobillo. Manejaba el minúsculo pincel con destreza, dibujando panículas en su delgado pie, inmaculado y diminuto.

La excitación, roja como la alheña, como la sangre, le nubló la vista a Amir, que se llevó la mano a su erección, una lanza de voluptuosidad en busca de una víctima. ¿Beatriz no era tan culpable como él, puesto que se comportaba como Zarah? ¿Acaso no lo deseaba tanto como él a ella?

Pero entonces notó que Beatriz lo interrogaba con los ojos: estaba jugando, marcando fronteras. Si la tomaba con violencia, lo detestaría, y él también se aborrecería. Allí, en el harén, podía satisfacer su deseo con cualquier muchacha, pero Amir quería que aquella mujer fuera un recipiente de su amor: si lo maltrataba se rompería. Así que reprimió su cólera y su excitación y dejó brotar únicamente el infinito amor que le profesaba. Puede que Beatriz hubiera dado a luz a un niño, pero Alí había sido engendrado en medio de la ira; en realidad, ella seguía siendo una virgen que jugaba con fuego. Tenía los labios trémulos, como si luchara contra las lágrimas. Quería algo, en lo más profundo del corazón lo deseaba a él, pero necesitaba tiempo y confianza para entregarse.

Amir se arrodilló ante el diván.

—Permíteme ayudarte, sol mío... —dijo, con la voz ronca pero firme. Había recuperado el control sobre sí mismo y, con una sonrisa, sumergió el pincel en el tarrito de alheña—. Deja que te adorne, hada mía, deja que te adorne como a una novia.

—¡De novia ni hablar! —Beatriz quería replicar con dureza y alzando la voz pero solo logró sisear.

Amir no se dejó amedrentar y empezó a dibujar los primeros zarcillos en torno a su tobillo y luego avanzó por sus blancas pantorrillas, pintándole artísticos adornos.

—¿Qué haces? —preguntó Beatriz, fingiendo un disgusto que no sentía.

—Escribo mensajes de amor en tu cuerpo.

Beatriz se reclinó y notó el suave cosquilleo del minúsculo pincel de pelo de caballo. Su piel reaccionó y se le erizó el delicado vello dorado de las piernas.

Amir le decoró la rodilla con una flor. Beatriz empezó a jadear. El corazón le palpitaba con fuerza. ¡Hacía tanto calor! Las finas pinceladas le refrescaban la piel ardiente.

—Si fuese un velo de gasa, podría envolverte —susurró el emir—. Si fuera una gota de aceite, podría depositarme en tu piel. Si fuera este pincel, podría acariciarte —musitó, trazando finísimas líneas en su monte de Venus con movimientos tan delicados como el aleteo de una mariposa pero que despertaron en ella el más abrasador de los deseos. Notó que se le endurecían los pezones y que su único anhelo era arquear su cuerpo contra el de Amir.

—Deja que escriba palabras de pasión en tu cuerpo... —Los movimientos del pincel de amir se aceleraron mientras escribía curiosas y complicadas letras árabes—. Un cuerpo aún cerrado a mis ansias, pero protegido por mi amor. ¿Qué secretos ocultas tras la puerta del paraíso, celosamente vigilada por ti, ángel mío? Ojalá la atravesaras junto a mí, mi sol. Ambos podríamos explorar el jardín del Edén.

Beatriz temblaba. Quería hacerlo, lo deseaba. De no ser por la imborrable imagen de Diego, por el ardor de su mirada cuando ella dejaba que la tocara y su alegría ante la perspectiva de la llegada de la noche de bodas, cuando por fin podría dar rienda suelta a su pasión. Amir se lo había arrebatado, así que no permitiría que saliera victorioso en la batalla por su cuerpo. No, Amir se equivocaba. ¡No era la propia Beatriz quien vigilaba la puerta del placer con una espada flamígera, sino su amado perdido! Y nunca permitiría que el emir la franqueara. Se incorporó.

—Basta. ¿Qué significa eso? ¿Qué dirán las otras mujeres cuando acuda así a los baños?

—Te envidiarán, porque tu amo y señor te ama más que a nadie —dijo Amir con una sonrisa.

—Es... Es impúdico. Me compromete. No podré volver a mostrarme desnuda hasta que estos trazos hayan desaparecido. ¡Cómo habéis podido! —exclamó, y su enfado no era fingido. ¡Un cuerpo cubierto de poemas de amor! Beatriz tardaría semanas en atreverse a ir a los baños.

Lentamente, el emir se puso de pie. Su miembro viril aún palpitaba: estaba controlado pero no satisfecho. Si ella... Si ella solo...

—¿Es que no te agradó en absoluto, Beatriz, sol de mis días? ¿No ha sido bonito ser acariciada con palabras?

—Si os parece bonito —soltó Beatriz, presa de la ira—, ¡entonces dejad que yo también pinte un poco!

Antes de que pudiera reaccionar lo empujó contra los cojines y le desgarró la camisa. Tenía el pecho moreno, la piel de color bronce tensa, los músculos de acero. Casi daba pena manchársela con pintura, pero Beatriz estaba firmemente decidida y, con movimientos suaves y meticulosos, dibujó unos zarcillos floridos. El resultado no fue perfecto: la mano de Beatriz temblaba tanto como el pecho agitado de Amir. El joven jadeó y trató de ocultar el miembro palpitante con el mismo pudor con que ella había ocultado los pechos. Beatriz notó que anhelaba desahogarse, y eso era algo por lo que ya había pasado.

Con una sonrisa sardónica, le bajó el pantalón.

—¿Queréis que decore vuestra lanza con flores? —le preguntó con picardía—. ¿Queréis que deje mi marca en ella, para que Zarah sepa que esa llave buscaba otra cerradura, que esa flecha buscaba otro blanco?

—¡Soy tuyo! —exclamó Amir—. Escribe tu nombre en mi cuerpo o dibuja tu blasón. Llevaré ambos con honor y humildad.

Los minúsculos pelos de caballo acariciaron su miembro, se lo rodearon y le hicieron cosquillas en la punta. Entonces Amir se sumergió en el mar del éxtasis, un mar que resplandecía como los ojos de su amada. Las olas azules y verdes le cubrieron la cabeza, lo refrescaron y lo abrasaron, lo acunaron, y lloró y rio de placer. Por fin se desplomó satisfecho, con una sonrisa de felicidad en los labios. Beatriz lo había conducido por aguas tranquilas, no por la lava en la que se abrasaba con Zarah.

Amir quiso abrazarla, quiso darle las gracias y volver a explorar las profundidades de aquel océano de placer junto a ella. Cuando se incorporó, sin embargo, ella ya se encontraba junto a la cuna de su hijo y se arreglaba la ropa.

—Ahora debéis marcharos, señor —le dijo con frialdad—. Y esta vez no me hagáis promesas.

Amir estaba un poco desilusionado. Pero, de acuerdo: si ella quería seguir con el juego...

—No es necesario —bromeó galante—. ¿Acaso en esta ocasión no os las he hecho por escrito?

Cuando Amir se marchó, Beatriz permaneció en la habitación con el corazón palpitante. Su tranquilidad e indiferencia solo eran fingidas. A fin de cuentas, ella también había dejado su sello en el cuerpo del emir.